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domingo, 4 de agosto de 2019

El caso de Charles Dexter Ward, de H.P. Lovecraft



Mi paranoia es muy modesta y se conforma con destruirme a mí. En cambio, la de H.P. Lovecraft (1890-1937) era más ambiciosa y se interesaba por el fin absoluto de la humanidad. En sus imaginaciones narrativas, las antiguas profecías eran capaces de corromper las palabras, las miradas, los espíritus y hasta las mismas piedras, impasibles por naturaleza. Por mucho tiempo, sus libros fueron los compañeros de mi psicosis juvenil, siempre imaginando el desenlace del mundo. Pero lo que yo ambicionaba ver no se cumplió del mismo modo. Hasta cierto punto, nuestra Historia Universal es fraudulenta: estábamos condenados a la destrucción por un designio supranatural. Pero miren, nuestra autodestrucción es vulgar, carece de grandeza. Hace tiempo que se han perdido las señales en las constelaciones; los manuscritos antiguos han enmudecido –y no por eso han dejado de ser best-sellers las profecías admonitorias. Pero antes, qué emoción, el mundo tenía misterios, bibliotecas inaccesibles en lugares desconocidos, el mal apenas lograba ocultarse bajo alguna apariencia aceptable, en la soledad de la noche lograban escucharse los murmullos de los designios. ¿Volver a eso?, ¿al viejo Lovecraft? Muy bien, pero con una sonrisa condescendiente. Y, también, la incredulidad de quien ya lo ha leído todo. Descender al espíritu de Lovecraft, al fin que seguramente ya no esconde nada. Seguramente, sus recursos me parecerán inocentes o hasta ingenuos. Pero no, por alguna razón que se me escapa, esta tumba, este vaho maligno, aquel sonido subterráneo, siguen siendo turbadores. Y eso que los hemos visto hasta el hartazgo en toda la gama de películas de horror. Quiere decir que toda esa utilería no es nada, si la quitamos de golpe queda en su lugar sólo un vacío, una voz que llama. Nos dice: aquí, en una época ya olvidada ocurrió algo que no imaginas. Si bien ha sido olvidado, los vestigios de las culturas lo recuerdan en sus inscripciones. Pero hasta el recuerdo de esas culturas se ha perdido. Lo inquietante no es eso, lo verdaderamente perturbador es que ese conocimiento se ha transmitido por vías misteriosas. Los alquimistas, los ocultistas, los portadores de ese conocimiento se lo han comunicado entre sí. Generalmente, el mal son los otros. El típico conservadurismo de la Nueva Inglaterra, el horror a lo novedoso. Pero aquí, en esta novela, ocurre algo diferente, pues la semilla de la destrucción está en uno mismo. El antepasado olvidado, aquel que no envejecía a pesar del paso del tiempo, el que era temido por todos los vecinos, de quien se perdió la memoria una vez que se descubrieron los experimentos inhumanos a que sometía a las personas que secuestraba. El protagonista de esta novela se deja seducir por esa historia, busca los pocos vestigios que dejó ese antepasado para describir con un profundo miedo que son idénticos. En sus manuscritos está el conocimiento oculto, aquel que permite seguir los rituales, decir las palabras improbables para devolver a la vida a hombres de otros tiempos. Por un serie de experimentos prohibidos, logra dar vida a su propio antepasado. Es idéntico, pero con una mirada enferma y una expresión maligna. Ambos, uno frente a otro, se miran. Eso, naturalmente, no sucede frente a nosotros. Lovecraft no es tan obvio. Ocurre casi todo entre las penumbras, en sitios proscritos. Como decía, la alquimia, y ese tipo de prácticas, se encuentra desacreditada entre los saberes actuales. No así la alquimia de las palabras. Pesando y midiendo las sustancias y sus adjetivos, convierte el plomo de los lugares comunes en inolvidables perturbaciones del espíritu.

H.P. Lovecraft. El caso de Charles Dexter Ward / The Case of Charles Dexter Ward (1941), tr. Francisco Torres Oliver, 2ª imp. Madrid, Valdemar, 2017.

viernes, 2 de agosto de 2019

Letras sobre un dios mineral. El petróleo mexicano en la narrativa, de Edith Negrín



Confieso no saber nada acerca del petróleo, siendo un tema central. Ignorancia imperdonable, ya que todo lo que me rodea tiene que ver con él. Ya sé que duerme (quizá no ha pegado las pestañas), desde tiempos impensables, bajo la tierra. No tengo más que estirar la mano para tocarlo, y aun mientras escribo siento su materia bajo mis dedos desde hace años. En fin, no importa que seamos viejos conocidos si es que no sé mirar detrás de las diferentes en que se me presenta. Sólo hasta este instante me doy cuenta de que le debo la comodidad de no pisar la tierra. Arropa los pasos, calienta y enfría los alimentos, etc., etc., y si no quiero terminar por escribir una oda elemental a su presencia angelical y maligna, me debo detener ahora mismo: sólo mirarlo y preguntarme por su origen, por el camino que recorre hasta venir a morir ante nuestras necesidades. Si se sigue el pensamiento de Marx, es decir, si se le deja de ver como un producto acabado que esconde aquellas relaciones que lo trajeron hasta aquí, veremos entonces su origen, el lejano pozo en que duerme (ya dijimos que en realidad no ha dormido nunca), y lo veremos ser el origen de un complejo proceso que lo somete a transformaciones y a temperaturas elevadas que lo hacen sudar ensoñaciones delirantes. Este libro traza el recorrido de una de ellas, la novela (hubiera preferido algo de pasión en el texto, pero la autora eligió un indiferente desgranamiento de las obras que estudia), y establece que el petróleo fue, primero, un descubrimiento de los autores extranjeros. Las obras literarias alimentaron primero la imaginación lejana, llegaron estadounidenses, ingleses y hasta checos (¡el autor de El Gólem, Gustav Meyrink, tiene un cuento dedicado al petróleo de Tampico!). Fueron extranjeros los primeros cronistas de la codicia; destaca uno de ellos –Jack London– porque vino a México a mostrar su lado oculto, pues si bien era “socialista”, concebía este pensamiento como el bienestar para unos cuantos: “El socialismo no es un sistema ideal, planeado para lograr la felicidad de toda vida, ni de todos los hombres; está pensado para la felicidad de ciertas razas similares. Está ideado así para fortalecer estas razas afines, para que sobrevivan y hereden la tierra cuando se extingan las razas inferiores, más débiles… Es la ley.” Aunque este texto fue escrito en 1899, este autor vino a México en 1914 a mirar el país con los anteojos de esos prejuicios. Puede decirse que el ciclo de novelas dedicadas a este tema comienza con el descubrimiento narrativo del petróleo (tal vez con Mapimí 37, de Mauricio Magadaleno, en 1927) y culmina con los narradores que vivieron el 68 (Héctor Aguilar Camín, el más sobresaliente, con su novela Morir en el Golfo, de 1986). Con pocas excepciones, se trata de una rama narrativa muy poco conocida (y, a juzgar por las conclusiones de la autora, con frecuencia de poca calidad). Quizá sólo Rosa Blanca de B. Traven y La cabeza de la hidra, de Carlos Fuentes, pero las demás obras pertenecen a un submundo que fluye, igual que el petróleo, bajo tierra. Por otra parte, el reportaje sobre la expropiación, Robo al amparo de la ley, del inglés Evelyn Waugh, escrito por encargo contra Lázaro Cárdenas, puede ser “la página más racista y despectiva que se ha escrito sobre nosotros” (y por ello, de deliciosa y morbosa lectura, sólo que la edición mexicana es casi inaccesible). La impresión general que deja la lectura de este libro –repaso de obras narrativas que difícilmente serán reeditadas– es que existe poco diálogo con muchos de estos textos: muy poca verdad en los personajes, ideología en vez de pasiones. Pero guardan algo de vida, sólo que es necesario desenterrarla, narrar la existencia de estos enterrados escritores.

