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viernes, 28 de enero de 2022

Fama y oscuridad, de Gay Talese



 

Por estos días, Gay Talese (1932), uno de los padres del “periodismo literario”, festeja sus noventa años de vida. De sus textos, los periodistas y los escritores pueden extraer grandes moralejas. Pero eso no quiere decir que las extraigan o que las sigan. De hecho, Talese tiene la idea de que el periodismo se encuentra desvirtuado. Algunas de las principales razones es el uso desmedido de la grabadora (que le permite al reportero dejar de prestar atención a su entrevistado) o lo poco rentable que es para un autor la investigación profunda en sus temas. La prosa tallada con dedicación tendría en contra la prisa de las redacciones. De ahí que la sensación de que el tiempo pasa vertiginosamente entre las páginas de esta recopilación de sus textos no sea más que una más de sus argucias como escritor. Me llaman la atención varias de sus ideas. Por ejemplo, considera que un reportero no debería de poner lo primero que uno de sus personajes le contesta. Por el contrario, se atreve a detener la conversación y le pregunta a su entrevistado: “¿Está seguro de que quiere contestar eso? ¿No quiere tomarse un tiempo para pensarlo bien?” A fin de cuentas, la crónica es una foto para la posteridad. Si esta idea se trasladara al fotoperiodismo sería muy mal juzgada. En ese ámbito se valora por sobre todo la objetividad y la espontaneidad. Nada de retoques. No se debe de pasar a la realidad por la sala de maquillaje. Esto deriva en una discusión en torno a la objetividad que no nos lleva a ninguna parte. O nos lleva a una visión muy estrecha del ejercicio periodístico. La protagonista de este libro es la ciudad de Nueva York, pero una ciudad que fue hace tiempo. El autor habla del lejano momento en que, allá por los años 50, un animal de dimensiones lovecraftianas se posó definitivamente sobre las aguas del estrecho que separa Staten Island y Brooklyn. Entonces, los viejos barros neoyorquinos sintieron la primera de las inmensas pisadas del puente Verrazano-Narrows, siempre proyectado, siempre cancelado. Su construcción terminó con barrios enteros, los vecinos se fueron para siempre, pero el autor tuvo la paciencia de preguntar sus historias y de colocarlas en uno de sus capítulos. En otro colocó las ideas y su evolución en torno a la construcción de los puentes. Un capítulo más contiene la vida de los trabajadores que hicieron posible esta obra de ingeniería. Y no falta aquel que se refiere a la atracción del vacío, a las muertes que ocurrieron durante la edificación del (entonces) puente más largo de los Estados Unidos. Lamento tanto no tener más herramientas para dar idea –aunque sea en forma de maqueta– de la ingeniería de Gay Talese. Para hablar de sus grandes reportajes que le dieron fama: su hipnótica no-entrevista a Frank Sinatra, el personaje que pasa a lo lejos, enojado y resfriado, por las páginas de una crónica que deja plasmada su personalidad. O de su exhaustivo conocimiento de las profesiones exóticas que se dan en Nueva York: la vida de las 200 adivinas de la ciudad y las necesidades que satisfacen a sus clientes (compuesto en un 80% por mujeres que tienen problemas en torno al amor). Puesto que todo en esta vida está regido por la ley de la oferta y la demanda, Nueva York necesita de más adivinas. Así que las más viejas dan clases para nuevas médiums en la zona de la Calle Setenta y Ochenta de Manhattan. Dan, o daban, según se hayan modificado la renta de la ciudad, la credibilidad en esta profesión y la necesidad de amor entre los neoyorquinos.

 

Gay Talese. Fama y oscuridad / Fame and Obscurity (1970), tr. Emma Barzini. Madrid, Grijalbo, 1975.

domingo, 16 de enero de 2022

Una tertulia que aplastó la muerte (Dardo Dorronzoro y Osvaldo Caldú)


 (Dardo, Osvaldo y Dietmar Blochberger, en casa de Dardo)

 

Terminaba este texto cuando supe de la muerte de Osvaldo Caldú, militante histórico de la izquierda argentina, exiliado en México, poeta, restaurantero, único sobreviviente de la tertulia de Dardo Dorronzoro, poeta y herrero que fue asesinado por la dictadura de Videla, en 1976. Platicamos en su restaurante de Tlalpan, El Asado Argentino, en donde también inició hace años una de las más importantes milongas. Platiqué con Osvaldo el 12 de noviembre pasado, para hablar en torno al libro Viernes 25, que él mandó editar, en memoria de Dardo; libro que hizo para regalar y dar a conocer algo de la obra de este poeta desaparecido. 

