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sábado, 4 de diciembre de 2021

Manuel Rodríguez Lozano



El MUNAL reúne en una magnifica exposición la obra de Manuel Rodríguez Lozano. Antes, sólo dos veces, en 1971 y 1998, se había realizado esta empresa. No es una obra abundante, o quizá es que mucho se perdió en el peligroso camino que conduce del pasado al presente. Gracias a esta muestra, aquel que la visite podrá hacerse un juicio muy preciso y abarcador de sus casi cuatro décadas de creación pictórica. Son cuadros, ciertamente, reacios a conversar. Se les saluda, no devuelven el saludo. Sus mujeres están de espaldas. O están desnudas frente a uno, pero con una infranqueable decisión de no hablar que intimida. Sus calles están vacías y no se puede interrogar más que al silencio. Sus mujeres y sus hombres ya están bastante ocupados en sufrir, en derrumbarse o en morir. En el magnífico catálogo que hoy presentamos estamos convocados a interrogarlo (además de mí) Jaime Moreno Villarreal, Berta Taracena, Patricia M. Artundo y Arturo López Rodríguez. El resultado es un diálogo arduo, en el cual no participa mucho el pintor. Le gusta callar, volverse un mito, resurgir de sus cenizas, volar como Ícaro, ir al cielo como Prometeo, descender al infierno como Orfeo, darle vida a sus creaciones como Pigmalión, subir al cielo a sus amantes como Zeus y repartir la manzana de la belleza como si fuera la Discordia. Le gustaba ser amado sin esperanza. Y le gustaba considerarse la esperanza. Quizás le hubiera gustado ser el lago en el que naufragó Narciso. Él mismo gozaba con ser, con existir, con ser la tentación. Descubría el amor en unos muchachos a los que luego envidiaba. No sé si entonces su cariño se volvió destructivo. Como sea, se le pasó un poco la mano con Nahui Ollin. Bueno, también con Antonieta Rivas Mercado. Ah, y naturalmente con Abraham Ángel. Nadie es intacto al tiempo y Rodríguez Lozano se ha diluido en él: hemos conjurado la tentación y estamos aquí esta noche para ser sometidos, si es el caso, por sólo sus atractivos estéticos.

 

Al principio, no me di cuenta de que el tema de Manuel Rodríguez Lozano era el paulatino sumergirse en la tragedia. De la alegría parisina y de las deformaciones del paisaje que juega, pasó a la intensidad de los colores. Una mirada intensa y sobrenatural iluminó su pintura cuando llegó a México. Con una educación visual graduada en Europa, intentó mirar lo mexicano. No se quitó los lentes que lo enseñaron a mirar. Y se dispuso a encontrar lo mexicano. No sé qué sea eso. Ni me lo pregunto, ya que no creo en una existencia más allá de lo pragmático. Pero entiendo las búsquedas que llevan a creaciones nuevas. Cuando la “búsqueda” teórica no es más que creación artística. Y entonces, la obra se despoja de su capullo teórico y sale, libre, volando, desplegando bellamente sus posibilidades múltiples, esplendentes. Esta es una metáfora fallida puesto que las obras de arte nunca se liberan del capullo que las produjo, así que lo llevan cargando, arrastrando, a cuestas, o como mejor se las puedan arreglar. Todo depende de las fuerzas de la belleza. En un momento, la obra de Rodríguez Lozano se hizo fuerte, se llenó de luz, y aunque provenía del intento de hallar lo nacional, desembocó en una búsqueda personal, profundamente enigmática. No sabría qué camino tomar; no sé si caminar por el lado de la fuerte personalidad de este pintor, o proseguir por la búsqueda ideológica de lo nacional. Y me temo que él mismo no lo supo tampoco. Pienso que se encontraba igualmente perplejo. Quién sabe si decidió luchar contra sus demonios interiores. O contra los exteriores. Los exteriores se llamaron Diego Rivera, Nahui Ollin, David Alfaro Siqueiros... Para los interiores no tengo nombre. Dentro de su espíritu hay estatuas intocadas, hechas de experiencias desconocidas. Ahí dentro está la respuesta a su obra. De pronto, uno quiere entrar al espíritu del pintor. Y como grandes esfinges, están sus mujeres, los hombres monumentales de sus cuadros, los cadáveres frescos de sus pinturas. Enmudecidos. Allá van contra ellos a estrellarse nuestras preguntas. No podemos pasar. Y dentro se oye el ruido hueco de un amplio espacio, de una enorme personalidad intransitada. Las preguntas psicoanalíticas, me temo, no añaden nada. Si le preguntamos a estos cuadros: "¿Cuál es el mensaje que representas?", ellos responden: "¿Qué es lo que quieres ver tú?", haciendo que la pregunta se hunda profundamente en nuestro vientre, quedando clavados como pequeños escarabajos en la mesa del taxonomista. Nada dice más de nosotros mismos que nuestras preguntas.