Edith Negrín. Letras sobre un dios mineral. El petróleo mexicano en la narrativa. México, El Colegio de México-UNAM, 2017. (Col. Estudios Sobre Energía)

domingo, 12 de mayo de 2019

Epistolario (1850-1889), de Ignacio Manuel Altamirano



Fue hace muchos años. Era tanta mi admiración por Ignacio Manuel Altamirano, que fui a buscar a su principal estudiosa, Nicole Giron, a su oficina en el Instituto Mora. Me acuerdo de que salimos al jardín y nos sentamos junto a un árbol a platicar. Ahora ya no recuerdo bien de qué exactamente, sólo que me dijo que cuando veía las viejas fotos de Altamirano no le parecía feo. Bueno, no tenía tanto con qué deleitarse, pues hasta donde sé sólo hay dieciocho imágenes suyas. Naufragó casi todo en estos siglos. Mucho tiempos figura intelectual fue un enigma. Debió de ser imponente su obra, o quién sabe, sólo que se desbarató después de su muerte. De sus discursos hay alguna edición a mediados del siglo pasado. De sus cuentos y novelas siempre hay reediciones. Pero sus textos periodísticos sólo son conocidos por los especialistas. Llámese “especialistas” a todos aquellos que tenían paciencia de ir a buscar en los diarios de la Biblioteca Nacional (cuando estaba en el centro de la Ciudad de México) los artículos y crónicas en que se apreciaba el carácter cómicamente iracundo del maestro, o furiosamente sarcástico, como se le quiera decir. Frases que siempre he disfrutado hallar y que me transcribo: “La independencia se hizo, los españoles fueron echados de nuestro suelo; pero al abandonar nuestras playas nos dirigieron una mirada de rabiosa satisfacción; mirada que quería decir: Nos vamos; pero os quedáis con el clero.” “Cuando un pueblo anonadado por la muerte de la servidumbre, duerme en el sepulcro, como Lázaro, sólo la voz de la poesía patriótica es capaz de hacerle romper sus ligaduras y volverle a la vida; no hay que olvidarlo, ¡oh, vosotros!, jóvenes que pudiendo arrojar con vuestro inspirado acento una chispa que incendie el alma del pueblo, preferís apagarla contra el helado e ingrato corazón de una mujer indiferente que os abandonará bien pronto por el primer asno que se le presente aparejado con albarda de oro.” “Pero ante todo, hay que dejar el discreteo y la palabrería inútil. Por eso no seré yo quien recomiende a usted a nuestra Sor Juana Inés de la Cruz, nuestra décima musa, a quien es necesario dejar quietecita en el fondo de su sepulcro y entre el pergamino de sus libros, sin estudiarla más que para admirar de paso la rareza de sus talentos y para lamentar que hubiera nacido en los tiempos del culteranismo, y de la Inquisición y de la teología escolástica.” Esta última, la encontré en una “Carta a una poetisa”, que Altamirano escribió para darle consejos a una escritora que le mandó sus poemas, y la llevé a la clase de Huberto Batis en la Facultad de Filosofía y Letras. Al salir me dijo que él nunca fue invitado a formar parte del consejo editorial de estas Obras Completas, a pesar de que él había dedicado mucho tiempo a revisar y a escribir sobre El Renacimiento (su tesis de maestría era un índice de esta revista de 1869). Me dijo: “Altamirano era un indio inmenso y corajudo. Odiaba a Juárez, y cuando éste se acercó un día a felicitarlo por un discurso, Altamirano no le quiso dar la mano”. Sólo una vez hablamos de Altamirano. Y por esas dos personas –Giron y Batis– se me figuró cercano, a pesar de que había muerto en Italia, en 1892. Yo quería saber por qué era “el Maestro”, qué le había enseñado a una generación. Las frases de los discursos escritos a su muerte me cimbraban aún. Aunque habrían de venir los académicos a poner todo en su sitio y a matar con dos o tres flechazos de sus notas al pie todo eso que se llama “necronacionalismo” (término de un académico estadounidense, Christopher Conway). En fin, el tema es la disgregación de una obra. Cómo la muerte y la trascendencia y todas esas palabras de admiración no sirvieron de nada, y los diversos textos se sumergieron en el olvido. Hubo momentos en que parecía asomarse su prestigio, pero en realidad, hubo que esperar hasta la recopilación de sus obras. Y aún así, eso no sirvió de mucho. Están ahí para el futuro, para cuando se necesite, quizá más adelante alguien las lea todas y sepamos algo. La primera lectura de conjunto se hizo hasta los años 90, una vez que se reunió su obra en 24 tomos. Entonces, aparecieron las constantes en una obra que jamás pensó en reunirse, que siempre se produjo en la urgencia del instante. Al calor de una polémica, para servir en un entramado político, para mandar al periódico al día siguiente. El mismo autor era descuidado con sus papeles, no tuvo el cuidado de reunir todos los que contenían sus anotaciones. Jesús Sotelo Inclán, uno de sus principales estudiosos, vio lo siguiente: que uno de los principales recursos era el estilo epistolar. Quiere decir que gran parte de lo que escribía –poema, artículo o novela– iba dirigido a un interlocutor, lo que le daba a sus razonamientos la impresión de una sola actividad continuada. La discusión, el arrebato lírico, el impulso del orador, todo eso lo constituía. Nada de cosas interiores. Su romanticismo era el de la tribuna. En el primer tomo de sus cartas (las que escribió antes de irse de nuestro país, entre 1850 y 1889) vive un personaje extraño, diferente al que estamos acostumbrados. En gran medida está el soldado liberal, el periodista efusivo y el narrador de experiencias, las cuales olvida a media carta para confrontar a sus enemigos. Lo que quiere decir que, ante todo, Altamirano escribió para ser leído en voz alta, en los cafés, en el Congreso, en las veladas literarias (un invento suyo para promover las letras en reuniones sociales). El proceso debió de haber sido así: cartas a sus mentores políticos (Juan Álvarez, el soldado de la Independencia, en primer lugar), periodismo combativo, correspondencia en medio de la guerra de Reforma y en el combate contra los franceses, necesidad de impulsar una publicación literaria que uniera al país en medio de las diferencias políticas. Es decir: un pensamiento integrador que consideraba central a la literatura. Ante el naufragio, lo que han devuelto las aguas son fragmentos. Desconocemos la identidad de muchas personas a las que se refiere, las cartas entregan apenas un vislumbre de lo que fue la vida. Y eso ya es bastante, pues existimos los que no le entregamos nada a la literatura. Aunque si no se lo entregamos a ella, a quién entonces. Los textos de Altamirano son islotes, piezas de un rompecabezas que no se puede armar en su totalidad. Fue complejo, pero aun así se puede llegar a cierto acuerdo: a Altamirano se le ha representado de dos maneras, fundamentalmente, el indio mexicano lleno de arrebatos y el intelectual clasicista. ¿Cómo conciliar esto? Quizá lo mejor sea no conciliar. No lo hemos hecho con autores como Salvador Díaz Mirón, quien tenía una personalidad similar. Pero esas contradicciones que mostró en vida son contradicciones que continúan manifestándose hoy. Al hablar de Cuauhtémoc lo elogiaba de una manera con la que no se ha hecho a otro héroe: lo consideró más valiente que cualquier otro en la historia y de la literatura. Más valiente que los griegos de la mitología, que los guerreros antiguos. Y ese mismo prosista agresivo era el autor de cartas burocráticas. Sólo espigaré en un año: 1882, por puro azar. En este Epistolario sólo hay una carta en la que le pide al secretario de Guerra una copia de su liquidación, que se le ha perdido. Hay que encuadernar ese texto y ponerlo junto a sus discursos a los niños de instrucción primaria, a sus notas bibliográficas a biografías y a textos jurídicos, sus magníficos prólogos a Pedro Castera y a Manuel M Flores, a sus estudios sobre estadística nacional, sus crónicas sobre Texcoco y sus polémicas sobre instrucción pública. Sí, lo sé maestro Altamirano, la muerte todo lo dispersa, no respeta nada. Pero no sólo los papeles sino que el pensamiento pierde su atadura y lo que uno pensó también se disuelve como en el mar. Pero hay que atar y explicar una totalidad. Poner los textos como en espejo y saber cuáles eran sus ocultas relaciones. Casi ni quiero citar algo que escribió en ese 1882, algo de lo más controvertido, relacionado con las lenguas indígenas. En su texto “Generalización del idioma castellano” escribió que la antigua labor de los padres evangelizadores quedó a la mitad pues era deseable la generalización del español en todo el país con exclusión de las antiguas lenguas indígenas: “¿Qué se habría perdido? Un enjambre de lenguas y dialectos de que hoy apenas sacan un mezquino provecho la arqueología y la filología para sus deducciones, y aun esto último se hubiera logrado conservando las gramáticas y vocabularios que ya estaban escritos.” Quiero decirle, maestro Altamirano, que la moda de hoy nos aconsejaría reeditar sus libros cambiando las partes que no nos complazcan, o bien borrar los pasajes incómodos. Estamos muy acostumbrados a cambiar el pasado para que nos diga lo que queremos escuchar. Y ése es el modo que el puritanismo ha hallado para decirnos al oído con dulce adulación que somos mejores que en el pasado.

