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viernes, 19 de abril de 2019

Cartas de navegación, de J.M. Coetzee



La típica decepción de entrar al taller del escritor es mayor cuando se entra al de J.M Coetzee. Si bien en sus novelas hay angustias, incomunicaciones varias entre sus personajes, desaliento, etc., en el momento de acercarse demasiado al mundo personal del novelista ocurre lo siguiente: se descubre el mecanismo del ilusionista. El mago de Oz queda desnudo. Eso no estaría mal, si consideramos que la literatura no es más que un truco, sólo que frecuentemente lo olvidamos. La sensación de no comunicar, esa incómoda percepción de que el otro es incapaz de comprender lo que uno pretende transmitir, o más bien, la absoluta seguridad de que uno está encerrado en sus propias palabras. Eso –permítanme– no es más que el resultado de un mecanismo retórico. Se parecía a la vida. Incluso pretendía erguirse y caminar. Lo logra tan asombrosamente que muchas veces le damos más realidad a ciertos personajes de la literatura que a los que tenemos frente a nosotros. Los desenmascaramos, les quitamos ese disfraz de piel y personalidad que los recubre y vemos sólo ese montón de retazos que los constituye. Un amontonamiento de gerundios, puntos y comas, aposiciones, pronombres, algo bastante desagradable. Una especie de mostrador de carnicería cuyos productos se esforzaran por moverse e imitar la vida. Así que esa constante preocupación existencial de los personajes de Coetzee en realidad tiene como origen el estudio de la obra de Beckett. A veces olvidamos la otra mano del escritor, la que no vemos y sirve para hacer más efectivo el truco. Y sin embargo, ésta es su peculiaridad. Son estos curiosos dispositivos los que permiten que el autor (el poeta, el dramaturgo), al hablar de algún asunto, en realidad esté hablando de Dios, o de cualquier otro tema. En general, hay una tendencia en Coetzee a considerar todo un mecanismo, un sistema, un código. Así ocurre en sus textos sobre el Capitán América, el lenguaje científico de Newton y la censura en Sudáfrica. Pero lo más decepcionante es asimismo lo más deseable. No todos los autores se deciden a hablar de esa vida íntima de las palabras, a veces desligada de la Estética. Va ocurriendo a lo largo de este libro, y de la propia vida del novelista, que su personalidad va cubriendo vastas extensiones de realidad para volverlas parte de sí. Uno de los objetos fagocitados por el sistema literario de Coetzee es nada menos que Fiódor Dostoyevski: una de sus novelas incluso trata de él. Se parece al autor ruso, pero viéndolo bien se parece más al sudafricano. Quizá porque al capturarlo, al digerirlo, fue desechando el sentido del humor. Aspecto quizá difícil de tragar. No hay prácticamente humor en Coetzee. Tampoco ironía. En este libro se incluyen varias entrevistas, un gran logro tratándose de un escritor reacio a la conversación pública.

J.M. Coetzee. Cartas de navegación. Ensayos y entrevistas. / Doubling de point (1992), ed. por David Attwell, tr. de María Julia de Ruschi, Mariana Dimópulos, Elena Marengo, Lucas Margarit y Cristina Piña. Buenos Aires, El Hilo de Ariadna, 2015. (Col. Ensayos)

Las burlas veras, de Alfonso Reyes




Existe un libro que se llama Guía para la navegación de Alfonso Reyes. En él se le representa como un mar. Pero también se lo puede uno figurar como un mapa, con diferentes provincias: el estudio de Grecia, su temporada en España, su crítica de cine, sus repentinos paseos por la ciencia, o bien, cientos de textos que no forman país, sino un nutrido archipiélago de pequeños islotes. Éste libro está formado por el afluente más alejado, el de los pequeños textos que publicó al final de su vida, a partir de 1940, y en que encapsulaba erudición mayor pero en pequeñas dosis. Los llamó “Las burlas veras”, título que evoca a Quevedo o a una época lejana. Viéndolo bien, Alfonso Reyes es un escritor como ya no hay. Tiene su extrañeza: escribe y luego escribe sobre lo que escribe. Fue su propio biógrafo, el hacedor de su bibliografía, el organizador de sus libros de Obras completas. Una obra literaria que era, en gran medida, su propio objeto de estudio. Sin embargo, no importa tanto el tema como el tratamiento. Las frases deslumbrantes, las reflexiones que sorprenden, aparecen en momentos inesperados. Así que lo que realmente importa es seguir al autor en sus pensamientos, en ese largo proceso de pensar que recorre sus obras. Puesto que son textos varios, sin ilación ni secuencia, es difícil que despierten interés en conjunto. Brillan de manera individual. Sin embargo, puestos en un tomo de obras completas, sus casi 900 páginas representan lo que pretendían evitar al nacer: dar la idea de la pesadez. ¿Pero qué hacer?, ¿cómo evitarlo? Quizá dejar a los textos volar a su gusto, que se pierdan, abrir las jaulas. Escribir porque sí. Eso, no obstante, no era la intención de don Alfonso. Por el contrario, era cuidadoso con sus textos, taxonomista de su inspiración. Ahora bien, aquí, en este volumen se encuentra quizá la página perfecta, aquella que muchos buscamos y que no sabemos cuándo la producimos si es que la logramos. Se trata del texto “La basura”, ejemplo de epifanía, de poema en prosa, de ensayo concentrado, de revelación del Universo; y ese texto no es más que la contemplación del camión de la basura visto desde la terraza de su Capilla Alfonsina. Pero ese diario ritual no dura mucho, hay que regresar dentro, de nuevo a vivir entre libros. ¿Qué elegiremos hoy? Por ejemplo… la palabra “Porfiriato”. ¿Qué revelará? Término que no gustaba al principio pero que luego fue usándose por fuerza de la costumbre. Si se usa es porque la popularizó Daniel Cosío Villegas en sus libros de Historia. Cosío Villegas, nos aclara don Alfonso, la leyó originalmente en un cuento de Reyes, “Los dos augures”, de 1927. Pero no fue invento suyo, él se la escuchó antes a un viajero mexicano en París. Años más tarde, un amigo le aclaró que el término provenía de un diario maderista, La Nueva Era. Antes la erudición vivía en la memoria, hoy vive fuera de nosotros, en un mundo virtual. Pero dentro o fuera, tiene que ser tratada como un juego (jamás como algo serio) que consiste en ensartar datos contiguos en un collar al cual no podemos verle comienzo ni final.