 

Por eso no le quiero preguntar nada. Quiero saber cuáles fueron sus preguntas. ¿Sabemos qué se preguntaba Rodríguez Lozano? ¿Contra qué peleaba? A veces, el arte es una especie de fuerza contra un enemigo desconocido. Al entrar a la exposición "Pensamiento y pintura, 1922-1958",  uno es recibido por los enormes personajes casi de granito que representan una etapa de su creación, fechada alrededor de los años 30. De pronto, hay algo que no había visto. Una especie de concepción del cuerpo que proviene de muy lejos, unos cuerpos en soledad, en un paisaje vacío, un lienzo lleno de cuerpo, de presencia. Una especie de ciudad vacía, la personalidad del autor, resguardada por estos cuerpos helénicos, casi como esculturas antiguas. Una especie de viaje interior entre lo mexicano y lo que viene de lejos, en la tradición. Algo que no es de aquí, pero que curiosamente acaba aquí. Lo que está aquí, frente a nosotros, viene de muy lejos. No es nada más lo que halló aquí el pintor. De pronto nos visitan unas presencias que parecen provenir de Grecia, de una Grecia personal y desolada. No es nada más Chirico y sus estatuas mudas y muertas. Hay cierta respiración en los cuerpos de Rodríguez Lozano. Quizás no hay vida erótica, sensual, pero hay carne, volumen. De pronto, se deposita en su obra la influencia de Gauguin. Y es como si lo "nuestro" se viera de pronto desde fuera. De pronto, lo mexicano es algo exótico. Y eso sólo es posible porque se trata en buena medida de una invención. Hay cuadros en donde no es utilizada la perspectiva. Así ve Dios. O así es visto Dios. La distancia ha quedado abolida, pues una especie de gracia se derrama por la mirada. Hay mucho de esto en Rodríguez Lozano, porque se decidió a estudiar los exvotos. La pintura religiosa popular, que agradece a Dios y a los santos por las gracias recibidas, por los milagros convocados por la plegaria; en ella, el hombre está seguro de que sus palabras han sido escuchadas y atendidas. Todo es sorpresa, el milagro, el agradecimiento, el exvoto es sorpresivo... y hasta la mirada del pintor que acomoda los hechos para convertirlos en agradecimiento visual.

 

Hasta cierto punto, ¿saben?, pues la luz, a partir de cierto momento, comienza a retirarse, jala sus redes como lo hacen los pescadores. Ese sentimiento de compañía se retira, y el cuadro refleja primero: un insondable paisaje vacío. Y luego: nada. En 1941, el pintor es apresado por asumir la responsabilidad luego de que unos grabados de Durero fueran robados de la Escuela de Artes Plásticas de la UNAM, mientras él era su director. Entonces pinta un mural, La Piedad en el desierto, que estuvo en Lecumberri, donde nadie la podía mirar. Porque la piedad se da en medio de la nada, a un sitio en donde nadie puede acceder con su vista. El pintor representa su tragedia, desfalleciente en el desierto, amparado por una mujer, en medio de colores ocres, ya que algo que antes estaba en su pintura ha dejado de estar para siempre. De ahí que lo humano se haya quedado solo. De pronto el mundo adquiere distancia, profundidad: dramatismo. De pronto el tiempo es narrado en el mundo de Rodríguez Lozano. Decía que hay una paulatina tragedia: un cuerpo verde tirado en medio de la noche, mientras el cainita asesino lo contempla, un crimen atestiguado por unas mujeres lúgubres, en rebozo. Las mujeres lloran en otros cuadros. Y en otros, sólo los rebozos que cubren sus rostros, colgando hasta el piso, hablan de la desolación. La tragedia en el desierto: una mujer asesinada en medio de la arena, en primer plano sólo tres mujeres sin rostro miran la masacre. De ahí que la revista Proceso haya tomado este cuadro de 1940 para representar los feminicidios de ciudad Juárez. Hay una voluntad de su obra de convertirse en símbolo, de fundir su propia tragedia en la tragedia del mundo. La tragedia nos hace empáticos. Aquí, en este recinto, en el mural El holocausto de 1945 se funde el dolor personal con el del hombre, un hombre que yace sobre su propia espalda, un despojo, un vientre desgarrado, una espalda descoyuntada, y unas mujeres llorando a gritos, con movimientos desesperados. Bueno, no precisamente movimientos en movimiento, sino movimientos detenidos a mitad del dolor. Ya antes, Francisco Sergio Iturbe le había pedido una serie de retratos cuando su madre, Hélène Idaroff, murió, en 1932. Esta serie que representa muerta a santa Ana, la madre de la Virgen, es para muchos una autobiografía encriptada. Una respuesta a una pregunta que no podemos formular. Si pudiéramos formular correctamente la pregunta, podríamos abrir la puerta de esta cárcel y los pájaros de los significados saldrían volando.

 

Qué empeño de este pintor en no decirnos nada. Persevera y persevera en no comunicarnos todo. Quizá no tenía mucho que decirnos. Como la estatua del poema de Villaurrutia, la cual perseguimos por las calles del sueño y sólo alcanzamos el eco. Y perseguimos el eco y sólo lo escuchamos decir: "estoy muerta de sueño". Quizás, no lo había pensado antes, los cuadros de Rodríguez Lozano hablan desde dentro de un sueño. Por eso se desvanecen, sus figuras corren hacia la disolución, o quizás hacia la desilusión. Ya que sus sueños también se esfuman. Las explicaciones también se esfuman. O por lo menos se esconden detrás de las figuras de sus cuadros. Ahora estamos en un edificio en el que trabajó Rodríguez Lozano, en el que dejó una muestra de su trabajo. De alguna manera es como si estuviéramos dentro de él. De pronto, nosotros somos su creaciones, nos modela con su pintura. Estamos en su espacio. Contemplamos atentamente sus figuras, y somos de pronto también figuras suyas. Miramos sin hablar. Lo miramos. Sus figuras nos miran. ¿Será que somos un misterio para ellas? Quieren saber si hemos encontrado algo en ellas. Si su silencio nos dice algo. Durante la experiencia estética se interrumpe la clásica separación de los tiempos. El arte también nos examina. De pronto, hay cierta perplejidad en estas figuras de Rodríguez Lozano. Como si quisieran saber de nosotros algo que a ellas les atañe. Es posible. De pronto, tenemos en nosotros cierta respuesta. En esta incomunicación que es la experiencia estética, el arte se queda con la peor parte, ya que no puede acceder a las respuestas que le pertenecen. Nosotros deberíamos tener la respuesta que el arte necesita. Es que no nos habíamos dado cuenta que el arte es la pregunta y nosotros, la respuesta. Bueno, una respuesta que ignora si tendrá fuerzas para responder cualquier cosa.