Ignacio Manuel Altamirano. Epistolario (1850-1889). Tomo 1, ed., prólogo y notas de Jesús Sotelo Inclán. México, Conaculta, 1992. (Obras Completas, XXI)

viernes, 19 de abril de 2019

Cartas de navegación, de J.M. Coetzee



La típica decepción de entrar al taller del escritor es mayor cuando se entra al de J.M Coetzee. Si bien en sus novelas hay angustias, incomunicaciones varias entre sus personajes, desaliento, etc., en el momento de acercarse demasiado al mundo personal del novelista ocurre lo siguiente: se descubre el mecanismo del ilusionista. El mago de Oz queda desnudo. Eso no estaría mal, si consideramos que la literatura no es más que un truco, sólo que frecuentemente lo olvidamos. La sensación de no comunicar, esa incómoda percepción de que el otro es incapaz de comprender lo que uno pretende transmitir, o más bien, la absoluta seguridad de que uno está encerrado en sus propias palabras. Eso –permítanme– no es más que el resultado de un mecanismo retórico. Se parecía a la vida. Incluso pretendía erguirse y caminar. Lo logra tan asombrosamente que muchas veces le damos más realidad a ciertos personajes de la literatura que a los que tenemos frente a nosotros. Los desenmascaramos, les quitamos ese disfraz de piel y personalidad que los recubre y vemos sólo ese montón de retazos que los constituye. Un amontonamiento de gerundios, puntos y comas, aposiciones, pronombres, algo bastante desagradable. Una especie de mostrador de carnicería cuyos productos se esforzaran por moverse e imitar la vida. Así que esa constante preocupación existencial de los personajes de Coetzee en realidad tiene como origen el estudio de la obra de Beckett. A veces olvidamos la otra mano del escritor, la que no vemos y sirve para hacer más efectivo el truco. Y sin embargo, ésta es su peculiaridad. Son estos curiosos dispositivos los que permiten que el autor (el poeta, el dramaturgo), al hablar de algún asunto, en realidad esté hablando de Dios, o de cualquier otro tema. En general, hay una tendencia en Coetzee a considerar todo un mecanismo, un sistema, un código. Así ocurre en sus textos sobre el Capitán América, el lenguaje científico de Newton y la censura en Sudáfrica. Pero lo más decepcionante es asimismo lo más deseable. No todos los autores se deciden a hablar de esa vida íntima de las palabras, a veces desligada de la Estética. Va ocurriendo a lo largo de este libro, y de la propia vida del novelista, que su personalidad va cubriendo vastas extensiones de realidad para volverlas parte de sí. Uno de los objetos fagocitados por el sistema literario de Coetzee es nada menos que Fiódor Dostoyevski: una de sus novelas incluso trata de él. Se parece al autor ruso, pero viéndolo bien se parece más al sudafricano. Quizá porque al capturarlo, al digerirlo, fue desechando el sentido del humor. Aspecto quizá difícil de tragar. No hay prácticamente humor en Coetzee. Tampoco ironía. En este libro se incluyen varias entrevistas, un gran logro tratándose de un escritor reacio a la conversación pública.

J.M. Coetzee. Cartas de navegación. Ensayos y entrevistas. / Doubling de point (1992), ed. por David Attwell, tr. de María Julia de Ruschi, Mariana Dimópulos, Elena Marengo, Lucas Margarit y Cristina Piña. Buenos Aires, El Hilo de Ariadna, 2015. (Col. Ensayos)

Las burlas veras, de Alfonso Reyes




Existe un libro que se llama Guía para la navegación de Alfonso Reyes. En él se le representa como un mar. Pero también se lo puede uno figurar como un mapa, con diferentes provincias: el estudio de Grecia, su temporada en España, su crítica de cine, sus repentinos paseos por la ciencia, o bien, cientos de textos que no forman país, sino un nutrido archipiélago de pequeños islotes. Éste libro está formado por el afluente más alejado, el de los pequeños textos que publicó al final de su vida, a partir de 1940, y en que encapsulaba erudición mayor pero en pequeñas dosis. Los llamó “Las burlas veras”, título que evoca a Quevedo o a una época lejana. Viéndolo bien, Alfonso Reyes es un escritor como ya no hay. Tiene su extrañeza: escribe y luego escribe sobre lo que escribe. Fue su propio biógrafo, el hacedor de su bibliografía, el organizador de sus libros de Obras completas. Una obra literaria que era, en gran medida, su propio objeto de estudio. Sin embargo, no importa tanto el tema como el tratamiento. Las frases deslumbrantes, las reflexiones que sorprenden, aparecen en momentos inesperados. Así que lo que realmente importa es seguir al autor en sus pensamientos, en ese largo proceso de pensar que recorre sus obras. Puesto que son textos varios, sin ilación ni secuencia, es difícil que despierten interés en conjunto. Brillan de manera individual. Sin embargo, puestos en un tomo de obras completas, sus casi 900 páginas representan lo que pretendían evitar al nacer: dar la idea de la pesadez. ¿Pero qué hacer?, ¿cómo evitarlo? Quizá dejar a los textos volar a su gusto, que se pierdan, abrir las jaulas. Escribir porque sí. Eso, no obstante, no era la intención de don Alfonso. Por el contrario, era cuidadoso con sus textos, taxonomista de su inspiración. Ahora bien, aquí, en este volumen se encuentra quizá la página perfecta, aquella que muchos buscamos y que no sabemos cuándo la producimos si es que la logramos. Se trata del texto “La basura”, ejemplo de epifanía, de poema en prosa, de ensayo concentrado, de revelación del Universo; y ese texto no es más que la contemplación del camión de la basura visto desde la terraza de su Capilla Alfonsina. Pero ese diario ritual no dura mucho, hay que regresar dentro, de nuevo a vivir entre libros. ¿Qué elegiremos hoy? Por ejemplo… la palabra “Porfiriato”. ¿Qué revelará? Término que no gustaba al principio pero que luego fue usándose por fuerza de la costumbre. Si se usa es porque la popularizó Daniel Cosío Villegas en sus libros de Historia. Cosío Villegas, nos aclara don Alfonso, la leyó originalmente en un cuento de Reyes, “Los dos augures”, de 1927. Pero no fue invento suyo, él se la escuchó antes a un viajero mexicano en París. Años más tarde, un amigo le aclaró que el término provenía de un diario maderista, La Nueva Era. Antes la erudición vivía en la memoria, hoy vive fuera de nosotros, en un mundo virtual. Pero dentro o fuera, tiene que ser tratada como un juego (jamás como algo serio) que consiste en ensartar datos contiguos en un collar al cual no podemos verle comienzo ni final.

