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domingo, 31 de diciembre de 2017

Gockel, Hinkel y Gackeleia, de Clemens Brentano



 
Un cuento fantástico, magnífico tema, además es fin de año, en él pasarán todas las cosas, pero hay que fijarse bien, porque en este tipo de literatura puede pasar lo que sea, pero no todo asombra. Lo verdaderamente fantástico es el tipo de cosas con las que se maravillan los personajes, porque lo que a ellos les parece natural a nosotros nos parece fuera de toda norma, y viceversa. Así que si un día despertamos y nuestra casa se ha convertido en un palacio de oro y marfil, está bien. Pero la existencia de una ciudad en que vendan rosquillas y pasteles de liebre, eso sí que es increíble. Clemens Brentano (1778-1842), a partir de 1810 se dedicó a recoger y escribir cuentos para niños. Como de costumbre, los adultos los leen para descubrir en ellos cosas que de otro modo no verían. Es que las fábulas esconden bastante bien sus moralejas y su sustancia. Gockel y Hinkel son esposos, y tienen a su hija Gackeleia, viven en un viejo y pobre castillo que fue de sus antepasados, acompañados de su gallo Electryo. Y el centro de este largo cuento es la irresponsabilidad de Hinkel y Gackeleia, esposa e hija del protagonista, respectivamente, que una noche, por imprudencia dejan que un gatito se coma a la esposa de Electryo y a sus pollitos, y deciden echarle la culpa al pobre padre. Electryo, desdichado por la muerte de su familia, sólo pide que su amo lo mate con la espada de sus antepasados. Al morir, de la garganta de Electryo sale una sortija mágica. Hace muchas páginas que se quedó atrás nuestra credulidad (vamos en la 59), saboreando el juicio contra el gatito culpable, pues las aves sirvieron como testigos contra él. Qué lástima, no verá entonces cuál es el meollo de esta historia: que Gockel le pide a la sortija mágica que a él y a su esposa les devuelva la juventud. Así que lo maravilloso de este cuento maravilloso es que no existe lo irremediable, como en la realidad. No pasa el tiempo fatalmente, y lo que ocurrió una vez no ocurrirá para siempre. Por eso causa tristeza su lectura, pues mientras continuamos embarcados en el tiempo, los personajes regresan a vivir su juventud, piden riquezas. ¿Y si le pedimos a la sortija mágica que le devuelva la vida a Electryo? Concedido. El gallo vuelve feliz a aletear frente a todos. Naturalmente, ocurren más aventuras en este cuento, pero apuremos las hojas hasta el final, ¿cuál es el último deseo? Gackeleia, que se encuentra feliz de poder pedir cualquier deseo, exclama: “Ya no me queda más que desear que volvamos a ser como niños y toda esta historia sea como un cuento y que Electryo nos la esté contando”. Así que permitan que ponga aquí el por varios motivos maravilloso último párrafo: “Apenas pronunció estas palabras, que Electryo se sentó encima de la mesa, cogió la sortija con el pico y se la tragó en un santiamén, y justo en aquel mismo instante todos los presentes se convirtieron en unos hermosos y alegres niños que, sentados sobre una verde pradera en torno al gallo, escuchaban atentamente la historia que éste les contaba, mientras palmoteaban, y todavía me arden las manos de dar tantas palmadas, pues yo también estaba allí, pues de lo contrario no habría podido contar esta historia”. ¿No es una bella manera de decir que esta realidad de aquí, irremediable, puede que esté construida con el material de lo fantástico?

Clemens Brentano. Gockel, Hinkel y Gakeleia, prólogo y traducción de Carmen Bravo Villasante. Barcelona, José J. de Olañeta, 1988.

jueves, 28 de diciembre de 2017

José Maria Eça de Queiroz, Obras completas, tomo I

 
¿Para qué era que queríamos obras completas? ¡Ah, sí!, para tener a la mano a los clásicos, para consultar pasajes célebres, para venerar a los que así han sido editados y para evocar los tiempos en que se escribía siguiendo el gran plan de las obras completas. Todavía hace pocos años, Milán Kundera hacía el elogio de la escritura como la ejecución de un gran proyecto vital. Nada de anotaciones en papelitos. Qué rápido se ha jubilado esa idea. Aunque no es menos nueva esa frase de Amiel: “No dejaré más que fragmentos”. En fin, el portugués Eça de Queiroz (1845-1900) es llamado en el prólogo: “el vencedor del tiempo”. Irónicamente, sería cuestión de gran molestia para los portugueses del siglo XIX saber que su escandaloso contemporáneo haya logrado esa trascendencia. Con gran pena haré memoria de esos tiempos y diré que no recuerdo casi ningún otro nombre de entonces. Perdurará entonces el mundo que vio Eça de Queiroz: alegremente corrompido. Sus novelas son la demostración constante de que el cinismo es el verdadero bien a que podemos aspirar. Las tragedias que relata, finalmente no lo son tanto. Sus personajes van aprendiendo a vivir en esta sociedad construida por la doble moral y la murmuración. La idea que este autor tiene del escándalo es bastante peculiar. Aquí, quienes se escandalizan son los viejos sacerdotes cuando se enteran de que el joven padre Amaro respeta el secreto de confesión. En la novela La reliquia (1887), el protagonista viaja a los tiempos de Cristo; al hacerlo, no muestra sorpresa, como si prefigurara el realismo mágico. Ese personaje, a su regreso al siglo XIX, ve perdida su fortuna por falta de cinismo. Entonces, el Cristo colgado en la pared, lo mira, su rostro se desfigura y comienza a burlarse: su desgracia proviene de la falta de cinismo. Pero quizá mi secuencia favorita, la que se me quedó revoloteando a lo largo de estas páginas, es la que se relata en El primo Basilio (1878): la historia de un adulterio ocurrido mientras un ingeniero parte a un largo viaje y deja a su esposa sola. Su primo Basilio la visita y la seduce, y todo es visto perspicazmente por Juliana, la sirvienta. Un personaje maravillosamente delineado, que va recogiendo, del cesto de la basura, las cartas de amor que documentan la infidelidad. La delicia con que Juliana va saboreando el poder que adquiere sobre su patrona se palpa. Literariamente, el resentimiento descrito con morbo es un platillo suculento. Juliana, asimismo, se deleita imaginando las escenas en que denuncia a su patrona con su esposo, antes de que sus mezquinas ambiciones sean aplastadas con gran ironía por el destino. Finalmente, el otro sentimiento que caracteriza a Eça de Queiroz es la indiferencia, una seca indiferencia por las ambiciones humanas. Así como piensa que los hombres se valen de lo que sea para conseguir sus fines, éstos son vistos como algo despreciable. Un poco del escándalo que causó hace 130 años permanece vivo sin duda.



José María Eça de Queiroz. Obras completas, tomo I, recopilación, traducción, prefacio, acotaciones marginales y notas explicativas de Julio Gómez de la Serna. Madrid, Aguilar, 1964.


