Javier Garciadiego ha reunido en este libro –y les ha dado contexto–, “crónicas, documentos, planes y testimonios” de la Revolución Mexicana. En estas páginas nos percatamos de que los protagonistas de este movimiento no se distinguieron por gustar de la poesía. Pero de la misma manera, los poetas de aquellos años no eran precisamente revolucionarios. Por el contrario, la gran mayoría elogió a Porfirio Díaz, luego vituperó a Francisco I. Madero, y finalmente halagó a Victoriano Huerta. Desde entonces se han escrito numerosos textos que intentan justificar y comprender esta situación, la cual no es nada ajena a nuestro tiempo. Los villistas y los zapatistas causaron una profunda aversión a los escritores modernistas, y, salvo excepciones, los movimientos populares no interesaron a los poetas contemporáneos. El libro de Garciadiego, útil síntesis de una década, apenas toca el tema, ni siquiera es su objetivo. No obstante, me gustaría unir ambos mundos, dos esferas que no se tocaron. Es que a veces se puede pensar en el papel de un género literario en su época. ¿Qué tan cercanamente toca su contexto la poesía, la cual tiene fama de escapismo social? Los siguientes apartados son los subtítulos del prólogo de Garciadiego. Sólo agrego anotaciones a cada uno de ellos.
I. Crisis del Porfiriato. Diría primero que los poetas modernistas, los que pasaron su juventud en el Porfiriato, vivieron en la burbuja el privilegio, poco o nada se asomaron a la realidad mexicana. A veces, sus novelas o sus cuentos hacen referencia al mundo rural, aunque parece más bien un pretexto para evocar su lectura de Pepita Jiménez, de don Juan Valera, o para darle contexto a sus problemas existenciales. El extenso mundo de la Paz social del porfirismo, el cual abarcaba de la colonia Juárez a la calle de Plateros, les permitía soñar en la otra vida, en los versos alejandrinos, en las calles de París… El Porfiriato, asimismo, les había permitido creer en la eternidad, el futuro se veía amplio y prometedor. Las palabras de Díaz al periodista canadiense James Creelman en 1908, le dieron vida a la murmuración política, pero sobre todo, hicieron creer en la Sucesión Presidencial. El Ateneo de la Juventud, integrado por los jóvenes hijos de los privilegiados de su tiempo, tuvieron un pensamiento claro: si Díaz es expulsado por la vía electoral, tendrá que irse también su ministro Justo Sierra, y de qué otro sitio sino de entre nosotros habrá de salir el responsable de la vida cultural, de la educación (se decian los ateneístas a sí mismos). Para entonces, Sierra, que había sido un joven defensor del Positivismo, era ya uno de los aliados, el orador que en 1908 pronunció un discurso crítico sobre Gabino Barreda, el positivista por definición.
II. Críticos, oposicionistas y precursores. Los “científicos” formaron la élite política del Porfiriato. Sin embargo, son la mitad de la ideología de entonces, ya que en el interior de su discurso y de sus instituciones se abrió paso como una angustia el tema del espiritualismo. No es de extrañar que eso ocurriera entre el hijo de uno de los “castigados” del régimen: el general Bernardo Reyes, cuya carrera fue obstaculizada por José Ives Limantour, ministro de Hacienda de Díaz. El Ateneo de la Juventud fue un movimiento heredero del Modernismo (los jóvenes ateneístas se unieron originalmente para defender la memoria de Manuel Gutiérrez Nájera), pero al mismo tiempo se trató de un grupo crítico de las actitudes bohemias de sus miembros. El Ateneo, entre 1906 y 1916, anduvo varios caminos poéticos: continuó el Modernismo (Rafael López, Manuel de la Parra), creó un nuevo Simbolismo de orden psicologista (el espíritu era representado por símbolos como en la obra de Enrique González Martínez), le dio madurez al poema en prosa (Julio Torri, Mariano Silva y Aceves), dio inicio a las vanguardias (Ángel Zárraga escribió los primeros poemas cubistas en México), inició el verso libre (con el poema “El descastado”, de Alfonso Reyes). Pero puede decirse que desde 1908, este grupo se dedicó a construir un pensamiento “helenista”, que, en ese entonces cumplía la función de integrar a México dentro del gran discurso de Occidente.