Alfonso Reyes. Marginalia (primera, segunda y tercera series). Las burlas veras (primera, segunda y tercera series), edición e introducción de José Luis Martínez. México, FCE, 1989. (Obras completas, XXII)

miércoles, 10 de abril de 2019

Bruto, de Cicerón



Un cardinal llamado Gerardo Landriani descubrió en la catedral de Lodi, en 1421, un viejo códice que contenía una obra desconocida de Cicerón: Brutus. Naturalmente, fue una noticia tan increíble que una gran cantidad de estudiosos quisiera revisar ese raro documento; esa fue la causa de que se deteriorara y se perdiera para siempre, no sin que antes se sacaran de él numerosas copias. Gracias a esta obra podemos saber cómo era Cicerón en su juventud, a qué oradores conoció y cómo fue cultivando su espíritu. Su afición a los juicios públicos, gracias a los cuales pudo escuchar momentos irrepetibles de la oratoria. Desafortunadamente, esos viejos oradores despreciaban escribir sus discursos. Seguramente, escribían en sus papeles los argumentos fundamentales de sus causas y luego subían al foro a desplegar sus dotes en la palabra viva. La palabra viva: la que más nos seduce, pero la que más rápido se desvanece frente a nosotros. Y los oradores… una cosa es hablar y otra muy distinta, retener todas esas ideas geniales, capturar el instante en una bella prosa oral y después ponerla por escrito. Casi ninguna de aquellas glorias del arte de la jurisprudencia dejó una obra escrita. A lo largo de su vida, Cicerón fue adquiriendo antigüedades –manuscritos– que alguna referencia tenían de los oradores que no escuchó. Asimismo, tuvo largas conversaciones con magistrados acerca de la Historia de este arte. Una buena tarde del año 55 (¿o del año 46?) antes de Cristo, Cicerón recibió la visita de dos amigos, Marco Bruto y Tito Pomponio. De inmediato, la conversación los condujo al tema favorito del escritor. Naturalmente, la emoción lo hizo desmenuzar numerosos nombres, ejemplos de oratoria desafortunadamente perdidos. Nombres y nombres de personajes de los que no queda ni una sola palabra. Una especie de humus histórico del que resaltan algunos aspectos. Estaba Isócrates, cuya casa estaba abierta a toda Grecia “como si se tratase de una escuela y un taller”. Fue el primero en darse cuenta que la prosa, al alejarse del verso, conservaba cierto ritmo propio. Así que a él le debemos la noción que nos lleva a poner las palabras en ordenada cadencia: antes que él no se estilaba que las frases tuvieran un final rítmico. Asimismo, nos indica el antiguo autor que los griegos pensaban que el discurso gana en belleza cuando las palabras se usan con un sentido distinto del habitual. Catón sería el gran ejemplo de ese estilo. Hay que ir a estos personajes, a esas tribunas, para tomar las clases inaugurales de la Retórica. En ellas aprendió su oficio la poesía, aprendiz distraída. Quién diría, allí aprendió la metáfora, la aliteración, la hipálage y el hipérbaton. Ante libros como éste, escritos hace milenios, surgen como emanaciones muchas preguntas. Así que nos dirigimos al prólogo para ver si resuelve nuestra curiosidad: ¿exactamente qué peso tienen todos esos nombres en la Historia, de qué trataban esos discursos y cuáles serían recomendables para leer? Aunque hay una pregunta un poco más urgente: ¿de casualidad el Bruto del título es el mismo que estuvo involucrado en la muerte de Julio César? Por alguna razón, la identidad de este personaje está explicada en una nota al pie en la página 62: se nos dice quiénes eran sus padres, quién lo adoptó al quedar huérfano, dónde estudió retórica y con quién se casó. Pero en ningún lugar se dice que se trata del famoso homicida de Julio César. Curiosos textos académicos, que pulen y dan brillo a la moneda de los clásicos pero no sirven para ponerla de nuevo en circulación.

Cicerón. Bruto [Historia de la elocuencia romana], introducción, traducción y notas de Manuel Mañas Núñez, 1ª reimp. Madrid, Alianza, 2010. (Biblioteca Temática Clásicos de Grecia y Roma, 8233)

domingo, 24 de marzo de 2019

Gato


Para Darío Jaramillo Agudelo porque sus sonetos a los gatos me inspiraron este texto

Te llamo a ti. Pero tú no volteas. Hay objetos que llaman más tu atención que mis palabras, como el aire, el polvo a contraluz o cualquier cosa. Quién sabe si, cuando diga tu nombre, vendrás. Tiene que haber algo más que sólo tu nombre para que te acerques: una promesa, una oferta, y a veces ni eso. Soy la cordillera por la que caminas con frecuencia, a la que subes para dormir o para atacarla. Soy el epicentro del temblor que te despierta en las noches y te hace cambiar de posición. En ocasiones, nos miramos fijamente a los ojos y pienso que nuestras almas se comunican, que mi ser nada en tus ojos azules, como dentro de una aguamarina. Nado entre otras vidas, trato de sumergirme en las existencias que tuve, que a eso me llama tu mirada. Nada humano tiene, pero me comunico con ella. Le pido a tu ser que me deje entrar, pero me quedo en la superficie. Camino descalzo sobre el mar de tus ojos, como en un milagro. Lo verdaderamente milagroso sería que de pronto me sumergiera en tu alma. No sé qué vería, y lo que viera tendría que ser dicho con otras palabras, con palabras que no comprendería si las volviera a leer una vez seco, a las orillas de ti. Tú también me miras, intensamente. Qué pensarás. ¿Tú alma de gato se preguntará lo que será ser hombre? ¿Empujas mis ojos para entrar? Está bien, incluso si juegas y rompes algo de lo que encuentres dentro; son recuerdos que no valen gran cosa. Hay lugares oscuros, pero finalmente puedes ver con poca luz, nadie le pregunta a un gato dónde estuvo, ni qué piensa de todo aquello que vio. Ya sé que no te hallas en este sitio, muy pocas cosas llamativas en el ser del hombre, muy pocas cosas brillantes y demasiadas opacas. Por suerte, la puerta de regreso está cerca, aún se ve la luz del exterior. Estoy por preguntar si tú has podido comprenderme, justo un momento antes de que te decidas a atacar, morder mi nariz y correr rápidamente a no sé dónde. Nos separamos en la maleza en algún momento de hace varios millones de años, y nos hemos vuelto a reencontrar en el improbable racimo de las especies. Pero, mira, eres más pequeño, ronroneas. Yo he perdido la cola, mis uñas ya no pueden ser retráctiles. A veces me despierta una repentina sensación de caída. Me han dicho que se trata de una regresión a los tiempos en que vivimos en los árboles. Tú puedes caer de pie, y mira, yo todavía no me repongo del último accidente, por lo que todavía me duelen un poco los huesos. A veces olvido que, en realidad, somos enemigos, pero lo recuerdo cuando saltas de pronto a mi paso para morderme un pie. He querido escribir sobre ti desde hace mucho. Y aunque lo hago en singular, en realidad eres el resumen de los muchos de tu especie que me han seguido. Sé que eres individual en el sentido de solitario, pero también eres fuertemente diferente. No he visto dos gatos iguales. Podría detallar claramente las diferentes personalidades de todos los que he conocido. Aun cuando no podría construir esas personalidades con palabras, no significa que no sean inconfundibles. Recuerdo gatos, presencias: aquella que entraba a mi cuarto todas las mañanas, saludaba, comía y se iba. En una ocasión, no sé cómo lo supe, vino a despedirse. Me acompañó por horas y vi su mirada enferma. La acaricié y sentí sólo la muerte, el frío de los huesos temblando. Es cierto, si nos volviéramos a encontrar no la reconocería: no teníamos nombre para llamarnos. ¿Fue importante esa despedida? Tanto como cada pequeña huella de gato sobre el camino que soy, una ruta invadida de gatos. Alguna transubstanciación se ha de haber operado, algo de su ser en el mío. La calle, allá afuera, me parece sorda y oscura. Los recuerdos, pájaros muertos que pueden ser despedazados. El otro, mi semejante: un enemigo. La desconfianza: una epistemología. En fin, no conozco sus motivaciones secretas, no adivino nada cuando me refiero a él, ni sé cómo es que me ronronea y se acurruca en mí con tanta confianza, si es que me conoce perfectamente.