sábado, 16 de diciembre de 2017

Riña de gatos. Madrid 1936, de Eduardo Mendoza



Escribir, escribir porque sí. Y luego, buscar una justificación. Y quizá, delinear hasta una poética. Pero breve, que quepa en unas cuantas líneas, porque le quitas espacio a lo importante. Decir, por ejemplo, que comentarios como éste son piezas pequeñas de un rompecabezas inmenso e incompleto, cuyas piezas difícilmente embonarán. Que tienen la forma que tienen por la prisa, que se escriben en los bordes de los compromisos importantes, por la única necesidad de no dejar pasar. Porque antes, ¿recuerdas?, dejabas pasar los libros, los arrojabas a un afluente que se dirigía al olvido. Ahora también, pero el olvido sólo te pertenece a ti, que tienes la pasión de convertir en palabras olvidables. El personaje de esta novela tiene asimismo una pasión: la pintura de Velázquez. Ésa lo hace viajar a Madrid, en los inicios de la Guerra Civil. Le han dicho que una familia de aristócratas necesita dinero, y por esa razón necesita la opinión de un experto. Naturalmente, acepta, aunque el camino sea peligroso y a pesar de que no haya que hablar con nadie pues en los trenes, en las ciudades, quién sabe con quién se cruce uno. Pero como decía: la pasión. Y a su alrededor se entrecruzan otros asuntos, como las conspiraciones, el amor, el fascismo. En esta novela, que corre tan natural y placenteramente, hay una precisa recreación de la España antes de Franco. Jorge Luis Borges odiaba ciertas maneras de la descripción. Decía que en el Corán no hay un solo camello, y nadie ha dicho, por esa razón, que sea menos árabe. No hay nada de pintoresquismo en esta novela, no hay descripciones detalladas, sólo apuntes hechos rápidamente al pasar. Y eso lo hace profunda. Hay algo en la técnica de este autor que no podría exponer, pero cuyos resultados son notables: la cualidad de dar el efecto del movimiento de una ciudad, de las masas anónimas que la transitan. Personajes cuyo anonimato los une, con una personalidad que oculta algo. Los personajes nunca son lo que aparentan. Se van revelando según las circunstancias de esta novela que podría ser llamada policiaca, si bien no sabemos siquiera quién es el que en realidad está investigando, pues el protagonista se encuentra tan confundido como los policías que intentan seguir la trama de los hechos. Si tuviera que compararlo con algún autor mexicano, elegiría a Jorge Ibargüengoitia, por su costumbrismo irónico y por el ridículo social. Y luego, me preguntaría qué se necesita para que la obra de un autor tenga importancia fuera de las fronteras de su país, porque Eduardo Mendoza ha sido distinguido con el Premio Cervantes 2016, pero tengo la impresión de que no tiene el reconocimiento que merece entre los lectores de otros países. Olvidaba la pasión que persigue el protagonista: la pintura de Velázquez. Todos los peligros se toleran porque se tendrá oportunidad de especular de largamente sobre la autenticidad de una obra desconocida del pintor de Felipe IV. ¿Para qué es que está Velázquez en este panorama de una España en descomposición? Quizá como ejemplo de que esos tiempos decepcionantes nos heredan un arte que seguirá deslumbrando.

Eduardo Mendoza. Riña de gatos. Madrid 1936. México, Planeta, 2016.

viernes, 10 de noviembre de 2017

Lucho Bermúdez. Cumbias, porros y viajes, de Sergio Santana Archbold y Rafael Bassi Labarrera

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Entre Cartagena y Bogotá existe una relación parecida a la que hay entre Veracruz y Xalapa. Cartagena tiene la cultura caliente del trópico, mientras que Bogotá es la ciudad de las alturas, fría y húmeda, con una población más conservadora, y cuya cultura tiene que ver con la meseta. El ritmo musical de Bogotá fue por mucho tiempo el pasillo, ritmo común con Ecuador. En cambio, en Cartagena se escuchaba el porro, género alegre de influencia africana. Todavía en los años 20, un ensayista como José Carlos Mariátegui decía que la literatura de América era de la meseta y que nada había producido el trópico. Claro, entonces no se vislumbraba la obra de Gabriel García Márquez, quien logró cambiar esa idea al grado de que un mapa mental sin el trópico nos parece muy ajeno. En el ámbito musical ocurrió algo parecido. La música del Caribe debió de conquistar la montaña. Y eso ocurrió, nos enteramos en este libro, hacia finales de los años 40, con la música de Lucho Bermúdez. Este clarinetista hizo del porro un género orquestal con influencia del jazz (especialmente de Duke Ellington y Benny Goodman). Poco a poco, logró que se interpretara no sólo en Colombia sino en otros países de Sudamérica y, más adelante, fue uno de los músicos cuyas composiciones se escucharon en Cuba y México. A finales de los 40, una orquesta argentina de tangos, la de Eduardo Armani, llegó a Medellín, pero tuvieron un contratiempo: el empresario que los había contratado los abandonó sin pagarles. Un empresario, Toño Fuentes, los salvó en aquella ocasión contratándolos para tocar en Cartagena. Como pago a su favor, retó a Armani y a su cantante, Eduardo Farrell, a que grabaran unos arreglos para orquesta realizados por Lucho Bermúdez. Como fue retado (“A ver si usted lo puede tocar”), Armani se decidió a grabarlos, con tan buena suerte que, a partir de entonces, se especializó en tocar el porro en Buenos Aires. En la tierra del tango quizá no queda memoria de esta época de música colombiana. Lucho Bermúdez viajó a Cuba, invitado por Ernesto Lecuona. Y más adelante, entre 1952 y 1953, estuvo en México, en donde tuvo una época notable. Entonces, los mejores estudios de grabación de la RCA Victor de Latinoamérica estaban en México y Buenos Aires. Ya antes, desde 1946, se había tocado el porro en nuestro país, y el músico Antonio Escobar había grabado en ese año “El gallo tuerto” y “Micaela”. Aquí, Bermúdez grabó un disco con los músicos de la orquesta de Rafael de Paz, y tuvo como cantantes a Las Tres Conchitas, Miguelito Valdés, las Hermanas Montoya y Yeyo. Sin embargo, el porro se fue diluyendo por la decisión de las disqueras de no individualizar los géneros afrocaribeños y denominarlos bajo el nombre común de “música tropical”. Esta olvidable reseña vale sólo si ha logrado que alguien escuche las grabaciones de este músico del Caribe colombiano.

Sergio Santana Archbold y Rafael Bassi Labarrera (coordinadores). Lucho Bermúdez. Cumbias, porros y viajes. Medellín, Santo Basillón, 2012.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Si mi biblioteca ardiera esta noche, de Aldous Huxley


Me gustaría hacerle justicia a este libro de ensayos de Aldous Huxley (1894-1963). Pero será difícil, ya que las ideas que revolotearon a mi lado durante su lectura, volaron lejos rápidamente. Eran los suyos, ensayos que se publicaban en las revistas más leídas de su tiempo, por lo que sus ideas eran comentadas con amplitud. Aunque su interés era confrontarse con los asuntos más elevados, y se dirigía a los lectores más selectos, su estilo revestía la forma más directa posible. Discutir pública, periodísticamente, la literatura, el arte, la música. Y construir momentos memorables en páginas que expiraban con rapidez. La poesía francesa, la música medieval, la retratística inglesa…, todo explicado para el lector promedio. Una manera elegante de referirse a un ser inexistente, pues encubre un diálogo que con probabilidad no se dio. Pero eso no importa ahora, eso es lo común del ensayista: provocar una discusión en la que sólo se participa con el primer parlamento. Veamos: el hombre es un anfibio, una mitad suya vive en la realidad, y la otra, en el universo de los símbolos. Ocurre que el lenguaje es utilizado para tratar con la experiencia, pero se trata de un artículo que caduca, como las frutas o la leche. Lo sacamos del envase y lo servimos en nuestro vaso diario, para recibir energía. ¡Pero puede ser asqueroso! Unas frases podridas atoradas en el esófago, y de un producto que no se puede vomitar, desafortunadamente. Y lo consumimos a diario, en presentaciones desagradables. Por desgracia, no contamos con catadores que nos adviertan que no lo probemos. Qué falta de exquisitez, diría Huxley: “Que Dios ayude a una generación que se niega a leer a sus poetas”. Ya entonces (1934), la prensa era aficionada a elaborar listas de las mejores obras: los cien mejores libros, por ejemplo. Eso, por supuesto, exige tomar ciertas decisiones: qué poner de filosofía, qué de poesía, si hay que poner algo de ciencia. ¿Nuestros cien mejores libros cuáles serían? Me temo que, a semejanza de hace ochenta años, este tipo de encuestas no tienen ninguna coherencia, y ofrecen una respuesta estadística, que, de todas maneras, no ayuda en nada. Pero ése es el problema principal de este momento de la cultura: no la restricción del conocimiento, sino el paulatino e imparable incremento de los medios de difusión. ¿Qué será lo que se debe dar a conocer? ¿Qué se debe de comentar en la prensa, qué buscan los lectores? Proponer el tema del arte y la filosofía en la discusión pública. Me parece pertinente, para esa época y para ésta. Es curioso que esa encomiable actitud humanista, luego de rendir elogios a lo mejor de la música italiana, concluya que de eso “está hecho el fascismo”. Lo que me hace pensar que el contenido tiene una fecha de caducidad más cercana que la forma literaria.

