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domingo, 27 de junio de 2021

La fama no se lo encontró mientras él vivía… (La vida de John Kennedy Toole)

 


 

Tengo como regla propia no continuar la lectura de un tema. Al terminar un libro, el siguiente debe de ser completamente distinto. Sin embargo, en este caso no me pude resistir. Mientras leía La conjura de los neciosla divertida novela de John Kennedy Toole, me preguntaba por la historia detrás del libro. Tiene que ser fascinante, interesante, o cuando menos trágica. Porque sabemos que Toole decidió quitarse la vida luego de que un editor rechazara publicar esta obra a la que dedicara tantos esfuerzos. No obstante, en este libro, su biógrafo más autorizado nos dice que podría no ser exactamente así. En realidad, el editor no le cerró definitivamente la puerta de la publicación: le hizo señalamientos que podrían mejorar el libro, pero Toole no hizo caso. Antes que atenderlos, decidió abandonarlo y no darle el acabado final. Se hizo a la idea de que la editorial le había mostrado su novela a otro autor, el cual habría plagiado su historia. No estaba desencaminado del todo, porque existió por entonces una novela con inquietantes similitudes, pero no tantas que uno pudiera pensar que La conjura de los necios fuera plagiada. (La novela con tan asombrosos parecidos era Supergusano, de George Deaux, en que un profesor de Historia que odia los tiempos modernos viste con un traje de superhéroe confeccionado por él mismo). Lo que sucedió es que las semillas de la locura comenzaron a brotar en los prados de su mente. Este admirado maestro de inglés comenzó a sentir de pronto que sus alumnas lo perseguían en sus autos, mientras el manejaba. El mundo se volvió agobiante para un autor que merecía tener un horizonte más amplio. A unas cuantas calles de distancia, en los días de juventud, se encontraban Jack Kerouac y Allen Ginsberg, pero desafortunadamente no se encontraron. ¿Qué habrían pensado de este joven que estaba llamado a ocupar un alto lugar en la literatura de Nueva Orleans? Nos sentiríamos desazonados si ellos tampoco hubieran notado su talento. Es que tal vez los que estaban llamados a reconocerlo todavía no existían del todo. Tendría primero que tomar la decisión de salir un día de su casa, luego de una discusión con su madre, tomar su coche para hacer un viaje solitario por el sur de los Estados Unidos, volver luego de varias semanas hasta un solar cercano a su casa y suicidarse con el humo de su propio auto. Su madre, Thelma Toole, tendría que encontrar la novela de su hijo en una caja de zapatos y leerla. Sería entonces la primera en asombrarse de una larguísima lista de lectores. Creo que la historia la conocemos: Thelma fue de editor en editor, hasta que una universidad decidió publicar la novela de un joven autor muerto a los 31 años por lo que, por primera vez, el premio Pulitzer se otorgó a un autor desconocido además de muerto. Su madre dedicó el resto de su vida a hablar de su hijo: tocaba el piano en las presentaciones, vestía extravagantemente, decía que era maestra de dicción y declamaba al finalizar. No, no le importaba la sorna de los demás, asistía con todo gusto como invitada a los desfiles de la ciudad. Murió feliz de haber conseguido la eternidad literaria para su hijo. No obstante, uno se pregunta después de leer ambos libros, ¿cómo es que a una novela absolutamente alegre le corresponde una biografía llena de tristeza?

 

Cory MacLauchlin. Una mariposa en la máquina de escribir. La vida trágica de John Kennedy Toole y la extraordinaria historia de “La conjura de los necios” / Butterfly in the Typewriter (2012), tr. Daniel Najmías. Barcelona, Anagrama, 2015. (Biblioteca de la Memoria, 33)

sábado, 26 de junio de 2021

La conjura de los necios, de John Kennedy Toole

  


