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viernes, 2 de marzo de 2007
Efrén Rebolledo: Obras reunidas
Nadie come en la obra del escritor hidalguense Efrén Rebolledo (1877-1929). Ni en su narrativa ni en sus poemas; sus personajes acaso bailan y conversan sobre moda, bailes o cine, pero nadie come; a veces una mano extiende una copa de champaña pero no pasa frente a nosotros ni una charola con bocadillos. Por ejemplo, en su novela El enemigo, Gabriel, el protagonista, llega con una caja de bombones a la casa en la que vive doña Genoveva y sus tres hijas, pero nadie se los come. En cambio, don Alfonso Reyes por ejemplo dejó textos sobre cocina y prácticamente a todos los personajes de sus cuentos les gusta comer; menos referencias a la comida tiene la obra de Ramón López Velarde, sin embargo las compotas, las manzanas y las uvas aparecen entre sus versos con cierta frecuencia. También, el poeta y embajador Francisco A. de Icaza, viviendo en España, extrañaba las fritangas y el pulque. Y de las bebidas ni se diga: nuestra literatura tiene un amplio muestrario: desde los poetas románticos que apuraban las heces del vino en cada brindis, los modernistas que tomaban coñac y ajenjo, pulque y cerveza. No hay que olvidar que el escritor Rubén M. Campos hasta dejó escrita una novela, El bar, que da testimonio de todos los poetas modernistas que se aficionaron a la bebida; algunos incluso murieron por su causa: esto lo detalla en esta novela que tiene capítulos especiales para “las víctimas del bar”. Don Artemio de Valle-Arizpe dejó un malévolo libro dedicado casi íntegramente a las anécdotas alcohólicas de Manuel José Othón. Y hasta nuestros días, la obra de un autor como Jorge López Páez puede competir tranquilamente con las novelas Gargantúa y Pantagruel de François Rabelais, pues casi toda escena comienza cuando los personajes se preguntan: “¿Qué te tomas?”
Sin embargo, hay escritores tan lejanos del sentido del gusto que casi pueden parecer ascetas. En los cuentos de Micrós, Ángel de Campo, narrador de todo lo diminuto, si algo escasea es el alimento; otro autor, más cercano a nosotros es Efrén Hernández, quien murió de no comer y en cuyos cuentos siempre se pasa hambre y soledad.
Efrén Rebolledo, como ellos, fue un poeta tan lejano de la comida y la bebida: siempre delgado en las fotos, parece tan distante de todos esos placeres. Cuando el poeta y cronista Luis G. Urbina llegó a la Legación de México en Madrid a visitar a su amigo Efrén Rebolledo, una tarde de 1929, se encontró con un hombre demacrado y pálido, un rostro casi momificado. Detrás de su actitud diplomática, vio las huellas de un profundo cansancio reflejado en la mirada, en los movimientos. Juntos recordaron su juventud en la Revista Moderna que dirigía don Jesús E. Valenzuela, las reuniones del Ateneo de la Juventud y los poemas leídos en bares y cafés de la ciudad de México. Los treinta años de amistad mutua llegaban a su fin: cuando Urbina se disponía a despedirse, le dio la mano de su amigo y lo estrechó en sus brazos. Bajo el traje sintió un tórax sin músculos, el armazón de un esqueleto. Tal vez en ese momento, Urbina supo que ya no volvería a ver a Rebolledo y que esa despedida sería la definitiva.
Leyendo los esbozos de su personalidad que han quedado capturados en las crónicas de la gente que lo trató, Rebolledo parece tan distante de su alrededor. Parece un hombre fascinado por los colores, por las formas y al mismo tiempo poseedor de un deseo inmenso. ¿Por qué ciertos placeres le parecen tan lejanos? ¿Por qué su poesía es el acercamiento a la vida a través de la mirada y el tacto? En varias ocasiones, el poeta se refiere a su propia obra como el cofre que guarda una intensidad insospechada: En la bruñida estrofa, mi altanero / pesar contiene el hielo de mi llanto, / y se envuelve en la sombra como fiero / doncel en el embozo de su manto. Si pensamos que un poeta parte de los sentidos para reflejar el mundo, veremos que Rebolledo tuvo como fuente de inspiración la vista y el tacto: como escultor que toca y mira la piedra que modela. Y sin embargo, qué fuerza y qué intensidad alcanza en esas logradas esculturas que es su obra poética.
