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sábado, 18 de febrero de 2023

Ectoplasmas. Cuatro elegías estadounidenses, de Hernán Bravo Varela



 

El ectoplasma es una sustancia estudiada por la Parapsicología, específicamente por el ramo de la utilería. Es el extraño y espeso vaho que exhalan los médiums cuando entran en trance, el cual según las investigaciones más recientes se forma de ralladura de papa y queso, o bien de una gasa blanca y transparente. Sirve para hacer creer que se ha entrado en comunicación con los muertos. Sin embargo, a pesar de que asombró a hombres ilustres, hace mucho que no hay registro de que se haya manifestado más allá de las fotografías de las sesiones espiritistas. Al dirigirse a la muerte, ninguna otra disciplina recibe respuesta como no sea la poesía. Pero como los muertos viven en su evocación, siempre es ventajoso lo que digamos de ellos. No tienen suerte con nosotros, pues cuando quieren reclamarnos algo, los olvidamos. Prefiero un médium que me comunique con la poesía estadounidense, ya que ignoro casi todo de ella. Hernán Bravo Varela eligió cuatro pequeños poemas que son elegías, palabras que se dicen luego de la evaporación de un ser que existió. No conozco la interrelación entre ellas, ni si forman parte de una misma constelación poética, tampoco si ejercen una benéfica o desventurada influencia astrológica unos sobre otros. De los cuatro, los dos más jóvenes ni siquiera son muy frecuentados por la lengua española, pues casi no logré encontrar más traducciones de ellos. Son William Carlos Williams (1883-1963), Conrad Aiken (1889-1973), Frank Stanford (1948-1978) y Tony Hoagland (1953-2018). Como, salvo excepciones, los muertos no hacen muchas cosas interesantes, me gustaría saber más de sus vidas, pero no es fácil. Sé algo más de Conrad Aiken, ya que fue el escritor al cual buscó el muy joven Malcolm Lowry, llevado por la admiración. Al encontrarse, el joven conoció a un genio al cual imitar; y el viejo maestro vio en Lowry un alma a la cual manipular: la convirtió en una extensión de la suya. Gordon Bowker (biógrafo de Lowry) dice que en Aiken encontró “una psicología dañada por una obsesión por lo siniestro, lo corrupto, lo fétido del mundo del inconsciente”. Aiken, en el poema seleccionado en esta plaquete, habla del viaje indecible de los muertos, quienes dan su adiós sin discurso y pasan sin recuerdo ni murmullo. Es el único de estos poetas en el que el tema de la muerte es asunto espeso… La madre de Conrad Aiken murió a manos de su esposo, el cual se suicidó después de cometer su crimen; luego, la juventud del poeta transcurrió entre los augurios de la Primera Guerra Mundial. Quizá por eso, este poema se parece a los versos de los poetas que murieron en ese largo crimen que fue el conflicto de 1914 a 1918. Los restantes autores ven con más levedad este tema. De hecho, el poema de Williams –“Las últimas palabras de mi abuela inglesa”– esconde en su ternura una visión alegre de la vida. Esa abuela que no quiere ir al hospital, que casi obligan a que acepte subirse a la ambulancia, mira por última vez el mundo: “¿Qué son esas cosas peludas de allá afuera?” “Son árboles”. “Pues ya me tienen harta”.

 

Hernán Bravo Varela (tr.). Ectoplasmas. Cuatro elegías estadounidenses. México, Parentalia, 2017. (Col. Fervores)

sábado, 11 de febrero de 2023

Sangre roja: versos libertarios, de Carlos Gutiérrez Cruz

  


Carlos Gutiérrez Cruz (1897-1930) hubiera querido que enarboláramos su libro de versos Sangre roja (1924) como inspiración revolucionaria. En algo falló su anhelo, pues la posteridad lo ha colocado sobre la mesa taxonómica sólo para estudiarlo como un extraño espécimen. Pienso que eso se debe en gran medida a que este libro ha recibido una atención excesiva por la crítica literaria. Me imagino que fue un espíritu fuerte, una voz que sonaba alto entre las masas de los años 20. Sin embargo, la muerte sólo nos ha devuelto pedazos sueltos de una obra. Algunos no desdeñables como este haikú: “Bulliciosa y bélica / guardiana de la azotea” (“La bandera”). Pero como puede apreciarse, no es obra lírica suficiente para derrumbar el orden de cosas. Su obra intentó elevar más la voz e impeler a la naturaleza para que tomara partido entre las causas de los hombres. Así que, a diferencia de Nervo, no le dijo “hermano sol” al astro, sino: “compañero sol”. Y a la fuente le reclamó que no le diera de beber al sediento, sino que reservara sus aguas al dueño del jardín. No creo que los compañeros mineros se hayan sentido alentados por estos versos a hacer puñales para matar al patrón. Si en los días de lucha, José Revueltas pedía que le pasaran el compañero salero, era porque ese reducido instrumental retórico ya sólo se prestaba a estos reducidos usos domésticos de la militancia. Primero lo borró la muerte, a la edad de 33 años, lo cual le habría parecido una providencial coincidencia, ya que tenía a Cristo como figura primera del comunismo. Luego, lo borraron los poetas, los críticos y hasta los lectores. Me gusta su verso: “Sol redondo, colorado…”, pero del segundo al último verso de su poema ya no estoy tan convencido. Rosa García Gutiérrez, en su artículo “¿Hubo una poesía de la Revolución Mexicana? El caso de Carlos Gutiérrez Cruz” (Foro Hispánico 1, vol. 22, 2002) recuerda que en 1925 vino a México el poeta Vladimir Mayakovski, y que Diego Rivera quiso presentarlos pues consideraba que Gutiérrez Cruz era “el poeta revolucionario de México”, pero que el encuentro fue decepcionante para los dos. Mayakovski era ateo y el poeta mexicano, un peculiar heterodoxo. Para Rosa García Gutiérrez, este poeta sería una voz solitaria en su propuesta literaria; para el autor del prólogo de esta edición, hace falta una revisión todavía más profunda entre los autores de entonces. Sé que Hernán Laborde, secretario del PCM, fue poeta, aunque baudelaireano. La Revolución Mexicana fue fenómeno poético más adelante, hasta la obra de Miguel N. Lira. Lo que quiere decir que para reconocer esa poesía tendría que ampliarse la lente con que se mira la poesía mexicana. 

