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lunes, 23 de mayo de 2022

Simone Signoret: los secretos de un rostro





 I. Simone Signoret

Allá en 1954, cuando Elena Poniatowska apenas empezaba su carrera en el periodismo, hizo un viaje a Francia gracias al IFAL. Regresó a la ciudad en que nació y pudo platicar con los amigos de su abuelo, André Poniatowski, amigo a su vez de Valéry y de Debussy. “Con esas entrevistas crecieron flores en mi cabeza –escribió Elena– y me abrí a la vida y a preguntarme qué diablos iba yo a hacer en esta gran aventura en la que todos tenemos una razón de ser.” Pero hay muchísimas más entrevistas de todos los tamaños con los franceses de los años 50, políticos, poetas, cantantes. Hay crónicas sobre Édith Piaf, conversaciones con Marcel Bataillon y con Eugène Ionesco. Pero la que ahora quiero recordar ocurrió en 1955, en un camerino del Teatro Sarah Bernhardt, de París. Elena tocó la puerta y, al entrar, pudo ver el rostro bellísimo pero de dura expresión de Simone Signoret. Entonces, estaba de moda la película Las diabólicas, dirigida por Henri-Georges Clouzot, pero la actriz no quiso hablar de eso. Más bien le repitió a la joven periodista las palabras que aparecen al final de la película: “No sea diabólica. No destruya el interés que puedan sentir sus amigos por esta película. No les cuente lo que ha visto. Gracias en su nombre.” ¿Cuándo caducará la prohibición?, ¿ya se podrá hablar de la película Las diabólicas? Meditaré un poco en ello, y más adelante sabré qué puedo contar de esta cinta. Pero ahora quiero divagar por el rostro de Simone, de amplias cejas y mirada irónica. Su sonrisa es contenida e irónica, y como se encuentra siempre erguida, parece escéptica ante todo. Si en tantas películas hizo de amante o de prostituta, seguramente fue por el rostro que a la vez parecía sencillo de leer e imposible de comprender por completo. Eso puedo decir con mi pobre experiencia en lectura de rostros. Fue una breve conversación con Elena, pues la estrella de cine tiene que salir a escena, a darle vida a Elizabeth Proctor, en la obra Las brujas de Salem, de Arthur Miller. Entonces, Simone aún no conocía en persona al autor de la obra. Pasarían algunos años, y, en 1960, cuando viajó a Hollywood en compañía de su esposo, el actor y cantante Yves Montand, conocería por fin a Miller y platicaría con él… Mientras que su esposo empezaría a vivir un romance con Marilyn Monroe. En realidad lo que me interesa son las palabras que le dijo a Elena en ese breve encuentro: que durante el ensayo de Las brujas, el director Raymond Rouleau les hablaba de la persecución de los judíos, del macartismo, del racismo…

–Pero usted es una actriz, una vedette, que debe de tener, al igual que otras artistas, abrigos de pieles, joyas, coches, champaña, en fin, qué sé yo.

–Señorita, yo no vivo así. No le digo que no me compro cosas bonitas, o que no uso perfumes, pero para mí el tener pieles o joyas no es una preocupación constante… México, me han dicho, es un país muy generoso, muy inteligente, porque acoge políticos perseguidos por otros países… Leo a Balzac, Maupassant, y claro está, Victor Hugo y Apollinaire y el surrealista magnífico Paul Éluard. ¿Y qué decir de Pablo Neruda, ese gran poeta, y del brasileño Jorge Amado? ¿Ha leído usted el delicioso Doña Flor y sus dos maridos?

Se me hace importante no dejar de decir que se manifestó contra Franco, Pinochet y Videla, siempre de manera pública. Además, quisiera leer su libro de memorias, que me tienta desde el título: La nostalgia ya no es lo que era

 

II. Las diabólicas

–Su película conmocionó París. Señora, la encontré estupenda en Las diabólicas y me inspiró usted mucho miedo –dijo Elena.

–Qué bueno, de eso se trataba.