III. De la oposición a la lucha armada. Ya en mayo de 1911 existían numerosos grupos revolucionarios operando en el país. En su recuento de época (“Pasado inmediato”), Alfonso Reyes pretende decir que en 1908, durante el extraño homenaje crítico a Gabino Barreda “amanecía la Revolución”. Como si ellos hubieran sido el grupo precursor. Y, sin embargo, no fue así. Los miembros del Ateneo vieron con gran recelo el verdadero amanecer de la Revolución. Prácticamente uno solo, José Vasconcelos, vio con emoción ese primer momento: fue el escritor que decidió dejar todo para buscar a Madero. Fallaron los pronósticos de larga vida al régimen, comenzaron a escucharse los nombres que llenaban de terror a los poetas (Zapata, Villa), y la tendencia poética que rigió la primera mitad de la década se dio a conocer con el libro Los senderos ocultos, de Enrique González Martínez, libro que requiere de una mínima sociología literaria: este libro que pregonaba “la emoción recordada en tranquilidad” (son palabras de Pedro Henríquez Ureña) fue escrito en los tiempos en que su autor era Secretario General de Gobierno en Sinaloa, durante la administración porfirista, y se dedicaba a verificar los sorteos para la leva, como se le llamaba al alistamiento forzoso al Ejército Federal. Los senderos ocultos es el libro que pondera al búho como el símbolo del ejercicio literario: el ave que mira la realidad en toda su profundidad. Si bien se le ha considerado evasionista, prefiero la interpretación de Henríquez Ureña, quien pensaba que la juventud lo tomó como su maestro en los años de la Revolución porque necesitaban una interpretación artística y trascendental de la vida, así como un deseo de interrogar al mundo, de ordenar y de construir: “El arte no es halago pasajero, destinado al olvido, sino esfuerzo que ayuda a la construcción espiritual del mundo.”
IV. Los cambios iniciales. El único poeta de la Revolución no fue un mexicano, sino el peruano José Santos Chocano. Fue el único en recordar, con un poema, el primer aniversario del asesinato de Madero. De hecho, en una sesión espiritista efectuada a fines de 1912, una médium le dijo a él y al poeta yucateco, Antonio Mediz Bolio, que un espíritu le reveló que se tramaba una conspiración contra el presidente. Naturalmente, es muy complicado desentrañar las intrigas entre vivos y muertos. Pero es posible comprender que los espíritus y los actores políticos estaban expectantes. Sin embargo, el espiritismo de Madero no lo salvó de nada, nada le advirtió de la conspiración huertista. Y los poetas de entonces, en su gran mayoría, recibieron con alegría la caída de Madero (si no es que participaron editorialmente a favor de Huerta). En pago, el usurpador apoyó a los miembros de la comunidad universitaria para terminar con la ideología dominante del Porfiriato: fue entonces que se puede hablar de la muerte del Positivismo. El espiritualismo (la filosofía anti-materialista de moda en Francia) llegó a las aulas. Ante las puertas de Palacio Nacional murió acribillado el general Bernardo Reyes, el 9 de febrero de 1913; su hijo Alfonso escribió que si alguien deseaba entender su vida, tenía que saber qué pasó ese día. Pero yo diré algo qué pasó a unas calles de ahí, y que considero que explica no una vida sino una época: el poeta Enrique González Martínez se encontraba en su departamento de la calle de Bucareli escribiendo unos serventesios. Buscaba una rima, medía unos versos dedicados a la vida retirada y tranquila. De pronto, una bala atravesó el cuarto y se incrustó en la pared. Un balazo pasó por entre el espíritu de un poeta, pero no lo sacó de su convicción: el poeta debe de construir una obra con independencia de la realidad social. No era tan “independiente” esa ideología: en el fondo fue un pensamiento que escribía con la mano izquierda sus poemas y con la derecha escribía editoriales infamantes contra Madero.