 

I

Este libro se llama Viernes 25 porque en ese día de junio de 1976 su autor, el poeta Dardo Dorronzoro, fue visto la última vez por su esposa Nelly. Sobre su escritorio había quedado un último poema: “Desde hace tiempo siento la amenaza / de ese viento sobre / la luz de mi lámpara (…) // Ya sabía que estaba condenado.” El aire de la muerte, efectivamente, estaba por abalanzarse sobre millones de destinos, pues en el poder había sido tomado por la infame dictadura de Videla. Aun cuando a mí me cueste trabajo encontrar la peculiaridad de su voz, hubiera bastado con una sola sílaba para que Nelly lo reconociera. Se dedicó a buscarlo por años, se unió a las Madres de Mayo para intentar encontrarlo. Y se negó a escuchar que alguien había visto su cadáver decapitado porque ella no estaba dispuesta a aceptar restos. El libro apareció una mañana imprecisa sobre mi escritorio, lo empecé a ojear, a saber del destino de Dardo, poeta y herrero, una especie de anacrónico Quijote que vivió muy cerca de Buenos Aires. Leí recados poéticos cuyo sentido final me estaba oculto, algunas influencias reconocibles, presagios de muerte, invocaciones de viejos poetas… La portada del libro reproduce el cuaderno cosido por la propia Nelly, quien hizo la selección; en su interior hay cartas que ella mandó a Osvaldo Caldú, uno de los jóvenes que acompañaban al poeta en sus faenas diarias frente a la fragua, en donde también se reunían otros muchachos, a hablar de marxismo, de poesía, de cine… Y Dardo leía en su biblioteca lo mismo de filosofía política que de poesía. De esa tertulia de las afueras de Luján, pequeño pueblo cercano a Buenos Aires, no queda nadie. Todos ellos murieron o fueron asesinados. El único que queda es Osvaldo, a quien busqué para que me contara de Dardo. Él mandó hacer este libro para regalar en 2016, 40 años después de que el poeta fuera secuestrado. No era de su interés la trascendencia poética, ni la cercanía con los grandes nombres. Después de su asesinato, el miedo hizo que fuera más fácil olvidar que buscar entre los escombros. Aun cuando este autor ganó un concurso en que José Hierro fue jurado, no era leído (Jorge Monteleone no lo recoge en su libro 200 años de poesía argentina). Su voz es una más de las voces de la literatura que fueron asesinadas o que tuvieron que huir de su país por largos años, por lo que se creó una comunidad de varios países con Argentina, entre ellos México, pero de la cual no tenemos tanta memoria como deberíamos. Por alguna razón, su voz no es lugubre, no nos conduce a la obscuridad de un periodo trágico, sino que pervive algo parecido al optimismo. Me falta mundo para saber cómo era ese pueblo, los caminos por donde en otro tiempo anduvieron los gauchos, pero en donde esa vieja poesía había sido sustituida por versos nuevos, ¿Neruda, León Felipe? Quién sabe, la casa estaba repleta de libros, creo que más bien estaba hecha de libros. Hace muchos años Osvaldo Caldú llegó a México, en donde hizo dos restaurantes de comida argentina y una milonga para bailar tango. De hecho, aquí a un lado de donde platicamos, fundió una escultura en honor de Dardo, recordando la última línea de su “Declaración jurada” –el texto que hizo cuando lo obligaron a retractarse de su vocación de adoctrinar jóvenes en el comunismo–: “Sobre mi tumba verán florecer un puño”. Un puño de hierro sale de un yunque, en una escultura que fue llevada hasta Luján, puesta hoy en donde estuvo la casa del poeta. Mientras ojeamos el libro –tiene cartas, poemas, fotos–, Osvaldo va hilando indistintamente datos evocadores y horribles: “Éste es mi hermano, lo mataron en el 89. Ésta, mi novia, la volaron con dinamita a los 19 años. Aquí está el taller de herrería, en la puerta había un hoyo grande para que los diecisiete gatos de Dardo entraran y salieran cuando las puertas estuvieran cerradas, aunque la puerta de su casa nunca tuvo llave, tenía una moldura que los amigos sabían moverla para abrir. Si llegas a casa de Dardo, movías la moldura, abrías, te metías y te ponías a comer, a tomar mate, a leer algo, como si fuera tu casa, como si fuera una biblioteca pública. Éste era el despacho de albañilería Dardo, un cuartito atrás de la casa con un muro de tabique, porque toda la casa estaba hecha de aglomerado. Y ahí nos reuníamos horas a conversar, a platicar, a leer. Estas fotos se salvaron porque son las mías, tenía yo algunas…” Hay fotos porque las tomó un joven cineasta, Dietmar Blochberger, el único que tenía cámara. Decidí recoger cada una de las palabras de Osvaldo, las cuales, entre un pulpo a la parrilla y un asado, lograron por un momento la resurrección de una tertulia a la que un régimen sin misericordia asesinó.