Pero la actriz ya no quiso agregar nada sobre la cinta. Yo, que quisiera decirlo todo, no puedo decir mucho, porque revelar el final de una película policiaca, o de una novela, es de mal gusto, por más que la Crítica Literaria nos tache de ingenuos. El Sindicato de Autores de Novelas de Misterio está en contra de estas nociones, y se manifiesta en favor de que los lectores y el público en general tengan la suficiente sensibilidad de no arruinar la experiencia de la trama. Las diabólicas fue primero una novela titulada Celle qui n'était plus (La que no existía), escrita por Boileau-Narcejac, nombre de pluma de dos autores: Pierre Boileau (1906-1989) y Thomas Narcejac (1908-1998). Se cuenta que Alfred Hitchcock quiso ganar los derechos para filmar esta historia, pero fueron ganados por Clouzot. Sin embargo, Hitchcock conseguiría poco después los derechos de otra novela, Vértigo, que protagonizarían James Stewart y Kim Novak. En la novela que inspiró Las diabólicasdesaparece el cadáver de la esposa asesinada, en cambio en la película lo que desaparece es el cuerpo del esposo asesinado, Michelle Delassalle: su esposa y su amante –las diabólicas del título– se coluden para matarlo ahogándolo en una bañera. Las asesinas echan el cuerpo en la piscina del colegio (la historia ocurre en un internado rural). Pero días después del asesinato, el muerto da señales de vida, parece que se encuentra rondando en los alrededores de las asesinas… Aun cuando no tengo talento de investigador privado, ni mucho menos, hay una línea tenue que me llamó la atención de esta cinta que parece influir en la cinta El resplandor, de Stanley Kubrick. Sobre todo, porque Las diabólicas es considerada por Stephen King como una de sus películas favoritas de terror. Pero la influencia de Clouzot sobre Kubrick parece más cinematográfica, más directa, en dos aspectos: la máquina de escribir que suena en la noche, y que una de las asesinas encuentra con una hoja de papel que sólo tiene un texto repetido, el nombre del asesinado: Michelle Delassalle. Y más adelante, su cadáver ahogado se levanta de la tina de la misma manera en que lo hace la mujer que se encuentra muerta en la habitación 237, a la cual no se debe de entrar. Puesto que existe toda una corriente de pensadores que se dedican a encontrar nuevas interpretaciones de la película de Kubrick, no me remuerde proponer esta relación con Clouzot.

 

III. El reposo de Baco

Lo ignoro todo de la literatura policial, y más particularmente, de la que se ha escrito en francés. Sólo recuerdo a mi papá, todas las noches, leyendo antes de dormir una novela policiaca. Me decía entonces, algún día leeré a Ross McDonald o a Boris Vian… Pero de entonces a acá, lo he hecho muy pocas veces. Y como no sé nada, me limitaré a tomar uno de aquellos libros que tenía él, para ojearlo y saber un poco más de esa afición que muy pocas veces me visita. Pienso algunas cosas mientras voy leyendo El reposo de Baco; en primer lugar, en la elegancia que tuvieron en otro tiempo los criminales. Los que ejercían el robo con el fin de jugar una especie de ajedrez con el detective. Pienso también que esta novela es anterior a la Segunda Guerra Mundial, no sé si eso la determine de algún modo, pero es notorio que el criminal tiene un código de ética que comparte con el detective. Ocurre que un cuadro de Da Vinci, que da título a la novela, desaparece de la galería que tiene en su castillo el conde de Moncelles. Desde el primer momento sabemos que el ladrón entra a la galería para robar el cuadro, y aunque el cuadro es robado y el responsable es detenido, el cuadro no aparece jamás. Es imposible que haya sido sustraído del castillo, así que debe de estar escondido en algún lugar, en alguna habitación. Cuando el detective logra descubrir el misterio descubrimos que es evidente que la respuesta siempre había estado ahí. Es el gran lugar común de este género, pero es también su gran maravilla.