Aldous Huxley. Si mi biblioteca ardiera esta noche. Ensayos sobre arte, música, literatura y otras drogas, selección de Complete Essays of Aldous Huxley, selección, prólogo y traducción de Matías Serra Bradford. México, Edhasa, 2015.

domingo, 29 de octubre de 2017

Sí, de Thomas Bernhard

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Llego tarde, como de costumbre, a las novedades literarias, cuando ya todos se emocionaron, apreciaron, degustaron, imitaron, asimilaron y superaron la influencia del austriaco Thomas Bernhard (1931-1989). Está bien, removeré las cenizas para saber si hay algo aprovechable. Algo que todavía se pueda utilizar, aun cuando parece que ya se hizo prolongadamente. Es esta novela un largo texto obsesivo, los apuntes maniacos de un personaje sin nombre, obsesionado en su soledad y en sus estudios científicos, de los cuales no sabemos mucho, y que sale muy pocas veces de su encierro para visitar a Moritz, un amigo dedicado a vender bienes raíces. Si bien, como dije, el protagonista sale de vez en cuando de su encierro, nosotros nunca salimos del mundo de su persistente pensamiento. Todo esto se encuentra escrito de forma que el tiempo se torna circular, la mente como una pequeña mosca revoloteando insistentemente sobre la misma idea nauseabunda. Ni siquiera existe el descanso de un punto y seguido o de un párrafo nuevo. Por si quieren saber ustedes qué sentirá una mosca chocando sobre el mismo cristal que la separa de su satisfacción. Las palabras, asimismo se repiten. Vuelven las mismas ideas. Algo nos dice de este narrador el hecho de que machaca las mismas frases. Pero la narración avanza, por lo menos, un poco. En una de aquellas visitas a Moritz, conoce a un matrimonio, “el Suizo” y “la Persa”, el cual busca un terreno para construir una casa. Y el terreno que elige es, extrañamente, el más inhóspito, el más difícil de vender. Sí, es extraño, pero lo es más el hecho de que el narrador intime con la Persa. Aunque intimar sea un verbo, en este contexto, algo inadecuado, ya que los personajes de Bernhard parecen estar sellados por completo, incapaces de mirar al interior de otro o bien, incapaces de construir un espíritu hecho con sus propias palabras. El largo apunte que leemos no revela a su autor, su alma parece una gran masa inamasable. Pero veamos: los personajes quieren decir algo a su pesar. El matrimonio es la expresión de una clase social, los suizos son especialmente acaudalados, ni siquiera regatean por el precio del terreno. Al encontrarse en la cima de la riqueza y en las posibilidades de satisfacer sus propios deseos, los personajes de este autor eligen enterrarse en las profundidades de una geografía contagiada por la podredumbre del ser humano. Son una metáfora que muestran el fin del camino al cual se encamina esta sociedad. “La sociedad, cualquiera que sea esa sociedad, debe de ser siempre trastornada y abolida”, dice la Persa, poco antes de su propio autoaniquilamiento. Para qué construir un bello espíritu, una idea que inspiradora, un pensamiento floreciente, si todo está a punto extinguirse.

Thomas Bernhard. / Ja (1978), trad. de Miguel Sáenz, pról. de Luis Goytisolo. Buenos Aires, Anagrama-Página 12, 2010.

viernes, 6 de octubre de 2017

Ensayos literarios, de José Carlos Mariátegui


Escribo estas breves notas bibliográficas para protegerme del tiempo y de la vida. Curiosamente, las escribo con bloques de vida y de tiempo. Pero no son míos, son otras vidas y otros tiempos, lo que quiere decir que los tomo para transportarlos a este espacio. Formo líneas que se diluyen poco a poco. Me sirven por un momento para ocultarme de mi tiempo. Son reflexiones que no necesariamente tienen actualidad, de preferencia no: la fabrican y la imponen, pues me cuesta trabajo tocar el presente, amasarlo para formar con él cualquier cosa. En fin, veo que a ustedes no, que fluyen tan bien en el tiempo presente. Pienso todo esto porque José Carlos Mariátegui (1895-1930) tenía una naturalidad para pensar lo contemporáneo que es como si tuviera para él una distancia suficiente para situarlo en el devenir de los fenómenos. Hoy consideramos que fue el primer marxista de América. Esto significa que trabajó con los hechos de su tiempo y les dio un significado, dialogó con la realidad y formó con ella categorías atravesadas por la historia. En este caso, escribió sobre los fenómenos más inmediatos. Lo hizo para dividir el cuerpo del alma y luego volver a juntarlos. Dijo, por ejemplo, que la maquinaria del arte puesta en marcha por las vanguardias es independiente de los resultados que ofrecieron. “Toda revolución tiene sus horrores. Es natural que las revoluciones artísticas tengan también los suyos”, escribió. Así que se debe de separar la mirada que ve los objetos artísticos de la que ve el torrente que los arrastra. Y, hasta cierto punto, realizar la misma operación sanitaria entre la vida y el autor. Pero esto es importante: hasta cierto punto. Si Rilke escribió que “los versos no son sentimientos, como creen muchos, sino experiencias”, Mariátegui inmediatamente desconfía. ¿Entonces alguien como Rimbaud cómo se explica? Sería una protuberancia monstruosa del arte. Pensar que la vida se va sedimentando dentro del artista también es falaz, pues todos seríamos artistas por el hecho de vivir. Por otra parte, esto no quiere decir que exista en este pensador peruano una preferencia por las formas puras. Por el contrario, le gustaba encontrar en los libros una “fe apasionada y creadora”. Veía esa fe en algunos autores que ya no leemos. Por ejemplo, Waldo Frank (1889-1967), de quien prácticamente no se consiguen libros en español. Él hizo este llamado a los intelectuales hispanoamericanos: "Debemos ser amigos. No amigos de la ceremoniosa clase oficial, sino amigos en ideas, amigos en actos, amigos en una inteligencia común y creadora… Tenemos el mismo ideal: justificar América, creando en América una cultura espiritual.” De la misma manera, en la construcción de un pensamiento americano, Mariátegui incluía a los Estados Unidos. Es el mismo pensamiento que más adelante incluiría Pablo Neruda en el capítulo “Que despierte el leñador” de su Canto general. “El leñador” que debe despertar son los Estados Unidos, para que dejen de talar este planeta. Como se ve, no hemos hecho el suficiente ruido que lo despierte…

José Carlos Mariátegui. Ensayos literarios. Sobre Joyce, Breton y las vanguardias europeas. Buenos Aires, Mardulce, 2012.

sábado, 30 de septiembre de 2017

Memorias, de Alfonso Reyes

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Para Alicia Reyes, por su medalla Alfonso Reyes, de la UANL