La conjura de los necios, la más divertida de las novelas… Pero, si es tan divertida, ¿cómo te explicas el suicidio de su autor, el joven John Kennedy Toole (1937-1969), envenenado por los humos de su propio automóvil? No sé qué ideas tengas en torno a los suicidas, pero tal vez en su novela haya indicios de ese destino. Habría que saber las condiciones en que la escribió, a lo largo de un año en Puerto Rico, donde daba clases de inglés a jóvenes soldados. Es que se trata del caso paradigmático del autor que no resistió la negativa de un editor que rechazó su manuscrito. Sin duda, era una obra de amor a su natal Nueva Orleans, representado en un personaje no tan adorable: Ignatius Reilly, el joven que sufre el duro destino de abandonar sus apacibles estudios caseros sobre la Edad Media con el fin de buscar trabajo. Ignatius es egoísta, inmaduro y petulante, pero precisamente la certeza de que no habremos de cruzarnos nunca con él lo vuelve tan simpático. De pronto, debe de comenzar a trabajar para ayudar a su madre en lugar de seguir llenando el piso de la habitación con papelitos llenos de reflexiones en torno al mundo medieval –fragmentos de una obra que nunca habrá de fructificar. Los sucesivos trabajos que logra encontrar son: responsable del archivo en la fábrica de ropa Levy Pants y encargado de un carrito de hotdogs, en Vendedores Paraíso. Aunque lo despidan del primero de estos empleos, lo importante es tener conciencia de que uno viaja en una rueda girada por la Fortuna, como bien dice Boecio; rueda que a veces nos asciende y otras, nos sumerge en la desgracia. Ojalá todos leyeran a Boecio y su Consolación de la filosofía. De hecho, en la novela lo leen, desde el policía hasta la bailarina del bar de mala muerte del Barrio Francés. Desafortunadamente, no todos en este mundo son capaces de extraer buenas lecciones de sus enseñanzas. Bien, ¿pero has encontrado ya en esta novela los presagios funestos? Tal vez; es posible que se encuentren en ese grueso muro que separa a los personajes. Todos están solos, todos tienen un monólogo obsesivo que los aísla de los demás. En esta pieza trágica (Ignatius no le encuentra lo chistoso a su situación), nadie mira los problemas de la persona de junto. Todo es hablar de uno mismo, es el naufragio en la propia circunstancia. Aunque es justo decir que Irene, la madre de Ignatius, logra salvarse. Primero consigue amigos y luego, un novio algo obsesionado con los comunistas, pero a fin de cuentas hay más cosas en la vida que estar pensando en eso. Si van al cine, si salen a pasear –¡ya veras, Irene!–, se irá olvidando de los comunistas. E Ignatius…, bueno, él también se salva: cuando está a punto de alcanzarlo el destino en la forma de una estancia en el hospital psiquiátrico, su antigua novia aparece para darle una segunda oportunidad, cambiando el rumbo descendente de la rueda de la Fortuna. Por otra parte, se ha comparado esta novela con Don Quijote y con Gargantúa, pero yo miro un momento digno de Dostoyevski (si es que Dostoyevski hubiera conocido Nueva Orleans). Ahí en algún pasaje del libro aparece, entra por una puertita, la señorita Trixie, una octogenaria que trabaja en Levy Pants, que sólo quiere jubilarse. A veces, despierta de entre las brumas de la decrepitud para preguntar: “¿Ya estoy jubilada?” No, todavía no, señorita Trixie, usted es una mujer que debe de sentirse útil. Cuando habla con Ignatius, lo llama: “Gloria”, porque nunca se entera de que su anterior compañera de trabajo ha sido sustituida. ¿Quién diría que en ella, precisamente, aparece el deseo de la venganza? Cuando se da cuenta de que tiene el poder de desquitarse de aquellos que han impedido su jubilación, su espíritu se asoma al umbral de la conciencia para gozar. Al final, el mundo se le ha rendido a esta novela que se reedita y se lee en todos los idiomas. Me temo, John Kennedy Toole, que, aquí, fue otro el que no entendió las útiles enseñanzas de Boecio, padre de los escolásticos.

 

John Kennedy Toole. La conjura de los necios / A Confederacy of Dunces (1980), tr. J.M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez, 1ª ed en “Compactos 50”. Barcelona, Anagrama, 2019. (Col. Compactos 50, 7)

sábado, 19 de junio de 2021

En ruta hacia “La suave patria”



En ruta hacia “La suave patria”

 

 

I. De Aquiles a Virgilio

 

Curiosamente, la historia que terminó en abril de 1921, en la antigua Avenida Jalisco 71, comenzó con las bodas de Tetis y Peleo. Tetis, la hermosa nereida, hija de Nereo y de Dóride, era sin embargo, una divinidad marina inaccesible al amor de los dioses, pues Prometeo había profetizado que si nacía un hijo de la unión de un inmortal con ella, estaría destinado a derrocar a Zeus. Por esta causa, estaba destinada a casarse sólo con un mortal. Quirón, el más sabio de los centauros, supo de esta profecía, y le aconsejó a su protegido Peleo que buscara casarse con ella. Pero Tetis, que tenía la facultad de cambiar de forma, no se iba a entregar fácilmente. Peleo fue a su encuentro con el consejo de sujetarla con fuerza pasara lo que pasara; cuando ella se transformó en calamar, la tomó por uno de los tentáculos y no la soltó ni siquiera cuando tomó la forma de un jabalí, de un león, de una cobra, ni cuando ella se transformó en fuego para quemarlo. Rendida, retomó su forma natural, y fue poseída por Peleo.

Sus bodas se celebraron en el monte Pelión, en cuyas grutas vivía Quirón. Toda la nobleza griega así como los dioses fueron invitados, con excepción de Eris, la discordia. Ofendida, se dirigió hasta el Occidente extremo, en donde las Hespérides, las ninfas del ocaso, custodiaban el jardín en el que crecían las manzanas de oro, el regalo que había hecho la Tierra a Hera por su boda con Zeus. Del jardín tomó una manzana, en la cual grabó: Para la más bella, y la arrojó en medio de la fiesta. Hermes leyó en voz alta la inscripción, la cual despertó los celos de las tres diosas que se jactaban de ser las más bellas, Atenea, Hera y Afrodita.

Ni siquiera Zeus se atrevió a mediar entre las diosas, por lo que pidió que lo hiciera un pastor llamado Paris, famoso por su buen juicio. El padre de los dioses mandó a Hermes para que condujera a las tres diosas al monte Ida, en donde vivía Paris. Cada una, como se sabe, le ofreció un don: Hera le prometió dominar Asia completa; Atenea, la victoria en todos los combates; y Afrodita, el amor de la mujer más bella del mundo: Helena de Esparta, esposa del rey Menelao.