 

Pierre Boileau. El reposo de Baco / Le repos de Bacchus (1938), tr. Rafael Aguilar. Barcelona, Froum, 1984. (Col. Círculo del Crimen, 69/XII)

domingo, 8 de mayo de 2022

“The Paris Review”. Entrevistas (1953-2012)

  



 

Desde sus inicios, en 1953, The Paris Review ha publicado la conocida sección de entrevistas “Escritores en el trabajo”. En ella, cientos de autores han hablado en relación con sus hábitos de escritura, de su trayectoria y de sus ideas en torno a la literatura. Editorial Acantilado publicó en 2021 una selección de cien entrevistados. Tocan a la puerta. Quizá vengan por la basura, a dejar el recibo de la luz o, más probablemente, se hayan equivocado de timbre. Pero nunca el entrevistador de The Paris Review. Qué lástima, tengo consejos por si alguien quiere traducirme al chino, me gustaría compartir algunas palabras en torno a la inspiración y algo se me ocurrirá en torno a mi generación. Mientras espero improbables citas para improbables conversaciones, leo las entrevistas de esta publicación. Me doy cuenta de que no todos los escritores tienen el mismo interés en torno a los encantos de la palabra hablada. Algunos, en cambio, son obsesivos: leen con el entrevistador las pruebas de la revista y corrigen cada una de sus palabras. De algunos me esperaba bastante más, por ejemplo, de Graham Greene, de Ernest Hemingway o de Lawrence Durrell. Steinbeck le dedica demasiadas páginas a hablar de su lápiz. Leyendo a Faulkner me quedo asombrado, no esperaba menos del autor que influyó a toda la narrativa en lengua española. No conocía el humor sin límites de Nabokov. Y, finalmente, pude conocer a dos escritoras encantadoras, Nadine Gordimer y Doris Lessing. Me refiero a: conocer sus personas, ya que en gran medida no he leído la obra de los autores seleccionados. Apenas una tercera parte de ellos. Sería algo que confesaría en una entrevista. Me asombró, asimismo, que Toni Morrison dijera que ella no se inspira en nadie real para crear sus personajes, pues lo considera ofensivo. Puesto que los capítulos van en orden cronológico y los autores que son entrevistados vuelven a aparecer aludidos en otras entrevistas, el libro pareciera una enorme novela río en donde vemos morir a los personajes, dejando mayor o menor herencia. Pound y Eliot son entrevistados y, al mismo tiempo, paisaje de épocas. Mientras que Roberto Calasso me pareció un personaje muy distante, y Umberto Eco un entrevistado algo frívolo, las palabras de Ray Bradbury se concentraban en una conversación que se convirtió en una obra de arte. Ted Berrigan toca a la puerta, no podía imaginar que dentro lo esperaba una reunión en la que, como un torrente, se encontraba desbordado el genio de Jack Kerouac. Y Pasternack relata la novela que va a escribir… qué lástima, el lector está ya sumergido en la historia cuando termina la entrevista. Puesto que, como dije, sólo he leído un bajo porcentaje de estos autores, este libro me da la posibilidad de acudir a las reuniones como siempre lo he deseado: sin tener idea del tema, sin obligación de participar en la plática e invisible para los demás.

 

“The Paris Review”. Entrevistas. Vol. I: (1953-1983), Vol II: (1984-2012), tr. María Belmonte, Javier Calvo, Gonzalo Fernández Gómez y Francisco López Martín, 1ª reimp. Barcelona, Acantilado, 2021. (Col. El Acantilado, 415)

 

sábado, 7 de mayo de 2022

Las intermitencias de la muerte, de José Saramago




 