Cuando Rebolledo surgió a la vida literaria, a fines del siglo XIX, los poetas más admirados eran Salvador Díaz Mirón, Amado Nervo, Manuel José Othón, Rubén M. Campos, Balbino Dávalos y Francisco M. de Olaguíbel, principalmente. Ninguno mostró mayor deferencia por el escritor hidalguense; Amado Nervo, por ejemplo, comentó Cuarzos (1902) el primer libro de Rebolledo con cierta condescendencia; a pesar de que sólo era siete años mayor, lo juzgaba con distancia, como si fuera un maestro comentando la obra de un primerizo. En ese breve comentario, Nervo se fijaba en la impecable técnica del poeta y por ahí, casi al final, se permitió un comentario repetido y vuelto a repetir por todos lados: “Rebolledo es casi siempre un modernista de alma parnasiana”. Mil libros que escribiera el poeta hidalguense no le quitarían ese estigma: para toda la vida, Rebolledo fue un modernista de alma parnasiana; para la historia de la poesía mexicana, para la crítica literaria, para cada las cuartas de forros, para las entradas de las enciclopedias, Efrén Rebolledo es siempre calificado como un modernista de alma parnasiana. Muchas veces los comentarios de un crítico literario son como una piedra caída en medio de un estanque tranquilo que se repiten y se extienden. Después de ese comentario, Nervo no volvió a referirse a la obra del hidalguense, quien todavía publicó cinco libros más de poesía, seis libros de prosa y una obra de teatro.
Pero cuando se dice que Rebolledo fue un parnasiano, ¿a qué se refiere exactamente? El Parnasianismo fue una escuela literaria surgida en Francia en la década de los años 70 del siglo XIX; fue una rebelión contra el Romanticismo, contra su exaltación y su abuso del sentimiento. Los parnasianos dejaron de tratar los temas de la vida cotidiana y evitaron a toda costa dar su opinión acerca de los temas que trataban. Pensaban que la belleza residía en la forma de los versos, en los adjetivos y sobre todo en los temas tratados: obras de arte, objetos bellos de por sí, animales hermosos. Por encima de toda criatura sintieron admiración por el cisne, esa ave tan bella que es al mismo tiempo ignorante de su belleza, que va por los estanques indiferente a todo su exterior. ¿Será sin embargo, correcto decir que Rebolledo fue un poeta parnasiano? ¿Se plegó siempre a esta manera de ver el arte? Gracias a la edición de las Obras reunidas de Rebolledo que ahora nos ofrece el escritor e investigador Benajemín Rocha sabemos que su proceso creador no fue tan simple: escribió poemas inspirado en J. K. Huysmans, el padre del Decadentismo, de esa escuela literaria que se reveló contra la naturaleza y exaltó la artificialidad de la vida moderna, que alabó la neurosis y contrajo la melancolía como enfermedad predilecta; a él le dedicó uno de sus primeros poemas: Yo adivino la pena de tu alma proscrita, / como tú, guardo el luto de extinguidas edades, / y me alienta, oh Maestro!, tu ambición infinita / de pasadas creencias y piadosas verdades.
En 1911 apareció en México un libro que haría que ni Efrén Rebolledo ni ningún otro poeta escribieran igual ni continuaran con su percepción de la poesía: Los senderos ocultos de Enrique González Martínez. En él apareció el poema que cambió el panorama literario: Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje… González Martínez sugería que los poetas dejaran de considerar la belleza como algo exterior, de concebir al poema como una manera de separar la expresión del sentimiento. Cuando este libro se publica, Rebolledo se encuentra en Japón, a miles de kilómetros, no explorando las formas literarias –como José Juan Tablada– sino tratando de vaciar las nuevas experiencias vitales en las formas aprendidas en su juventud. Pareciera que la obra poética inspirada en Japón es más bien una manera de hacer comprensible un mundo extraño, el poeta parece que quiere volver entendible una cultura lejana y traducirla a una manera de ver la poesía según su formación literaria. Al llegar al tema del japonismo en su literatura, la crítica se ha topado con la obra de José Juan Tablada, quien no vio a Japón sólo exteriormente: Tablada fue más allá y experimentó con la forma para intentar trasplantar al español las formas poéticas del Japón. Octavio Paz resumió su postura en su libro El signo y el garabato (1975) con este comentario: “A pesar de que Rebolledo conoció más íntimamente el Japón que Tablada, su poesía nunca fue más allá de la retórica ‘modernista’; entre la cultura japonesa y su mirada se interpuso siempre la imagen estereotipada de los poetas franceses de fin de siglo y su Japón fue un exotismo parisino más que un descubrimiento hispanoamericano”.
Pero este comentario no deja de ser injusto porque deja de lado las visiones de ambos artistas: por un lado, en efecto, el compromiso de Rebolledo está con la poesía francesa, con esa visión de la literatura y el mundo; sin contar con que Rebolledo comenzó su obra japonista en 1907 –cuatro años antes que Tablada– y que esta circunstancia hace que sus obras no sean equiparables entre sí de manera tan sencilla. En todo caso, este comentario de Paz es más adecuado para la comprensión de su propia poética que para juzgar a Rebolledo. Tablada desde México pudo tener más cercanía con la nueva poesía francesa, especialmente con la de Apollinaire, que Rebolledo, quien sólo regresó a México hasta 1915.