Paris llevó a Helena a la ciudad de Troya, luego de haberla raptado¿Pero cuál era la historia de Paris? Era el hijo de Príamo y Hécuba, los reyes de Troya, sólo que durante muchos años fue creído muerto. Cuando nació, su madre soñó que daba a luz una antorcha que prendía fuego a Troya. Ésaco, el primogénito explicó que ese sueño significaba que el recién nacido sería la causa de la destrucción de la ciudad. Así que Príamo decidió que su hijo fuera asesinado, pero Hécuba decidió regalarlo a unos pastores. Pasados los años, cuando era joven pastor, unos representantes del rey, se presentaron a arrebatarle un toro de su propiedad, paradójicamente para usarlo como premio en unos juegos instaurados en su honor. Su padre lo creía muerto y realizaba honores en su memoria. Paris se presentó a concursar para recuperar su toro y venció. Pero su hermano, Deifobo, furioso por haber perdido, quiso matarlo. Fue entonces, que su otra hermana, la profetisa Casandra, lo reconoció y Príamo, feliz, se reencontró con su hijo.

Hay una tradición que dice que Afrodita ordenó a su hijo Eneas (el cual tuvo con el príncipe Anquises) para que acompañara a Paris a Esparta, en busca de Helena. Eneas, troyano como Paris, tuvo un papel modesto en la guerra de Troya. Ya albergaba un odio por Aquiles; en una ocasión  en que apacentaba a sus ovejas (mucho tiempo antes del rapto de Helena), fue atacado sin motivo por el hijo de Peleo. Más adelante, durante el sitio de años a Troya, Eneas sobrevivió a muchas batallas, ya que estaba favorecido por Zeus, Apolo, Afrodita y Poseidón. Homero no cuenta estos hechos –la Ilíada relata sólo unos días del décimo año de la guerra, y, concretamente, la furia de Aquiles por la muerte de su amado Patroclo–, pero se conocen vasijas griegas que, desde el siglo VI a. de C., representan a Eneas cargando a su padre, Anquises, para sacarlo de la Troya devastada.

Eneas logró llegar a Cartago, en donde la reina Dido se enamoró de él y le pidió que se quedara. Pero Hermes se le apareció para recordarle que su misión era continuar su viaje a Italia. Entonces, desesperada, Dido se suicidó –no sin antes maldecir a Eneas y a su descendencia. (Esta historia es además, la explicación mítica de las guerras púnicas, entre Roma y Cartago, entre los años 264 y 146 a. de C., las cuales tenían como causa la paulatina expansión de Roma por el Mediterráneo.) En su camino a Italia, descendió a los infiernos, y ahí encontró a Anquises, su muerto padre, quien le reveló que su destino sería fundar un imperio. El destino final de Eneas fue el Lacio, la región que gobernaba el rey Latino, padre de Lavinia, quien a su vez se encontraba prometida a rey de los rútulos, Turno. Latino fue avisado por un oráculo que Eneas desposaría a su hija y que con ella fundaría un imperio, por lo que decidió terminar el compromiso con Turno. Por esta causa comenzó una larga guerra que terminó cuando Zeus le dio la victoria a Eneas.

Eneas fue el héroe central de Roma. Gracias a él, los romanos tenían una relación con la antigua Grecia, se convertían en los herederos de la cultura helénica por vía de Eneas. Troya cayó en el año 1184 a. de C., y Roma fue fundada finalmente en 753 a. de C. Es decir que pasaron más de cuatro siglos entre ambos hechos. Pero todavía pasaron más siglos para que Eneas volviera a ocupar un sitio prominente en Roma; me refiero al asesinato de Julio César, el 15 de marzo de 44 a. de C., realizado por Bruto y por Casio, los cuales se oponían a la excesiva concentración de facultades en una sola persona. En su testamento secreto, Julio César había nombrado heredero a Octavio, su sobrino nieto.

Ante el cuerpo ensangrentado de César, Marco Antonio pronunció un discurso que causó la indignación del pueblo, pues levantó la túnica que cubría su cuerpo y mostró las 23 heridas que le habían realizado al asesinarlo. Fue tanta la furia popular que Bruto y Casio tuvieron que huir a Oriente. Entonces, Octavio mandó a Marco Antonio a que persiguiera a los asesinos de César. Luego de cercarlos, Bruto se vio obligado a suicidarse; aunque Casio huyó, poco después también se suicidó. Mientras tanto, Octavio había formado un triunvirato para gobernar Roma, junto con Marco Antonio y Lépido –un cónsul que había sido cercano a Julio César. Pero Marco Antonio, en lugar de regresar a Roma, viajó a Egipto, en donde intentó realizar una alianza con la reina Cleopatra, antigua amante de Julio César. Marco Antonio ya no pensó en volver a Roma, pues se había enamorado de Cleopatra, con la que tuvo tres hijos. Octavio, entonces se vio con fuerzas para desterrar a Lépido. Luego prosiguió su persecución de Marco Antonio, quien sólo pudo resistir un día al cerco de Octavio. Además, con la noticia falsa de que Cleopatra se había suicidado, decidió matarse arrojándose sobre su propia espada. Antes de morir fue llevado ante Cleopatra, por lo que pudo morir entre sus brazos. Antes de suicidarse ella también –con la mordida de una cobra–, la reina le escribió una carta a Octavio en la que le pedía que la enterrara junto con Marco Antonio. Octavio aceptó y enterró a los amantes en una tumba cuya localización permanece secreta hasta hoy.