Uno de los aspectos en los que la humanidad no ha destacado particularmente ha sido en el terreno de las utopías. El oficio de imaginar otros mundos ha tenido momentos de refinamiento, pero la imposibilidad de ponerlos en práctica a veces no ha sido culpa de las utopías sino de sistemas que usurpan su lugar. Preferimos voltear a los cuentos fantásticos, en donde tampoco los deseos del hombre han tenido buenos resultados. Esperamos muchas veces en la vida encontrar aquella lámpara que contiene el genio que nos concederá tres deseos. Pero reservemos siempre el último de ellos para anular el fracaso de los dos anteriores, pues con seguridad nuestras ambiciones ejecutan planos arquitectónicos sumamente imperfectos. Mejor volver a la realidad previa al momento en que la echamos a perder. No conozco mejor constructor de mundos con el material de las suposiciones que José Saramago (1922-2010). Cuando leí Ensayo sobre la ceguera, a momentos me decía: No habrá inteligencia que pueda continuar esta novela. Pero los hechos continuaban ocurriendo, como en la realidad, uno detrás de otro, en un devenir inverosímil. Que la Muerte deje de trabajar es uno de nuestros deseos, que se tome días de vacaciones, que vaya a la Oficina de Asuntos Laborales y le contabilicen sus años de sabático. Pero ella (la Muerte humana) trabaja y trabaja sin descanso. En esta novela de Saramago, simplemente ocurre en determinado país, y comienzan a verse de inmediato las consecuencias. Existen dos vertientes principales: la económica y la metafísica. La industria de la muerte es vigorosa, da empleos, y no se puede detener. Como los animales siguen muriendo, las pompas fúnebres se entretienen mientras dando sepultura a pajaritos, perros y gatos. La Muerte animal, por suerte, no se detiene. Por alguna razón, sólo la parte de la maquinaria laboral que nos toca a los humanos. En el terreno metafísico, la Iglesia y la Filosofía son otras de las afectadas, pues precisamente existen en virtud de la Muerte. Sin ella, no sirven de nada Dios ni las discusiones sobre la existencia. Y mientras esto ocurre, se acumulan los moribundos y los ancianos en montones, en una premonición de una pesadilla para los economistas, los cuales miran cómo el descanso de la Muerte es simplemente incosteable. Ya que la Muerte, en esta novela, aparece como un personaje más, la historia tiende a asemejarse a alguna leyenda medieval. Se transfigura, escribe cartas, decide avisar a las personas con una misiva que el término de sus días ha llegado, sin plazo. Por desgracia para la Muerte, ella sabe poco de nosotros. Trabaja tanto que no se ha tomado la molestia. Si en sus días de descanso, quizá se diera la oportunidad de acercarse a alguna exposición o a algún concierto. Se asombraría de que Ella es la protagonista de un alto porcentaje de ellas. El porcentaje restante se trata de obras en que aparece ella, pero disfrazada de algo más, como de Amor o de Esperanza. Que se enamore de la Vida, que deje escapar a algún artista de sus manos de vez en cuando, para que no tengamos de ella esa mala imagen de tecnócrata del universo.

 

José Saramago. Las intermitencias de la muerte / As intermitencias da morte (2005), tr. Pilar del Río, 12ª reimp. México, DeBolsillo, 2020.

 

domingo, 1 de mayo de 2022

El vendedor de pasados, de José Eduardo Agualusa


 