(2011)

jueves, 11 de noviembre de 2021

Dostoyevski


“¿Has terminado de leer este periodo de la obra de Dostoyevski, el primer tomo de sus obras completas?, ¿y pasarás la página de la vida así como así?, ¿sin dedicarle aunque sea unas palabras a la sencillez perdida?” ¿Agregar mi nada a los mares de comentaristas?, me respondí. Está bien, lo haré porque antes no sabía las cosas que sólo en estas páginas se aprenden. Por ejemplo, que la bondad es sólo una de las formas de la ignorancia. Que amar consiste en dejarse destruir por el objeto de la pasión. Antes tenía una idea más bien reducida del ser humano. Es fácil, por eso, saber quién no ha recibido la dura lección de estas novelas. Ni siquiera el sufrimiento ni las experiencias amargas de la vida dan estas lecciones. Porque un espíritu mediocre no crece con el dolor ni con la experiencia. ¡Por el contrario!, la experiencia tiene como fin enseñar que todo es igual, que todo, hasta el dolor y la felicidad, se repite sin sentido. Más bien, el ser humano, ante la desgracia, prefiere contenerse, aferrarse a los límites conocidos de su espíritu. Cuánta seguridad hay en la idea de que el bien y el mal están separados por un firme muro, pero al concebir un espíritu más amplio, al arriesgarse a ir más allá, se ve que esas fronteras son más bien pequeñas y engañosas, puntos de referencia que se pierden totalmente al pisar lo desconocido. Una vez que se derrumban esos muros más bien molestos e inútiles para conocer el corazón del hombre, queda al descubierto una forma de ser que se desborda. Los personajes de Dostoyevski se arriesgan a conocer el extremo de la existencia. La gente normal se espanta y los llaman locos. Pero, ¿no es acaso una forma de defender el pequeño terreno de la seguridad y la ignorancia ante la vida? Sólo en estas novelas son posibles las escenas en donde el odio, la ironía y el amor forman un solo sentimiento indistinguible. Esos momentos en donde ignoramos si el personaje siente amor o una obsesión de matar. En un sólo individuo cabe todo el registro de emociones del ser humano. Es algo que olvidamos generalmente, porque a lo largo de la vida no estamos dispuestos a alejarnos de una idea conocida que tenemos de nosotros mismos. No estamos dispuestos a desconocernos, ni aunque esa sea la forma más segura del autoconocimiento. Pensemos, por ejemplo, en la pregunta que se hacen con frecuencia los personajes de Humillados y ofendidos: ¿La felicidad consiste en lograrla para uno mismo o para el ser al que amamos? Porque es muy probable que para hacer feliz al ser que amamos, tengamos que renunciar a él. Con toda seguridad, tenemos que entregarlo a otra persona. Entonces, mejor retrasar ese momento. Mientras tanto, preferimos sufrir sabiendo que tarde o temprano tendremos que sacrificarnos por la felicidad del otro, que en el fondo es la nuestra. Por eso, de manera contraria a la novela de folletín, no esperamos lo que va a pasar, sino que queremos saber cuánto tiempo más esperarán estos personajes antes de quebrarse interiormente. Prefieren compartir el sufrimiento mientras tanto, mientras la felicidad se decide a llegar o a marcharse definitivamente. Así, hasta que el sufrimiento destroce al personaje más débil. De todas las escenas de estas novelas, me ha quedado revoloteando una, la final de Humillados y ofendidos. Se ve ahí que el dolor no ha consistido en pasar por todos los sufrimientos, sino en darse cuenta, al final, que el amor y la felicidad eran posibles. Los enamorados condenados a separarse para siempre se miran y se dicen sin hablarse: “Hubiéramos podido vivir siempre felices juntos”. Ignoro el efecto de estas palabras en ruso, pero en español son devastadoras. Cuando veo otras ediciones de esta novela, inmediatamente reviso cómo están traducidas, y veo que ninguna versión tiene la fuerza que le dio Rafael Cansinos Assens, el encargado de esta edición. Es decir, el autor argentino que no sólo tradujo todo Dostoyevski del ruso, sino Las mil y una noches del árabe y todo Balzac del francés. Decía que todo el espectro del ser humano está presente en estas páginas. Así que no sólo está la tragedia sino la farsa –aunque debo decir que muchas veces se muestran indisolubles. Y uno de los momentos más divertidos y fascinantes del autor se encuentra en la novela La mujer ajena y el hombre debajo de la cama. ¡Pocas páginas tan divertidas! Un hombre cegado por los celos vuelve a casa, convencido de que encontrará a su esposa en brazos de su amante, pero la furia hace… que se equivoque de departamento, en donde sólo encuentra a su vecina, espantada. En ese momento, entra su esposo. Y él tiene que esconderse debajo de la cama, en donde se encuentra también escondido el amante de la vecina. Sin embargo, aquí se tuerce el rostro del traductor. Esta novela le parece inmoral, y nos advierte: sólo porque son obras completas está aquí incluida. Pero reconviene al autor: se lo pasamos por esta vez, pero a condición de que vuelva pronto a sus temas atormentados. Lo que significa que los autores deben de cumplir con sus deberes ante la crítica literaria.