jueves, 28 de febrero de 2019

Las fuerzas armadas en el México democrático, de Roderic Ai Camp



Leí el libro del doctor Roderic Ai Camp acerca de las fuerzas armadas. He sacado muy pocas conclusiones, pero por lo menos este volumen ha ampliado mi marco de referencias en torno al Estado mexicano. Las fuerzas armadas son el aspecto menos conocido del ámbito político. Eso era notorio desde estudios clásicos como La élite del poder (1956), de Charles Wright Mills, de donde procede la tendencia sociológica a este tipo de aproximaciones. En el libro de Mills se aprecia –más bien: se desenmascara– el rostro del poder, y se deja ver cómo es que el ejército y, por ejemplo, el mundo de los espectáculos son parte de un mismo sistema. Dos o tres grandes ideas atraviesan la lectura de este volumen: que las fuerzas armadas actuales son el resultado de que un ejército de origen civil derrotó al ejército del estado, experiencia que compartieron civiles, militares y artistas (Los de abajo, por ejemplo, de Mariano Azuela expresa este momento). De ahí se deriva otro hecho: el paulatino y creciente liderazgo civil que relegó a los militares del poder; la fecha decisiva: 1946, con la llegada al poder de Miguel Alemán, hijo, por otra parte, de un general que peleó contra la reelección presidencial. La ideología resultante: la lealtad, la disciplina antes que la reflexión. Así, las escuelas militares, las cuales tienen como centro de su enseñanza el respeto a la orden de un superior. Los militares acostumbran callar (en esto se parecen a la Iglesia, reacia a hablar de sí misma) y se oponen a que se hagan públicos sus secretos. Apenas se mencionan un par de informantes para esta investigación: aún los testimonios más intrascendentes se dan con la promesa del anonimato. Se entrega así, un libro que habla del ejército de manera estructural, y por esta razón la pienso demasiado neutra. Muy poco peso específico a la guerra sucia en los años 70, por ejemplo. No obstante, se mencionan los hechos traumáticos de este cuerpo armado: la represión del 68, el aniquilamiento de los guerrilleros en los los 70, el levantamiento armado de los zapatistas en 1994 y la guerra contra el narco iniciada por Felipe Calderón. Puesto que el libro se publicó en 2010, falta el ignominioso sexenio de Enrique Peña Nieto y la vergonzosa “Verdad Histórica” que presentó su gobierno para explicar la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, la cual pretendió darle impunidad a los militares. El ejército ocupa hoy, en contra de lo que le gustaría a sus miembros, un lugar protagónico en el debate público. Su función en la seguridad pública, en la paz social, etc., lo que significa que se debe de tener una opinión (al menos preliminar) acerca de esta institución y de su función social. El presente nos permite desmenuzar el pasado, y nos hace llegar, por ejemplo, a la represión de 1968, y a la compleja red de interpretaciones al respecto. Sin embargo, “la explicación más convincente” es que el presidente Díaz Ordaz fue quien orquestó directamente la matanza. El uso político de las fuerzas armadas, las cuales están educadas para obedecer y no para matar: ése, me parece, es el tema central de entonces y de ahora. Las limitaciones de ese uso político y la conciencia de que la obediencia tiene un límite. En no pocos momentos, el ejército ha actuado criminalmente contra el pueblo mexicano. Sin embargo, el autor es enfático: “Los militares ya no son un tema prohibido”, y,  sin duda, ya no es posible que permanezcan fuera del escrutinio público.

Roderic Ai Camp. Las fuerzas armadas en el México democrático / Mexico’s military on the democratic stage, tr. de Susana Guardado y del Castro. México, Siglo XXI, 2010.

sábado, 9 de febrero de 2019

Obras completas III, de José María Eça de Queiroz



José María Eça de Queiroz (1845-1900) murió casi ignorado, escribió Jorge Luis Borges. Por suerte, agrega, “la tardía crítica internacional lo consagra ahora como uno de los primeros prosistas y novelistas de su época”. Tal vez, pero no quiere decir que esa consagración le otorgue un pase automático para nuestros tiempos, por más que Borges diga que la evocación que Eça de Queiroz hizo de sus viajes por el Medio Oriente “perdura en páginas que muchas generaciones leen y releen”. Habría que preguntarle a la editorial española, Acantilado, la cual tiene buena parte de sus obras a la venta, si efectivamente las generaciones leen y releen las crónicas de este autor. Mientras leía sus ensayos, sus cartas y sus crónicas, pensaba cuánto me gustaría reeditar sus textos, compartir sus envidiables párrafos, dar a saborear el humor de sus frases. Aquello que la Historia nos da salido de los anaqueles, Eça de Queiroz lo entrega nuevo, lleno de sorpresa. Los militares egipcios del siglo XIX, los reyes de Oriente, el presidente de Francia… todos ellos parecen personajes de novela. Maravillosa es la visita –relatada en estas páginas– de Charles Darwin a la jaula de Pongo, el primer gorila capturado vivo, el cual llegó a Londres en 1877. Qué extraordinario debió de haber sido el seguir los sucesos contemporáneos a través de la prosa de Eça de Queiroz. Hoy todo eso es antiguo, exótico, pero bastante vivo en cada artículo. Dado que el libro tiene 1100 páginas a doble columna y en letra muy pequeñita, se pueden desenrollar en bastantes y apasionantes volúmenes. La cosa debió de ser originalmente así: el autor leía todos los diarios, hablaba con todos los diplomáticos, salía a platicar en todos los cafés y volvía a su casa a novelar y a reírse por escrito de los temas de moda. Trató muchos temas, demasiados. Es posible, no obstante, encontrar cierto hilo conductor: Eça de Queiroz amaba el Oriente, el cercano tanto como el lejano, y los países europeos también. Aunque habría que decir que las potencias amaban con apasionada codicia las riquezas de aquellos lejanos países. Por ejemplo, Francia, allá por 1897, se decidió un día a devorar a Siam (es decir, la actual Tailandia), y le pidió a este ingenuo, amable y pálido pueblo una inmensa porción de su territorio y una nada pequeña porción de su dinero. Con esa prudente manera de los orientales, Siam ni accedió ni se negó. Sin embargo, los orientales tenían entonces fama de duplicidad y de falsía, por lo que Francia sin más explicaciones bloqueó las costas siamesas. “Para las cuestiones coloniales ahí están los congresos y los tribunales de arbitraje”, escribe el autor. “Y una señora que recientemente, en un salón, consideraba como la cosa más pueril y grotesca que dos naciones tan elegantes como Francia e Inglaterra se batieran a causa de unos bichos tan feos como los siameses, establecía sin saberlo, la verdadera doctrina del siglo”. Ya las naciones europeas no rompen la dulce paz a causa de intereses orientales, escribe con cierta melancolía.