Una vez que Octavio se quedó con el poder absoluto del Imperio, cambió su nombre por el de César Augusto (27 a. de C.). Entonces, resucitó la figura de Eneas, volvió a ella para contar su propia historia, pues se consideraba descendiente de Eneas y de los fundadores de la ciudad, Rómulo y Remo. Para justificar su existencia en el mundo, su descendencia del fundador de Roma, de los antiguos troyanos y, en última instancia, de la diosa Afrodita, la ganadora de la manzana de la discordia, César Augusto llamó a Virgilio y le encargó que contara la historia de Eneas, en un poema que exaltara su improbable ascendencia.

 

 

II. De la provincia romana a la suave patria

 

Virgilio (70-19 a. de C.) dedicó once años –en Sicilia y en Campania– a escribir la Eneida (del 29 al 19 a. de C.). Por las mañanas escribía muchos versos, los cuales iba puliendo a lo largo del día, de tal manera que por la tarde quedaban unos pocos. Según Tiberio Claudio Donato, su biógrafo, Virgilio decía que hacía con los versos lo que las osas con sus cachorros, que los paren sin forma y sin distinción de miembros, y que lamiéndolos les dan forma. Se piensa que iba versificando un guión en prosa, más o menos detallado, pues a veces vuelven a aparecer personajes ya muertos. Tenía fama de leer con suavidad y con gracia su propia obra, por lo que Cicerón, quien lo escuchó en una ocasión, exclamó: “¡Segunda esperanza de la poderosa Roma!” Esta frase la colocó en el libro XII de la Eneida. Una vez que el poema estuvo listo, Propercio escribió: “¡Dejad paso, escritores romanos; dejad paso, griegos: está naciendo algo más grande que la Ilíada!”

En cierta ocasión, César Augusto le escribió para pedirle a Virgilio que le mandara un fragmento de la obra para poderla leer, pero el poeta aún no se sentía contento con las partes que llevaba. Pasó mucho tiempo antes de que se decidiera a visitar al Emperador y leerle un fragmento. Finalmente, se presentó y leyó en una sola sesión el segundo, el cuarto y el sexto libro, en presencia del Emperador y de su hermana, Octavia. Al llegar a la parte en que se habla de Marcelo, el fallecido sobrino de César Augusto, hijo de Octavia, fue tanta la impresión que se cuenta que ella se desmayó. Vuelta en sí, mandó que se le dieran a Virgilio cien sestercios  por cada uno de los versos que había recitado.

Sin embargo, el autor no se sentía satisfecho con su obra y decidió viajar a Grecia para saber si su poema era fidedigno. Luego de tres años de estancia en Atenas, se encontró con César Augusto, y decidieron regresar juntos a Roma. Pero en el camino, Virgilio enfermó gravemente de una insolación por lo que tuvo que dejar el barco en el puerto de Brindisi, región de Calabria, en donde murió a los pocos días. Durante su agonía, Virgilio le pidió a dos poetas que iban con él, Tuca y Varo, que quemaran todos sus papeles. Pero viendo que César Augusto no lo iba a permitir, pidió que no se le agregara ni una palabra a lo que había escrito, y que si había versos incompletos, que se quedaran así. Cuando escribió la Eneída había dejado varios versos con un solo hemistiquio, pues pensaba pulir el poema y completar los hemistiquios faltantes. Finalmente, dictó su propio epitafio, en el que declara su deseo de ser enterrado en Parténope hoy Nápoles): “Mantua me dio la vida, Calabria me la robó; me guarda ahora Parténope. He cantado los pastos, los campos y a los mandatarios”.

Virgilio, en efecto, había cantado los pastos y los campos. Siendo protegido de César Augusto desde muy joven, comenzó a escribir poesía. Primero dedicó varios años a ensayar la versificación en obras menores, pero luego dedicó tres años a escribir las Bucólicas, diálogos pastoriles inspirados en la obra del poeta griego Teócrito (310-260 a. de C.). La poesía de tema pastoril ha significado desde entonces una idealización de las labores cotidianas del campo: los pastores en comunión con una naturaleza pródiga, una literatura que intenta conciliar la vida intelectual con la del trabajo agrícola. Mecenas, amigo y consejero de César Augusto, protegió a poetas como Virgilio, Horacio y Propercio, y los reunía en el palacio del Esquilino. Mecenas, que no tenía talento para escribir, sabía reconocerlo, así que sugirió a Virgilio una glosa de los trabajos del campo. A este poema dedicó el poeta siete años de trabajo. Apenas dos años antes de que Virgilio empezara a escribir las Geórgicas, César Augusto había vencido a Cleopatra y a Marco Antonio, es decir que Alejandría comenzaba a abandonar sus aspiraciones de dominio universal. Joël Schmidt, en su texto “La ideología romana: la ciudad ecuménica” afirma que apenas un poco antes Cicerón recomendaba el “ocio” filosófico frente al menospreciado trabajo de las tierras. Virgilio representaba la expresión ideológica del regreso a la tierra: “Al exaltar el trabajo del labrador, al volver a dar a los romanos el gusto por lo campestre y los campos, propios de sus ancestros, al evocar al pequeño campesinado, Virgilio trabaja a su manera, en las Geórgicas, por la salvación de la patria romana”.