 

II

Dardo vivía en un barrio en las afueras de Luján, en una orilla que se llamaba barrio La Loma y ahora se llama Champagnat. En una casita sumamente humilde, con todas las paredes interiores de aglomerado. Vivía en una humildad franciscana, como un asceta. Compraba nueces y miel para comer, y vestía ropa usada. Para ir a un evento o a una conferencia, vestía trajes con corbata roja que compraba a los sastres, de entre los que les quedaban. En su vida compró un traje de tienda. Vestía de pantalón de mezclilla y camiseta todo el día. Se levantaba a las seis y media, desayunaba… ni desayunaba, porque tomaba mate en la herrería. Calentábamos el agua en una descascarada pava de hierro que poníamos sobre la fragua y nos pasábamos toda la mañana tomando mate. ¡Imagínate!, hablar a un lado de una fragua todo el día… con el hollín y el carbón que sueltan. A la herrería de Dardo, en la que trabajaba él y después yo –trabajé muchos años con él–, iban puros amigos a la mañana, entonces podías encontrarte al poeta Armando Tejada Gómez, a directores de cine, a escritores, poetas… la gente más extraña iba a tomar mate mientras Dardo trabajaba. Era un extraordinario herrero.

La tertulia era alrededor de la fragua. Empezábamos la mañana: prendíamos la fragua, se quedaba encendida todo el día y allí estábamos forjando lámparas, faroles y cosas ornamentales, no de gran tamaño, más bien medianas, pequeñas; arreglábamos todo lo que se tenía que arreglar. Dardo tenía un distribuidor que le vendía esas cosas. Trabajábamos cuatro horas en la mañana, y después íbamos a comer algo. Hasta en la misma fragua hacíamos bifes a la portuguesa o hacíamos algo de comer adentro, un asadito…

Yo siempre fui una persona con inquietudes políticas, por la tremenda causa de mis padres. Mi padre era Aragonés, pero había peleado la guerra. Era Mayor teniente de la República, llegó refugiado a Argentina; y mi madre llegó como refugiada vasca. Por vías distintas, pero se conocieron en Buenos Aires y de ahí nací yo. En mi casa siempre se habló de la guerra española, de Franco.

Tuve formación política siempre, desde niño. Venía de familia de origen católico, pero ya después de la guerra todos eran ateos. Como los caballos se enfriaban mucho en la época de la guerra, quemábamos santos y bancas de iglesia para calentarlos. Mi padre tenía mucha influencia anarquista, más de izquierda, socialista, marxistoide, de origen campesino. Todavía fue campesino, pero a los dieciocho años, diecinueve, se fue a la guerra de voluntario. La edad de mi padre es incierta porque llegó con dos partidas de nacimiento, una del catorce y una del diecisiete, porque una se la hicieron en Francia –inclusive hasta el apellido se lo cambiaron. Era más o menos de la edad de Dardo.

Empecé a ir a la casa de Dardo y me daba para leer. En su casa se leía y se escribía poesía. Tenía una especie de taller literario, funcionaba un cine club y se hablaba de marxismo todo el día. Dardo escribía desde las cuatro o cinco de la tarde; dormía la siesta y escribía toda la tarde en su máquina de teclas, de esas antigüitas. Los escritos de Dardo son muy fáciles de identificar porque son a dos colores, su máquina pegaba mal y agarraba el rojo y el negro. Era la característica de muchos de sus poemas que están escritos en rojo y en negro. Y vivía en esa austeridad franciscana, solo. Después formó pareja con una prima segunda de él: Nelly Dorronzoro era su nombre de soltera. Nelly era maestra de literatura, profesora de la maestría y del doctorado en Literatura, en Mercedes, y fue mi maestra de secundaria. Una extraordinaria mujer. Se casaron ya grandes, como de sesenta años. Ella se fue a vivir a la casa de Dardo, que era una casa difícil para vivir, con muy pocas instalaciones, muy precaria.

Nelly lo hizo cambiar muy poco. Él era muy hecho a su estilo de vida, así que más bien ella se adaptó a él. Mientras trabajábamos en la herrería, ella se iba a la escuela, al instituto, al profesorado, a dar clases, venía a la una o dos y comíamos. Yo viví ahí prácticamente, a veces hasta me quedaba a dormir. Si no, me iba a mi casa, como a diez, quince cuadras, caminando. Entonces yo trabajaba como su ayudante en la mañana, de herrero. Me pagaba un sueldo mísero, pero mínimo, por trabajar con él, porque él no vendía su trabajo, prácticamente lo regalaba. Caía uno con una bicicleta, alguien con algo roto, todo se lo arreglaba gratis. Dardo nunca cobraba.

