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sábado, 4 de diciembre de 2021

Manuel Rodríguez Lozano



El MUNAL reúne en una magnifica exposición la obra de Manuel Rodríguez Lozano. Antes, sólo dos veces, en 1971 y 1998, se había realizado esta empresa. No es una obra abundante, o quizá es que mucho se perdió en el peligroso camino que conduce del pasado al presente. Gracias a esta muestra, aquel que la visite podrá hacerse un juicio muy preciso y abarcador de sus casi cuatro décadas de creación pictórica. Son cuadros, ciertamente, reacios a conversar. Se les saluda, no devuelven el saludo. Sus mujeres están de espaldas. O están desnudas frente a uno, pero con una infranqueable decisión de no hablar que intimida. Sus calles están vacías y no se puede interrogar más que al silencio. Sus mujeres y sus hombres ya están bastante ocupados en sufrir, en derrumbarse o en morir. En el magnífico catálogo que hoy presentamos estamos convocados a interrogarlo (además de mí) Jaime Moreno Villarreal, Berta Taracena, Patricia M. Artundo y Arturo López Rodríguez. El resultado es un diálogo arduo, en el cual no participa mucho el pintor. Le gusta callar, volverse un mito, resurgir de sus cenizas, volar como Ícaro, ir al cielo como Prometeo, descender al infierno como Orfeo, darle vida a sus creaciones como Pigmalión, subir al cielo a sus amantes como Zeus y repartir la manzana de la belleza como si fuera la Discordia. Le gustaba ser amado sin esperanza. Y le gustaba considerarse la esperanza. Quizás le hubiera gustado ser el lago en el que naufragó Narciso. Él mismo gozaba con ser, con existir, con ser la tentación. Descubría el amor en unos muchachos a los que luego envidiaba. No sé si entonces su cariño se volvió destructivo. Como sea, se le pasó un poco la mano con Nahui Ollin. Bueno, también con Antonieta Rivas Mercado. Ah, y naturalmente con Abraham Ángel. Nadie es intacto al tiempo y Rodríguez Lozano se ha diluido en él: hemos conjurado la tentación y estamos aquí esta noche para ser sometidos, si es el caso, por sólo sus atractivos estéticos.

 

Al principio, no me di cuenta de que el tema de Manuel Rodríguez Lozano era el paulatino sumergirse en la tragedia. De la alegría parisina y de las deformaciones del paisaje que juega, pasó a la intensidad de los colores. Una mirada intensa y sobrenatural iluminó su pintura cuando llegó a México. Con una educación visual graduada en Europa, intentó mirar lo mexicano. No se quitó los lentes que lo enseñaron a mirar. Y se dispuso a encontrar lo mexicano. No sé qué sea eso. Ni me lo pregunto, ya que no creo en una existencia más allá de lo pragmático. Pero entiendo las búsquedas que llevan a creaciones nuevas. Cuando la “búsqueda” teórica no es más que creación artística. Y entonces, la obra se despoja de su capullo teórico y sale, libre, volando, desplegando bellamente sus posibilidades múltiples, esplendentes. Esta es una metáfora fallida puesto que las obras de arte nunca se liberan del capullo que las produjo, así que lo llevan cargando, arrastrando, a cuestas, o como mejor se las puedan arreglar. Todo depende de las fuerzas de la belleza. En un momento, la obra de Rodríguez Lozano se hizo fuerte, se llenó de luz, y aunque provenía del intento de hallar lo nacional, desembocó en una búsqueda personal, profundamente enigmática. No sabría qué camino tomar; no sé si caminar por el lado de la fuerte personalidad de este pintor, o proseguir por la búsqueda ideológica de lo nacional. Y me temo que él mismo no lo supo tampoco. Pienso que se encontraba igualmente perplejo. Quién sabe si decidió luchar contra sus demonios interiores. O contra los exteriores. Los exteriores se llamaron Diego Rivera, Nahui Ollin, David Alfaro Siqueiros... Para los interiores no tengo nombre. Dentro de su espíritu hay estatuas intocadas, hechas de experiencias desconocidas. Ahí dentro está la respuesta a su obra. De pronto, uno quiere entrar al espíritu del pintor. Y como grandes esfinges, están sus mujeres, los hombres monumentales de sus cuadros, los cadáveres frescos de sus pinturas. Enmudecidos. Allá van contra ellos a estrellarse nuestras preguntas. No podemos pasar. Y dentro se oye el ruido hueco de un amplio espacio, de una enorme personalidad intransitada. Las preguntas psicoanalíticas, me temo, no añaden nada. Si le preguntamos a estos cuadros: "¿Cuál es el mensaje que representas?", ellos responden: "¿Qué es lo que quieres ver tú?", haciendo que la pregunta se hunda profundamente en nuestro vientre, quedando clavados como pequeños escarabajos en la mesa del taxonomista. Nada dice más de nosotros mismos que nuestras preguntas.

 

Por eso no le quiero preguntar nada. Quiero saber cuáles fueron sus preguntas. ¿Sabemos qué se preguntaba Rodríguez Lozano? ¿Contra qué peleaba? A veces, el arte es una especie de fuerza contra un enemigo desconocido. Al entrar a la exposición "Pensamiento y pintura, 1922-1958",  uno es recibido por los enormes personajes casi de granito que representan una etapa de su creación, fechada alrededor de los años 30. De pronto, hay algo que no había visto. Una especie de concepción del cuerpo que proviene de muy lejos, unos cuerpos en soledad, en un paisaje vacío, un lienzo lleno de cuerpo, de presencia. Una especie de ciudad vacía, la personalidad del autor, resguardada por estos cuerpos helénicos, casi como esculturas antiguas. Una especie de viaje interior entre lo mexicano y lo que viene de lejos, en la tradición. Algo que no es de aquí, pero que curiosamente acaba aquí. Lo que está aquí, frente a nosotros, viene de muy lejos. No es nada más lo que halló aquí el pintor. De pronto nos visitan unas presencias que parecen provenir de Grecia, de una Grecia personal y desolada. No es nada más Chirico y sus estatuas mudas y muertas. Hay cierta respiración en los cuerpos de Rodríguez Lozano. Quizás no hay vida erótica, sensual, pero hay carne, volumen. De pronto, se deposita en su obra la influencia de Gauguin. Y es como si lo "nuestro" se viera de pronto desde fuera. De pronto, lo mexicano es algo exótico. Y eso sólo es posible porque se trata en buena medida de una invención. Hay cuadros en donde no es utilizada la perspectiva. Así ve Dios. O así es visto Dios. La distancia ha quedado abolida, pues una especie de gracia se derrama por la mirada. Hay mucho de esto en Rodríguez Lozano, porque se decidió a estudiar los exvotos. La pintura religiosa popular, que agradece a Dios y a los santos por las gracias recibidas, por los milagros convocados por la plegaria; en ella, el hombre está seguro de que sus palabras han sido escuchadas y atendidas. Todo es sorpresa, el milagro, el agradecimiento, el exvoto es sorpresivo... y hasta la mirada del pintor que acomoda los hechos para convertirlos en agradecimiento visual.