El íncipit la Eneida es célebre: Ille ego, qui quondam gracili modulatus avena… En la versión en prosa de Eugenio de Ochoa, los primeros versos dicen lo siguiente: “Yo, aquel que en otro tiempo modulé cantares al son de leve avena, y dejando luego las selvas obligué a los vecinos campos a que obedeciesen al labrador, aunque avariento, obra grata a los agricultores, ahora canto las terribles armas de Marte y el varón que, huyendo de las riberas de Troya por el rigor de los hados, pisó el primero la Italia y las costas Lavinias.”

Aunque Virgilio declara que se aparta de sus temas principales (la poesía pastoril y la didáctica) y que se dedicará a cantar a las armas de Marte, en realidad consumaba el discurso ideológico del largo reinado de cuarenta años que fue el de César Augusto. Virgilio es el poeta del imperio, en cuya obra se retorna a la Edad de Oro, a la tierra original de la provincia romana. Los tres grandes momentos de su poesía se articulan; el pasado mítico de Augusto y el orden imperial que garantiza la paz del campo y de la gran economía agraria.

En México existe una tradición virgiliana remota. Alfonso Méndez Plancarte recoge, en su antología de Poetas novohispanos un poema del presbítero bachiller José López de Avilés, “Del debido recuerdo de agradecimiento a don fray Payo Enríquez de Ribera” (1684):

 

Yo, quien antiguamente de pasada

canté de Guadalupe en la Calzada…

 

Este poeta había hecho un poema a la Calzada de Guadalupe y posteriormente escribió un poema dedicado a este obispo-virrey que impulsó obras públicas en la capital de la Nueva España.

En el inicio de “La suave patria” –“Yo qué sólo canté…”– resuena una tradición que proviene de las bodas de Tetis y Peleo, y que circuló por la poesía de la Colonia y del siglo XIX. Fácilmente, este inicio podía ser interpretado por el régimen de Álvaro Obregón como el canto a un nacionalismo fuerte. Pero en el centro de este poema había un discurso opuesto al de Virgilio; no el imperio fuerte, sino la provincia sentimental, desgajada del centralismo político.

 

 

III. De López Velarde a sus resonancias clásicas

 

Nada me gustaría más que escribir y escribir sobre “La suave patria”, pero sólo me dedicaré a la primera estrofa. De todas formas, ya me ha llevado mucho espacio. Cuando el poeta afirma que sólo había dedicado su escritura al decoro íntimo no está diciendo precisamente la verdad, pues desde el principio había estado elaborando una visión de la provincia. Es cierto que prefiere de las mujeres el silencio y las virtudes católicas. Pero al mismo tiempo, esas vidas tienen un sentido en el marco de la vida de la provincia. Sus virtudes se marchitan según se acercan a la vida de la ciudad, como también lo dice en “La suave patria”: en el pueblo se vive como se vive “antes de saber del vicio”, ya que la provincia preserva los verdaderos valores de la nacionalidad. En los pueblos de fuera de la capital, quedaron vivos los recuerdos de las visitas de Maximiliano, quedan las costumbres regidas por la religión… De tal manera que, según escribe Gabriel Zaid, cuando pasen los días de la revolución, quedarán en la provincia los verdaderos valores nacionales: “Tanto en Europa como en México, la cultura católica, destronada como cultura oficial, se repliega a la provincia, como un Arca de Noé de los valores auténticos, mientras pasa el diluvio”. Aquí está esa primera estrofa a la que me refiero:

 

Yo que sólo cante de la exquisita

partitura del íntimo decoro,

alzo hoy la voz a la mitad del foro,

a la manera del tenor que imita

la gutural modulación del bajo

para cortar a la epopeya un gajo.

 

Como se puede ver, cantar una epopeya le queda grande a esta voz. Quizá no tiene ni la fuerza ni el color. Sólo la intención. Aunque eso significa que buscará los recursos necesarios, por ejemplo, utilizar sólo visiones parciales, un estilo no narrativo, pero sobre todo: no separarse de sí mismo, de su forma de aproximarse a cualquier tema. Es decir, una serie de imágenes que se transforman al mismo tiempo que se transforma el que las enuncia. Y luego, versos sintéticos de cuyas profundidades pueden salir nutridas referencias. Cortará un gajo solamente, lo que significa en primera instancia que no tendrá el tamaño ni la pretensión de Virgilio al cantar en la figura de Eneas a la historia de Roma. Pero “La suave patria”, sin decirlo claramente, tiene la pretensión de cantar a la historia de México en la figura de Cuauhtémoc. O por lo menos, es también una epopeya “incompleta” en el sentido de que no cuenta su historia, aunque le reconoce ser el abuelo de la nacionalidad. Cuarenta años antes de que López Velarde escribiera su poema,Ignacio Manuel Altamirano prologó el poema Cuauhtémoc de Eduardo Valle, y afirmaba que el último Emperador azteca era el héroe más valiente de la historia y de la literatura, y al que había que usar en la poesía para cimentar la nación.