José María Eça de Queiroz. Obras completas III, recopilación, traducción, prefacio, acotaciones marginales y notas explicativas de Julio Gómez de la Serna. México, Aguilar, 1960.

lunes, 4 de febrero de 2019

Décimas a Dios, de Guadalupe Amor



El reto es valorar este libro en sí mismo, lejos de la leyenda de su autora, Guadalupe Amor (1918-2002), quien dejó historias a lo largo de las calles de la Zona Rosa, en las galerías de arte, en las memorias de sus contemporáneos. Dejó como estela de su vida: furia, poesía, estilo, pasión… En medio de esa irritación que la caracterizaba, sólo podía caminar descalza y feliz sobre las baldosas de la poesía. Se construyó a sí misma, de manera consciente, en su poesía, se autodefinió, se erigió en versos perfectos y de gran musicalidad. La recuerdo: la única vez que la vi, sólo habló en verso, agradeció un brindis en su honor y se levantó para decir dos versos de Baltazar del Alcázar: “Grande consuelo es tener / la taberna por vecina”. Su mirada implacable, como de Medusa, quería detener el mundo y dominarlo. Es imposible leer sus versos sin tener su voz pegada a ellos. Y, sin embargo, eso intentaré, ya que la voz tan personal que tenía de un modo u otro se queda en sus creaciones. Siempre existió la injusta idea de que Alfonso Reyes le había escrito los versos que la dieron a conocer, Yo soy mi casa (1946); injusta porque nada más lejano del estilo cortés de don Alfonso que la poética desafiante de Pita, sentenciosa. Ella dialoga con la tradición de los Siglos de Oro, aunque es evidente que sabe que existen los productos contemporáneos de Xavier Villaurrutia y Salvador Novo. Aunque ella misma se intenta elevar desde el promontorio de Rubén Darío. Intentó acercarse a Gabriela Mistral de manera personal, pero no logró impresionarla. El título, Décimas a Dios, es aparentemente sencillo, pero implica tener definido al destinatario de estos poemas. Eso no ocurre, no son más que poemas lanzados al aire. En el libro no hay una construcción poética en torno a Dios, por el contrario parecen décimas escritas en medio de la desesperación, anotaciones hechas en una libreta a la mitad de la noche. Está bien, ya que los místicos buscan esa iluminación en la noche del alma. Para Pita Amor, Dios es una creación de la angustia y de la vanidad. Después, él ha sido obligado a existir, ha contraído ciertas obligaciones. Es cierto, podemos continuar buscando en esa incesante secuencia de causalidades. La angustia y la vanidad son el resultado de la mirada del hombre ante el universo. Puesto así, Dios como un producto humano, entonces no es un Ser ante el cual mirarnos, puesto que detrás de él estamos nuevamente nosotros. Así que el paso siguiente es hurgar en el propio ser para entender qué ansiedad busca a Dios. No todas estas décimas, hay que decir, parecen guardar una inquietud. A veces, me parece ver sólo retórica. Naturalmente, a esas estrofas no intentaré señalarlas, para no recibir el zarpazo de una poetisa poco tolerante con la crítica.

Guadalupe Amor. Décimas a Dios (1953), 3ª ed. México, FCE, 2018.