Se dice que Alfonso Reyes (1889-1959) iluminaba todos los temas que tocaba. Por suerte, decidió tocarse a sí mismo con su dedo luminoso. Y donde generalmente hay sombras, o sea en la personalidad, su estilo pinta con los colores de la conciencia. No sé si eso está necesariamente bien, ya que pocas veces don Alfonso bosquejaba los enredos del inconsciente. Gracias a estas páginas sé de su corazón enfermizo, de sus largos viajes en automóvil, y me entero de que grabó el disco de “Voz viva” de la Universidad Nacional ya con oxígeno a su lado. Y sin embargo, no se le siente sofocada su respiración cuando se leen estos textos. Como siempre, los periodos vigorosos, la prosa rítmica y saludable. No obstante su salud mermada, lleva 26 tomos de obras completas sobre las espaldas. ¿Cómo se le hace para continuar con agilidad por los trayectos de la literatura? Ah, pues seguramente dejando el pasado en el pasado. O conservando la sorpresa por la vida. Quizá es que hay que tener siempre un libro por escribir para no perder la curiosidad intelectual. Sí, será tal vez todo lo que dices. Pero yo pienso que también hay mucho esa idea de no dejar nada en el pasado. Siempre, cargar los bultos de la erudición y la memoria, subirlos en una barca pequeñita, y llevarlos sobre los ríos, para traerlos al presente. Eso ha de conservar maravillosamente la salud. ¿Y las lecturas? Igualmente, hacen bien. Seguro que Montaigne las ha de enumerar en algún ensayo sobre la salud. Recordar constantemente permite a la memoria andar libremente sin anteojos, sin miopía ni astigmatismo. Miren qué nítida se mira esa niña acróbata de 1897, en el circo que visitó Monterrey. Don Alfonso la recuerda porque se anunció que iba a ejecutar “el salto mortal”, pero en el momento en que esta por realizarse, los señores que estaban en el público se alarmaron, gritaron que no, que no era posible que la cirquerita arriesgara su vida y lograron evitar el acto circense. No hay nada en la obra de Reyes que no tenga, o sea susceptible de tener, una nota al pie. El circo, el circo Orrín, su historia y la documentación de su paso por todo el país, en el cual trabajaba el payaso Bell. Dichosos los que vieron sus números musicales y su rostro triste, allá por los años del Porfiriato. La realidad de Reyes debe de aparecer toda adornada, llena de notas al pie y añadidos que la memoria no se resigna a quitar. En fin, no tuvo tiempo de poner o quitar, ya que este libro es póstumo y lo armó José Luis Martínez. Los aficionados a Reyes lo leemos con bastante alegría. Aunque, me imagino que él tendría como parte favorita de este volumen el índice onomástico. Ahí están la abuela, el tío, la prima, los patios, las calles, las fiestas, las batallas… Ah, y el padre. No olvidemos que es su tema central, que todo el ramaje de los recuerdos sólo rodea al general Bernardo Reyes, tronco de ese árbol genealógico, quien murió trágicamente, que avanzó con valor hacia la muerte, y quedó impreso como una estampa de la mitología antigua.

Alfonso Reyes. Memorias: Oración del 9 de febrero / Memoria a la facultad / Tres cartas y dos sonetos / Berkeleyana / Cuando creí morir / Historia documental de mis libros / Parentalia / Albores / Páginas adicionales, intr. y comp. José Luis Martínez. México, FCE, 1990. (Obras completas, XXIV)

sábado, 23 de septiembre de 2017

Un yanki en la corte del rey Arturo, de Mark Twain


Un yanki de Connecticut en la corte del rey Arturo. Muy buena idea, pero… un momento. No tenía idea de que Arturo era un personaje de la literatura y no de la Historia. En todo caso, el protagonista de la novela es asimismo un personaje de ficción. Aunque… me parece que eso tampoco es cierto. De algún modo, el protagonista que viaja al siglo VI es una copia de Mark Twain y tiene todos sus prejuicios históricos. Prejuicios que molestarían a los estudiosos actuales de la Edad Media, pues deja bastante mal a los habitantes de esa lejana época. Twain sólo ve en ella barbarie y enajenación, un mundo muy apartado de los ideales humanistas. Como buen yanki capitalista, decide invertir en ese negocio llamado “Edad Media” con aceptables perspectivas. Y nos va descubriendo a los protagonistas de otros tiempos… ¿Así que Morgana le Fay, la media hermana de Arturo, tampoco tiene una base real? Qué lástima porque ha sido uno de mis personajes favoritos, aunque a partir de ahora ya no le llamaré “personaje histórico”. De cualquier modo, el hecho de que la historia transcurra en una etapa tan distante como mal documentada hace que en ella haya podido ocurrir lo que fuera. Como por ejemplo, que ese yanki pudiera fundar un periódico, construir armas de fuego, usar la dinamita o mandar telegramas. De cualquier modo, todos esos progresos habrían sido velados por la bruma histórica. A Mark Twain se le ha censurado que el plan original de esta novela contemplaba a un yanki sin refinamiento ni educación, solamente dueño del conocimiento técnico de su época. Pero al enfrentarse a la realidad medieval, aparece ese demócrata que habitaba en Twain, amante de los negocios, pues era, en la vida real, dueño de una editorial que intentó ser exitosa. Desafortunadamente, por los días en que escribía esta historia, su autor tenía puestas sus esperanzas económicas en una máquina tipográfica inventada por un tal James W. Paige. Este aparato debería de enriquecer a Twain, así que invirtió 300 mil dólares de entonces en una empresa que resultó un fracaso y que lo llevó a la ruina. El yanki del siglo VI, lleno de negocios exitosos en esa antigua Inglaterra, pretendió incluso implantar la idea de la democracia en contra de la monarquía, logró ridiculizar al mago Merlín y tuvo interesantes logros en el momento de cuestionar la enajenación religiosa. Incluso, les cambió a los caballeros de la mesa redonda sus conocidos caballos por unas modernas bicicletas. Desafortunadamente, la historia termina en el fracaso, sin que el protagonista logre proclamar la república artúrica (de cualquier manera, han dicho sus críticos modernos: más que una república igualitaria, el protagonista se comporta como un dictador a lo largo del libro). De manera paralela, Twain tenía que ahorrar incluso en el papel higiénico que compraba en casa. ¡Y dicen que comparar vida y obra es un ejercicio que no lleva a ninguna parte!

Mark Twain. Un yanki en la corte del rey Arturo / A Connecticut Yankee at King Arthur’s Court (1889), tr. de Juan Fernando Merino, ils. de Dan Beard. Barcelona, Altaya, 1995. (Biblioteca de Aventura y Misterio, 63)

lunes, 21 de agosto de 2017

La familia Gutiérrez Reyes. Tejedoras de Teotitlán del Valle, Oaxaca, de Ignacio Plá Pérez y Juan Antonio Sánchez Rull


Hace unos meses, durante una feria turística de México en Ottawa, Canadá, pude ver cómo, del fondo de una caja, se desplegó como saliendo de un capullo, un vestido teñido con cochinilla. Ese pequeñísimo insecto que infecta los nopales y que desde siempre ha servido para teñir la los hilos de algodón. Es ése que parece un tanque diminuto. Una munición insectil que trae su propia sangre dentro. No sé si es su pariente o es el mismo que aparece debajo de las piedras de los jardines. Y como no he aplastado ninguna y no creo hacerlo nunca, me quedaré con la duda de saber de su color interno. Puesto que son hemípteros, son los familiares más amigables de las chinches. Se les deja vivir sobre las pencas de los nopales, para luego rasparlas y exprimirlas, así su sangre ha teñido por siglos los telares de Oaxaca. Este libro se centra en las mujeres de la familia Gutiérrez Reyes, de Teotitlán del Valle, que han tejido por generaciones. Sus telas, sus colores, sus diseños inspirados en los motivos de las ruinas zapotecas. Puesto que las protagonistas usan el telar, mi comentario a este libro será textil. Los autores y los diseñadores del libro tomaron entre sus manos los distintos mechones que son los elementos del libro. Las numerosas fotografías a color, el estudio antropológico, los testimonios orales de las mujeres de la familia, las páginas con fondos de colores que contienen pequeñas citas de las protagonistas, el diseño gráfico y tipográfico… Me parece que si este libro fuera un textil, no estaría uniformemente tejido. Es cierto que la fotografía antropológica es un producto espantoso. De ahí que sea preferible por mucho la visión artística del fotógrafo. Sólo que en este caso me pareció que las imágenes eran como un gran jarrón decorado pero destruido en cachitos. El resultado mezcla dos tipos de fotos: las de amplios paisajes sin habitantes (cielos, cerros, cúpulas) y las de detalles y texturas (acercamientos al pelo de las señoras, guedejas de lana, imprecisas figuras en movimiento). Con lo que lo propiamente humano se encuentra difuminado, demasiado estetizada la visión del entorno. El discurso antropológico, independiente al principio del libro, nos habla del pueblo, de sus costumbres, de sus leyendas, de manera puntual y científica. Y por otra parte, las voces de las mujeres de esta familia, quienes fundamentalmente hablan en zapoteco. Hay algo muy elemental en las historias que aquí se reproducen. Quizá porque no hubo el tiempo o los medios para penetrar al mundo de su lengua. Sofía Gutiérrez Reyes dice: “Hay tantas cosas que podría contar que no va a alcanzar el tiempo”. Pero sólo se le dedica un párrafo a su voz. Tal vez sea el problema de libros como éste que pretende seducirnos por el tema, por los colores y las evocaciones de Oaxaca, pero que no renuncian a la formalidad “científica”. De ahí que veamos a las tejedoras, a las cochinillas y a su mundo como por el microscopio, bajo el portaobjetos. Es ciertamente un libro bello, pero el toque estaría en el arte de tejer sus elementos.