 

Hasta cierto punto, ¿saben?, pues la luz, a partir de cierto momento, comienza a retirarse, jala sus redes como lo hacen los pescadores. Ese sentimiento de compañía se retira, y el cuadro refleja primero: un insondable paisaje vacío. Y luego: nada. En 1941, el pintor es apresado por asumir la responsabilidad luego de que unos grabados de Durero fueran robados de la Escuela de Artes Plásticas de la UNAM, mientras él era su director. Entonces pinta un mural, La Piedad en el desierto, que estuvo en Lecumberri, donde nadie la podía mirar. Porque la piedad se da en medio de la nada, a un sitio en donde nadie puede acceder con su vista. El pintor representa su tragedia, desfalleciente en el desierto, amparado por una mujer, en medio de colores ocres, ya que algo que antes estaba en su pintura ha dejado de estar para siempre. De ahí que lo humano se haya quedado solo. De pronto el mundo adquiere distancia, profundidad: dramatismo. De pronto el tiempo es narrado en el mundo de Rodríguez Lozano. Decía que hay una paulatina tragedia: un cuerpo verde tirado en medio de la noche, mientras el cainita asesino lo contempla, un crimen atestiguado por unas mujeres lúgubres, en rebozo. Las mujeres lloran en otros cuadros. Y en otros, sólo los rebozos que cubren sus rostros, colgando hasta el piso, hablan de la desolación. La tragedia en el desierto: una mujer asesinada en medio de la arena, en primer plano sólo tres mujeres sin rostro miran la masacre. De ahí que la revista Proceso haya tomado este cuadro de 1940 para representar los feminicidios de ciudad Juárez. Hay una voluntad de su obra de convertirse en símbolo, de fundir su propia tragedia en la tragedia del mundo. La tragedia nos hace empáticos. Aquí, en este recinto, en el mural El holocausto de 1945 se funde el dolor personal con el del hombre, un hombre que yace sobre su propia espalda, un despojo, un vientre desgarrado, una espalda descoyuntada, y unas mujeres llorando a gritos, con movimientos desesperados. Bueno, no precisamente movimientos en movimiento, sino movimientos detenidos a mitad del dolor. Ya antes, Francisco Sergio Iturbe le había pedido una serie de retratos cuando su madre, Hélène Idaroff, murió, en 1932. Esta serie que representa muerta a santa Ana, la madre de la Virgen, es para muchos una autobiografía encriptada. Una respuesta a una pregunta que no podemos formular. Si pudiéramos formular correctamente la pregunta, podríamos abrir la puerta de esta cárcel y los pájaros de los significados saldrían volando.

 

Qué empeño de este pintor en no decirnos nada. Persevera y persevera en no comunicarnos todo. Quizá no tenía mucho que decirnos. Como la estatua del poema de Villaurrutia, la cual perseguimos por las calles del sueño y sólo alcanzamos el eco. Y perseguimos el eco y sólo lo escuchamos decir: "estoy muerta de sueño". Quizás, no lo había pensado antes, los cuadros de Rodríguez Lozano hablan desde dentro de un sueño. Por eso se desvanecen, sus figuras corren hacia la disolución, o quizás hacia la desilusión. Ya que sus sueños también se esfuman. Las explicaciones también se esfuman. O por lo menos se esconden detrás de las figuras de sus cuadros. Ahora estamos en un edificio en el que trabajó Rodríguez Lozano, en el que dejó una muestra de su trabajo. De alguna manera es como si estuviéramos dentro de él. De pronto, nosotros somos su creaciones, nos modela con su pintura. Estamos en su espacio. Contemplamos atentamente sus figuras, y somos de pronto también figuras suyas. Miramos sin hablar. Lo miramos. Sus figuras nos miran. ¿Será que somos un misterio para ellas? Quieren saber si hemos encontrado algo en ellas. Si su silencio nos dice algo. Durante la experiencia estética se interrumpe la clásica separación de los tiempos. El arte también nos examina. De pronto, hay cierta perplejidad en estas figuras de Rodríguez Lozano. Como si quisieran saber de nosotros algo que a ellas les atañe. Es posible. De pronto, tenemos en nosotros cierta respuesta. En esta incomunicación que es la experiencia estética, el arte se queda con la peor parte, ya que no puede acceder a las respuestas que le pertenecen. Nosotros deberíamos tener la respuesta que el arte necesita. Es que no nos habíamos dado cuenta que el arte es la pregunta y nosotros, la respuesta. Bueno, una respuesta que ignora si tendrá fuerzas para responder cualquier cosa.

(2011)

jueves, 11 de noviembre de 2021

Dostoyevski


“¿Has terminado de leer este periodo de la obra de Dostoyevski, el primer tomo de sus obras completas?, ¿y pasarás la página de la vida así como así?, ¿sin dedicarle aunque sea unas palabras a la sencillez perdida?” ¿Agregar mi nada a los mares de comentaristas?, me respondí. Está bien, lo haré porque antes no sabía las cosas que sólo en estas páginas se aprenden. Por ejemplo, que la bondad es sólo una de las formas de la ignorancia. Que amar consiste en dejarse destruir por el objeto de la pasión. Antes tenía una idea más bien reducida del ser humano. Es fácil, por eso, saber quién no ha recibido la dura lección de estas novelas. Ni siquiera el sufrimiento ni las experiencias amargas de la vida dan estas lecciones. Porque un espíritu mediocre no crece con el dolor ni con la experiencia. ¡Por el contrario!, la experiencia tiene como fin enseñar que todo es igual, que todo, hasta el dolor y la felicidad, se repite sin sentido. Más bien, el ser humano, ante la desgracia, prefiere contenerse, aferrarse a los límites conocidos de su espíritu. Cuánta seguridad hay en la idea de que el bien y el mal están separados por un firme muro, pero al concebir un espíritu más amplio, al arriesgarse a ir más allá, se ve que esas fronteras son más bien pequeñas y engañosas, puntos de referencia que se pierden totalmente al pisar lo desconocido. Una vez que se derrumban esos muros más bien molestos e inútiles para conocer el corazón del hombre, queda al descubierto una forma de ser que se desborda. Los personajes de Dostoyevski se arriesgan a conocer el extremo de la existencia. La gente normal se espanta y los llaman locos. Pero, ¿no es acaso una forma de defender el pequeño terreno de la seguridad y la ignorancia ante la vida? Sólo en estas novelas son posibles las escenas en donde el odio, la ironía y el amor forman un solo sentimiento indistinguible. Esos momentos en donde ignoramos si el personaje siente amor o una obsesión de matar. En un sólo individuo cabe todo el registro de emociones del ser humano. Es algo que olvidamos generalmente, porque a lo largo de la vida no estamos dispuestos a alejarnos de una idea conocida que tenemos de nosotros mismos. No estamos dispuestos a desconocernos, ni aunque esa sea la forma más segura del autoconocimiento. Pensemos, por ejemplo, en la pregunta que se hacen con frecuencia los personajes de Humillados y ofendidos: ¿La felicidad consiste en lograrla para uno mismo o para el ser al que amamos? Porque es muy probable que para hacer feliz al ser que amamos, tengamos que renunciar a él. Con toda seguridad, tenemos que entregarlo a otra persona. Entonces, mejor retrasar ese momento. Mientras tanto, preferimos sufrir sabiendo que tarde o temprano tendremos que sacrificarnos por la felicidad del otro, que en el fondo es la nuestra. Por eso, de manera contraria a la novela de folletín, no esperamos lo que va a pasar, sino que queremos saber cuánto tiempo más esperarán estos personajes antes de quebrarse interiormente. Prefieren compartir el sufrimiento mientras tanto, mientras la felicidad se decide a llegar o a marcharse definitivamente. Así, hasta que el sufrimiento destroce al personaje más débil. De todas las escenas de estas novelas, me ha quedado revoloteando una, la final de Humillados y ofendidos. Se ve ahí que el dolor no ha consistido en pasar por todos los sufrimientos, sino en darse cuenta, al final, que el amor y la felicidad eran posibles. Los enamorados condenados a separarse para siempre se miran y se dicen sin hablarse: “Hubiéramos podido vivir siempre felices juntos”. Ignoro el efecto de estas palabras en ruso, pero en español son devastadoras. Cuando veo otras ediciones de esta novela, inmediatamente reviso cómo están traducidas, y veo que ninguna versión tiene la fuerza que le dio Rafael Cansinos Assens, el encargado de esta edición. Es decir, el autor argentino que no sólo tradujo todo Dostoyevski del ruso, sino Las mil y una noches del árabe y todo Balzac del francés. Decía que todo el espectro del ser humano está presente en estas páginas. Así que no sólo está la tragedia sino la farsa –aunque debo decir que muchas veces se muestran indisolubles. Y uno de los momentos más divertidos y fascinantes del autor se encuentra en la novela La mujer ajena y el hombre debajo de la cama. ¡Pocas páginas tan divertidas! Un hombre cegado por los celos vuelve a casa, convencido de que encontrará a su esposa en brazos de su amante, pero la furia hace… que se equivoque de departamento, en donde sólo encuentra a su vecina, espantada. En ese momento, entra su esposo. Y él tiene que esconderse debajo de la cama, en donde se encuentra también escondido el amante de la vecina. Sin embargo, aquí se tuerce el rostro del traductor. Esta novela le parece inmoral, y nos advierte: sólo porque son obras completas está aquí incluida. Pero reconviene al autor: se lo pasamos por esta vez, pero a condición de que vuelva pronto a sus temas atormentados. Lo que significa que los autores deben de cumplir con sus deberes ante la crítica literaria.