domingo, 27 de enero de 2019

Implicaciones poéticas de la Revolución Mexicana


Javier Garciadiego ha reunido en este libro –y les ha dado contexto–, “crónicas, documentos, planes y testimonios” de la Revolución Mexicana. En estas páginas nos percatamos de que los protagonistas de este movimiento no se distinguieron por gustar de la poesía. Pero de la misma manera, los poetas de aquellos años no eran precisamente revolucionarios. Por el contrario, la gran mayoría elogió a Porfirio Díaz, luego vituperó a Francisco I. Madero, y finalmente halagó a Victoriano Huerta. Desde entonces se han escrito numerosos textos que intentan justificar y comprender esta situación, la cual no es nada ajena a nuestro tiempo. Los villistas y los zapatistas causaron una profunda aversión a los escritores modernistas, y, salvo excepciones, los movimientos populares no interesaron a los poetas contemporáneos. El libro de Garciadiego, útil síntesis de una década, apenas toca el tema, ni siquiera es su objetivo. No obstante, me gustaría unir ambos mundos, dos esferas que no se tocaron. Es que a veces se puede pensar en el papel de un género literario en su época. ¿Qué tan cercanamente toca su contexto la poesía, la cual tiene fama de escapismo social? Los siguientes apartados son los subtítulos del prólogo de Garciadiego. Sólo agrego anotaciones a cada uno de ellos.
          I. Crisis del Porfiriato. Diría primero que los poetas modernistas, los que pasaron su juventud en el Porfiriato, vivieron en la burbuja el privilegio, poco o nada se asomaron a la realidad mexicana. A veces, sus novelas o sus cuentos hacen referencia al mundo rural, aunque parece más bien un pretexto para evocar su lectura de Pepita Jiménez, de don Juan Valera, o para darle contexto a sus problemas existenciales. El extenso mundo de la Paz social del porfirismo, el cual abarcaba de la colonia Juárez a la calle de Plateros, les permitía soñar en la otra vida, en los versos alejandrinos, en las calles de París… El Porfiriato, asimismo, les había permitido creer en la eternidad, el futuro se veía amplio y prometedor. Las palabras de Díaz al periodista canadiense James Creelman en 1908, le dieron vida a la murmuración política, pero sobre todo, hicieron creer en la Sucesión Presidencial. El Ateneo de la Juventud, integrado por los jóvenes hijos de los privilegiados de su tiempo, tuvieron un pensamiento claro: si Díaz es expulsado por la vía electoral, tendrá que irse también su ministro Justo Sierra, y de qué otro sitio sino de entre nosotros habrá de salir el responsable de la vida cultural, de la educación (se decian los ateneístas a sí mismos). Para entonces, Sierra, que había sido un joven defensor del Positivismo, era ya uno de los aliados, el orador que en 1908 pronunció un discurso crítico sobre Gabino Barreda, el positivista por definición.
          II. Críticos, oposicionistas y precursores. Los “científicos” formaron la élite política del Porfiriato. Sin embargo, son la mitad de la ideología de entonces, ya que en el interior de su discurso y de sus instituciones se abrió paso como una angustia el tema del espiritualismo. No es de extrañar que eso ocurriera entre el hijo de uno de los “castigados” del régimen: el general Bernardo Reyes, cuya carrera fue obstaculizada por José Ives Limantour, ministro de Hacienda de Díaz. El Ateneo de la Juventud fue un movimiento heredero del Modernismo (los jóvenes ateneístas se unieron originalmente para defender la memoria de Manuel Gutiérrez Nájera), pero al mismo tiempo se trató de un grupo crítico de las actitudes bohemias de sus miembros. El Ateneo, entre 1906 y 1916, anduvo varios caminos poéticos: continuó el Modernismo (Rafael López, Manuel de la Parra), creó un nuevo Simbolismo de orden psicologista (el espíritu era representado por símbolos como en la obra de Enrique González Martínez), le dio madurez al poema en prosa (Julio Torri, Mariano Silva y Aceves), dio inicio a las vanguardias (Ángel Zárraga escribió los primeros poemas cubistas en México), inició el verso libre (con el poema “El descastado”, de Alfonso Reyes). Pero puede decirse que desde 1908, este grupo se dedicó a construir un pensamiento “helenista”, que, en ese entonces cumplía la función de integrar a México dentro del gran discurso de Occidente.
          III. De la oposición a la lucha armada. Ya en mayo de 1911 existían numerosos grupos revolucionarios operando en el país. En su recuento de época (“Pasado inmediato”), Alfonso Reyes pretende decir que en 1908, durante el extraño homenaje crítico a Gabino Barreda “amanecía la Revolución”. Como si ellos hubieran sido el grupo precursor. Y, sin embargo, no fue así. Los miembros del Ateneo vieron con gran recelo el verdadero amanecer de la Revolución. Prácticamente uno solo, José Vasconcelos, vio con emoción ese primer momento: fue el escritor que decidió dejar todo para buscar a Madero. Fallaron los pronósticos de larga vida al régimen, comenzaron a escucharse los nombres que llenaban de terror a los poetas (Zapata, Villa), y la tendencia poética que rigió la primera mitad de la década se dio a conocer con el libro Los senderos ocultos, de Enrique González Martínez, libro que requiere de una mínima sociología literaria: este libro que pregonaba “la emoción recordada en tranquilidad” (son palabras de Pedro Henríquez Ureña) fue escrito en los tiempos en que su autor era Secretario General de Gobierno en Sinaloa, durante la administración porfirista, y se dedicaba a verificar los sorteos para la leva, como se le llamaba al alistamiento forzoso al Ejército Federal. Los senderos ocultos es el libro que pondera al búho como el símbolo del ejercicio literario: el ave que mira la realidad en toda su profundidad. Si bien se le ha considerado evasionista, prefiero la interpretación de Henríquez Ureña, quien pensaba que la juventud lo tomó como su maestro en los años de la Revolución porque necesitaban una interpretación artística y trascendental de la vida, así como un deseo de interrogar al mundo, de ordenar y de construir: “El arte no es halago pasajero, destinado al olvido, sino esfuerzo que ayuda a la construcción espiritual del mundo.”
          IV. Los cambios iniciales. El único poeta de la Revolución no fue un mexicano, sino el peruano José Santos Chocano. Fue el único en recordar, con un poema, el primer aniversario del asesinato de Madero. De hecho, en una sesión espiritista efectuada a fines de 1912, una médium le dijo a él y al poeta yucateco, Antonio Mediz Bolio, que un espíritu le reveló que se tramaba una conspiración contra el presidente. Naturalmente, es muy complicado desentrañar las intrigas entre vivos y muertos. Pero es posible comprender que los espíritus y los actores políticos estaban expectantes. Sin embargo, el espiritismo de Madero no lo salvó de nada, nada le advirtió de la conspiración huertista. Y los poetas de entonces, en su gran mayoría, recibieron con alegría la caída de Madero (si no es que participaron editorialmente a favor de Huerta). En pago, el usurpador apoyó a los miembros de la comunidad universitaria para terminar con la ideología dominante del Porfiriato: fue entonces que se puede hablar de la muerte del Positivismo. El espiritualismo (la filosofía anti-materialista de moda en Francia) llegó a las aulas. Ante las puertas de Palacio Nacional murió acribillado el general Bernardo Reyes, el 9 de febrero de 1913; su hijo Alfonso escribió que si alguien deseaba entender su vida, tenía que saber qué pasó ese día. Pero yo diré algo qué pasó a unas calles de ahí, y que considero que explica no una vida sino una época: el poeta Enrique González Martínez se encontraba en su departamento de la calle de Bucareli escribiendo unos serventesios. Buscaba una rima, medía unos versos dedicados a la vida retirada y tranquila. De pronto, una bala atravesó el cuarto y se incrustó en la pared. Un balazo pasó por entre el espíritu de un poeta, pero no lo sacó de su convicción: el poeta debe de construir una obra con independencia de la realidad social. No era tan “independiente” esa ideología: en el fondo fue un pensamiento que escribía con la mano izquierda sus poemas y con la derecha escribía editoriales infamantes contra Madero.
          V. La lucha constitucionalista. Dice Garciadiego que el Huertismo fue una alianza, un bloque de fuerzas, por lo que no puede verse como un bloque monolítico. Es cierto: Félix Díaz, sobrino de don Porfirio, apoyó a (y luego fue traicionado por) Huerta. Sin embargo, hay que considerar que la llegada de Huerta al poder está relacionada con un fenómeno que se reflejaría más adelante en la poesía: el enfrentamiento de la provincia contra la capital. El Abate González de Mendoza escribió que desde la provincia se castigó a las ciudades ya que éstas no se rebelaron contra Huerta. Los levantamientos contra Huerta se vieron como una manifestación del campo. “La provincia es la patria”, una frase muy repetida entonces, cobra sentido. Los valores nacionales se encuentran en el campo, entre la gente que no aceptó a Huerta. Este enfrentamiento, continúa el Abate, explica el evasionismo de los poetas con respecto a su tiempo. Hacia mayo de 1914 ya se veía pronto a caer el régimen del usurpador, pero aún no se miraba nacer el género de la poesía de provincia. La llegada de los zapatistas y de los villistas a la capital en realidad causó más miedo que curiosidad. La poesía, de todas formas, no tuvo como tema a la Revolución en toda esta década. Habrían de pasar varios años hasta que un autor como Miguel N. Lira hiciera de este periodo un asunto poético. Rafael López, poeta del Ateneo, dio clases de Literatura en la Normal Superior a un grupo de poetas que hicieron, entre 1912 y 1914, la revista Nosotros: Gregorio López y Fuentes, Francisco González Guerrero y Rodrigo Torres Hernández. Este último abandonó la ciudad para unirse al zapatismo; sin embargo, su poesía tampoco tiene contenido siquiera social: por el contrario, sus poemas son cercanos a la poética de González Martínez.
          VI. El constitucionalismo versus los convencionismos. Tanto el zapatismo como el villismo se refugiaron en sus zonas de origen, en tanto que el carrancismo fue ampliando su representatividad social. No obstante, el paso de Villa y Zapata por la capital creó un sentimiento tan ambiguo como profundo: mientras que algunos intelectuales repudiaron la imagen de estos movimientos, otros se asombraron. Manuel Gómez Morin escribió en su libro 1915: “Descubrimos que existía México”. Quiere decir que hacia 1915 existía una crisis en la poesía. La poética simbolista del búho dejaba de funcionar: inspeccionar la realidad desde una relativa calma, desde un más adentro del ser, dejaba de ser funcional. Sin embargo, los poetas no tenían más recursos que jardines abandonados, fuentes profundas, estatuas griegas… Es decir, que buena parte del periodo que llamamos “Revolución mexicana” convivió con una poesía dedicada a la vida interior, a la plantear una trascendencia a través de la construcción de valores humanistas, griegos, de cierta nostalgia por el preciosismo artístico. Era la libertad negativa de que hablaba Isaiah Berlin: aunque todo esté en mi contra, aunque el mundo se me oponga, yo me afirmo en mi ideal. Pero quisiera decir algo al respecto: no pretendo juzgar esta decisión literaria. Por el contrario, pienso que era una poética justa y quizá hasta deseable. Salvar el arte. Véase el libro Eros y civilización, de Herbert Marcuse, más elocuente en este sentido que lo que yo pueda ser.
          VII. Virtudes y límites del carrancismo. Puede decirse que Ramón López Velarde fue el poeta del carrancismo, el periodo presidencial de 1917 a 1920. Héctor Pérez Martínez llamó “Provincianismo” a la poesía que describía literariamente la provincia mexicana. Al “más mexicano de los poetas” le haré unos apuntes rápidos: que quizá el contenido sea mexicano (experiencias personales, apuntes de Jerez, Zacatecas), pero su forma pertenece a la poesía belga y a la francesa, no es de aspiración nacional y hasta es un enfrentamiento al nacionalismo pues se trata de una poesía de lo local. López Velarde fue el autor más notorio de este aspecto del Modernismo pero hay más: Francisco González León, Alfredo R. Placencia, Alfredo Ortiz Vidales, entre otros. Hay una ideología que recorre esta escuela poética: la superioridad moral y estética de la provincia. Pero López Velarde era ese discurso y era más. Por su forma y por su estilo hablaba la nueva poesía. Había algo de la novedosa adjetivación de Jules Laforgue, una profundidad personal que ha ilustrado grandes ideas de “lo mexicano”, versos inolvidables que más que repetir una poética anterior es una creación y un descubrimiento. El Ateneo de la Juventud no pudo ver hacia dentro de esta forma de escribir. Salvo una prudente admiración de González Martínez o un breve periodo de Rafael López, la manera de escribir del zacatecano fue algo ajeno, incomprensible para la élite literaria de la Revolución.