La gente lo quería porque le cobraba un peso a un vecino por repararle una carretilla o una bicicleta, aunque lo que hacíamos nosotros era más bien forja. A las seis, siete de la tarde, empezaba a llegar la gente a la casa: cineastas, escritores, poetas, Todos querían hablar con Dardo. Ya se había hecho de fama, pero desde la humildad extrema. Había tenido una herrería más grande tiempo antes, con empleados. Él trabajaba solo, y en su herrería… sólo recibía ladrones, delincuentes y borrachos. Cuando llegaba algún borracho, hacía que le echara el aliento y le decía: “Estás con el aliento a alcohol. Súbete allá a dormir. Cobras sólo medio sueldo”. Era como un Quijote. La gente lo quería mucho porque era muy culto, aunque Dardo no tenía más que segundo grado de primaria. Encontré hace poco en internet que a los quince años había ganado un premio provincial de poesía. Luego, en los 60, escribió una novela, La nave encabritada, que fue premio nacional organizado por la editorial Emecé. Es una novela muy arltiana. Haz de cuenta que estás leyendo a Roberto Arlt, costumbrista. Cuenta una historia en el pueblo donde el vivió, porque nació en San Andrés de Giles, aunque vivió en San Antonio de Areco. El cacique del pueblo era Manuel Güiraldes, padre del autor de Don Segundo Sombra. Y Dardo relata una historia costumbrista, sobre su propio padre, que se la pasaba preso en Areco por anarquista. Se dedicaba, en la temporada de seca a quemar las parvas de pienso. Era también herrero y sacaba un diarito local que llamaba El Yunque. Entonces vivió preso ahí. Era víctima de los Güiraldes, quienes lo odiaban porque era el anarquista del pueblo. Es una novela tipo pueblerino, como los que pinta Jorge Amado. Quizá leyó a Güiraldes pero su autor preferido era Roberto Arlt. Le gustaba su lenguaje directo. En realidad, Dardo publicó varias novelas: después de La nave encabritada publicó Fusilados al amanecer, de la que acaban de hacer una edición en Argentina muy mala, muy mal impresa. Dejó tambíen muchos cuentos.

La casa Dardo… con sus paredes de aglomerado llenas de libros, tan frágiles que el día que la tiraron, esas paredes se cayeron nada más de empujarlas con las manos… Había hecho esa casa a pedazos, con estructura de hierro. Entrabas y las paredes no se veían, porque todo era libros. Tenía una biblioteca impresionante, llena de libros. Entonces te recomendaba: “Lee esto, lee lo otro”. Tenía todos los clásicos, todas las novelas. Yo me la pasaba leyendo, iba todos los días. Tenía libros muy viejos. Dardo leía de todo, novelas, poesía. Le gustaba Neruda, le gustaba González Tuñón mucho. Escribía todas las tardes, toda la noche. Publicaba básicamente en el periódico local, Civismo. Era un pueblito de campo, había una biblioteca, una de esas imprentas de tipo móvil, de las antiguas. Teníamos un periódico –se llamaba Alberti– en que publicábamos todos mucha poesía. En él escribieron grandes poetas argentinos. Tenía una página de poesía, donde escribíamos todos nosotros también. De chicos, todos escribíamos porque éramos medio poetas.

Llegábamos y nos sentábamos alrededor de la mesa. Dardo era un tipo muy pícaro, con esa picardía criolla. Era un criollo, un hombre de campo. No era un citadino ni un intelectual… usaba ropa usada, andaba todo el día en chanclas. Publicaba poemas, también cuentos. Y en el Civismo publicábamos mucho porque era el director, Joaquín Álvarez, era gran amigo nuestro: hacía una tertulia al año donde juntaba a todos los poetas, ochenta, cien poetas en la casa, y nos pasábamos tres o cuatro días comiendo, chupando… Hacía un concurso literario. Íbamos mucho con Dardo. Entonces yo era el más viejo, tenía 22 años. Los demás tenían dieciseis, dieciocho años… mataron a todos. Eran mis alumnos. Yo les daba clase de lucha con chacos. Soy el único sobreviviente del grupo. De alguna forma, yo era el que estaba más quemado, el más visto. Me habían expulsado de la escuela por comunista, en quinto de prepa, después me reincorporaron, pero no me dejaron terminar nunca la carrera. Nunca pude aprobar una materia: Instrucción cívica.