 

Fiodor M. Dostoyevski. Obras completas, Tomo I (1844-1865), traducción directa del ruso por Rafael Cansinos Assens, 5ª ed. Madrid, Aguilar, 1953.

domingo, 17 de octubre de 2021

Delatora, de Joyce Carol Oates




En esta novela, la más reciente de Joyce Carol Oates (1938), unos muchachos blancos asesinan a batazos a un joven negro. Naturalmente, ha sido por error, debió de ser sólo un juego, ésta es una ciudad de gente buena y cosas así son una anomalía a la cual no se le debería de dar más atención de la que merece. Estos chicos (a los que en rigor no se les debería de llamar asesinos) vuelven a sus respectivas casas. Dos de ellos, los hermanos Jerr y Lionel Kerrigan también vuelven a la suya, de noche, a determinar en la cocina qué hacer con el arma del crimen, llena de sangre. La historia gira, en realidad, en torno de la hermana menor de la familia Kerrigan –Violet, 9 años–, quien en ese momento duerme tranquilamente en su cama. Aunque la voz de los hermanos, el murmullo de sus voces, la despiertan, y baja, acecha alegremente a sus hermanos, pensando que vuelven de una fiesta, se asoma desde las escaleras… Para relatar su historia, la autora se vale de tres voces narrativas: la de la propia Violet (madurando a lo largo de los más de quince años en que transcurre la novela), una voz en segunda persona que le va revelando a la protagonista algunos aspectos de su propia existencia, y una en tercera persona que narra desde la distancia, indiferente a los sentimientos particulares: como si viera todas las existencias desde las alturas. Un Dios limitado a contar. El error de Violet, su falta, fue despertarse esa noche y bajar a la cocina, feliz de creer que podía sorprender a sus hermanos para divertirse con ellos. Sin embargo, entrevé algo extraño pues la complicidad y el miedo flotan por la cocina. ¿Qué has oído, Violet? No se lo digas a mamá”. “Lo prometo”. Esta complicidad es una carga demasiado pesada para una niña tan pequeña; no obstante, cumple con su promesa. Cumple hasta donde puede, porque uno de los hermanos, (Lionel, el menor) para intimidarla, la avienta por las escaleras y le lastima la rodilla. Y la madre, la dulce y buena madre de esta novela, prefiere no llevar a su hija al médico para no arriesgarse, quizá tendría que contestar demasiadas preguntas. Mejor no. Preferible que todos hagamos como que no pasa nada, a pesar de que las noticias han horrorizado a este pequeño pueblo del norte de los Estados Unidos. Y Violet, cuando la profesora se da cuenta de su situación (fiebre, cojera, ojos hinchados), es llevada a la enfermería, con la consiguiente angustia suya, negándose a ser atendida… En su desesperación, algo dice de un bat. ¿Cuál bat?, nadie había mencionado un bat hasta entonces. Hay aquí algo sospechoso, por lo que Violet es recogida por el gobierno, esta niña no habrá de volver con su familia pues corre peligro, así que es llevada con la hermana menor de su madre, a un poblado lo suficientemente lejano como para que no peligre. Como en cualquier narración, ocupar el sitio de honor del lector sería lo mejor. No es el caso de esta novela. Por el contrario, la autora procura que sea el asiento más incómodo, aquel que le haga desear al lector a lo largo de toda la lectura que quizá hubiera sido mejor acudir a otro compromiso con el arte, a un concierto, a una exposición… Porque en esta novela no es posible pensar en esa bella idea de la ética que proyectamos hacia el mundo y en cuyos brazos dormimos tranquilamente porque nos arropa con sus conceptos. No aquí; por desgracia, apenas surgimos en este mundo narrativo a contemplar y ya nos sentimos sucios. No es el texto apaciblemente distante que nos presenta un narrador omnisciente que explica qué pasa, qué sienten los personajes, qué acontecerá. Lo que esta novela dice es: no hay inocentes. Eso, por otra parte, ya lo sabíamos. Pero aquí hasta la gente amable tiene su dosis de culpa. Aquel patrón que contrata a la joven Violet y que se desvive en atenciones: él, por el mismo hecho de ser amable abre la puerta al potencial abuso. Esas confianzas entre patrón y empleada, tan peligrosas. Y Violet, como cualquier otra trabajadora doméstica, conoce los olores, los fluidos, las costumbres, los ruidos, de aquel simpático ausente cuya presencia acecha en todas sus posesiones. Ya estamos manchados porque las relaciones sociales nos atraviesan aun antes de actuar, por el solo hecho de encarnar en una posición en el mundo. Esos feos olores que desprenden todas las relaciones humanas cuando se encuentran enmarcadas en una sociedaddesigual. Todo eso se respira hasta en las acciones bondadosas. Cuando hacemos el bien, ¿de qué queremos que nos disculpen? No compré esta novela para ser interrogado, podría aducir cualquiera. Pero entonces, comenzaría ese largo debate sobre el papel del arte, al cual generalmente salimos al paso diciendo que está bien que la literatura sea un reflejo social, etc., etc. Hasta la amabilidad con los negros, si se es blanco, puede encubrir algo. Violet, incluso, comienza a mandar dinero de manera anónima a la familia del joven asesinado; pero, ¿lo hace por bondad, lo hace por lavar su conciencia? Quizá lo mejor sea la indiferencia, elegir sólo lo necesario para no pensar demasiado en la ética, porque ya entonces su reflexión comienza a lastimar. Una vez que la conciencia abre los ojos, no los cierra. Y eso no es algo que cualquiera pueda soportar. Así que una de las consecuencias podría ser: hacer el bien, adoptarperros, compartir anuncios de ayuda en las redes sociales. Pero entonces, uno no terminaría nunca, tendría que contar con varias sucursales de uno mismo para hacer un trabajo medianamente digno.No habría tiempo para vivir si uno se dedica seriamente a cubrir su deuda con la étia. Un chorrito de agua para diluir el amargo sabor de la culpa. Violet, a lo largo de los años, los que van desde su infancia hasta su juventud, pretende guardar su idea de familia sin imaginar que el tiempo la ha destruido cruelmente. Cuando vuelve, muchos años más tarde, para enfrentarse a su pasado, sólo encuentra personalidades destruidas, y eso entre aquellas que aún viven. Uno de sus hermanos ha muerto en la cárcel, murió su padre… Quedan despojos de una familia. Por algún motivo, su involuntaria delación la salva, le da la posibilidad de tomar las piezas de ella misma para construirse por su cuenta. Violet, en algún momento, trabaja como empleada doméstica, limpia la suciedad. No sabemos en dónde la deposita. Me imagino que la suciedad del mundo la guarda debajo de ella, quien sirve como un tapete a los demás. Esta novela no se distingue por ser “teórica”. Por el contrario, las reflexiones las debe uno de exprimir de ese entramado sucio. Por esa razón no huelen bien, manchan a quien las realiza. No edifica, no limpia. Desde hace muchos años que quería leer a Joyce Carol Oates, la veía en todas las listas de los candidatos al Nobel, como si hiciera fila eternamente. Sería para mí una de las grandes alegrías que ella distinguiera ese premio con su nombre.