 

Fiodor M. Dostoyevski. Obras completas, Tomo I (1844-1865), traducción directa del ruso por Rafael Cansinos Assens, 5ª ed. Madrid, Aguilar, 1953.

domingo, 17 de octubre de 2021

Delatora, de Joyce Carol Oates




En esta novela, la más reciente de Joyce Carol Oates (1938), unos muchachos blancos asesinan a batazos a un joven negro. Naturalmente, ha sido por error, debió de ser sólo un juego, ésta es una ciudad de gente buena y cosas así son una anomalía a la cual no se le debería de dar más atención de la que merece. Estos chicos (a los que en rigor no se les debería de llamar asesinos) vuelven a sus respectivas casas. Dos de ellos, los hermanos Jerr y Lionel Kerrigan también vuelven a la suya, de noche, a determinar en la cocina qué hacer con el arma del crimen, llena de sangre. La historia gira, en realidad, en torno de la hermana menor de la familia Kerrigan –Violet, 9 años–, quien en ese momento duerme tranquilamente en su cama. Aunque la voz de los hermanos, el murmullo de sus voces, la despiertan, y baja, acecha alegremente a sus hermanos, pensando que vuelven de una fiesta, se asoma desde las escaleras… Para relatar su historia, la autora se vale de tres voces narrativas: la de la propia Violet (madurando a lo largo de los más de quince años en que transcurre la novela), una voz en segunda persona que le va revelando a la protagonista algunos aspectos de su propia existencia, y una en tercera persona que narra desde la distancia, indiferente a los sentimientos particulares: como si viera todas las existencias desde las alturas. Un Dios limitado a contar. El error de Violet, su falta, fue despertarse esa noche y bajar a la cocina, feliz de creer que podía sorprender a sus hermanos para divertirse con ellos. Sin embargo, entrevé algo extraño pues la complicidad y el miedo flotan por la cocina. ¿Qué has oído, Violet? No se lo digas a mamá”. “Lo prometo”. Esta complicidad es una carga demasiado pesada para una niña tan pequeña; no obstante, cumple con su promesa. Cumple hasta donde puede, porque uno de los hermanos, (Lionel, el menor) para intimidarla, la avienta por las escaleras y le lastima la rodilla. Y la madre, la dulce y buena madre de esta novela, prefiere no llevar a su hija al médico para no arriesgarse, quizá tendría que contestar demasiadas preguntas. Mejor no. Preferible que todos hagamos como que no pasa nada, a pesar de que las noticias han horrorizado a este pequeño pueblo del norte de los Estados Unidos. Y Violet, cuando la profesora se da cuenta de su situación (fiebre, cojera, ojos hinchados), es llevada a la enfermería, con la consiguiente angustia suya, negándose a ser atendida… En su desesperación, algo dice de un bat. ¿Cuál bat?, nadie había mencionado un bat hasta entonces. Hay aquí algo sospechoso, por lo que Violet es recogida por el gobierno, esta niña no habrá de volver con su familia pues corre peligro, así que es llevada con la hermana menor de su madre, a un poblado lo suficientemente lejano como para que no peligre. Como en cualquier narración, ocupar el sitio de honor del lector sería lo mejor. No es el caso de esta novela. Por el contrario, la autora procura que sea el asiento más incómodo, aquel que le haga desear al lector a lo largo de toda la lectura que quizá hubiera sido mejor acudir a otro compromiso con el arte, a un concierto, a una exposición… Porque en esta novela no es posible pensar en esa bella idea de la ética que proyectamos hacia el mundo y en cuyos brazos dormimos tranquilamente porque nos arropa con sus conceptos. No aquí; por desgracia, apenas surgimos en este mundo narrativo a contemplar y ya nos sentimos sucios. No es el texto apaciblemente distante que nos presenta un narrador omnisciente que explica qué pasa, qué sienten los personajes, qué acontecerá. Lo que esta novela dice es: no hay inocentes. Eso, por otra parte, ya lo sabíamos. Pero aquí hasta la gente amable tiene su dosis de culpa. Aquel patrón que contrata a la joven Violet y que se desvive en atenciones: él, por el mismo hecho de ser amable abre la puerta al potencial abuso. Esas confianzas entre patrón y empleada, tan peligrosas. Y Violet, como cualquier otra trabajadora doméstica, conoce los olores, los fluidos, las costumbres, los ruidos, de aquel simpático ausente cuya presencia acecha en todas sus posesiones. Ya estamos manchados porque las relaciones sociales nos atraviesan aun antes de actuar, por el solo hecho de encarnar en una posición en el mundo. Esos feos olores que desprenden todas las relaciones humanas cuando se encuentran enmarcadas en una sociedaddesigual. Todo eso se respira hasta en las acciones bondadosas. Cuando hacemos el bien, ¿de qué queremos que nos disculpen? No compré esta novela para ser interrogado, podría aducir cualquiera. Pero entonces, comenzaría ese largo debate sobre el papel del arte, al cual generalmente salimos al paso diciendo que está bien que la literatura sea un reflejo social, etc., etc. Hasta la amabilidad con los negros, si se es blanco, puede encubrir algo. Violet, incluso, comienza a mandar dinero de manera anónima a la familia del joven asesinado; pero, ¿lo hace por bondad, lo hace por lavar su conciencia? Quizá lo mejor sea la indiferencia, elegir sólo lo necesario para no pensar demasiado en la ética, porque ya entonces su reflexión comienza a lastimar. Una vez que la conciencia abre los ojos, no los cierra. Y eso no es algo que cualquiera pueda soportar. Así que una de las consecuencias podría ser: hacer el bien, adoptarperros, compartir anuncios de ayuda en las redes sociales. Pero entonces, uno no terminaría nunca, tendría que contar con varias sucursales de uno mismo para hacer un trabajo medianamente digno.No habría tiempo para vivir si uno se dedica seriamente a cubrir su deuda con la étia. Un chorrito de agua para diluir el amargo sabor de la culpa. Violet, a lo largo de los años, los que van desde su infancia hasta su juventud, pretende guardar su idea de familia sin imaginar que el tiempo la ha destruido cruelmente. Cuando vuelve, muchos años más tarde, para enfrentarse a su pasado, sólo encuentra personalidades destruidas, y eso entre aquellas que aún viven. Uno de sus hermanos ha muerto en la cárcel, murió su padre… Quedan despojos de una familia. Por algún motivo, su involuntaria delación la salva, le da la posibilidad de tomar las piezas de ella misma para construirse por su cuenta. Violet, en algún momento, trabaja como empleada doméstica, limpia la suciedad. No sabemos en dónde la deposita. Me imagino que la suciedad del mundo la guarda debajo de ella, quien sirve como un tapete a los demás. Esta novela no se distingue por ser “teórica”. Por el contrario, las reflexiones las debe uno de exprimir de ese entramado sucio. Por esa razón no huelen bien, manchan a quien las realiza. No edifica, no limpia. Desde hace muchos años que quería leer a Joyce Carol Oates, la veía en todas las listas de los candidatos al Nobel, como si hiciera fila eternamente. Sería para mí una de las grandes alegrías que ella distinguiera ese premio con su nombre.