La tertulia de Dardo era más política que literaria. Ahí conspirábamos para hacer la revolución. Cuando se desarrolló un poco el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), todos empezamos a militar, a colaborar. Tenía un origen trotskista, pero después fue marxista-leninista. Era el partido de Mario Roberto Santucho, el de las fugas de Rawson, el que dirigió la fuga de mujeres de la cárcel de Buen Pastor; asaltó bancos y tomó cuarteles: cinco ataques a cuarteles militares. El nuestro era un partido político-militar marxista: la segunda fuerza más grande de Argentina; más grande en tamaño que el de los Montoneros. Pero el nuestro era otro nivel ideológico: éramos gente formada en el marxismo. Algunos salían a pintar paredes, a hacer algunas pequeñas acciones por lo que nos tenían identificados. Pueblo chico: cuarenta mil, cincuenta mil habitantes.

A mí me detuvieron tres veces entre 1974 y 1975. Eso me salvó la vida, porque Videla llegó en 76, y yo estaba detenido. Estuve en la cárcel cuatro años, de tal modo que el episodio de la muerte de Dardo no lo viví presencialmente. Cada vez que iban a su casa a buscarlo –antes tuvo un primer secuestro–, iban a la mía. Golpeaban a mi madre y a mi hermana y las dejaban encapuchadas. Destrozaban la casa buscando armas. Hasta que mi madre y mi hermana tuvieron que abandonar la casa y se fueron a vivir fuera… Dormían en las estaciones de ferrocarril. Me detuvieron el día de la madre de 1975 –en Argentina el tercer domingo de octubre es el día de la madre– y me llevaron a la cárcel de Luján. El 18 de diciembre de 1975 hubo un intento de golpe de estado, anterior al de Videla, llevado a cabo por el brigadier Jesús Cappellini. “Hoy, día de la Santísima Virgen, con la espada flamígera de Cristo, cortaré la cabeza de la serpiente comunista”. Tal lenguaje usó. En realidad, el golpe fue como una prueba, tentativa, para después dar el otro. Se sublevó Cappellini, y Videla –que era el comandante en jefe del ejército–, lo somete, lo rinde, pero en realidad era parte de la misma historia. El golpe ya estaba en marcha.

A mí, que estaba preso en la cárcel de Gualeguaychú, me sacaron ese día para fusilarme en un campo militar. Nos arrodillaron frente a las ametralladoras. Me tuvieron tres o cuatro días preso. Mi abogado metió habeas corpus y me sacó. Así que esa detención ni siquiera la cuento. Al abogado que me defendió, Raúl Castro, le volaron la casa con dinamita: un mueble cayó encima de la cuna de su hijo, que quedó abajo y se salvó. Al día siguiente se fue a Barcelona, con su mujer y sus hijos. Había sido diputado, era defensor de derechos humanos. Y él me dijo: “Pélate de acá, la pelota está muy caliente, vete lejos”. Entonces me fui, viajé como mil kilómetros en coche, atendiendo a mis clientes, pues yo vendía maquinaria y equipo para la industria frigorífica, especias, químicos… Me fui de Luján, de donde me había soltado el juez, pero me detuvieron en la ciudad de Concordia –ya había una orden nacional de captura. Iba con un socio, amigo, una persona de izquierda también, progresista. Caímos presos y fuimos de una cárcel a otra durante cuatro años.

Dardo me fue a visitar una vez a la cárcel de Concepción del Uruguay. (Primero fui a Concepción, después a Gualeguaychú y terminé en Coronda, que es una cárcel tremenda. Almoloya sería como mi día de vacaciones.) Coronda es como para hacer un libro, una película. De hechio, existe un libro, Del otro lado de la mirilla, que escribimos los presos acerca de cómo se vivía en esa cárcel, y que va en la tercera edición. Se ha publicado en Argentina, en Francia y en Bélgica. Se llama Ni fous, ni morts, porque uno de los jefes de la cárcel, Adolfo Kushidonchi, decía que de esa cárcel sólo se salía loco o muerto. Entonces le contestamos: “Ni locos ni muertos”. Ya murió, pero antes fue condenado a 22 años de prisión por delitos de lesa humanidad.

Yo llevo dos simulacros de fusilamiento. Otro ocurrió antes, en el 71, viniendo de Chile. Me fui a Chile por Allende; y sí, nos sacaron y nos metieron a la cárcel porque el golpe fracasó. Tenían que matarnos si el golpe se consolidaba. Y en el año 76, después del golpe, secuestran a Dardo con tres compañeritos y una chava que había sido mi novia, Graciela Erramuspe, una belleza de 19 años. Los tienen en un campo, secuestrados, pero interrogándo a Dardo. Un día, lo sacaron para fusilarlo. Como se lo habían llevado en calzoncillos, le habían prestado una chamarra de piel para cubrirse, para que no se muriera de frío, era invierno. La chamarra era de uno de los jefes del comando, así que Dardo dijo después: “Yo sabía que no me iban a fusilar, porque nadie perfora su chamarra”. Hicieron el simulacro y lo obligaron a que publicara un reconocimiento público de que había sido un adoctrinador de comunistas. Pero Dardo iba a sacar un desmentido. Le pidieron que declarara que se había arrepentido y él contesto con esto:

 

Declaración jurada

 

No es solamente la luna ni el rocío ni la luz celeste de los pájaros, puede ser también una alpargata vieja, toda agujereada, toda casi muerta después de andar fábricas, andamios o duros y calientes caminos de noviembre. No, no necesariamente todo lo poético debe ser bello.