 

Joyce Carol Oates. Delatora / My Life as a Rat (2019), tr. José Luis López Muñoz. México, Alfaguara, 2021.

lunes, 13 de septiembre de 2021

Vida de Goethe, de Alfonso Reyes



 

No es el último tomo de las obras completas de Alfonso Reyes el de lectura más apasionante. Él mismo, en una de tantas páginas dedica uno de sus artículos a explicar la falta de interés de los nuevos tiempos por el autor del Fausto. Eso no quita que Reyes se haya visto en él cotidianamente, como en un deseado espejo, aquel que sería bueno que lo reflejara. Si uno pudiera ser como Goethe: universal, curioso, importante en todos los campos, enamorado y galante correspondido, centro de todas las reuniones, consentido del príncipe… En fin, yo no haré la comparación de ambos personajes. Los dos se sumergieron en la Antigüedad para empaparse de referencias. Sólo que este aspecto de la obra de Reyes tal vez sea, en efecto, el más desconocido, el que requiere de más esfuerzo para ser comprendido. Sin embargo, Harold Bloom parece completar esta idea, cuando dice en su Canon occidental que de los grandes autores de occidente Goethe es el menos cercano a nuestra sensibilidad: es un autor más importante para los muertos que para los vivos. Sería más importante para Reyes que para nosotros. No sé si me caerá un rayo fulminante después de escribir estas palabras. Como quiera, no soy digno de ningún tour por el Infierno, esas cosas le van mejor a la aristocracia poética. Tampoco es mi intención preguntarme cómo escribió sus libros sobre Goethe, qué tradujo, qué fuentes tuvo, sobre qué autores parece navegar con tanta seguridad. Mejor abro el libro al azar, como un oráculo, para preguntarle si quiere decirme algo en concreto. Parece que nada nuevo… En la página 421 dice que quiere insistir en el papel de la simetría en Goethe. Casualmente, me había llemado la atención el mismo tema cuando leí el primero de los tomos de Reyes, Reyes, también simétrico: sería fácil sustentarlo. Sus primeros enayos y los últimos se parecen, su obra parece dar una vuelta para comenzar donde empezó, como en una especie de culminación. Decía Reyes en su juventud que simetría es superstición: invocación a los poderes de los números, intento de hacer de la idea una perfección inmóvil. En ese sentido, la idea de “obras completas” es una manera de hacer de la idea que fluye un texto definitivo. Aquello que fue en otros tiempos la inquietud de la vida se convierte en una imagen de la muerte. O al menos en joya que debe de irse a extraer de pesados tomos. Se pierde aquella sensación que la idea que se va forjando. Sin embargo, en el momento indicado esa idea aparentemente glaciar puede volver a fluir. ¿Cuál sería la enseñanza de Goethe? Al menos una: ante cada fenómeno nuevo, dar con una nueva representación moral. No morir cada vez que el mundo cambia, sino que aquello nuevo que se agrega al yo haga variar la sustancia preexistente. Es a lo que llamaban entonces “el Espíritu”, la construcción de esa cultura a la que se agregan siempre nuevas sustancias, incluso las más dañinas. La meta sería mantener fuerte el espíritu aun cuando se le agregue una cucharadita de Historia Universal cada mañana. Hay más consejos, numerosos consejos, en este libro, por ejemplo: cada paso debe de ser al mismo tiempo un paso y una meta. Conclusión alfonsina: se debe de dialogar con el presente luego de un baño en la cultura universal.

 

Alfonso Reyes. Vida de Goethe / Rumbo a Goethe / Trayectoria de Goethe / Escolios Goethianos / Teoría de la sanción. México, FCE, 1993. (Obras completas, XXVI)

jueves, 2 de septiembre de 2021

El capital, libro I, capítulo VI (inédito), de Karl Marx


 

A estas alturas de la vida, no sé cómo leer a Karl Marx (1818-1883): si comparando las numerosas traducciones de un mismo pasaje, o bien acompañado de alguno de sus expositores. Tal vez sea mejor leer a los más modernos, los que intentan devolvernos un pensamiento que sobrevive a los naufragios aparentes. O quizá, intentar el regreso a los primeros que lo leyeron, los que estuvieron cerca de su pensamiento y su acción. U olvidar todo lo anterior, aunque sea imposible, y decirle adiós a todos antes de entrar cuenta propia en el bosque (no llegaré muy lejos por mi propio pie) con solo un lápiz. Mi lectura personal es una mezcla de todas las anteriores, aunque para entenderlo bien me falten bastantes referencias. Él dejó escrito este texto como un puente que comunicaba el primer volumen del Capital con el siguiente: un resumen de sus ideas en torno a la mercancía. La mercancía vista en cuanto mercancía es ya un sueño delirante, de donde se extraen derivaciones interminables. Lo cual nos hace mirar todo como una mercancía con sus diferentes formas de valor: el amor, la literatura, el placer e, incluso, el estilo literario. Refiriéndose al estilo, Louis-Ferdinand Céline dijo: “Es lo que vendo”. Si esto es así, convendría hacer crítica del estilo en cuanto mercancía, pero yo quisiera ahora algo ligeramente distinto, que es: mirar el estilo de Marx en cuanto manera de pensar: qué tiene de particular su percepción del mundo y cómo eso se cuela en una manera de escribir. ¿Es posible verlo? ¿Un pensamiento que puede influir artísticamente así como Nietzsche lo hizo sin querer en numerosos artistas? El pensamiento nietzscheano es un fluido que puede dejar la formulación verbal para circular por otros tipos de arte, como la pintura o la escultura. En el caso de Marx, me figuro una influencia eminentemente verbal, una forma de concebir el flujo del pensamiento como una transfiguración de lo particular en lo abstracto, y visceversa. Un método que conceptualiza una fuerza existente en la realidad y la sigue aun cuando tome una forma abstracta: la existencia del plusvalor depende de que esta noción se extraiga de la realidad, se introduzca nuevamente en ella, se conserve invisible y se manifieste continuamente al grado de que releer la realidad sin tomarla en cuenta la figure incompleta. El dinero, del mismo modo, contiene una suma de valores de cambio concretados en una sustancia simbólica. Naturalmente, hay una concepción del mundo en que el hombre pugna por la libertad (en constante pugna por concebirla, inicialmente) contra una sociedad que lo impide. No lo impide conscientemente: ella sigue sus propias leyes y, al seguirlas, hace de un ser humano su objeto. Eso es siempre claro al hablar de marxismo, pero quizá, para seguir esos “fluidos” del ser, se requiera de la poesía, de cierto tipo de poesía en movimiento, es decir: en transformación. Una constante lucha en que el escritor pretende descomponer el ente en fuerzas, pero ellas (no queda de otra) se resuelven para manifestarse en forma de existencia.

 

Karl Marx. El capital, libro I, capítulo VI (inédito) (1971) / Das Kapital, erstes buch, der produktionsprozess des kapitals. Sechstes kapitel, resultate des unmittelbaren produktionsprozess, presentación de José Arico, traducción y notas de Pedro Scarón. 8ª ed. México, Siglo XXI, 1980.

sábado, 7 de agosto de 2021

Nahui Olin. La mirada infinita



 

Cómo será eso de morir de belleza. Jorge Luis Borges refería que su amigo Rafael Cansinos Assens, quien vivía abrumado por ella, formuló esta extraña plegaria: “¡Oh, Señor, que no haya tanta belleza!” Cómo duelen de pronto los esplendorosos ojos que revuelan frente a uno, por las calles, como en parvada. Sobre todo, en aquellos en que no nos sumergiremos nunca. Hubo unos ojos verdes, oreados de belleza, que fascinaron una época. Fueron como una ventana que se abrió para inundar mil novecientos veintiocho con su luz. Lo que miraron los ojos de Nahui Olin (1893-1978) se llenó de intensos colores: el teatro Lírico, la plaza de toros, los salones de baile… Miró desde perspectivas vertiginosas, a veces es una mirada que parece volar al lado del Dr. Atl. Abro el libro de sus obras al azar, veo su rostro en una xilografía, el cual a su vez me mira en un ángulo oblicuo, ocultando uno de sus ojos, lo cual me recuerda que es tan importante lo que muestra como lo que oculta. Al pintar, encubría. En vida y en obra hay misterio, algo que no se revela: una forma del encubrimiento. De hecho, mucho de lo que sabemos de ella nos llega como una resonancia de unas palabras que no se sabe cuándo se produjeron. Se sabe, se afirma, se cree saber que Nahui vio a Manuel Rodríguez Lozano en un baile y le pidió a su padre, el general Manuel Mondragón, casarse con él. La familia completa se exilió en San Sebastián, España (el general había participado en la usurpación huertista): Nahui y Rodríguez Lozano volverían divorciados y el odio mutuo se prolongaría toda la vida. Se pensaba que su hijo había muerto en Europa, hasta que hace poco fue encontrada el acta de defunción levantada en la Ciudad de México, antes del exilio. Así que si puede pisarse en el terreno firme de la obra pictórica, no ocurre así en los aspectos biográficos que rodean vaporosamente una obra desordenadamente dispuesta. Pisaré sobre terreno aparentemente seguro. En estas páginas se levanta de Nahui el velo biográfico para mirar la obra, el mecanismo artístico de su producción. Un mecanismo curiosamente matemático y astronómico. Un mundo científico que curiosamente sigue un camino de degradescencia energética, que va de la energía del cosmos, se vuelve energía sexual y encarna en las formas rosadas de los amantes o en las redondeces del mundo. Hay algo en toda la obra de Nahui que se mueve, en la memoria las ramas de sus árboles se mecen. En sus cuadros las cosas están transcurriendo. Y esos ojos, ¿son pararrayos? Concentran el universo y lo articulan. Tienen atmósfera, meridianos, solsticios. Hay aquí una trampa para el ojo: no olvidemos que la obra de arte aquí se llama Nahui Olín, lo que quiere decir que lo que admiramos en estas obras se llama de este modo, tiene esta corporalidad y esta personalidad. Como sea, atrae nuestra atención y la coloca en el centro, así sea en un autorretrato o en una fotografía. Como si dijera: el arte soy yo. Arte en todas sus manifestaciones, en la vida y hasta en el sueño. Su principal conocedor, Tomás Zurián, guarda nada menos que el pelo de esta artista en una cajita de cristal. Me contó que cuando la obtuvo, soñaba que la trenza de la artista salía de su caja, volaba por los pasillos e intentaba ahorcarlo. Conque Nahui aún concentra las fuerzas cósmicas para deambular por las pesadillas.