 

Joyce Carol Oates. Delatora / My Life as a Rat (2019), tr. José Luis López Muñoz. México, Alfaguara, 2021.

lunes, 13 de septiembre de 2021

Vida de Goethe, de Alfonso Reyes



 

No es el último tomo de las obras completas de Alfonso Reyes el de lectura más apasionante. Él mismo, en una de tantas páginas dedica uno de sus artículos a explicar la falta de interés de los nuevos tiempos por el autor del Fausto. Eso no quita que Reyes se haya visto en él cotidianamente, como en un deseado espejo, aquel que sería bueno que lo reflejara. Si uno pudiera ser como Goethe: universal, curioso, importante en todos los campos, enamorado y galante correspondido, centro de todas las reuniones, consentido del príncipe… En fin, yo no haré la comparación de ambos personajes. Los dos se sumergieron en la Antigüedad para empaparse de referencias. Sólo que este aspecto de la obra de Reyes tal vez sea, en efecto, el más desconocido, el que requiere de más esfuerzo para ser comprendido. Sin embargo, Harold Bloom parece completar esta idea, cuando dice en su Canon occidental que de los grandes autores de occidente Goethe es el menos cercano a nuestra sensibilidad: es un autor más importante para los muertos que para los vivos. Sería más importante para Reyes que para nosotros. No sé si me caerá un rayo fulminante después de escribir estas palabras. Como quiera, no soy digno de ningún tour por el Infierno, esas cosas le van mejor a la aristocracia poética. Tampoco es mi intención preguntarme cómo escribió sus libros sobre Goethe, qué tradujo, qué fuentes tuvo, sobre qué autores parece navegar con tanta seguridad. Mejor abro el libro al azar, como un oráculo, para preguntarle si quiere decirme algo en concreto. Parece que nada nuevo… En la página 421 dice que quiere insistir en el papel de la simetría en Goethe. Casualmente, me había llemado la atención el mismo tema cuando leí el primero de los tomos de Reyes, Reyes, también simétrico: sería fácil sustentarlo. Sus primeros enayos y los últimos se parecen, su obra parece dar una vuelta para comenzar donde empezó, como en una especie de culminación. Decía Reyes en su juventud que simetría es superstición: invocación a los poderes de los números, intento de hacer de la idea una perfección inmóvil. En ese sentido, la idea de “obras completas” es una manera de hacer de la idea que fluye un texto definitivo. Aquello que fue en otros tiempos la inquietud de la vida se convierte en una imagen de la muerte. O al menos en joya que debe de irse a extraer de pesados tomos. Se pierde aquella sensación que la idea que se va forjando. Sin embargo, en el momento indicado esa idea aparentemente glaciar puede volver a fluir. ¿Cuál sería la enseñanza de Goethe? Al menos una: ante cada fenómeno nuevo, dar con una nueva representación moral. No morir cada vez que el mundo cambia, sino que aquello nuevo que se agrega al yo haga variar la sustancia preexistente. Es a lo que llamaban entonces “el Espíritu”, la construcción de esa cultura a la que se agregan siempre nuevas sustancias, incluso las más dañinas. La meta sería mantener fuerte el espíritu aun cuando se le agregue una cucharadita de Historia Universal cada mañana. Hay más consejos, numerosos consejos, en este libro, por ejemplo: cada paso debe de ser al mismo tiempo un paso y una meta. Conclusión alfonsina: se debe de dialogar con el presente luego de un baño en la cultura universal.