Yo he visto horribles chicos grises como la tierra comiendo tierra. Yo los he visto ahí con sus andrajos y su mugre, reptando, y los he tocado, acariciado su piel, convertido en ángeles, en mariposas, en viento de septiembre.

Porque todo, antes de ser poesía debe pasar por mi corazón, darlo vuelta con el grito para arriba, colocarlo cara al alba, cara al cielo. Todo debe pasar por mi sangre, por mis huesos, por mi respiración, por el corazón de mi sangre.

Pues yo soy un poeta no un hacedor de versos bonitos.

Yo soy un poeta que ama a los que no tienen amor ni pan, a los que se van sin haber llegado, a los que a veces sonríen, a los que a veces sueñan, a los que a veces les crece un fusil en las manos y salen a morir por la vida.

En suma: yo he sido, soy y seré un poeta revolucionario.

Sobre mi tumba verán florecer un puño.

 

Con esto contestó su arrepentimiento. Entonces, lo secuestraron de vuelta y lo mataron. No les gustó la respuesta.

Estos poemas me los recopiló su mujer. Me los mandó en un cuadernillo con grapas, por eso está así la portada. Nelly, que era como mi hermana, como mi madre. Me lo mandó y entonces yo saqué el libro igual. No me acuerdo bien del año, pero Nelly murió hace más de diez años. Era madre de Plaza de mayo.

Dardo tenía reconocimiento local, publicaba en una página en el diario, y ganó un premio de novela que daba la reina de España, pero era la antítesis de un escritor. No le gustaba lucir. Lo buscaba la gente, iba a su casa mucho, pero él no era de buscar reflectores, le disgustaba. En ese momento no se escribió sobre su obra, porque murió él, murió Roberto Santoro, que era un gran amigo de él, murió Haroldo Conti, otro gran poeta argentino. Y, bueno, se olvidó. La gente tenía pánico de hablar del tema. Había pánico, había terror en Argentina. 

En el 79 llegué a México; deportado de Argentina a España, de España me trajo acá el Programa de Reunificación Familiar, porque habían traído a mi madre, a mi hermana más chica y a mi hermano. José Luis, un hermano que era más chico que yo, murió en el ataque al cuartel de la Tablada, en el 89. Hubo 48 muertos. Mi hermana participó en el ataque también, pero ella pudo escapar. Estuvo catorce años con captura internacional de parte de la Interpol. Eso fue lo último que hizo nuestro grupo. Después, siempre seguí colaborando –como Comandante– con el movimiento original nuestro, con Enrique Gorriarán Merlo, el que mató a Somoza en Paraguay y al “Comandante Bravo” en Panamá. Secuestró un avión en Rawson, Argentina. Tiene un millar de acciones. Era guerrillero y vivió acá, en México.

Dardo no tenía ambición de trascendencia. No lo llamaban los ámbitos literarios cultos. Era un convencido y decidido revolucionario. Todo lo que hacía era en función de la revolución. Vivía predicando la revolución social, estaba a favor de la lucha armada, de la lucha de clases. Leía mucho a Marx. En su casa estaban los 52 tomos de Lenin, Bakunin, Kropotkin, todos los anarquistas, todos los clásicos: Hegel, Engels… Yo los leí ahí. Bueno, de Lenin sólo el tomo VI, el ¿Qué hacer? Leíamos mucha literatura revolucionaria. Era muy admirador de los vietnamitas. Era un admirador del Che. Por ahí hay un poema que escribió el día que murió el Che, “Hay un hombre”. Una vez fue a la cárcel a visitarme y no lo dejaron entrar. El viejo era pícaro: pidió hablar con el peluquero de la cárcel. Salió un preso, al que yo veía todos los días, porque estaba acá en la huerta. Yo estaba en una cárcel, aislado. Estábamos en la zona de castigo, aislados de los pabellones. El peluquero era un escracho, con una cara de delincuente nato, que me traía lechuga, verduras… Yo le daba unas monedas y me traía acelgas, lo que cosechaba en la huerta. Yo usaba barba y pelo largo, pero me lo cortaron al llegar. Cuando el peluquero salió, Dardo le dijo: “Mira, tú un día le vas a cortar el pelo a Gualdo que está preso acá”. “Sí, sí, lo conozco”. “El día que lo veas, dale esta nuez de mi parte”. Como no lo dejaban entrar, mientras esperaba al peluquero, me escribió un poema, lo metió en la nuez y la pegó de nuevo. Es éste:

 

Para O.C.