V. La lucha constitucionalista. Dice Garciadiego que el Huertismo fue una alianza, un bloque de fuerzas, por lo que no puede verse como un bloque monolítico. Es cierto: Félix Díaz, sobrino de don Porfirio, apoyó a (y luego fue traicionado por) Huerta. Sin embargo, hay que considerar que la llegada de Huerta al poder está relacionada con un fenómeno que se reflejaría más adelante en la poesía: el enfrentamiento de la provincia contra la capital. El Abate González de Mendoza escribió que desde la provincia se castigó a las ciudades ya que éstas no se rebelaron contra Huerta. Los levantamientos contra Huerta se vieron como una manifestación del campo. “La provincia es la patria”, una frase muy repetida entonces, cobra sentido. Los valores nacionales se encuentran en el campo, entre la gente que no aceptó a Huerta. Este enfrentamiento, continúa el Abate, explica el evasionismo de los poetas con respecto a su tiempo. Hacia mayo de 1914 ya se veía pronto a caer el régimen del usurpador, pero aún no se miraba nacer el género de la poesía de provincia. La llegada de los zapatistas y de los villistas a la capital en realidad causó más miedo que curiosidad. La poesía, de todas formas, no tuvo como tema a la Revolución en toda esta década. Habrían de pasar varios años hasta que un autor como Miguel N. Lira hiciera de este periodo un asunto poético. Rafael López, poeta del Ateneo, dio clases de Literatura en la Normal Superior a un grupo de poetas que hicieron, entre 1912 y 1914, la revista Nosotros: Gregorio López y Fuentes, Francisco González Guerrero y Rodrigo Torres Hernández. Este último abandonó la ciudad para unirse al zapatismo; sin embargo, su poesía tampoco tiene contenido siquiera social: por el contrario, sus poemas son cercanos a la poética de González Martínez.
VI. El constitucionalismo versus los convencionismos. Tanto el zapatismo como el villismo se refugiaron en sus zonas de origen, en tanto que el carrancismo fue ampliando su representatividad social. No obstante, el paso de Villa y Zapata por la capital creó un sentimiento tan ambiguo como profundo: mientras que algunos intelectuales repudiaron la imagen de estos movimientos, otros se asombraron. Manuel Gómez Morin escribió en su libro 1915: “Descubrimos que existía México”. Quiere decir que hacia 1915 existía una crisis en la poesía. La poética simbolista del búho dejaba de funcionar: inspeccionar la realidad desde una relativa calma, desde un más adentro del ser, dejaba de ser funcional. Sin embargo, los poetas no tenían más recursos que jardines abandonados, fuentes profundas, estatuas griegas… Es decir, que buena parte del periodo que llamamos “Revolución mexicana” convivió con una poesía dedicada a la vida interior, a la plantear una trascendencia a través de la construcción de valores humanistas, griegos, de cierta nostalgia por el preciosismo artístico. Era la libertad negativa de que hablaba Isaiah Berlin: aunque todo esté en mi contra, aunque el mundo se me oponga, yo me afirmo en mi ideal. Pero quisiera decir algo al respecto: no pretendo juzgar esta decisión literaria. Por el contrario, pienso que era una poética justa y quizá hasta deseable. Salvar el arte. Véase el libro Eros y civilización, de Herbert Marcuse, más elocuente en este sentido que lo que yo pueda ser.
VII. Virtudes y límites del carrancismo. Puede decirse que Ramón López Velarde fue el poeta del carrancismo, el periodo presidencial de 1917 a 1920. Héctor Pérez Martínez llamó “Provincianismo” a la poesía que describía literariamente la provincia mexicana. Al “más mexicano de los poetas” le haré unos apuntes rápidos: que quizá el contenido sea mexicano (experiencias personales, apuntes de Jerez, Zacatecas), pero su forma pertenece a la poesía belga y a la francesa, no es de aspiración nacional y hasta es un enfrentamiento al nacionalismo pues se trata de una poesía de lo local. López Velarde fue el autor más notorio de este aspecto del Modernismo pero hay más: Francisco González León, Alfredo R. Placencia, Alfredo Ortiz Vidales, entre otros. Hay una ideología que recorre esta escuela poética: la superioridad moral y estética de la provincia. Pero López Velarde era ese discurso y era más. Por su forma y por su estilo hablaba la nueva poesía. Había algo de la novedosa adjetivación de Jules Laforgue, una profundidad personal que ha ilustrado grandes ideas de “lo mexicano”, versos inolvidables que más que repetir una poética anterior es una creación y un descubrimiento. El Ateneo de la Juventud no pudo ver hacia dentro de esta forma de escribir. Salvo una prudente admiración de González Martínez o un breve periodo de Rafael López, la manera de escribir del zacatecano fue algo ajeno, incomprensible para la élite literaria de la Revolución.
Javier Garciadiego (estudio introductorio, selección y notas). La Revolución Mexicana. Crónicas, documentos, planes y testimonios. México, UNAM, 2012. (BEU, 138)