 

Alfonso Reyes. Vida de Goethe / Rumbo a Goethe / Trayectoria de Goethe / Escolios Goethianos / Teoría de la sanción. México, FCE, 1993. (Obras completas, XXVI)

martes, 7 de septiembre de 2021

Los sonetos de la muerte de Gabriela Mistral, de SakotoTamura



 

Gabriela Mistral (1889-1957) se dio a conocer cuando ganó los Juegos Florales de la Sociedad Chilena de Escritores, en 1914, con sus “Sonetos de la muerte”. Antes sólo era Lucila Godoy Alcayaga, una maestra rural que daba clases en un remoto pueblo de los Andes. Aunque se le premió por tres sonetos, se sabe que en total hizo doce,con el mismo tema, entre 1912 y 1915. Lo curioso es que se decidió a publicar sólo la trilogía premiada, que apareció en su libro Desolación (1924), dejando los restantes en esparcidos manuscritosSatoko Tamura, la experta japonesa en la Mistral, detalla cada uno de los sonetos, la historia de sus diferentes redacciones, y establece cuál es el texto definitivo de cada uno de ellos. Sin embargo, su libro no nos dice de qué tratan, si su contenido está relacionado entre sí o si se trata de poemas dispersos y sólo reunidos por el mismo motivo literario. Por alguna razón, la poetisa mandó a concurso sólo tres de esos sonetos, y no incluyó ninguno de los otros en sus poemarios posteriores. Se leemos la trilogía, podemos notar que existe una secuencia en ellos, los tres relatan una sola historia: la de una mujer que va a ver a su amado al cementerio. Conforme deshojamos los poemas, vemos que el amado no se suicidó (como ocurrió con el ex novio de la Mistral), sino que la mujer que habla en el poema deseó esa muerte y la precipitó gracias a los poderes sobrenaturales que posee o cree poseerPuesto que la muerte es convocada por la amante, creo que se puede decir que estos sonetos pretenden separarse del suicidio de su antigua pareja (el ferrocarrilero Romelio Urueta, que murió en 1909) y crear una historia independiente. ¿Cómo puede ser él, si en el soneto II afirma que nunca fue suyo en la realidad, sino en el sueño? Aún así, la autora del estudio, ve al joven suicida como el protagonista de la serieY la Mistral, ella maldice largamente la sensualidad de la mujer que sedujo a su amado (soneto VII): “Malditos esos labios… que aprendieron un modo de sangrar con delicia”Sin embargo, más allá del odio, el tema no es otro que la relación de la muerte con el amor. Son una precisión a Quevedo: no se olvida esta vida luego de pasar por el río de la muerte. Los muertos esperan una explicación, nos mandan besos que no llegan. Sus labios desechos parece que esperan aún beber de la fuente del amorY el amor de esta obra, qué cercano es del odio, pues la mujer que aquí habla no es más que la espectadora de una pasión ajena. Y por esta razón es que hay aquí más odio que amor en estos sonetos. Ahora que lo pienso, nosotros somos quienes ven separados el amor y el odio, pero no esta mujer, incapaz de hacerlo: en su mente ambos sentimientos forman un ser único e indivisible, que exprime con vehemencia los corazones de sus víctimas. Decía que los muertos claman por respuestas, los vivos nos conformamos con algunas más modestas, por ejemplo: por qué no se encuentran estos sonetos integrados a las obras completas de la autora, y no se ha terminado de explicar su sentido dentro de su poesía.

 

Sakoto TamuraLos sonetos de la muerte de Gabriela Mistraltr. De Roberto H.E. Oest. Madrid, Gredos, 1998. (Biblioteca Románica Hispánica fundada por DámasoAlonso. II. Estudios y ensayos, 408)

jueves, 2 de septiembre de 2021

El capital, libro I, capítulo VI (inédito), de Karl Marx


 

A estas alturas de la vida, no sé cómo leer a Karl Marx (1818-1883): si comparando las numerosas traducciones de un mismo pasaje, o bien acompañado de alguno de sus expositores. Tal vez sea mejor leer a los más modernos, los que intentan devolvernos un pensamiento que sobrevive a los naufragios aparentes. O quizá, intentar el regreso a los primeros que lo leyeron, los que estuvieron cerca de su pensamiento y su acción. U olvidar todo lo anterior, aunque sea imposible, y decirle adiós a todos antes de entrar cuenta propia en el bosque (no llegaré muy lejos por mi propio pie) con solo un lápiz. Mi lectura personal es una mezcla de todas las anteriores, aunque para entenderlo bien me falten bastantes referencias. Él dejó escrito este texto como un puente que comunicaba el primer volumen del Capital con el siguiente: un resumen de sus ideas en torno a la mercancía. La mercancía vista en cuanto mercancía es ya un sueño delirante, de donde se extraen derivaciones interminables. Lo cual nos hace mirar todo como una mercancía con sus diferentes formas de valor: el amor, la literatura, el placer e, incluso, el estilo literario. Refiriéndose al estilo, Louis-Ferdinand Céline dijo: “Es lo que vendo”. Si esto es así, convendría hacer crítica del estilo en cuanto mercancía, pero yo quisiera ahora algo ligeramente distinto, que es: mirar el estilo de Marx en cuanto manera de pensar: qué tiene de particular su percepción del mundo y cómo eso se cuela en una manera de escribir. ¿Es posible verlo? ¿Un pensamiento que puede influir artísticamente así como Nietzsche lo hizo sin querer en numerosos artistas? El pensamiento nietzscheano es un fluido que puede dejar la formulación verbal para circular por otros tipos de arte, como la pintura o la escultura. En el caso de Marx, me figuro una influencia eminentemente verbal, una forma de concebir el flujo del pensamiento como una transfiguración de lo particular en lo abstracto, y visceversa. Un método que conceptualiza una fuerza existente en la realidad y la sigue aun cuando tome una forma abstracta: la existencia del plusvalor depende de que esta noción se extraiga de la realidad, se introduzca nuevamente en ella, se conserve invisible y se manifieste continuamente al grado de que releer la realidad sin tomarla en cuenta la figure incompleta. El dinero, del mismo modo, contiene una suma de valores de cambio concretados en una sustancia simbólica. Naturalmente, hay una concepción del mundo en que el hombre pugna por la libertad (en constante pugna por concebirla, inicialmente) contra una sociedad que lo impide. No lo impide conscientemente: ella sigue sus propias leyes y, al seguirlas, hace de un ser humano su objeto. Eso es siempre claro al hablar de marxismo, pero quizá, para seguir esos “fluidos” del ser, se requiera de la poesía, de cierto tipo de poesía en movimiento, es decir: en transformación. Una constante lucha en que el escritor pretende descomponer el ente en fuerzas, pero ellas (no queda de otra) se resuelven para manifestarse en forma de existencia.