 

Dentro de lo posible, trato de no recordarte

nada más que cuando organizo o desorganizo el fierro caliente a martillazos;

 

eso me hace bien,

me saca de nubes rosadas, de alguna escarcha de invierno,

de alguna

antigua quemadura, de algún dolor, de alguna muerte, por ahí,

aunque a veces no nos pongamos de acuerdo sobre

la mejor manera de hacer para

limpiar todo esto,

o me des el mate demasiado frío,

o me digas general de las alpargatas rotas,

y yo te vea allá, tan lejos

por más que estés siempre aquí, en los ojos de mis perros,

en el saludo de don Juan, todas las mañanas,

en el nacimiento de alguna noche, de alguna amapola,

y nos pongamos serios por esas sombras, por esas arpilleras en las puertas de los ranchos,

con una mano en la mano del pobre,

siempre buscando una razón para

acercar nuestras sangre a otra sangre,

o para reírnos, como ahora, vos allá, mirando este cigarrillo que enciendo,

y yo acá, contándote alguna anécdota del mundo,

mientras se van encendiendo las luces, de a una,

cerca de cada hombre, de cada altura, de cada viento,

y caminemos los dos por esas calles que nos llevan

hasta lo más hondo del alba y de la lágrima.

 

“El saludo de don Juan, todas las mañanas”… Don Juan, el vecino. Todas las mañanas pasaba y decía: “Buen día”. Nosotros, a las doce, cruzábamos a comer a la casa del vecino y nos invitaban a comer todos los días del año. En Argentina hay solidaridad entre vecinos. Doña Teresa, que era la esposa de don Juan, a las doce decía: “Dardo, vénganse, ya está la mesa puesta”, y comíamos con ella, su hija, su marido y nosotros dos. Una amistad que no hay acá, que te invite el vecino todos los días a comer.

Esto quedó escrito sobre el escritorio cuando se lo llevaron:

 

Desde hace tiempo siento la amenaza

de ese viento sobre

la luz de mi lámpara, sobre esa luz que apenas

me alcanza para no perderme

entre las garras del mundo, entre los dientes

de esa inmensa muchedumbre de lobos en la sombra.

 

Ya sabía que estaba condenado. 

 

Salí con los poemas de Dardo en 1979, siempre tuve la intención de publicarlos e hice una primera edición de un libro que se llama Viernes 25 (no el de 2016, sino uno anterior), con prólogo de Jorge Boccanera, pero yo después con Boccanera terminé medio mal. Entonces, en esta edición ya no publiqué su prólogo, pero era muy bueno. Salí con mi librito Viernes 25 y acá anduve buscando una editorial y busqué otra, y los cubanos me ayudaron. Los de la editorial De la Juventud del Diario Rebelde –Rojas Layas se llamaba el director– se llevaron el libro e hicieron la edición en Cuba, toda la preprensa, y le pusieron una alpargata. Como Dardo habla de una alpargata vieja para “andamios o duros y calientes caminos de noviembre”, pusieron un huarache mexicano, que no tiene nada que ver con una alpargata. Para un argentino no tiene ningún significado el huarache. Pero de ese libro yo hice mil y pico, dos mil ejemplares, los regalé, los distribuí, los hice circular y después me quedé con el pendiente. Le dije a Nelly que me hiciera una recopilación más completa y me hizo ésta que reúne publicaciones anteriores. Publicó Una sangre para el día en una editorial que se llamaba Papeles de Buenos Aires, que hacía Roberto Santoro, un poeta que fue secuestrado y asesinado.

Le dije a Nelly que quería algo más completo… y me mandó esto. Hace unos años lo publiqué, cuando estaba trabajando en el yunque, en hacer la escultura de acero inoxidable con el puño saliendo de la tierra. Aquello que dice en su “Declaración jurada”, que es como su epitafio: “sobre mi tumba verán florecer un puño”. Busqué a unas chicas que me ayudaron a editarlo, escribí el texto final, el texto donde cuento la historia de que me encontré con uno que lo vio decapitado. Me lo contaron durante un viaje a Argentina, de casualidad. Aún vivía Nelly, pero ella no quiso saber nada de eso, porque ya era madre de la Plaza de mayo y decía: “No queremos huesos, no queremos restos”. Tenían una filosofía especial. Poco tiempo después murió. A la persona que me lo contó le fui sacando la historia en varios viajes. Fui en un viaje, fui en otro… Me llevaba mi botella de tequila y chupaba con él y me contaba la historia de que había encontrado los cuerpos decapitados y que había encontrado en la bolsa de un hombre viejo, con un pantalón de mezclilla, una nota que decía: “Ferretería Freire”, que es donde comprábamos el material, las varillas. Estaba sin cabeza. Y había otro joven al lado de él, sin cabeza, que puede ser cualquiera de los chicos del grupo. Los tuvieron un tiempo secuestrados en casas de seguridad, no los mataron luego luego.