 

Nahui Olin. La mirada infinita. México, INBA, 2018.

domingo, 27 de junio de 2021

La fama no se lo encontró mientras él vivía… (La vida de John Kennedy Toole)

 


 

Tengo como regla propia no continuar la lectura de un tema. Al terminar un libro, el siguiente debe de ser completamente distinto. Sin embargo, en este caso no me pude resistir. Mientras leía La conjura de los neciosla divertida novela de John Kennedy Toole, me preguntaba por la historia detrás del libro. Tiene que ser fascinante, interesante, o cuando menos trágica. Porque sabemos que Toole decidió quitarse la vida luego de que un editor rechazara publicar esta obra a la que dedicara tantos esfuerzos. No obstante, en este libro, su biógrafo más autorizado nos dice que podría no ser exactamente así. En realidad, el editor no le cerró definitivamente la puerta de la publicación: le hizo señalamientos que podrían mejorar el libro, pero Toole no hizo caso. Antes que atenderlos, decidió abandonarlo y no darle el acabado final. Se hizo a la idea de que la editorial le había mostrado su novela a otro autor, el cual habría plagiado su historia. No estaba desencaminado del todo, porque existió por entonces una novela con inquietantes similitudes, pero no tantas que uno pudiera pensar que La conjura de los necios fuera plagiada. (La novela con tan asombrosos parecidos era Supergusano, de George Deaux, en que un profesor de Historia que odia los tiempos modernos viste con un traje de superhéroe confeccionado por él mismo). Lo que sucedió es que las semillas de la locura comenzaron a brotar en los prados de su mente. Este admirado maestro de inglés comenzó a sentir de pronto que sus alumnas lo perseguían en sus autos, mientras el manejaba. El mundo se volvió agobiante para un autor que merecía tener un horizonte más amplio. A unas cuantas calles de distancia, en los días de juventud, se encontraban Jack Kerouac y Allen Ginsberg, pero desafortunadamente no se encontraron. ¿Qué habrían pensado de este joven que estaba llamado a ocupar un alto lugar en la literatura de Nueva Orleans? Nos sentiríamos desazonados si ellos tampoco hubieran notado su talento. Es que tal vez los que estaban llamados a reconocerlo todavía no existían del todo. Tendría primero que tomar la decisión de salir un día de su casa, luego de una discusión con su madre, tomar su coche para hacer un viaje solitario por el sur de los Estados Unidos, volver luego de varias semanas hasta un solar cercano a su casa y suicidarse con el humo de su propio auto. Su madre, Thelma Toole, tendría que encontrar la novela de su hijo en una caja de zapatos y leerla. Sería entonces la primera en asombrarse de una larguísima lista de lectores. Creo que la historia la conocemos: Thelma fue de editor en editor, hasta que una universidad decidió publicar la novela de un joven autor muerto a los 31 años por lo que, por primera vez, el premio Pulitzer se otorgó a un autor desconocido además de muerto. Su madre dedicó el resto de su vida a hablar de su hijo: tocaba el piano en las presentaciones, vestía extravagantemente, decía que era maestra de dicción y declamaba al finalizar. No, no le importaba la sorna de los demás, asistía con todo gusto como invitada a los desfiles de la ciudad. Murió feliz de haber conseguido la eternidad literaria para su hijo. No obstante, uno se pregunta después de leer ambos libros, ¿cómo es que a una novela absolutamente alegre le corresponde una biografía llena de tristeza?

 

Cory MacLauchlin. Una mariposa en la máquina de escribir. La vida trágica de John Kennedy Toole y la extraordinaria historia de “La conjura de los necios” / Butterfly in the Typewriter (2012), tr. Daniel Najmías. Barcelona, Anagrama, 2015. (Biblioteca de la Memoria, 33)

sábado, 26 de junio de 2021

La conjura de los necios, de John Kennedy Toole

  


La conjura de los necios, la más divertida de las novelas… Pero, si es tan divertida, ¿cómo te explicas el suicidio de su autor, el joven John Kennedy Toole (1937-1969), envenenado por los humos de su propio automóvil? No sé qué ideas tengas en torno a los suicidas, pero tal vez en su novela haya indicios de ese destino. Habría que saber las condiciones en que la escribió, a lo largo de un año en Puerto Rico, donde daba clases de inglés a jóvenes soldados. Es que se trata del caso paradigmático del autor que no resistió la negativa de un editor que rechazó su manuscrito. Sin duda, era una obra de amor a su natal Nueva Orleans, representado en un personaje no tan adorable: Ignatius Reilly, el joven que sufre el duro destino de abandonar sus apacibles estudios caseros sobre la Edad Media con el fin de buscar trabajo. Ignatius es egoísta, inmaduro y petulante, pero precisamente la certeza de que no habremos de cruzarnos nunca con él lo vuelve tan simpático. De pronto, debe de comenzar a trabajar para ayudar a su madre en lugar de seguir llenando el piso de la habitación con papelitos llenos de reflexiones en torno al mundo medieval –fragmentos de una obra que nunca habrá de fructificar. Los sucesivos trabajos que logra encontrar son: responsable del archivo en la fábrica de ropa Levy Pants y encargado de un carrito de hotdogs, en Vendedores Paraíso. Aunque lo despidan del primero de estos empleos, lo importante es tener conciencia de que uno viaja en una rueda girada por la Fortuna, como bien dice Boecio; rueda que a veces nos asciende y otras, nos sumerge en la desgracia. Ojalá todos leyeran a Boecio y su Consolación de la filosofía. De hecho, en la novela lo leen, desde el policía hasta la bailarina del bar de mala muerte del Barrio Francés. Desafortunadamente, no todos en este mundo son capaces de extraer buenas lecciones de sus enseñanzas. Bien, ¿pero has encontrado ya en esta novela los presagios funestos? Tal vez; es posible que se encuentren en ese grueso muro que separa a los personajes. Todos están solos, todos tienen un monólogo obsesivo que los aísla de los demás. En esta pieza trágica (Ignatius no le encuentra lo chistoso a su situación), nadie mira los problemas de la persona de junto. Todo es hablar de uno mismo, es el naufragio en la propia circunstancia. Aunque es justo decir que Irene, la madre de Ignatius, logra salvarse. Primero consigue amigos y luego, un novio algo obsesionado con los comunistas, pero a fin de cuentas hay más cosas en la vida que estar pensando en eso. Si van al cine, si salen a pasear –¡ya veras, Irene!–, se irá olvidando de los comunistas. E Ignatius…, bueno, él también se salva: cuando está a punto de alcanzarlo el destino en la forma de una estancia en el hospital psiquiátrico, su antigua novia aparece para darle una segunda oportunidad, cambiando el rumbo descendente de la rueda de la Fortuna. Por otra parte, se ha comparado esta novela con Don Quijote y con Gargantúa, pero yo miro un momento digno de Dostoyevski (si es que Dostoyevski hubiera conocido Nueva Orleans). Ahí en algún pasaje del libro aparece, entra por una puertita, la señorita Trixie, una octogenaria que trabaja en Levy Pants, que sólo quiere jubilarse. A veces, despierta de entre las brumas de la decrepitud para preguntar: “¿Ya estoy jubilada?” No, todavía no, señorita Trixie, usted es una mujer que debe de sentirse útil. Cuando habla con Ignatius, lo llama: “Gloria”, porque nunca se entera de que su anterior compañera de trabajo ha sido sustituida. ¿Quién diría que en ella, precisamente, aparece el deseo de la venganza? Cuando se da cuenta de que tiene el poder de desquitarse de aquellos que han impedido su jubilación, su espíritu se asoma al umbral de la conciencia para gozar. Al final, el mundo se le ha rendido a esta novela que se reedita y se lee en todos los idiomas. Me temo, John Kennedy Toole, que, aquí, fue otro el que no entendió las útiles enseñanzas de Boecio, padre de los escolásticos.