Javier Garciadiego (estudio introductorio, selección y notas). La Revolución Mexicana. Crónicas, documentos, planes y testimonios. México, UNAM, 2012. (BEU, 138)

domingo, 20 de enero de 2019

La Burla! (octubre de 1860 – marzo de 1861)



Nada tan efímero, local e incomprensible como el humor. ¿Quieres ver algo detestable? Investiga de qué ríen los del pueblo de junto. No verás nada tan tedioso como el cine humorístico de otros tiempos y de otros países. Te tendrán que explicar que esa palabra, en ese contexto, es chistosísima. Y que aquella reacción ante ese otro gesto es inesperada. Y en este pasaje, el chiste estaba en que esa palabra en ese idioma tiene dos acepciones, y si la tomas en esa acepción, las personas se sonrojan y se incomodan. Pero, ¿y Marcial y Tin Tan?, ¿Chaplin y Chesterton?, ¿Cantinflas y Rabelais? Ése es el gran misterio del humor, el que trasciende, el que le habla a otras geografías. Aristófanes, si se monta en otros siglos sigue siendo tan impertinente como lo era cuando lo presenciaban los griegos. La Burla es una publicación periódica de Yucatán publicada en los últimos meses de 1860 y los primeros de 1861. Los chistes, las parodias, las novelas cómicas, las sátiras, pasan ante mis ojos sin causar ni una sola risa, pero en cambio pienso en el infierno que debió de haber sido Mérida en los tiempos en que esta revista hacía reír o pretendía hacerlo entre los lectores de los portales de la ciudad. Todo es bueno para despertar suspicacias políticas, y hasta esta revista debió de servir para ello, ya que los redactores de La Burla cobraban en el gobierno de Lorenzo Vargas, quien tomó posesión en noviembre de 1860 luego de derrocar al anterior gobernador, Agustín Acereto. El contexto es mucho más interesante pues Acereto mantenía una guerra contra la insurrección indígena en su Estado. Benito Juárez incluso mandó investigar el tema del tráfico de esclavos en la península, tema que ocupa aparentemente a esta publicación. Más que para reír, este tipo de publicaciones son exhumadas para comprender otras etapas, personas que se parecen a nosotros pero que, en el fondo, son extrañas y casi incomprensibles. Aunque para realizar esa investigación habría que saber antes si realmente los yucatecos se divertían con esta revista. Nada menos gracioso que un grupo de redactores diciendo en cada párrafo: “Qué chistosos somos, vamos a divertir a todos con nuestros chistes, paparruchas y retozos” (pues esos términos utilizaban). A punto de terminar el menos ocurrente de mis textos, hurgo en las páginas de La Burla y encuentro un poema insólito: “La legaña”, que relata la atracción de un moscón por una legaña que vive en medio del ojo de un tuerto. No es chistoso, no es agradable, no es ilustrativo de nada, pero por alguna razón pensaba que se trata del único texto memorable de estas páginas: “En medio al ojo de un tuerto / que humor ceniciento baña, / nada una enorme legaña / de indefinido color. / Y todos los que la miran / (que no es muy gracioso el chasco) / llenos de horror y de asco / exclaman al punto ¡fo!”. El moscón, que originalmente había despreciado a la legaña, luego del desengaño que le causan las mariposas a las que pretende, vuelve a buscarla. La legaña se dirige a su amado: “Ven a mí, yo te perdono, / que te veo arrepentido, / pues moscón, amor querido / tan sólo, fiel ambiciono. // Supongo que esta lección / te servirá de escarmiento: / dijo, y voló al momento, / hacia ella el fiero moscón. // Y tan recio acometió / y se dio tan buena maña, / que en un tris la legaña / su hambre vorace sació.” El autor que tuvo la peculiar inspiración para este poema disolvió su nombre prudentemente detrás del seudónimo “Jota Equis”.

La Burla! Octubre de 1860 – Marzo de 1861, presentación de Felipe Escalante Tió. Mérida, Gobierno del Estado de Yucatán. Secretaría de la Cultura y las Artes. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2014. (Col. Revistas Literarias Yucatecas)

domingo, 6 de enero de 2019

Toda la sangre, de Bernardo Esquinca



Para hacer un balance de esta novela, quise poner de un lado los aciertos y en el otro, las deficiencias. Al final, tuve que mezclarlos, pues finalmente pienso que no es prudente descuartizar la novela y comentarla de ese modo. Aun cuando su tema sea precisamente el de un descuartizador. En algunos lugares significativos de la Ciudad de México comienzan a aparecer corazones humanos, los cuales han sido depositados ahí por un misterioso asesino: un “asesino ritual”. La idea es buena, y también lo es la premisa fundamental: la Ciudad de México ha vomitado a lo largo de su historia dioses antiguos, los cuales en otros tiempos han renovado el fervor religioso. En 1790, en la calle del Empedradillo se descubrieron dos antiguas esculturas, las que hoy conocemos como la Coatlicue y la Piedra del Sol, las cuales fueron descritas por el científico Antonio de León y Gama en un libro de 1792. Ambas fueron colocadas en el Arzobispado de la calle de Moneda, hasta que se descubrió que, de forma secreta, se le comenzó a rendir culto: entonces, volvieron a enterrarse los dos objetos. El culto que se pensaba muerto desde hacía siglos, se manifestaba de manera anónima. El padre Benito María de Moxó, en un libro que publicó en Génova, en 1839, Cartas mexicanas, recuerda que a su paso por México, se enteró de que la policía novohispana detuvo por entonces a devotos que seguían practicando esa religión aun a principios del siglo XIX. Por esa razón, es atractiva la escena con que inicia esta novela: el momento en que las autoridades novohispanas volvieron a desenterrar ambas esculturas para que las pudiera contemplar el barón de Humboldt a su paso por la capital. El 2 de octubre de 2006 se descubrió otro monolito, el de la diosa Tlaltecuhtli, la insaciable deidad a la que se le dedicaron sacrificios humanos en otros tiempos. ¿Y si despertara un fervor parecido al que apareció a finales del siglo XVIII? Desafortunadamente, hay algunos hilos previsibles: la identidad del “asesino ritual” es identificable desde la página en que aparece, el conocimiento de “curiosidades” de la Ciudad de México son casi de cultura general, y el tratamiento de la historia es muy fácil de encontrar en dos novelas: Desde el infierno, de Alan Moore, y El código Da Vinci, de Dan Brown. El estilo del autor es efectivo, la novela sabe ser intensa, pero por alguna razón falta “misterio”. ¿Cómo lograr que esta ciudad sea misteriosa? Yo pensaría en mostrar elementos menos conocidos, las piezas arqueológicas que nos miran impasiblemente sin revelarnos nada, la secreta transmisión de conocimientos desde tiempos antiguos. Finalmente, el “asesino ritual” es un personaje que parece venir de fuera de ese mundo, un arqueólogo que descubre la fascinación de la antigüedad. Pienso que la maquinaria del mundo concebida por los mexicas se pierde al ser contada a través de la estructura del best-seller. Como aficionado al tema, espero conocer los demás resultados narrativos de este autor.

Bernardo Esquinca. Toda la sangre. México, Almadía, 2017.