La referencia a Virgilio tiene varias lecturas. La más evidente consiste en ver al poeta que es arrancado de su camino cotidiano por petición de un poderoso. Así como a Virgilio se le impuso La Eneida, a López Velarde se le impuso un poema para festejar la consumación de la Independencia. Pero a López Velarde no le impuso nada ningún poderoso, pues el poema se lo pidió José Vasconcelos por medio de José Gorostiza. Y tampoco dijo nada que no hubiera dicho antes, pues en su texto “Novedad de la patria” estaba el germen del poema. Quiero decir que si fue por encargo el poema, no era por encargo lo que el poeta dijo en el poema.

Me gusta la imagen que usa Zaid: la cultura católica puso en su propia Arca de Noé sus valores mientras pasaba el diluvio. Muy parecido al poema “Hoy como nunca”, en el que el poeta ve morir a Fuensanta, su amada. De pronto se opera una serie de transformaciones por las que el poeta se convierte en el paño que se coloca bajo los santos en las iglesias pobres (“un paño de ánimas”), un paño que se llena de la cera de las veladoras; luego, en la nave de una iglesia, dentro de la cual está un cadáver que no puede sacar a las calles del pueblo porque lo impide la lluvia. Afuera está un ciprés triste: se trata también del poeta, transformado en árbol. La lluvia, por su parte, en vez de escampar, arrecia. Se va convirtiendo en un diluvio, mientras que la iglesia que era el poeta se convierte en el arca de Noé, que flota sin rumbo, con su cadáver dentro… Noé mandó una paloma, luego de cuarenta días, para saber si, una vez detenida la lluvia, encontraba tierra firme. En su caso, la paloma llegó con una ramita de olivo. En el caso del poeta… bueno, se imaginarán que no ocurrió así, que ni siquiera podrá volver a ver al Sol, ni siquiera verá detenerse la lluvia, la tormenta se convertirá en cataratas; y él, sólo seguirá pronunciando sus exequias por la muerta mientras lo cubre el cielo fúnebre.

Ocurrió la mismo, exactamente, con el arca que conservaba sus valores, se hundió bajo la lluvia. Nada más alejado de mí que querer ir a rescatar valores católicos. Por mí que se queden bajo el desastre. Si regreso a esa arca es por sus valores poéticos. Por la parte de utopía que hay en ella. Una economía agraria, en efecto, como la de Virgilio, una Edad de Oro, un mundo en el que la naturaleza se manifiesta asombrosamente.

La patria como la experiencia de todos los días. Ése es, creo, el mensaje del poema. Ya llegará Plutarco Elías Calles a unificar los cientos de partidos que existían entonces, para formar uno solo, imbatible. Y ya se retomará el poema para acomodarlo a la forma del nacionalismo revolucionario de años después. Para hacerlo se tendrá que desoír al poema, ya que López Velarde habla de una experiencia intransferible, la de vivir día a día la propia vida. Leía el poeta a los autores belgas que entonces se preguntaban si Bélgica tenía su propia literatura o si se trataba sólo de un brazo de la literatura francesa. Esa identidad buscada por los belgas, distinta de Francia, inspiró a López Velarde. Si se quiere volver a la idea de Virgilio se verá que en este caso, la de López Velarde es la literatura de la provincia en contra de la metrópolis. Y no Virgilio cantando las glorias del Emperador.

En este caso, el Caudillo, Obregón, ni siquiera sabía de la existencia del poeta. Se enteró precisamente el día de su muerte, cuando llegó el diputado Juan de Dios Bojórquez, a darle la noticia. Obregón preguntó quién era López Velarde. Cuando escuchó “La suave patria” ofreció que el gobierno pagara las exequias y declaró luto nacional. No se conocieron como César Augusto y Virgilio. De hecho, López Velarde no conoció prácticamente a ningún poderoso… Sólo un día se encontró a Madero en el elevador. Quiso seguir a Carranza rumbo a Veracruz, pero como había quedado de verse con un poeta impuntual, Manuel de la Parra, en Buenavista, perdió el tren. De la Parra llegó tarde, cuando el tren se había ido. Y el jerezano… siguió trabajando en la Secretaría de Instrucción, con un puesto menor.

Eneas bajó a los infiernos, participó en una guerra. Todo lo sabemos por la máxima epopeya de Virgilio, el poeta siempre recompensado por el César. Cuando nació no faltaron señales en la tierra y en los sueños. Pero ¿el poeta de “La suave patria”? Un día llegaba a su casa y vio a sus hermanos menores, que habían organizado un velorio al ruiseñor de la casa, que había muerto. Para enterrarlo, habían tomado la caja de los carretes de hilo de su madre. Cuando el poeta preguntó qué hacían y supo que estaban velando al ruiseñor, se le cerró la garganta. Es el ave del poema, cuyo cadáver convertido ya en una manzana, es enterrado en las entrañas de la tierra:

 

Tus entrañas no niegan un asilo

para el ave que el párvulo sepulta

en una caja de carretes de hilo,

y nuestra juventud, llorando, oculta

dentro de ti el cadáver hecho poma

de aves que hablan nuestro mismo idioma.