 

John Kennedy Toole. La conjura de los necios / A Confederacy of Dunces (1980), tr. J.M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez, 1ª ed en “Compactos 50”. Barcelona, Anagrama, 2019. (Col. Compactos 50, 7)

sábado, 19 de junio de 2021

En ruta hacia “La suave patria”



En ruta hacia “La suave patria”

 

 

I. De Aquiles a Virgilio

 

Curiosamente, la historia que terminó en abril de 1921, en la antigua Avenida Jalisco 71, comenzó con las bodas de Tetis y Peleo. Tetis, la hermosa nereida, hija de Nereo y de Dóride, era sin embargo, una divinidad marina inaccesible al amor de los dioses, pues Prometeo había profetizado que si nacía un hijo de la unión de un inmortal con ella, estaría destinado a derrocar a Zeus. Por esta causa, estaba destinada a casarse sólo con un mortal. Quirón, el más sabio de los centauros, supo de esta profecía, y le aconsejó a su protegido Peleo que buscara casarse con ella. Pero Tetis, que tenía la facultad de cambiar de forma, no se iba a entregar fácilmente. Peleo fue a su encuentro con el consejo de sujetarla con fuerza pasara lo que pasara; cuando ella se transformó en calamar, la tomó por uno de los tentáculos y no la soltó ni siquiera cuando tomó la forma de un jabalí, de un león, de una cobra, ni cuando ella se transformó en fuego para quemarlo. Rendida, retomó su forma natural, y fue poseída por Peleo.

Sus bodas se celebraron en el monte Pelión, en cuyas grutas vivía Quirón. Toda la nobleza griega así como los dioses fueron invitados, con excepción de Eris, la discordia. Ofendida, se dirigió hasta el Occidente extremo, en donde las Hespérides, las ninfas del ocaso, custodiaban el jardín en el que crecían las manzanas de oro, el regalo que había hecho la Tierra a Hera por su boda con Zeus. Del jardín tomó una manzana, en la cual grabó: Para la más bella, y la arrojó en medio de la fiesta. Hermes leyó en voz alta la inscripción, la cual despertó los celos de las tres diosas que se jactaban de ser las más bellas, Atenea, Hera y Afrodita.

Ni siquiera Zeus se atrevió a mediar entre las diosas, por lo que pidió que lo hiciera un pastor llamado Paris, famoso por su buen juicio. El padre de los dioses mandó a Hermes para que condujera a las tres diosas al monte Ida, en donde vivía Paris. Cada una, como se sabe, le ofreció un don: Hera le prometió dominar Asia completa; Atenea, la victoria en todos los combates; y Afrodita, el amor de la mujer más bella del mundo: Helena de Esparta, esposa del rey Menelao.

Paris llevó a Helena a la ciudad de Troya, luego de haberla raptado¿Pero cuál era la historia de Paris? Era el hijo de Príamo y Hécuba, los reyes de Troya, sólo que durante muchos años fue creído muerto. Cuando nació, su madre soñó que daba a luz una antorcha que prendía fuego a Troya. Ésaco, el primogénito explicó que ese sueño significaba que el recién nacido sería la causa de la destrucción de la ciudad. Así que Príamo decidió que su hijo fuera asesinado, pero Hécuba decidió regalarlo a unos pastores. Pasados los años, cuando era joven pastor, unos representantes del rey, se presentaron a arrebatarle un toro de su propiedad, paradójicamente para usarlo como premio en unos juegos instaurados en su honor. Su padre lo creía muerto y realizaba honores en su memoria. Paris se presentó a concursar para recuperar su toro y venció. Pero su hermano, Deifobo, furioso por haber perdido, quiso matarlo. Fue entonces, que su otra hermana, la profetisa Casandra, lo reconoció y Príamo, feliz, se reencontró con su hijo.

Hay una tradición que dice que Afrodita ordenó a su hijo Eneas (el cual tuvo con el príncipe Anquises) para que acompañara a Paris a Esparta, en busca de Helena. Eneas, troyano como Paris, tuvo un papel modesto en la guerra de Troya. Ya albergaba un odio por Aquiles; en una ocasión  en que apacentaba a sus ovejas (mucho tiempo antes del rapto de Helena), fue atacado sin motivo por el hijo de Peleo. Más adelante, durante el sitio de años a Troya, Eneas sobrevivió a muchas batallas, ya que estaba favorecido por Zeus, Apolo, Afrodita y Poseidón. Homero no cuenta estos hechos –la Ilíada relata sólo unos días del décimo año de la guerra, y, concretamente, la furia de Aquiles por la muerte de su amado Patroclo–, pero se conocen vasijas griegas que, desde el siglo VI a. de C., representan a Eneas cargando a su padre, Anquises, para sacarlo de la Troya devastada.

Eneas logró llegar a Cartago, en donde la reina Dido se enamoró de él y le pidió que se quedara. Pero Hermes se le apareció para recordarle que su misión era continuar su viaje a Italia. Entonces, desesperada, Dido se suicidó –no sin antes maldecir a Eneas y a su descendencia. (Esta historia es además, la explicación mítica de las guerras púnicas, entre Roma y Cartago, entre los años 264 y 146 a. de C., las cuales tenían como causa la paulatina expansión de Roma por el Mediterráneo.) En su camino a Italia, descendió a los infiernos, y ahí encontró a Anquises, su muerto padre, quien le reveló que su destino sería fundar un imperio. El destino final de Eneas fue el Lacio, la región que gobernaba el rey Latino, padre de Lavinia, quien a su vez se encontraba prometida a rey de los rútulos, Turno. Latino fue avisado por un oráculo que Eneas desposaría a su hija y que con ella fundaría un imperio, por lo que decidió terminar el compromiso con Turno. Por esta causa comenzó una larga guerra que terminó cuando Zeus le dio la victoria a Eneas.

Eneas fue el héroe central de Roma. Gracias a él, los romanos tenían una relación con la antigua Grecia, se convertían en los herederos de la cultura helénica por vía de Eneas. Troya cayó en el año 1184 a. de C., y Roma fue fundada finalmente en 753 a. de C. Es decir que pasaron más de cuatro siglos entre ambos hechos. Pero todavía pasaron más siglos para que Eneas volviera a ocupar un sitio prominente en Roma; me refiero al asesinato de Julio César, el 15 de marzo de 44 a. de C., realizado por Bruto y por Casio, los cuales se oponían a la excesiva concentración de facultades en una sola persona. En su testamento secreto, Julio César había nombrado heredero a Octavio, su sobrino nieto.