En 1915, Rebolledo cumplía catorce años de servicio diplomático; a México sólo había regresado de manera esporádica: sólo de 1915 a 1919 puede decirse que tuvo vida literaria en nuestro país: frecuentaba las tertulias en la librería Porrúa a las que concurrían los miembros del Ateneo de la Juventud como Enrique González Martínez, Erasmo Castellanos Quinto, Antonio Caso y Genaro Estrada. Al mismo tiempo tradujo a autores como Wilde, Kipling y Maeterlinck; codirigió con Ramón López Velarde y Enrique González Martínez la revista Pegaso y hasta resultó electo diputado por Hidalgo a lo largo de dos legislaturas.
Gracias al esclarecedor estudio introductorio de Rocha, nos es posible situar de manera precisa la figura intelectual de Rebolledo en un periodo poco estudiado de nuestra poesía (en el que Ramón López Velarde se lleva por mucho las preferencias de nuestros ensayistas) que deja de lado el conocimiento de la poesía que produjo el Ateneo de la Juventud. Ahora, varios estudiosos incluyen a Rebolledo en la lista de ateneístas; pero falta una lectura en conjunto de este grupo de poetas acerca del cual muchos escritores –desde Xavier Villaurrutia hasta Gabriel Zaid– se han preguntado cuál fue su aportación a la poesía. A ojo de pájaro peuden mencionarse: la introducción del Neosimbolismo francés (Enrique González Martínez, Alfonso Reyes), la experimentación con el verso libre (Alfonso Reyes en 1916), la poesía erótica completamente secularizada (Efrén Rebolledo, Luis Castillo Ledón), la definición del poema en prosa como género autónomo (Mariano silva y Aceves, Carlos Díaz Dufoo jr. y Julio Torri), el provincialismo a la manera de los autores franceses (Rafael López, inspirado por López Velarde), el descubrimiento de Mallarmé y Góngora (Alfonso Reyes)… Sin duda, esta pequeña enumeración hace pensar en la importancia de conocer un periodo que generalmente se pasa de largo con un salto olímpico que va de los poetas modernistas a los estridentistas.
Tal vez lo más notable que Rebolledo escribió durante esta época fue un pequeño libro Caro victrix, su poemario más célebre y, al mismo tiempo, su última obra poética. Creo que esta es su obra más importante porque con ella responde que sí a la preguntas más importantes de su vida: ¿Puede el verso perfecto y aparentemente frío transmitir en virtud de su propia perfección las emociones más intensas? ¿Es posible conciliar las escuelas francesas hostiles entre sí en una sola obra? Caro victrix es esa demostración.
A este periodo literario Rebolledo aportó con su obra la experiencia del erotismo sin culpa; es posible que a partir de su obra el erotismo sea considerado como un espacio autónomo dentro de nuestra poesía, como una experiencia independiente del sentimiento religioso. En la obra de Rebolledo el erotismo es un componente más del orbe estético: se rodea de referencias literarias y de accesorios visuales, objetos preciosos extraídos de los cuadros simbolistas, de los cuentos de Maupassant, alfombras, corsés, ojeras. En la obra erótica de Rebolledo no hay más que la estética del momento, del libre gozo del que la culpa cristiana ha huído escurriéndose como una serpiente. ¿No es todo un paso en la experiencia estética el de la autonomía moral del poema que sugirió Edgar Allan Poe en principio y que secundó con su obra Charles Baudelaire?
Después de Caro victrix no hay un más allá en nuestro Modernismo: hay cinco autores que sellan para siempre una manera de escribir: Amado Nervo, José Juan Tablada, Enrique González Martínez, Efrén Rebolledo y Ramón López Velarde. Cada uno de ellos con su obra cierra los ciclos abiertos por Manuel Gutiérrez Nájera veinte años atrás. Después de ellos, la poesía mexicana tuvo que cambiar su rumbo y encontrar nuevos caminos. Casi todos ellos cuentan con detalladas biografías; Rebolledo, tal vez a causa de su carácter ha tenido menos fortuna. Frente a los personajes más cercanos tenemos una ventaja: la cantidad de testimonios cercanos que podemos recuperar; conforme la muerte va abriendo la brecha que nos separa de los escritores que nos anteceden, cada dato nuevo se vuelve más valioso. Efrén Rebolledo se había quedado rezagado, pero gracias al interés, a la admiración y a la paciencia de Benjamín Rocha, ahora tenemos una visión global y novedosa de una obra fundamental, una visión generosa llena de datos que ayudan a la comprensión de todo un periodo literario.
(2004)
(Obras reunidas de Efrén Rebolledo. Feria del Libro, Palacio de Minería, 2 de marzo de 2007)
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