Escribir una líneas de este libro sobre la vida cotidiana en la época de Maximiliano y Carlota es una oportunidad de recordar brevemente a su autor, Orlando Ortiz (1945-2021). Lo frecuentaba cuando él era maestro de narrativa en la Fundación de las Letras Mexicanas. Además de la atención que daba a sus alumnos, era generoso en su conocimiento: escribió novela, cuentos, crónicas y fue especialista en todos los siglos de literatura tamaulipeca (una de sus últimas obras fue una antología en cuatro tomos de autores de ese Estado). Por él supe que Jack London visitó Tampico en tiempos de la Revolución Mexicana, y que sobre este mismo puerto, el autor de El Gólem, Gustav Meyrink, escribió un cuento en torno al auge petrolero de 1918. La última vez que hablé con él, me dijo que escribía una novela sobre el viaje por Francia de Melchor Ocampo, en 1840. Como yo tenía una guía de viajes de esa época, con mapas, lista de hosterías y precios de la comida con una detallada descripción del viaje, se lo mandé. Murió poco después, no supe si había concluido su libro, aunque veo que póstumamente lo editó el FCE. Era un lector detallista, interesado en el siglo XIX, por lo que su libro sobre la vida cotidiana durante la intervención francesa se dedica a revisar crónicas y a buscar anécdotas de las diferentes maneras de vivir entonces. (El título del libro se refiere a la frase que solía decir Maximiliano para despedirse de las reuniones.) Seguramente, se piensa en las ciudades, en la corte de los Emperadores, en el afrancesamiento de México… Sin embargo, me llamó la atención un pequeño detalle que casi nunca se toca de entonces, la vida de los mineros. Sobre ese tema, destaca un autor tan interesante que recientemente se ha leído un poco más, Pedro Castera, hijo de un Secretario del Tribunal de Minería. Castera participó peleando contra los franceses, pero su interés fundamental fue la vida de los mineros (la cual relata en un libro de cuentos que fue prologado por Altamirano). De ese mundo que transcurre bajo tierra, donde los mineros buscan la más esplendente riqueza ajena, provienen las fortunas y los millonarios más extravagantes. En una pequeña novela de 1882, Los maduros, Castera habla del señor Mariano B…, quien ganó lo suficiente en una mina de Guanajuato como para tener los lujos de un Emperador romano: alfombró las caballerizas de su casa y las adornó con enormes lunas de Venecia. Otro rico minero de entonces vestía a su muchacha con un elegante vestido de seda para que limpiara el patio de la mina. Aunque en tiempos de bonanza, los pueblos de los mineros se llenaban de fiesta y de fandangos, de serenatas, teatros y tertulias. Las erupciones de plata, escribió Castera, parecían inundar al mundo entero. Uno de los personajes que menciona Orlando Ortiz es “el maduro”, que con la barreta trabajaban en zonas húmedas, sin ventilación, absorbiendo las emanaciones arsenicales de la tierra. Como enfermaban prematuramente, el color de su piel parecía el de “los perones maduros”. Contrarias a ese color mortecino de “los maduros”, los pueblos de los mineros se llenaban de puestos de frutas, de colores tan luminosos como los minerales que buscaban en las profundidades.
Orlando Ortiz. Diré adiós a los señores. Vida cotidiana en la época de Maximiliano y Carlota (2007). México, Punto de Lectura, 2010.
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