 

Dardo Sebastián Dorronzoro y Nelly Dorronzoro. Viernes 25. Poemas y fragmentos de una búsqueda. México, s.n., 2016.

sábado, 15 de enero de 2022

Rosa Luxemburgo: un día como hoy

  


En medio de los compromisos, de las citas, no debo de olvidar a Rosa Luxemburgo. Ella, que sólo tuvo una cita y fue con la Revolución. Recibía en su pequeño departamento, un poco de té, sombrilla para el sol, olanes en el cuello (¡qué revolucionaria tan aburguesada!), poca literatura, una charla precisa, y luego, la puntualidad en el Congreso. A tiempo para votar sistemáticamente en contra de la burguesía. La burguesía tiene sus horarios, desayuna a la misma hora, la maquinaria de las agendas políticas es precisa. El Partido Socialdemócrata Alemán vota en bloque contra las iniciativas propuestas por la burguesía. Pero, Rosa, ¿y si esas iniciativas te benefician? ¡No importa! Lo fundamental es derrocar su mundo a costa de lo que sea, ya después reconstruiremos sobre sus restos.

La más radical, la que estudió profundamente a Marx. Ella habló de la “mundialización” del capitalismo, cómo es que este sistema se expandía por el mundo. Se mete por la selva brasileña, por entre la más inextricable maleza, baja a los cañones más profundos, bucea en el fondo del mar, entre las aguas abisales, sube a las montañas. Su esencia es multiplicarse, crecer. ¿Qué ocurrirá cuando logre esa “mundialización”?, ¿cuando sea global? La expansión no es infinita; si el capitalismo no crece, muere. Pero no lo hará sin antes destruir todo a su paso. En esta emocionante carrera, los espectadores morimos. No debo de olvidar que fue opuesta a Lenin, que el líder bolchevique fue el gran estratega del comunismo, el formador de cuadros. Y en Rosa, aunque existía la estrategia, el paso primero era el esponateísmo. Los principios ante todo, no traicionar, establecer con inteligencia el punto de partida y la dirección de un movimiento histórico. Porque es peor una revolución que nace torcida que una revolución traicionada.

Ante la idea de Partido que profesaba Lenin –estudio científico del contexto, elaboración teórica de los fines–, ella ponía al Partido al principio, como impulso para la clase obrera. Las masas sabrán abrirse paso. En fin, en un pensamiento crítico en que, a ojos de nuestros modernos liberales, nadie tuvo la razón, Rosa la tenía menos. “Espartaquismo” (luego de que su partido votara a favor de entrar en la Primera Guerra Mundial, ella lo repudió y formó la Liga Espartaquista): el movimiento que por definición sería opuesto al leninismo, que impulsaría los consejos locales de trabajadores. Curiosamente, en México se creó la Liga Leninista Espartaco (José Revueltas, Enrique González Rojo, Eduardo Lizalde, etc.), que unía los dos opuestos. Quién sabe qué era. Pero en el pensamiento de Revueltas estaba esa angustia (una de tantas) que se debatía. González Rojo ha dicho que el paso siguiente en Revueltas era separarse del leninismo, aunque era una tendencia al final de su vida. Más espartaquista, entonces. No la emanación del poder desde arriba, sino la construcción del poder desde abajo.

Creo que en nuestra versión de una izquierda anticapitalista, la de hoy, Rosa Luxemburgo tiene el mayor de los pesos. Había un filósofo griego (lo menciona Diógenes Laercio) que decidía a dónde dirigirse y no desviaba sus pasos aunque hubiera un río o unas piedras… o un muro. Rosa Luxemburgo, dicen, caminaba con gran seguridad: pequeñita, con su gran cabeza, su rostro serio, categórica al hablar, imponente como oradora. Y frágil, sin embargo. No lo era su convicción. No estoy seguro que hubiera querido cambiar el rumbo de sus pasos, por más que supiera que la llevaban a una emboscada, a un culatazo en la nuca, a un balazo en la cabeza y al fondo del canal Landwerh, junto al río Spree, en Berlín, zona turística, luminosa, con alegres buques que atraviesan sus aguas.