 

Tenía más que decir sobre Ramón López Velarde, ahora que se cumplen 100 años de su muerte. Pero me contento con arrancarle un gajo.

viernes, 18 de junio de 2021

Obras completas I, de Alfonso Reyes



 

La experiencia me ha vuelto un espeleólogo especializado en las obras completas. Fundamentalmente, en las de Alfonso Reyes. No de manera inmediata, pero puedo encontrar pasajes y datos en sus distintos volúmenes; desciendo, busco en las profundidades y regreso con el espécimen buscado. Y eso, antes de la existencia de Google Books. Sin embargo, a mí se me hace inexplicable la erudición de Reyes, cuánto se necesitó para formar esas listas enormes de índices onomásticos que cierran cada uno de sus tomos de obras. Hay mucho que decir en torno a don Alfonso, por desgracia casi todo es parecido. Las miles de opiniones en torno a su obra se pueden agrupar en abultados montones. Y más o menos los críticos dicen lo mismo, que es de prosa luminosa, la cual alumbra los asuntos que expone; que era universal; que tenía la cita precisa; etc. Todos nos repetimos, yo incluido pues también doy vueltas en círculos por los campos de lugares comunes. Más raro es el especialista que interpela a don Alfonso, aquel que se acerca al grupo de personas reunido en torno al anfitrión de esta reunión y entabla diálogo con él. Ante el lector que maneja todos los datos, toda la bibliografía y que se ha carteado con todos los eruditos, no hay mucho que decir. No es que yo recorra muchas reuniones ni cenáculos, pero en ninguno de esos sitios he encontrado ningún experto en paremiología que pueda sostener una conversación con Alfonso Reyes. Si uno se acerca, lo escucha hablar de cómo el ritmo es la explicación de la existencia de los refranes… La conversación comienza en las alturas meteorológicas de la teorización, allá arriba en las nubes, y los grandes bloques se van desmoronando hasta deshacerse con las manos en las tertulias, convertidas en agradable charla anecdótica: “Pues yo, don Alfonso, estuve cuando se pronunció por primera vez un refrán…” Por cierto: dado que un texto es a la vez una máscara, hay que interrumpir brevemente para anotar que los textos incluidos en éste, su primer volumen de obras completas, son de la autoría de un joven de 21 años. Naturalmente, el dato nos desanima, nos vuelve a plantear por enésima vez la conveniencia de no escribir. Pero como la escritura es para nosotros un ejercicio de salvación existencial y no resultado de estos estudios que brillan en sociedad, persistimos. Comenzamos un texto para decir algo que al final no logramos. En cambio, Alfonso Reyes tiene dominio de su yo, sabe exponerlo en los campos que coloca como escenografía a su pensamiento. Caeré en otro lugar común (una disculpa) para decir que en su juventud ya tenía claros los temas que continuaría a lo largo de su vida: Grecia, Góngora, Mallarmé y Goethe. De este último destacaba, desde su juventud, que era un aficionado a la simetría: fue elegante de arquitectura literaria. Medía el terreno antes de edificar los textos. Pero la simetría, dice Reyes, es símbolo de superstición: las cualidades del número perfecto de los pitagóricos provienen de la simetría. Me gustaría saber si alguien ha visto si hay o no simetría en la obra de Reyes, es decir: superstición. Esa superstición produjo una bella escena que Goethe escribió en sus memorias: “yendo a caballo por el campo, se vio venir con rumbo opuesto, también a caballo y vistiendo traje de botones dorados… años después, con ese traje y con ese rumbo, cruzaba por el propio camino”. Antes de esto hubiera pensado que la racionalidad numérica salvaba de la magia y de la superstición.

 

Alfonso Reyes. Obras completas de Alfonso Reyes I. Cuestiones estéticas. Capítulos de literatura mexicana. Varia (1955), 3ª reimp. México, FCE, 1996.

viernes, 11 de junio de 2021

La comisión para la inmortalización. La ciencia y la extraña cruzada para burlar a la muerte, de John Gray



 

El título de este libro alude a la comisión formada con el fin de preservar el cadáver de Lenin para el momento en que la ciencia contara con los medios para poder revivirlo. Desde siempre, el tema de la resurrección. Volver de entre los muertos, levantarse y andar, abrir los ojos en otro mundo distinto… Sólo que, ¿para qué, precisamente?, ¿para desilusionarse nuevamente del mundo? Ese tema no lo trata este libro, el cual comienza con una sesión espiritista llevada a cabo el 16 de enero de 1874. Uno de los ilustres invitados, Charles Darwin, se sintió ofendido con la pretensión de invocar espíritus y de inmediato pensó que se trataba de un engaño. Entre las muchas consecuencias de la teoría evolucionista de Darwin –más de las que él suponía– se encuentra también el descrédito del espiritismo. Después de haber escrito su obra, los fantasmas necesitarían una explicación, una base biológica que nos dijera cómo y por qué podrían existir. Luego de que Darwin promulgara su teoría, los fantasmas comenzaron a desaparecer dulce y románticamente, en sus casonas victorianas. Si su teoría de la evolución era cierta pero aún así los fantasmas existían, no habría manera de argumentar que los animales no pudieran también convertirse en fantasmas. Entonces, ¿dónde está el límite de las especies que podremos encontrarnos en el más allá? Y ese más allá, ¿estaba vacío hasta que apareció la vida? El día en que acabe la vida en la Tierra, ¿sólo habrá un mundo de fantasmas? A pesar de nuestro férreo materialismo, pensamos que Darwin se espantaría su pudiera revivir en estos tiempos y contemplar la resurrección de las supersticiones. Además de estas estas inquietudes decimonónicas, John Gray, el autor de este volumen, aborda el tema de las especulaciones en torno a la muerte en el mundo inglés y entre los científicos soviéticos. No pierde oportunidad de hablar de las masacres causadas por el stalinismo, mientras que el imperio británico le parece una confederación de gente culta e ingeniosa. Así que los crímenes de Inglaterra y del capitalismo no forman parte de este libro, se tendrían que buscar en otro sitio no indicado en la bibliografía. Además de Darwin aparecen en estas páginas otros intelectuales, H.G. Wells, Trotsky, Máximo Gorki, etc., todos ellos unidos por la extrañeza que le causan al autor sus ideas en torno al progreso, a la muerte y a la ciencia. El propio Gray podría aparecer en un libro similar, asustado de todo lo que sea o parezca comunismo. Tiene su propio fantasma dentro, hecho de ideas preconcebidas, y no habrá exorcismo que se lo arranque. En una de sus páginas escribe: “desde sus principios, el bolchevismo fue una variante del gnosticismo, un moderno renacimiento de una de las religiones misteriosas del antiguo mundo”. Pero no todo el libro está poseído por las generalizaciones, pues hay largos pasajes apacibles en que se dedica a exponer las extrañas ideas de hace un siglo, los romances y una sociedad confusa de militares, espías, ocultistas, actrices, poetas… En una de las páginas aparece incluso madame Blavatsky; ella fue todo en uno: artista de circo, cantante de clubes nocturnos, informante de la policía zarista y madre de la “Teosofía”. Sólo por su vida llena de extravagancias, le perdono a madame Blavatsky ser una de las autoras más aburridas que haya producido este mundo.