Ignacio Plá Pérez (textos) y Juan Antonio Sánchez Rull (fotografías). La familia Gutiérrez Reyes. Tejedoras de Teotitlán del Valle, Oaxaca. México, Conaculta. Nostra. Imágenes del Patrimonio de México, 2014.

sábado, 12 de agosto de 2017

La fugitiva, de Marcel Proust


El gozo de terminar un libro y luego hojear las páginas para revisar todo lo que uno subrayó, como un ladrón que va a revisar su botín, se multiplica cuando se trata de un libro de Marcel Proust. La fugitiva es la novela antes del fin, la penúltima parte de los siete libros, en que la noticia de la muerte de Albertine llega abruptamente. Tanto que a veces el narrador no se hace a la idea de que su amada está muerta. Eso se debe a que estamos hechos de varios yoes y algunos de ellos saben las nuevas noticias y algunos otros no. Así que nos vamos enterando de lo que nos va ocurriendo en la vida con cierto retardo, en el mejor de los casos. Ahora, a partir de las primeras páginas, la tarea de reconstruir con numerosos retazos la personalidad de Albertine, la cual era en el fondo un misterio. Aquellos a quienes amamos tienen una vida íntima muy interesante, pero desafortunadamente vedada para nosotros, por lo menos mientras están con vida. Una vez muertos comenzamos a conocer sus secretos. Mucho más rica la realidad de que nos vamos enterando, ya que la imaginación es bastante rudimentaria y no nos permite ver a las personas que están a nuestro lado. Y puesto que el amado es nuestro gran enigma, deberá de existir alguien que nos lo revele. Debe de existir, pues cuántas veces hemos sido nosotros quienes de una manera inocente hemos contado la historia de cualquier persona a alguien ávido de conocerla. Esa búsqueda en la obra de Proust choca con una circunstancia: que, por otra parte, pretendemos crear una ficción en torno a nosotros, construir un yo para mostrar, un yo interesado que busca el respeto, la estimación o la admiración. Desesperante mercado de caretas que comercian con las expectativas de los demás. Porque resulta que todo es obvio para los otros, menos para nosotros mismos. Entonces, para más tranquilidad, sería mejor en esta larga comedia de enredos ponernos a reflexionar acerca de la manera en que construimos las ideas que tenemos de los demás, nuestros allegados. Un solo aforismo basta para ver cómo la mirada de uno mismo mancha y distorsiona la percepción ajena: “No podemos quitarle la juventud, cuando envejece, a una persona que conocemos desde que era joven”. Igualmente, cuando los viejos nos cuentan su vida, los imaginamos viejos desde niños. Qué incapacidad de penetrar en los demás, en sus vidas, en sus pensamientos. Asimismo les ocurre a ellos, que no nos miran en nuestra intimidad por lo que nos encontramos fatalmente condenados a vivir nuestros recuerdos entre fantasmas, los habitantes de nuestro mundo interior, que sí lo comparten, pero por desgracia no lo saben. ¿Es decir que no hay modo de obtener esa pulpa de la intimidad amada? Sí, es posible, afirma el autor. No amando podríamos obtener bastante más. Pero sin esa pasión, ¿qué nos importaría obtenerla?

Marcel Proust. En busca del tiempo perdido: 6. La fugitiva / À la recherche du temps perdu: 6. La fugitive, tr. de Consuelo Berges, 6ª ed. Madrid, Alianza, 1981. (El Libro de Bolsillo, 132)

domingo, 6 de agosto de 2017

Cartas persas, de Montesquieu

No pensé que leyendo las Cartas persas conocería a un amigo dieciochesco, aristócrata e irónico. A Montesquieu lo veía de vez en cuando entre las listas de autoridades de la ciencia política, entre los precursores de no recuerdo qué temas, como una autoridad importantísima. Confieso que ignoraba la amenidad de su prosa. Este libro debe de ser considerado entre las novelas, pues el autor se disfraza de Usbek, un noble persa que viaja a París por nueve años, para describir la Francia del siglo XVIII. Por suerte, lo hizo en tiempos en que no existía la corrección política, ya que, por alguna razón, hoy es casi imposible criticar una cultura ajena. Podemos ridiculizar la nuestra con toda la amplitud que queramos pero las demás no. No está bien visto burlarse de los pueblos africanos, los musulmanes o los orientales. Lo que quiere decir que hemos olvidado una de las grandes lecciones del siglo XVIII y es que el hombre es ridículo se pare donde se pare y se disfrace de lo que se disfrace. En estas Cartas Usbek se asombra de la vida de las mujeres francesas, de los sacerdotes y sus ideas religiosas y de los políticos, pero no se da cuenta de los prejuicios con que llega a conocer París. Para él es motivo de sorpresa que las mujeres parisinas no tengan eunucos que las vigilen. Algo interesante habrá encontrado, ya que su estancia se prolonga por nueve años. Hoy, un libro así seguramente sería tan repudiado como lo fue hace trescientos años. Ese libro escrito por un francés de hoy más o menos sería así: un noble iraquí viaja a Francia y manda sus impresiones irónicas a su país. Naturalmente, los franceses lo repudiarían por dejar en ridículo a Francia ante el Medio Oriente. Una Francia que, por otra parte, puede ser tan conservadora como lo fueron sus antepasados del XVIII. Por otra parte, hablar hoy del Medio Oriente requiere un tacto especial porque a causa de nuestra Historia contemporánea, no está esa parte del mundo para servir de blanco de las ironías occidentales, sobre todo por el porcentaje de muertos con que contribuyen al errático destino de nuestro planeta. Así que mejor tomar otros rumbos en estos comentarios. Leí hace poco que en la literatura de aquel siglo de la Ilustración, la personalidad es algo inmutable, algo que no se explora como estamos acostumbrados hoy: está más dominada por las leyes de la física que de la psicología. De ahí que las cartas sean una serie de apreciaciones generales y nada de psicologías personales. Lo cual es muy útil para retratar sociedades enteras, pues Montesquieu lo hace con una gran penetración. Finalmente, Alfonso Reyes piensa que los libros más profundos de la literatura son los de viajes, pues se necesita viajar para conocer las costumbres y los hombres. Así que este libro estaría al lado de Don Quijote, de la Ilíada y la Odisea, por esa persistencia en conocer los hombres de otros lugares.