Ante el cuerpo ensangrentado de César, Marco Antonio pronunció un discurso que causó la indignación del pueblo, pues levantó la túnica que cubría su cuerpo y mostró las 23 heridas que le habían realizado al asesinarlo. Fue tanta la furia popular que Bruto y Casio tuvieron que huir a Oriente. Entonces, Octavio mandó a Marco Antonio a que persiguiera a los asesinos de César. Luego de cercarlos, Bruto se vio obligado a suicidarse; aunque Casio huyó, poco después también se suicidó. Mientras tanto, Octavio había formado un triunvirato para gobernar Roma, junto con Marco Antonio y Lépido –un cónsul que había sido cercano a Julio César. Pero Marco Antonio, en lugar de regresar a Roma, viajó a Egipto, en donde intentó realizar una alianza con la reina Cleopatra, antigua amante de Julio César. Marco Antonio ya no pensó en volver a Roma, pues se había enamorado de Cleopatra, con la que tuvo tres hijos. Octavio, entonces se vio con fuerzas para desterrar a Lépido. Luego prosiguió su persecución de Marco Antonio, quien sólo pudo resistir un día al cerco de Octavio. Además, con la noticia falsa de que Cleopatra se había suicidado, decidió matarse arrojándose sobre su propia espada. Antes de morir fue llevado ante Cleopatra, por lo que pudo morir entre sus brazos. Antes de suicidarse ella también –con la mordida de una cobra–, la reina le escribió una carta a Octavio en la que le pedía que la enterrara junto con Marco Antonio. Octavio aceptó y enterró a los amantes en una tumba cuya localización permanece secreta hasta hoy.

Una vez que Octavio se quedó con el poder absoluto del Imperio, cambió su nombre por el de César Augusto (27 a. de C.). Entonces, resucitó la figura de Eneas, volvió a ella para contar su propia historia, pues se consideraba descendiente de Eneas y de los fundadores de la ciudad, Rómulo y Remo. Para justificar su existencia en el mundo, su descendencia del fundador de Roma, de los antiguos troyanos y, en última instancia, de la diosa Afrodita, la ganadora de la manzana de la discordia, César Augusto llamó a Virgilio y le encargó que contara la historia de Eneas, en un poema que exaltara su improbable ascendencia.

 

 

II. De la provincia romana a la suave patria

 

Virgilio (70-19 a. de C.) dedicó once años –en Sicilia y en Campania– a escribir la Eneida (del 29 al 19 a. de C.). Por las mañanas escribía muchos versos, los cuales iba puliendo a lo largo del día, de tal manera que por la tarde quedaban unos pocos. Según Tiberio Claudio Donato, su biógrafo, Virgilio decía que hacía con los versos lo que las osas con sus cachorros, que los paren sin forma y sin distinción de miembros, y que lamiéndolos les dan forma. Se piensa que iba versificando un guión en prosa, más o menos detallado, pues a veces vuelven a aparecer personajes ya muertos. Tenía fama de leer con suavidad y con gracia su propia obra, por lo que Cicerón, quien lo escuchó en una ocasión, exclamó: “¡Segunda esperanza de la poderosa Roma!” Esta frase la colocó en el libro XII de la Eneida. Una vez que el poema estuvo listo, Propercio escribió: “¡Dejad paso, escritores romanos; dejad paso, griegos: está naciendo algo más grande que la Ilíada!”

En cierta ocasión, César Augusto le escribió para pedirle a Virgilio que le mandara un fragmento de la obra para poderla leer, pero el poeta aún no se sentía contento con las partes que llevaba. Pasó mucho tiempo antes de que se decidiera a visitar al Emperador y leerle un fragmento. Finalmente, se presentó y leyó en una sola sesión el segundo, el cuarto y el sexto libro, en presencia del Emperador y de su hermana, Octavia. Al llegar a la parte en que se habla de Marcelo, el fallecido sobrino de César Augusto, hijo de Octavia, fue tanta la impresión que se cuenta que ella se desmayó. Vuelta en sí, mandó que se le dieran a Virgilio cien sestercios  por cada uno de los versos que había recitado.

Sin embargo, el autor no se sentía satisfecho con su obra y decidió viajar a Grecia para saber si su poema era fidedigno. Luego de tres años de estancia en Atenas, se encontró con César Augusto, y decidieron regresar juntos a Roma. Pero en el camino, Virgilio enfermó gravemente de una insolación por lo que tuvo que dejar el barco en el puerto de Brindisi, región de Calabria, en donde murió a los pocos días. Durante su agonía, Virgilio le pidió a dos poetas que iban con él, Tuca y Varo, que quemaran todos sus papeles. Pero viendo que César Augusto no lo iba a permitir, pidió que no se le agregara ni una palabra a lo que había escrito, y que si había versos incompletos, que se quedaran así. Cuando escribió la Eneída había dejado varios versos con un solo hemistiquio, pues pensaba pulir el poema y completar los hemistiquios faltantes. Finalmente, dictó su propio epitafio, en el que declara su deseo de ser enterrado en Parténope hoy Nápoles): “Mantua me dio la vida, Calabria me la robó; me guarda ahora Parténope. He cantado los pastos, los campos y a los mandatarios”.

Virgilio, en efecto, había cantado los pastos y los campos. Siendo protegido de César Augusto desde muy joven, comenzó a escribir poesía. Primero dedicó varios años a ensayar la versificación en obras menores, pero luego dedicó tres años a escribir las Bucólicas, diálogos pastoriles inspirados en la obra del poeta griego Teócrito (310-260 a. de C.). La poesía de tema pastoril ha significado desde entonces una idealización de las labores cotidianas del campo: los pastores en comunión con una naturaleza pródiga, una literatura que intenta conciliar la vida intelectual con la del trabajo agrícola. Mecenas, amigo y consejero de César Augusto, protegió a poetas como Virgilio, Horacio y Propercio, y los reunía en el palacio del Esquilino. Mecenas, que no tenía talento para escribir, sabía reconocerlo, así que sugirió a Virgilio una glosa de los trabajos del campo. A este poema dedicó el poeta siete años de trabajo. Apenas dos años antes de que Virgilio empezara a escribir las Geórgicas, César Augusto había vencido a Cleopatra y a Marco Antonio, es decir que Alejandría comenzaba a abandonar sus aspiraciones de dominio universal. Joël Schmidt, en su texto “La ideología romana: la ciudad ecuménica” afirma que apenas un poco antes Cicerón recomendaba el “ocio” filosófico frente al menospreciado trabajo de las tierras. Virgilio representaba la expresión ideológica del regreso a la tierra: “Al exaltar el trabajo del labrador, al volver a dar a los romanos el gusto por lo campestre y los campos, propios de sus ancestros, al evocar al pequeño campesinado, Virgilio trabaja a su manera, en las Geórgicas, por la salvación de la patria romana”.

El íncipit la Eneida es célebre: Ille ego, qui quondam gracili modulatus avena… En la versión en prosa de Eugenio de Ochoa, los primeros versos dicen lo siguiente: “Yo, aquel que en otro tiempo modulé cantares al son de leve avena, y dejando luego las selvas obligué a los vecinos campos a que obedeciesen al labrador, aunque avariento, obra grata a los agricultores, ahora canto las terribles armas de Marte y el varón que, huyendo de las riberas de Troya por el rigor de los hados, pisó el primero la Italia y las costas Lavinias.”

Aunque Virgilio declara que se aparta de sus temas principales (la poesía pastoril y la didáctica) y que se dedicará a cantar a las armas de Marte, en realidad consumaba el discurso ideológico del largo reinado de cuarenta años que fue el de César Augusto. Virgilio es el poeta del imperio, en cuya obra se retorna a la Edad de Oro, a la tierra original de la provincia romana. Los tres grandes momentos de su poesía se articulan; el pasado mítico de Augusto y el orden imperial que garantiza la paz del campo y de la gran economía agraria.

En México existe una tradición virgiliana remota. Alfonso Méndez Plancarte recoge, en su antología de Poetas novohispanos un poema del presbítero bachiller José López de Avilés, “Del debido recuerdo de agradecimiento a don fray Payo Enríquez de Ribera” (1684):

 

Yo, quien antiguamente de pasada

canté de Guadalupe en la Calzada…

 

Este poeta había hecho un poema a la Calzada de Guadalupe y posteriormente escribió un poema dedicado a este obispo-virrey que impulsó obras públicas en la capital de la Nueva España.

En el inicio de “La suave patria” –“Yo qué sólo canté…”– resuena una tradición que proviene de las bodas de Tetis y Peleo, y que circuló por la poesía de la Colonia y del siglo XIX. Fácilmente, este inicio podía ser interpretado por el régimen de Álvaro Obregón como el canto a un nacionalismo fuerte. Pero en el centro de este poema había un discurso opuesto al de Virgilio; no el imperio fuerte, sino la provincia sentimental, desgajada del centralismo político.