 

Carlos Gutiérrez Cruz. Sangre roja: versos libertarios (1924), intr. Jorge Aguilera López. México, Malpaís-Conaculta, 2014. (Col. Archivo Negro de la Poesía Mexicana) 

 

lunes, 6 de febrero de 2023

Las esculturas del África negra, de Denise Paulme

  



Ya sé que el arte africano fue parte germinal de las vanguardias artísticas de principios del siglo XX; y que Matisse, Braque y Picasso coleccionaron máscaras africanas y que las consideraban piezas de arte. Sé, igualmente, que los museos de Europa han albergado numerosas obras provenientes de saqueos a dicho continente, y que sólo recientemente ha comenzado el fenómeno de la repatriación de este patrimonio. Leo en la revista virtual Mundo Negro (14/03/22) que sólo el museo parisino Quai-Branly-Jacques Chirac es depositario de 70 mil piezas. El libro que ahora reviso fue escrito antes del inicio de las guerras de independencia de las naciones de África, por una de las mayores autoridades en el tema, Denise Paulme (1909-1998), quien seguramente festejaría que estas sorprendentes obras de arte regresen a sus lugares de origen. Siento curiosidad por un aspecto del futuro de estas obras: al regresar a sus países, muchas cosas habrán cambiado. Por ejemplo, quizá algunas técnicas habrán sido olvidadas, algunos mensajes contenidos en su factura y en su forma serán difíciles de descifrar. La propia autora explica que la paulatina curiosidad turística por el arte africano ha llevado a muchos artesanos a preferir lo vistoso por sobre lo auténtico, desvirtuando y empobreciendo en muchos casos la creación artística. Por otra parte, aquello a lo que llamamos África por comodidad es un mundo tan rico que es imposible conocer. El arte en su circunstancia…, pero también el arte saqueado, el arte que viajó contra su voluntad a los salones parisinos de hace más de cien años y que fue interrogado por los artistas de entonces. Mi curiosidad quiere saber por los puentes entre esas manifestaciones y los movimientos artísticos que inspiraron. El saqueo se dio, pero tuvo la virtud de que fue el modo en que pudo darse un diálogo que de otro modo quizá no habría sido posible. El África negra: una serie innumerable de reinos, técnicas tan diversas como asombrosas. Vasijas, máscaras y esculturas, cuyas posibilidades apenas vislumbré. Sin embargo, la autora, antes de pasar revista por las diferentes técnicas y materiales del arte africano, se refiere al primer objeto que el hombre decoró: su propio cuerpo. Así que el arte de las rastas, los tatuajes, los aretes y los diferentes maquillajes forman un extenso repertorio estético que se ha convertido igualmente en una manifestación de la vida actual. Desde los primeros viajes por el continente, los viajeros notaron esa proclividad a los grandes pendientes, a las vistosas trenzas y la ropa adornada con cortezas de árboles y pieles de monos. El marino holandés Jan Huygen van Linschoten (1563-1611), a su paso por Gabón, en 1599, se asombró precisamente del rojo con el que los nativos pintaban sus cuerpos con tukula, un polvo producto de una madera roja que produce ese color. Mezclado con aceite de palma, forma una pasta que se amasa como un pan, que se guarda en cajas rectangulares sobriamente talladas y que se saca sólo para ocasiones especiales. Como un polvo que concentra las posibilidades del maquillaje, el colorante textil y la pintura para esculturas, así guardaré el vislumbre de un continente, con la esperanza de abrir algún día su espectacular belleza.

 

Denise Paulme. Las esculturas del África negra / Les sculptures de l’Afrique noire (1956), tr. Francisco González Aramburu. México, FCE, 1962. (Col. Breviarios, 165)