Montesquieu. Cartas persas / Lettres persanes (1721), 2ª ed., trad. de María Rocío Muñoz. México, Conaculta, 2015. (Col. Cien del Mundo)

sábado, 29 de julio de 2017

Huérfanos del narco, de Javier Valdez Cárdenas


Hace dos meses y medio, fue asesinado el autor de este libro, luego de ser amenazado por su trabajo periodístico. Qué hacer si muchas veces las amenazas provienen de las autoridades supuestamente encargadas de proteger a los ciudadanos. México es uno de los peores países para ejercer esta profesión, es sabido, y la primera acción del gobierno es la autoexculpación, a la cual la siguen los turbios silogismos con los que el poder pretende explicarse la realidad. Mientras tanto, los periodistas recurren a redes más pequeñas pero más efectivas de protección. Hablar y gritar, exigir justicia, no pueden ser actividades sin resonancia por más que los gobernantes muestren su amable sordera cotidiana. Golpear y golpear el muro de la injusticia, por más firme que parezca, es la actividad de todos los días de una larga lista de admirables periodistas mexicanos. Eso ante la amenazante realidad, que no tiene atenuantes para tomar su venganza. Javier Valdez centró su atención en aquellos que menos importan en medio de la guerra de la aparente persecución del crimen organizado. Las vidas de esos niños y jóvenes arrancadas por la violencia merecen mínimamente una explicación. Javier Valdez la buscaba, interrogaba a las familias para saber, para ofrecernos una hipótesis que nos diga cómo es que en un instante la tranquilidad de una familia desaparece para siempre. Llegaba con su cuestionario ante el poder. ¡Ah, pero eso sí que no se puede en este país! Mucho cuidado. Mejor contar certezas, las cuales son pocas pero muy precisas. Por ejemplo, que el futuro es una de las grandes palabras erradicadas. Eso, naturalmente, no es algo que se le tenga que explicar a las víctimas de nuestra realidad. Es una explicación para los lectores. El intento de una empatía que por definición ha llegado tarde a su destino. No quisiera elegir una historia, puesto que todas son igualmente importantes, aunque evidentemente estremece la saña con que fue asesinado Julio César Mondragón Fontes, el rostro visible de Ayotzinapa, es decir, del fracaso de nuestro sistema. En medio de esta desolación, el autor encontró palabras amables, fraternidad, intentos de mantener una sonrisa. No sé si quieran escuchar el tono de las voces que relatan sus vidas, se escucha la desesperanza, la narración de quien sabe que no tiene sentido contar nada porque su voz no será escuchada. Conocí a Javier Valdez en La Paz, Baja California Sur, era rápidamente entrañable. Y me puso al frente de este libro: “Para que estas historias no se repitan”. Fue asesinado en mitad de la calle, en Culiacán, a mediodía, como una metáfora que indica que ya no es necesario hacer en la sombra lo que se puede hacer a la mitad de la mañana.

Javier Valdez Cárdenas. Huérfanos del narco. Los olvidados de la guerra del narcotráfico. México, Aguilar, 2015.

sábado, 15 de julio de 2017

Los piratas vienen de lejos, de Keith Ross


 Keith Ross

¿Mi padre a los veinte años? Podría imaginármelo, si hago un esfuerzo e intento verlo caminar por sus calles, ir a la Facultad de Veterinaria por las mañanas, y al trabajo por las tardes, en su Volkswagen rojo, y recién casado. Pero prefiero no hacerlo, no comparar ambas vidas, la suya y la mía. Hay un muro puesto para siempre entre las vidas paralelas. En este caso, un muro lapidario y definitivo pues mi padre murió a los cuarenta y ocho años. Pero ni siquiera vivo le hubiera podido preguntar nada, y eso que ahora quisiera comprenderlo. ¿Qué te motivaba a los veinte años?, ¿por qué decidiste esto y no aquello?, ¿de qué cosa te arrepientes? No, ni siquiera antes, frente a él, me hubiera atrevido a preguntarle nada de nada. Lo hago ahora porque sé que no está. Y ponerlo en relación con mi vida, ni siquiera en la literatura. Es algo que sí logró hacer el autor de esta novela, aunque para llenar los huecos de la vida ajena tuvo que valerse de la imaginación. Ya sé que estamos hablando de literatura, pero aunque fuera una historia verdadera hubiera sido igualmente difícil, pues se habla de un padre ausente para siempre, que vino de la lejana Inglaterra y llegó hasta la impensable Baja California Sur. No queda nada de su relación con el país nativo. Ah, sí, una carta, una dirección, el único vínculo y la decisión de andar el camino de vuelta. Ya que el padre no quiso revelar nada de su pasado, hay que ir y buscarlo por cuenta propia. Desobedecer la prohibición de respetar el pasado de los ancestros. Lo que nos dejaron está encriptado en nuestra personalidad, como un enigma secreto que tampoco nos atrevemos a resolver. El padre de esta novela deja secretos intactos, y el narrador se queda con algunas cuantas dudas. Está bien que así queden, irresueltas; lo curioso es que el protagonista se encuentre a sí mismo en Inglaterra, el país que su padre abandonó. La mitad de la historia debió de ser imaginada o inventada, ya lo dije, pero insisto: es volátil y hecha de palabras inseguras la historia de nuestros padres contada por nosotros mismos. Pero quizá necesitamos volver a andar el mismo camino que nuestros antepasados, aunque sea en la imaginación, para convencernos de que teníamos que estar aquí, andando lo que tenemos que andar. Por otra parte, en cuestiones menos trascendentales, la novela no decepciona, mantiene el interés y la curiosidad por ambas vidas (la del padre y la del hijo). En muy raras ocasiones, la literatura que se publica en los Estados nos viene a buscar. Siempre hay que ir por ella a sus lugares de origen. Pero pienso que hay que descentralizar la curiosidad literaria. Por alguna razón, se nos olvida se interlocutores de la literatura mexicana.

Keith Ross. Los piratas vienen de lejos. La Paz, BCS, Instituto Sudcaliforniano de Cultura, 2016.

viernes, 7 de julio de 2017

Lenguajes en la poesía mexicana, de Mario Calderón


 
Este es un libro de una encantadora ingenuidad. Su autor, un profesor de Literatura, presenta el producto de sus reflexiones en torno a la poesía. Reflexiones enunciadas con alegre desenfado y con las cuales aborda muy variados temas, desde las adivinanzas hasta el surrealismo en la obra de Octavio Paz. Todo ello sin dar muestras de que le importe el qué dirán ni las refutaciones que le pueda dar una realidad un poco más compleja de lo que supone. Cuando habla de las adivinanzas, afirma que contarlas es una costumbre que se va perdiendo, pero sólo veinte páginas más adelante concluye que lejos de desaparecer “actualmente parece adquirir mayor vitalidad”. A los universitarios, público lector de la colección “Poemas y ensayos”, les alegrará leer una frase como la siguiente: “La adivinanza está sufriendo también otra transformación: la del doble sentido… las que inclusive se promueven en programas cómicos de televisión como Puro loco que transmitió durante mucho tiempo el Canal Trece en México”. Por desgracia, no queda muy claro si la televisión ha ayudado o no a este género popular, aunque en otro pasaje parece dar una pista: “la adivinanza, por tradición, ha sido un juego intelectual que practica el pueblo y constituía… una de las escasas diversiones entre los habitantes adonde, por diversas razones, todavía no llegaba la radio y la televisión”. De este modo devanaban los siglos los cortesanos en Provenza mientras llegaban los entretenidos programas de televisión. Por suerte no hemos vivido esos tiempos aburridos. Pero pasemos rápidamente por estas páginas en que el autor llama al refrán “antecedente de la literatura posmoderna” y en que atribuye a Abraham Lincoln la frase “No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”, para llegar a su tema fuerte: la poesía. En esos capítulos se encuentra diversión en grandes cantidades, por desgracia en dosis mayores de las que puede asimilar este texto. Nos enteramos, en sustancia, de que la poesía le sirve a sus autores para legitimarlos. Bien, ese malvado género, la poesía, ha sido desenmascarado por el profesor Calderón. Los poetas sólo quieren poder político, vestirse bien y tener becas. Y tener becas le impide al poeta escribir con libertad y ser independiente. Naturalmente, para lograr este silogismo, el autor tiene que ignorar la diferencia entre estado y gobierno, pues las becas son estatales y no tienen como requisito ser alabanzas del poder. El mecenazgo estatal de las artes fue propuesto por Justo Sierra porque consideraba esta actividad como una utilidad social. Uno de los primeros becados fue Diego Rivera, de quien no se puede decir que no haya sido un artista independiente. Ni entonces ni ahora se han impuesto contenidos a los creadores como condición para que se les beque. ¡Bah!, pero esas son minucias que no entran en la argumentación de este autor. Sí en cambio, le interesa dejar en claro que los críticos (con estudios académicos, por favor) deben de guiar el gusto del pueblo. No es el primer libro de esta calidad que publica “Poemas y ensayos”, por lo que esperar los siguientes títulos agita grandemente nuestra curiosidad.