 

 

III. De López Velarde a sus resonancias clásicas

 

Nada me gustaría más que escribir y escribir sobre “La suave patria”, pero sólo me dedicaré a la primera estrofa. De todas formas, ya me ha llevado mucho espacio. Cuando el poeta afirma que sólo había dedicado su escritura al decoro íntimo no está diciendo precisamente la verdad, pues desde el principio había estado elaborando una visión de la provincia. Es cierto que prefiere de las mujeres el silencio y las virtudes católicas. Pero al mismo tiempo, esas vidas tienen un sentido en el marco de la vida de la provincia. Sus virtudes se marchitan según se acercan a la vida de la ciudad, como también lo dice en “La suave patria”: en el pueblo se vive como se vive “antes de saber del vicio”, ya que la provincia preserva los verdaderos valores de la nacionalidad. En los pueblos de fuera de la capital, quedaron vivos los recuerdos de las visitas de Maximiliano, quedan las costumbres regidas por la religión… De tal manera que, según escribe Gabriel Zaid, cuando pasen los días de la revolución, quedarán en la provincia los verdaderos valores nacionales: “Tanto en Europa como en México, la cultura católica, destronada como cultura oficial, se repliega a la provincia, como un Arca de Noé de los valores auténticos, mientras pasa el diluvio”. Aquí está esa primera estrofa a la que me refiero:

 

Yo que sólo cante de la exquisita

partitura del íntimo decoro,

alzo hoy la voz a la mitad del foro,

a la manera del tenor que imita

la gutural modulación del bajo

para cortar a la epopeya un gajo.

 

Como se puede ver, cantar una epopeya le queda grande a esta voz. Quizá no tiene ni la fuerza ni el color. Sólo la intención. Aunque eso significa que buscará los recursos necesarios, por ejemplo, utilizar sólo visiones parciales, un estilo no narrativo, pero sobre todo: no separarse de sí mismo, de su forma de aproximarse a cualquier tema. Es decir, una serie de imágenes que se transforman al mismo tiempo que se transforma el que las enuncia. Y luego, versos sintéticos de cuyas profundidades pueden salir nutridas referencias. Cortará un gajo solamente, lo que significa en primera instancia que no tendrá el tamaño ni la pretensión de Virgilio al cantar en la figura de Eneas a la historia de Roma. Pero “La suave patria”, sin decirlo claramente, tiene la pretensión de cantar a la historia de México en la figura de Cuauhtémoc. O por lo menos, es también una epopeya “incompleta” en el sentido de que no cuenta su historia, aunque le reconoce ser el abuelo de la nacionalidad. Cuarenta años antes de que López Velarde escribiera su poema,Ignacio Manuel Altamirano prologó el poema Cuauhtémoc de Eduardo Valle, y afirmaba que el último Emperador azteca era el héroe más valiente de la historia y de la literatura, y al que había que usar en la poesía para cimentar la nación.

La referencia a Virgilio tiene varias lecturas. La más evidente consiste en ver al poeta que es arrancado de su camino cotidiano por petición de un poderoso. Así como a Virgilio se le impuso La Eneida, a López Velarde se le impuso un poema para festejar la consumación de la Independencia. Pero a López Velarde no le impuso nada ningún poderoso, pues el poema se lo pidió José Vasconcelos por medio de José Gorostiza. Y tampoco dijo nada que no hubiera dicho antes, pues en su texto “Novedad de la patria” estaba el germen del poema. Quiero decir que si fue por encargo el poema, no era por encargo lo que el poeta dijo en el poema.

Me gusta la imagen que usa Zaid: la cultura católica puso en su propia Arca de Noé sus valores mientras pasaba el diluvio. Muy parecido al poema “Hoy como nunca”, en el que el poeta ve morir a Fuensanta, su amada. De pronto se opera una serie de transformaciones por las que el poeta se convierte en el paño que se coloca bajo los santos en las iglesias pobres (“un paño de ánimas”), un paño que se llena de la cera de las veladoras; luego, en la nave de una iglesia, dentro de la cual está un cadáver que no puede sacar a las calles del pueblo porque lo impide la lluvia. Afuera está un ciprés triste: se trata también del poeta, transformado en árbol. La lluvia, por su parte, en vez de escampar, arrecia. Se va convirtiendo en un diluvio, mientras que la iglesia que era el poeta se convierte en el arca de Noé, que flota sin rumbo, con su cadáver dentro… Noé mandó una paloma, luego de cuarenta días, para saber si, una vez detenida la lluvia, encontraba tierra firme. En su caso, la paloma llegó con una ramita de olivo. En el caso del poeta… bueno, se imaginarán que no ocurrió así, que ni siquiera podrá volver a ver al Sol, ni siquiera verá detenerse la lluvia, la tormenta se convertirá en cataratas; y él, sólo seguirá pronunciando sus exequias por la muerta mientras lo cubre el cielo fúnebre.

Ocurrió la mismo, exactamente, con el arca que conservaba sus valores, se hundió bajo la lluvia. Nada más alejado de mí que querer ir a rescatar valores católicos. Por mí que se queden bajo el desastre. Si regreso a esa arca es por sus valores poéticos. Por la parte de utopía que hay en ella. Una economía agraria, en efecto, como la de Virgilio, una Edad de Oro, un mundo en el que la naturaleza se manifiesta asombrosamente.

La patria como la experiencia de todos los días. Ése es, creo, el mensaje del poema. Ya llegará Plutarco Elías Calles a unificar los cientos de partidos que existían entonces, para formar uno solo, imbatible. Y ya se retomará el poema para acomodarlo a la forma del nacionalismo revolucionario de años después. Para hacerlo se tendrá que desoír al poema, ya que López Velarde habla de una experiencia intransferible, la de vivir día a día la propia vida. Leía el poeta a los autores belgas que entonces se preguntaban si Bélgica tenía su propia literatura o si se trataba sólo de un brazo de la literatura francesa. Esa identidad buscada por los belgas, distinta de Francia, inspiró a López Velarde. Si se quiere volver a la idea de Virgilio se verá que en este caso, la de López Velarde es la literatura de la provincia en contra de la metrópolis. Y no Virgilio cantando las glorias del Emperador.

En este caso, el Caudillo, Obregón, ni siquiera sabía de la existencia del poeta. Se enteró precisamente el día de su muerte, cuando llegó el diputado Juan de Dios Bojórquez, a darle la noticia. Obregón preguntó quién era López Velarde. Cuando escuchó “La suave patria” ofreció que el gobierno pagara las exequias y declaró luto nacional. No se conocieron como César Augusto y Virgilio. De hecho, López Velarde no conoció prácticamente a ningún poderoso… Sólo un día se encontró a Madero en el elevador. Quiso seguir a Carranza rumbo a Veracruz, pero como había quedado de verse con un poeta impuntual, Manuel de la Parra, en Buenavista, perdió el tren. De la Parra llegó tarde, cuando el tren se había ido. Y el jerezano… siguió trabajando en la Secretaría de Instrucción, con un puesto menor.

Eneas bajó a los infiernos, participó en una guerra. Todo lo sabemos por la máxima epopeya de Virgilio, el poeta siempre recompensado por el César. Cuando nació no faltaron señales en la tierra y en los sueños. Pero ¿el poeta de “La suave patria”? Un día llegaba a su casa y vio a sus hermanos menores, que habían organizado un velorio al ruiseñor de la casa, que había muerto. Para enterrarlo, habían tomado la caja de los carretes de hilo de su madre. Cuando el poeta preguntó qué hacían y supo que estaban velando al ruiseñor, se le cerró la garganta. Es el ave del poema, cuyo cadáver convertido ya en una manzana, es enterrado en las entrañas de la tierra:

 

Tus entrañas no niegan un asilo

para el ave que el párvulo sepulta

en una caja de carretes de hilo,

y nuestra juventud, llorando, oculta

dentro de ti el cadáver hecho poma

de aves que hablan nuestro mismo idioma.

 

Tenía más que decir sobre Ramón López Velarde, ahora que se cumplen 100 años de su muerte. Pero me contento con arrancarle un gajo.