Alfonso Reyes. Marginalia (primera, segunda y tercera series). Las burlas veras (primera, segunda y tercera series), edición e introducción de José Luis Martínez. México, FCE, 1989. (Obras completas, XXII)

miércoles, 10 de abril de 2019

Bruto, de Cicerón



Un cardinal llamado Gerardo Landriani descubrió en la catedral de Lodi, en 1421, un viejo códice que contenía una obra desconocida de Cicerón: Brutus. Naturalmente, fue una noticia tan increíble que una gran cantidad de estudiosos quisiera revisar ese raro documento; esa fue la causa de que se deteriorara y se perdiera para siempre, no sin que antes se sacaran de él numerosas copias. Gracias a esta obra podemos saber cómo era Cicerón en su juventud, a qué oradores conoció y cómo fue cultivando su espíritu. Su afición a los juicios públicos, gracias a los cuales pudo escuchar momentos irrepetibles de la oratoria. Desafortunadamente, esos viejos oradores despreciaban escribir sus discursos. Seguramente, escribían en sus papeles los argumentos fundamentales de sus causas y luego subían al foro a desplegar sus dotes en la palabra viva. La palabra viva: la que más nos seduce, pero la que más rápido se desvanece frente a nosotros. Y los oradores… una cosa es hablar y otra muy distinta, retener todas esas ideas geniales, capturar el instante en una bella prosa oral y después ponerla por escrito. Casi ninguna de aquellas glorias del arte de la jurisprudencia dejó una obra escrita. A lo largo de su vida, Cicerón fue adquiriendo antigüedades –manuscritos– que alguna referencia tenían de los oradores que no escuchó. Asimismo, tuvo largas conversaciones con magistrados acerca de la Historia de este arte. Una buena tarde del año 55 (¿o del año 46?) antes de Cristo, Cicerón recibió la visita de dos amigos, Marco Bruto y Tito Pomponio. De inmediato, la conversación los condujo al tema favorito del escritor. Naturalmente, la emoción lo hizo desmenuzar numerosos nombres, ejemplos de oratoria desafortunadamente perdidos. Nombres y nombres de personajes de los que no queda ni una sola palabra. Una especie de humus histórico del que resaltan algunos aspectos. Estaba Isócrates, cuya casa estaba abierta a toda Grecia “como si se tratase de una escuela y un taller”. Fue el primero en darse cuenta que la prosa, al alejarse del verso, conservaba cierto ritmo propio. Así que a él le debemos la noción que nos lleva a poner las palabras en ordenada cadencia: antes que él no se estilaba que las frases tuvieran un final rítmico. Asimismo, nos indica el antiguo autor que los griegos pensaban que el discurso gana en belleza cuando las palabras se usan con un sentido distinto del habitual. Catón sería el gran ejemplo de ese estilo. Hay que ir a estos personajes, a esas tribunas, para tomar las clases inaugurales de la Retórica. En ellas aprendió su oficio la poesía, aprendiz distraída. Quién diría, allí aprendió la metáfora, la aliteración, la hipálage y el hipérbaton. Ante libros como éste, escritos hace milenios, surgen como emanaciones muchas preguntas. Así que nos dirigimos al prólogo para ver si resuelve nuestra curiosidad: ¿exactamente qué peso tienen todos esos nombres en la Historia, de qué trataban esos discursos y cuáles serían recomendables para leer? Aunque hay una pregunta un poco más urgente: ¿de casualidad el Bruto del título es el mismo que estuvo involucrado en la muerte de Julio César? Por alguna razón, la identidad de este personaje está explicada en una nota al pie en la página 62: se nos dice quiénes eran sus padres, quién lo adoptó al quedar huérfano, dónde estudió retórica y con quién se casó. Pero en ningún lugar se dice que se trata del famoso homicida de Julio César. Curiosos textos académicos, que pulen y dan brillo a la moneda de los clásicos pero no sirven para ponerla de nuevo en circulación.

Cicerón. Bruto [Historia de la elocuencia romana], introducción, traducción y notas de Manuel Mañas Núñez, 1ª reimp. Madrid, Alianza, 2010. (Biblioteca Temática Clásicos de Grecia y Roma, 8233)