Mario Calderón. Lenguajes en la poesía mexicana (Entre el canon y el folclore). México, UNAM, 2015. (Col. Poemas y ensayos)

sábado, 1 de julio de 2017

Negro perfecto, de Valentin Retz


 

Lo característico de las señales es que se pueden convertir en símbolos y de ahí comenzar el largo camino de la interpretación. Pero en esta novela francesa, el protagonista va recibiendo todo el tiempo una serie de hechos misteriosos a los cuales les de una interpretación correcta, la cual lo va llevando de pista en pista hasta convertirse en una persecución vertiginosa de un misterio. Me explico un poco mejor: el protagonista de esta novela comienza de manera literal a arder, a tener una viva sensación de estarse quemando. Todo comenzó desde que se encontró con Apolo en una carretera en Grecia, nada menos que con una transfiguración del dios en un pastor, a la mitad de la nada. Luego, se encontró con un lisiado en Atenas, y la extraña sensación de que él podía curarlo, luego de haber visto a Apolo, el sanador… Desafortunadamente, no se atrevió a tomarlo entre sus brazos y curarlo, si es que ese encuentro con el dios lo había provisto de ese poder. Y, por último, frente al templo dedicado a santo Domingo, en París, vio a un pordiosero, a quien le dio una moneda, en medio de la calle vacía. Frente al santo de piedra ­–representado con un perro que tiene una antorcha en el hocico–, el protagonista comienza a sentir los primeros ardores en su cuerpo. Todo va pasando como si una mano le arrojara los hechos para que él los siga a lo largo de un camino misterioso. Como un pajarito siguiendo un camino de migas. Curiosamente, al ponerse un par de lentes nuevos, descubre que la quemazón corporal cesa. Pero entonces, con esos lentes puede ver el pasado de cada una de las personas con las que se cruza por la calle, el pasado no sólo personal sino ancestral. ¿Qué será más difícil de soportar, el incendio propio o la visión de la historia de los otros? Los lentes le deparan la sorpresa de poder ver algo más interesante: un muerto caminar frente a él, en el museo del Louvre. El autor, Valentin Retz, tiene una debilidad por el hermetismo, los lenguajes secretos, pero por suerte, la novela es sólo una apariencia de algo más. Dije que parece que los sucesos se le presentan como arrojados por una mano. Y, en efecto, el encuentro casual con esa mano inquietante le da una vuelta a la novela, una vuelta que convierten todas esas vivencias en que el protagonista se regodea hasta cierto punto, pues es un experto en Grecia, y de pronto le es dado vivir todas las aficiones de su profesión en la vida real. Sí, un desenlace racional luego de convivir con dioses y muertos. Pero no diré nada de eso, de hecho ya he dicho mucho, y nada de esto tenía que decir. Pues de qué otra cosa se puede hablar cuando se impone la trama tan decisivamente.

Valentin Retz. Negro perfecto / Noir parfait (2015), tr. de Jorge Huerta. México, Me cayó el veinte­-Agálmata, 2016.

domingo, 11 de junio de 2017

Allí canta el ave. Ensayos sobre música yucateca, de Enrique Martín Briceño


Lo que más me gusta de la música yucateca es esa apacibilidad romántica de sus letras y la dulzura de sus interpretaciones. Pues muy mal enfoque. Eso no evidencia otra cosa que superficialidad y desconocimiento. Lo interesante es ver cómo en esta especie de música hecha de pétalos del Romanticismo hay una violencia constante. Sí, quieres decir que las rosas tienen espinas, ocultas y todo, pero que pinchan cuando se toman para estudiar el fenómeno con más profundidad. Seguro te fijaste que las canciones yucatecas son la expresión de una sociedad particularmente clasista y de su racismo. Los bailes tan lujosos de la mejor sociedad durante el Porfiriato, ésos trataban de imponer algo, una idea sobre su propio mundo. Los conciertos de música “refinada” se calificaban, a principios del siglo XX, como “exquisitos” y “distinguidos”. Aunque es evidente que gran parte del selecto público no tenía grandes intereses musicales cuando asistía a las veladas, sino que iba a ver qué pescaban o qué criticaban. Eso es más cercano a la realidad, y revisar la utilería del instante –la champagne, bombillas eléctricas y hasta una escenografía que simulaba las ruinas del Partenón– sirve para evidenciar lo que de verdad dice la música. Es sin duda esa manera de hacer estudios musicales, la que define este libro. Cambia bastante la idea de la música cuando se la ve unida a la su momento y a las ideologías contemporáneas. Como que el ramillete cotidiano de canciones pierde inocencia. Hasta la creación de un Conservatorio en Mérida (1873) se mira aquí desde el punto de vista de la confrontación política. Los blancos, que eran el más alto estrato de esa sociedad, buscaban diferenciarse de los mestizos. Sus bailes eran más lujosos y en ellos se tocaban valses, polcas y mazurcas. Nada que ver con los mestizos, que bailaban jaranas y los zapateados. Por supuesto que se trataba también de una sociedad cerrada a casi todas las nuevas influencias. Ante el bambuco (el género colombiano que se hizo popular en Yucatán hacia 1920) hubo muchas reticencias, lo mismo que ante el bolero, de origen cubano. Ricardo Palmerín fue el gran compositor de bambucos, en tanto que Guty Cárdenas lo fue de boleros. Es curioso que hoy sean los compositores yucatecos más populares, mientras que en su tiempo hayan representado la infiltración del extranjero para los músicos académicos. Toda esa placidez de la historia de la música en Yucatán queda fuera de estas páginas. El culpable es un sociólogo francés, Pierre Bourdieu, cuyas miradas a los temas aparentemente insignificantes han hecho que volvamos la vista hacia atrás para contar nuevamente una historia que creíamos concluida.

Enrique Martín Briceño. Allí canta el ave. Ensayos sobre música yucateca. Mérida, Gobierno del Estado de Yucatán. Secretaría para la Cultura y las Artes. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2014.

sábado, 3 de junio de 2017

Obra visual, de Violeta Parra

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Violeta Parra (1917-1967) dejó tapices bordados, pinturas y esculturas en greda. Fue algo espontáneo, una actividad que comenzó a desarrollar mientras se reponía de una hepatitis, en 1958. Seis años después, llevó su material al Museo del Louvre. Sin duda, fue el primer latinoamericano vivo que tuvo ese honor. Ese solo hecho habría consagrado a cualquier artista y le hubiera dado un prestigio definitivo. Pero no en el caso de Violeta. Frente a sus canciones y su trabajo de folklorista, han permanecido desconocidos sus alambres tejidos y sus grandes tapices. Su exposición había quedado como una anécdota en una vida trágica. Y luego, ella había regalado esa escultura, y aquel óleo había quedado en Bélgica… como era una vida errante la suya, su obra se había dispersado. ¿Te acuerdas de las obras de Violeta Parra?, ¿dónde habían quedado? Algunas las hizo en Ginebra, otras en París. Las hizo con el estambre que tenía a la mano, con los pedazos de periódico que quedaban en la casa, sobre un pedazo de madera. Cuando el hambre se instalaba, salía a la carnicería a pedir un poco de pellejos regalados para darle de comer a los gatos. Pero regresaba y preparaba un caldo para poder comer. Y hasta las semillas de frijoles que no se comía, los garbanzos y las lentejas, los usaba para decorar sus máscaras. Su ropa misma estaba hecha de cachitos. Como su madre había sido costurera, le había enseñado a hacer ropa con puros cuadraditos de tela. ¿Y cuál es su método? Ninguno. ¡Ninguno! ¿Y esas composiciones tan complejas, esos cuadros históricos y esas fiestas que se encuentran en sus tapices? Es que fueron ocho meses de reposo, contesta la artista. Como un día vio un trozo de tela, quiso bordar algo. Así que quiso copiar una flor, pero en vez de flor salió una botella y el tapón parecía una cabeza. Así que le puso ojos, nariz y boca. “La flor no era una botella; después la botella no era una botella, era una señora y esa señora me miraba”. Pero no dibujaba previamente nada, todo iba saliendo misteriosamente de los hilos, de los colores, de las manos que modelaban rostros en papel. He mirado largamente estas obras, que ahora tiene la Fundación Violeta Parra, y veo que representan almas. Sus personajes no tienen ningún rasgo personal que los pueda identificar, están desvestidos de piel. Y la artista, ella va acicalando a la casualidad. Es así como van brotando gatos, submarinos, aves o, bien, árboles de la vida, esos árboles que brotan del suelo, o de una cabeza, y que cubren la extensión de un tapiz. Es bonito pensar en esta apacible actividad que le dio ocupación a su neurosis, convirtiéndola en algo bello. Lo que ya no es nada agradable es extender la metáfora de la hilandera como productora de existencias. Violeta Parra como una creativa Parca que degolló su propio destino.