 

Karl Marx. El capital, libro I, capítulo VI (inédito) (1971) / Das Kapital, erstes buch, der produktionsprozess des kapitals. Sechstes kapitel, resultate des unmittelbaren produktionsprozess, presentación de José Arico, traducción y notas de Pedro Scarón. 8ª ed. México, Siglo XXI, 1980.

sábado, 7 de agosto de 2021

Nahui Olin. La mirada infinita



 

Cómo será eso de morir de belleza. Jorge Luis Borges refería que su amigo Rafael Cansinos Assens, quien vivía abrumado por ella, formuló esta extraña plegaria: “¡Oh, Señor, que no haya tanta belleza!” Cómo duelen de pronto los esplendorosos ojos que revuelan frente a uno, por las calles, como en parvada. Sobre todo, en aquellos en que no nos sumergiremos nunca. Hubo unos ojos verdes, oreados de belleza, que fascinaron una época. Fueron como una ventana que se abrió para inundar mil novecientos veintiocho con su luz. Lo que miraron los ojos de Nahui Olin (1893-1978) se llenó de intensos colores: el teatro Lírico, la plaza de toros, los salones de baile… Miró desde perspectivas vertiginosas, a veces es una mirada que parece volar al lado del Dr. Atl. Abro el libro de sus obras al azar, veo su rostro en una xilografía, el cual a su vez me mira en un ángulo oblicuo, ocultando uno de sus ojos, lo cual me recuerda que es tan importante lo que muestra como lo que oculta. Al pintar, encubría. En vida y en obra hay misterio, algo que no se revela: una forma del encubrimiento. De hecho, mucho de lo que sabemos de ella nos llega como una resonancia de unas palabras que no se sabe cuándo se produjeron. Se sabe, se afirma, se cree saber que Nahui vio a Manuel Rodríguez Lozano en un baile y le pidió a su padre, el general Manuel Mondragón, casarse con él. La familia completa se exilió en San Sebastián, España (el general había participado en la usurpación huertista): Nahui y Rodríguez Lozano volverían divorciados y el odio mutuo se prolongaría toda la vida. Se pensaba que su hijo había muerto en Europa, hasta que hace poco fue encontrada el acta de defunción levantada en la Ciudad de México, antes del exilio. Así que si puede pisarse en el terreno firme de la obra pictórica, no ocurre así en los aspectos biográficos que rodean vaporosamente una obra desordenadamente dispuesta. Pisaré sobre terreno aparentemente seguro. En estas páginas se levanta de Nahui el velo biográfico para mirar la obra, el mecanismo artístico de su producción. Un mecanismo curiosamente matemático y astronómico. Un mundo científico que curiosamente sigue un camino de degradescencia energética, que va de la energía del cosmos, se vuelve energía sexual y encarna en las formas rosadas de los amantes o en las redondeces del mundo. Hay algo en toda la obra de Nahui que se mueve, en la memoria las ramas de sus árboles se mecen. En sus cuadros las cosas están transcurriendo. Y esos ojos, ¿son pararrayos? Concentran el universo y lo articulan. Tienen atmósfera, meridianos, solsticios. Hay aquí una trampa para el ojo: no olvidemos que la obra de arte aquí se llama Nahui Olín, lo que quiere decir que lo que admiramos en estas obras se llama de este modo, tiene esta corporalidad y esta personalidad. Como sea, atrae nuestra atención y la coloca en el centro, así sea en un autorretrato o en una fotografía. Como si dijera: el arte soy yo. Arte en todas sus manifestaciones, en la vida y hasta en el sueño. Su principal conocedor, Tomás Zurián, guarda nada menos que el pelo de esta artista en una cajita de cristal. Me contó que cuando la obtuvo, soñaba que la trenza de la artista salía de su caja, volaba por los pasillos e intentaba ahorcarlo. Conque Nahui aún concentra las fuerzas cósmicas para deambular por las pesadillas.