 

John Gray. La comisión para la inmortalización. La ciencia y la extraña cruzada para burlar a la muerte / The Immortalization Commission. Science and the Strange Quest to cheat Death (2011), tr. Carme Camps. México, Sexto Piso, 2014. 

sábado, 5 de junio de 2021

Jardines de Francia, de Enrique González Martínez



 

En casa de Enrique González Rojo vi los libros de literatura francesa que pertenecieron a su abuelo, el doctor Enrique González Martínez. Me imagino que en ellos se encuentran los originales que tradujo para su libro Jardines de Francia (1915), muestra de la poesía en francés de tiempos del 900. Sobre las líneas de estos libros paseó largamente su mirada. Nos cantó en español la canción que cantaban los versos en su idioma original. Hace poco más de cien años, los lectores recibieron este volumen con el gusto de sentirse más cerca de unos autores conocidos y frecuentados por la admiración. Quizá aparecía su retrato en las páginas literarias de las revistas de moda. Los lentes que usaban para mirar la vida hacían ver paisajes semejantes a los que se mostraban en estas páginas. La idea de la vida, de la provincia, de uno mismo… prevenía de los versos franceses. Digo “franceses” sabiendo que González Martínez incluye a los autores belgas. Bélgica era entonces un pequeño país que se preguntaba si era o no parte de esa gran patria de la lengua francesa. De ahí que su idea de “provincia” nos haya alcanzado por entonces. Durante mucho tiempo me he puesto estos lentes: yo también los he usado para ver, dada mi encantadora miopía. De tal manera que al quitarme estos lentes literarios veo la realidad brumosa. Me hubiera gustado estar en las conversaciones poéticas en casa del doctor González Martínez, no para opinar nada sino para oír, para saber algo de Henri de Regnier y de su matrimonio con la hija de José-Maria de Heredia, Marie, quien a su vez fue la amante del novelista erótico Pierre Louÿs. Hay tanto de qué hablar, el crepúsculo nos alcanzaría: Henri de Regnier admiraba la pintura de Roberto Montenegro; por su parte, a José Juan Tablada le fascinaba la poesía de Francis Jammes, pero no podía evitar el enojo de recordar que el plácido poeta francés era admirador de la fiesta brava. Qué reconfortante conversación de poesía, ni parece que afuera hubiera una revolución. Aquí, en este gabinete, sólo se oye la voz del doctor recitándonos sus traducciones: “Mi tristeza viene de una región distante, / más allá de mí mismo, es una cosa ajena…” Naturalmente, los contertulios no olvidaban el peligro de la ciudad a la hora de volver a sus casas, pero es que la poesía jamás dijo que así fuera la realidad, sino que así podía ser. Hay que cerrar los ojos y mirar hacia dentro, al espíritu, y construir allí dentro lo que la guerra destruye fuera. A la perspectiva distante del Parnasianismo le corresponde la idea de realidad interior del Simbolismo. El alma puede ser un espacio, un país o, bien, un árbol. Los editores de este volumen lograron encontrar los originales en francés, para resaltar la maestría del traductor, el cual hizo un poemario de versiones literarias. Su manera de ser recorre estas páginas. O quizá es que su manera de ser sea producto de esta familiaridad con el francés. Quién sabe. En esta biblioteca antigua nos habíamos quedado dormitando, sólo recordamos que alguien estaba hablando de los alminares de las mezquitas temblando sobre las aguas del Nilo…

 

Enrique González Martínez. Jardines de Francia, ed. bilingüe ordenada, presentada y anotada por Luis Vicente de Aguinaga y Ángel Ortuño, pról. a la primera ed. Pedro Henríquez Ureña, pról. a la segunda ed. Enrique Díez-Canedo. México, UNAM, 2014 (Col. Poemas y ensayos)