Violeta Parra. Obra visual, presentación de Gonzalo Badal, 3ª ed. Santiago de Chile, Fundación Violeta Parra-Ocho Libros, 2012.

sábado, 13 de mayo de 2017

Notas sobre el oficio de escribir, de Jules Renard

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Sé que Jules Renard (1864-1910) llevó un diario en que anotaba sus reflexiones acerca de la escritura. No sé, por otra parte, qué extensión tenía ese diario ni qué otros temas trataba en él. Con las frases dedicadas al oficio bastan para admirarlo y compartir sus incertidumbres. En este libro se recogen anotaciones que van de 1887 a 1910, las cuales por suerte no son aún tan conocidas, por lo menos en nuestro idioma, así que las podemos citar con bastante éxito en conversaciones y en textos. Miren si no: “Para ver, primero hay que despojarse de todo el rococó que tenemos en los ojos”. Porque el tema central de este autor es la verdad. Desafortunadamente, la literatura no es buena compañía si uno es tan aficionado a la verdad. Nuestros ojos literarios depositan demasiadas cosas sobre la realidad, lo cual nos impide verla adecuadamente. Está bien, olvidemos toda esa palabrería que nos imposibilita ser testigos del mundo, ¿qué encontramos entonces? Un brote mínimo de verdad, una pequeña ganancia obtenida del mundo, ¿y qué es lo que hace el artista con ella sino volverla mentira? Entonces, ¿cuál es el propósito de tanta pasión por la verdad? ¿Será acaso una obsesión por encontrarla, y, una vez realizado este acto, erradicarla? Es más bien que la verdad es una fragancia que embellece la literatura, un perfume indefinible pues no se puede saber qué tanto penetra en el arte, y nos dedicamos, como lectores, a discernir entre las frases. Nos sacamos la comida de la boca para estudiarla, opina el autor acerca de los que analizamos la literatura. Ni modo, esta desagradable ocupación nos produce mucho placer, incluso un doble placer. Descubre también que la belleza en las frases largas, apenas se adivina, no se deja atrapar con facilidad, por eso aconseja renunciar a ellas definitivamente. Las tajantes sentencias de Jules Renard conllevan un peligro: están demasiado cerca del silencio. Entonces, dice, uno puede estar preñado de ideas toda la vida y no parir nada. Por suerte aquí hay muchos aforismos que son como tickets para el mundo del pensamiento refinado, si es que uno quiere aprovechar la entrada. Ese pensamiento consistiría en perseguir la naturalidad, la cual es paradójicamente lo más artificial, lo más complejo. Es decir, pensaba que la literatura no era una forma de podar aquello que naturalmente somos. Por el contrario, sería un punto de llegada para los artistas que por principio buscan la afectación y la retórica deslumbrante. Pero decíamos que la preocupación central de este autor era la verdad. Desafortunadamente, en su caso, es una modesta posesión personal. Y por más que uno lo quisiera seguir, va solo por su camino. Pues él decía: no se trata de ser el primero, sino de ser único.

Jules Renard. Notas sobre el oficio de escribir: Extractos del Diario de Jules Renard, tr. de Abel Vidal. Barcelona, José J. de Olañeta, ed., 2015. (Col. Centellas, 105)

domingo, 7 de mayo de 2017

Conversaciones con Nicanor Parra, de Leonidas Morales


Nicanor Parra es el padre de los artefactos poéticos de que gozamos (o padecemos) hoy. Aunque más frecuentemente: ignoramos. Ya que la poesía, por lo general, no sale de sus propios límites. Y este poeta chileno hace mucho tiempo trabajó por independizarla del oído para convertirla en un objeto visual. No obstante, se trata de uno de los autores con mejor oído entre los poetas del español, que usa constantemente el endecasílabo y que considera que este verso de origen italiano vino a sustituir el octosílabo. En estas entrevistas habla de su afición por Whitman, de sus inicios en el surrealismo y en la literatura folklórica, y en las distintas rupturas que despertaron la desconfianza de Pablo Neruda, como el sentido del humor y el poco interés en convertirse en un poeta nacional. Yo, sin embargo, no alcanzó a seguirlo, pues debo de confesar que conozco poco su obra, apenas vuelo obsesivamente sobre unos cuantos poemas casi modernistas en que habla de su hermana Violeta o aquellos serventesios sentimentales de rima asonante. Ya sé lo que están pensando, que no perdono su ambigüedad con el régimen de Pinochet, ni su exculpación de poeta que parece un exorcismo ante años de crímenes. Pero entonces, quién es Nicanor Parra, esa elocuencia que se va apagando conforme avanzan las páginas, pues las conversaciones más recientes vienen al final, y nuestra simpatía asimismo se va apagando. El profesor Morales llega armado de enorme conocimiento y empatía, y escribe una presentación a lo que vamos a escuchar. Ay los prólogos académicos. Cuando son buenos, son como una llave que abre una obra y entrega lo mejor de una obra. Pero cuando no, son como una maldición escrita a la entrada de un palacio. En general, los prólogos deberían de ser epílogos, y recibir al lector cuando va saliendo de las páginas de un libro y así poder intercambiar opiniones. De todas maneras, lo que más me interesa está en el interior, es el recuerdo de su hermana, de Violeta, la dulce vecina de la verde selva. Su visión es curiosa, porque la presenta como una especie de esponja que absorbe sin estudiar, que un día, de pronto, escribe, como por milagro, décimas, perfectas y asombrosas. Y que aprendió las canciones al oírlas de las vecinas de Chillán, años 20, florecimiento de milagros. Está bien, comparto ese asombro y ese culto. Ya antes de su suicidio, la idea le revoloteaba, y todos lo sabían, por eso Nicanor le ponía encargos. Y alude a una misteriosa carta que ella le dejó el día de su muerte, el 5 de febrero de 1917, una carta que no ha sido publicada, quién sabe si algún día. Violeta llegó a visitar a su hermano, llegó con unos patos amarrados para que no se volaran. Pero el poeta, al verlos, cortó las cuerdas y volaron todos a la quebrada. “Vamos a perder los patos”, dijo ella sorprendida. A lo largo de la conversación, Nicanor sugirió proyectos, pero ella dijo implacable: “Déjame cantarte la última canción”. Tomó la guitarra y cantó “Día domingo en el cielo”. Fue el último día en que se vieron los dos hermanos. Los patos se habían posado en la quebrada y desde allá los miraban fijamente, atendiendo la conversación, un misterio insondable. Pasa la vida, las admiraciones se desgastan, pero Violeta Parra continúa, para mí, enorme.

Leonidas Morales. Conversaciones con Nicanor Parra. Santiago de Chile,
Tajamar Editores, 2006. (Colección Alameda)