 

Nahui Olin. La mirada infinita. México, INBA, 2018.

martes, 29 de junio de 2021

Una casta reseña a una antología de poesía sexual (Antología de la poesía sexual. De Rubén Darío a hoy, de Simón Latino)


Esta antología es parte de una colección de “cuadernillos de poesía” que eran editados en Buenos Aires por Simón Latino. Me imagino su escritorio lleno de manuscritos y cartas, dado que es notorio que estaba en contacto con los autores de su tiempo. Les pedía poemas inéditos, recibía libros por correspondencia de todos los países de habla hispana y portuguesa, y estaba al tanto de las publicaciones más recientes. En las últimas páginas, estos libros tenían una sección de notas en que trataba temas varios; por ejemplo, criticaba con un par de líneas los libros más recientes. Por suerte, en este número, el 40 de estos “cuadernillos”, Simón Latino responde una petición de la revista Américas, de la OEA, en que solicitan un reportaje sobre su labor editorial. Ahí dice que desde 1943 los edita a pesar de que la gente le decía: “La poesía no se vende”. Sin embargo, llegó a hacer tirajes de hasta 40 mil ejemplares. Como Simón Latino no es muy entregado con su propia vida, busco sus datos en la red para enterarme de que en realidad era un abogado colombiano. Su nombre, tenía que ser, es el seudónimo de Carlos H. Pareja (1898-1987). Estudió derecho de minas en México porque no existía esa especialidad en su país. En Colombia tuvo una famosa librería que fue destruida por el gobierno en 1948, luego de que él fuera encarcelado. Se trasladó a Buenos Aires, en donde dio clases y editó su serie de cuadernillos poéticos. Luego viajó por otros países (México entre ellos) antes de irse a vivir a Canadá, en donde murió. En esta selección incluye notas críticas y poemas de 127 autores, de los cuales diez son mexicanos, el más antiguo Salvador Díaz Mirón y el más nuevo Enriqueta Ochoa. Decía que estaba muy enterado de los poetas de su tiempo, pero da por muerto a Salvador Novo: lo enmarca entre las fechas 1904 y 1956. Otra cosa de la que me imagino que no estaba tan enterado el editor era de la vida sexual de sus antologados: no habla de la homosexualidad del mismo Novo ni de García Lorca. Lo más emocionante de esta antología fue buscar a los autores de los que no había recibido noticia, autores muchas veces que dejaron de escribir, que tuvieron una vida tan apasionante como olvidada o aquellos que eran apenas una apuesta y que aparecen aquí debidamente elogiados: son los casos de Enriqueta Ochoa y Rosario Castellanos. Está Miguel Hernández, naturalmente, pero apenas unas páginas antes se encuentra seleccionado Joaquín Entrambasaguas, quien además de poeta era censor del franquismo. A su criterio literario debemos que haya mandado destruir la edición completa de un poemario de Miguel Hernández, El hombre acecha, el cual pudo editarse por un ejemplar que se encontró, en 1981. Para tranquilidad de Simón Latino, debo decir que descubrí dos autoras tan apasionantes como desconocidas: la venezolana Enriqueta Arvelo Larriva (1886-1976) y la portuguesa Adalgisa Nery (1905-1980). Las dos poseen espíritus poco comunes. Por desgracia, no hay un Simón Latino contemporáneo para acercarnos obras de estas escritoras…

 

Simón Latino (comp.). Antología de la poesía sexual. De Rubén Darío a hoy. Buenos Aires, septiembre de 1959. (Cuadernillos de Poesía, 40)

 

[Dos poetas presentadas por Simón Latino]

 

I. Enriqueta Arvelo Larriva (1886-1976)

 

Caballo de fuego

 

Me acerqué a candelas de bosques intensos

y una chispa leve en mí escondió el viento.

 

La chispa me dio caballo de fuego.

Lo colmé espontánea de forraje nuevo.

 

Corría en mis venas, se paraba en seco.

El desgaritado le llamó mi acento.

 

Le busqué mimosa y abracé su cuello

si a ajustarle iba el bozal más recio.

 

Tornábalo adusto fogoso deseo.

Lo herraba mi mano con su calor tierno.

 

¡Caballo encendido, le grité en secreto,

no te puse sueltas y yo gusté el freno!

 

El caballo un día salió por mi aliento

y volvió cansado del hueco paseo.

 

El sol le tiñó el pajonal seco,

mas él perseguía lo que hierve fresco:

 

borlas de verdor después de febrero,

con son y garúa y quemado suelo.

 

Escarbaba fijo aquel casco terco.

Suave se movía mi almácigo eterno.

 

Vibro hoy sin sentirme jazmín ni lucero,

en el alma enhiesta un sabor terreno.

 

Libre del nevazo que sigue al incendio.

Disfrutando aroma sin daño de tedio.

 

A cálida hambre di forraje fresco.

Trepidante brío sembré de sosiego.

 

No muero en ceniza ni dejado leño.

Y así me has tomado, amor de universo

 

II. Adalgisa Nery (1905-1980)

 

Poema de amor

 

Óyeme con tus ojos

porque mi queja es muda.

Acaríciame con tu pensamiento

porque mi cuerpo está inmóvil.

Bésame con tus manos

porque mi boca te espera.

Háblame con el silencio de los momentos de amor

porque los oídos de mi vida

se abrirán como las flores

en la húmeda e infinita madrugada.

 

 

Poema segundo

 

Quiero acariciarte infinitamente para hacerte sufrir;

quiero que sepas, más todavía,

lo que es la gloriosa alegría del amor

y el desaliento profundo del vivir.

Quiero que mi cuerpo sea para tus sentidos

como el pensamiento

constante que domina y aprisiona

en todos los momentos.

Quiero que tu nostalgia viva

en tu mirada, recordando mi voz

en el ancho silencio de la noche

y en las mudanzas del día.

Quiero que únicamente te liberes de tu inquietud

cuando me sientas abandonada y tímida

perdida en tu cuerpo

para el amor sin límite…

(tr. C.S. Vitureira)