No soy experto en la fauna de Angola. Mucho menos en la presencia, en ese país, de gecos (esa agradable lagartija con cuerdas vocales que en México llamamos cuija o lagartija besucona). Sin embargo, parece que tanto allá como aquí, son animales bien recibidos en las casas porque les gusta trepar por las paredes y comer insectos. Hay alrededor de 1500 especies de gecos, viven en todas las zonas cálidas del mundo y no les gusta la sociabilidad. A esto se reduce mi conocimiento acerca de estos pequeños reptiles; pero es importante, ya que el narrador de esta novela es un geco. El autor, José Eduardo Agualusa (1960), da sólo unos pocos datos más, ya que dice que se trata de una especie atigrada; pero entre las autoridades (es decir, en Wikipedia), no he encontrado nada más al respecto. Existe un geco leopardo que vive en las zonas desérticas de Irán y Paquistán, así que no se trata del mismo. El Diccionario de la Real Academia, como acostumbra en éstos y en algunos otros casos, no aporta mucho al respecto. Ni siquiera sugiere una manera de escribir la palabra, aunque acepta que proviene del inglés gecko, y a su vez del malayo gēkoq, que es una onomatopeya del sonido que emiten estos pequeños lagartos. El propio autor no se interesa demasiado en asuntos de taxonomía, y sólo en un rincón de la página 28 nos revela que la historia la cuenta una lagartija que observa todo lo que ocurre en la casa de Félix Ventura, un albino que se dedica a fabricar pasados para la gente más poderosa de Angola. Que el narrador sea este pequeño animal es una de las sorpresas de la novela. Pero tenía que revelarla, pues de otro modo no sería posible hablar de ella. La reseña no es un género para gente discreta que cuide los intereses del autor, sentimos en el alma. Pero no comprendemos para qué alguien lee una reseña pudiendo evitar su lectura. En un feo género que se trepa de las paredes y las más de las veces se alimenta de bichos. Mira por todas partes y el autor pocas veces sabe que está siendo espiado por un pequeño animal que repta y que sabe treparse por donde sea para sacar sus mínimas satisfacciones. Para saber algo más del autor de la novela –es decir: del creador del narrador–, quisiera citar dos epígrafes de otro libro suyo (La sociedad de los soñadores involuntarios, no la he leído, la tengo aquí junto a mí, esperando): “Lo real me da asma” (E.M. Cioran) y “Acordémonos siempre de que soñar es buscarnos” (Bernardo Soares / Fernando Pessoa). Pero vienen a propósito porque la lagartija de esta novela sueña. De hecho, sus sueños forman capítulos independientes. Los sueños son los espacios en que se encuentran Félix Ventura y el geco, hablan, se cuentan sus asuntos. Esta pequeña lagartija que, por otra parte, recuerda su reencarnación anterior. Y ahora volvió a brotar en la vida pero en forma de reptil. Vive brevemente para narrarnos. Todavía no cuento nada de la construcción de esta novela. Espero hacerlo, si es que las palabras me lo permiten. Pero ahora quiero construir un poco al escritor, del cual sé tanto como si fuera también un geco. Sin embargo, muchas cosas me dicen de él sus elecciones narrativas. Por ejemplo, la narración que se vale de sueños y de almas y metempsicosis, me recuerdan a dos autores que menciona a lo largo de su texto: Borges y Eça de Queiroz. La casa del albino es también una biblioteca de libros raros y antiguos. El gran Eça de Queiroz, el extraordinario y exquisito novelista, llamado “realista” y “naturalista”, pero en cuyas obras se incorpora como si nada el mundo fantástico. Como cuando sus personajes de pronto, como si nada, se encuentran frente a Jesucristo y a su madre, María. O aquel oficinista que puede apagar una velita y, con ello, matar a un mandarín y heredar su inimaginable fortuna. Leemos la literatura de un país sobre el cual sabemos pocas cosas y resulta que dentro de su tradición están los autores que conocemos: el canon occidental, aquel que tanto desagrado nos dio aprender en los libros de Harold Bloom, porque lo considerábamos el san Pedro de la crítica literaria que decía quiénes sí entraban al reino de los cielos. Y ahora, vemos a García Márquez y a Baudelaire nadando cómodamente en las obras de autores tan aparentemente exóticos, como el chino Mo Yan. Y aquí, la voz de la tradición portuguesa, el idioma más hablado en el hemisferio sur, y la misteriosa poesía que tiene la voz de este autor. Ya han visto que no conozco muchas de las cosas que refiere el autor. Además, inventa la mayoría. Así que lo mejor es pensar que todo es invención. Hasta las canciones que se escuchan en los discos de vinil son ficticios, junto con el repertorio que canta la inexistente artista brasileña, Dora la Cigarra. Las mujeres que cada sábado el albino lleva a la casa se espantan con las miradas de los cuadros antiguos, los caballeros antiguos, el retrato de un príncipe del Congo, la sonrisa burlona de una bessangana, una de aquellas altivas mujeres angoleñas, hijas del mar y guardianas de la sabiduría del país. La casa de Félix Ventura es un pequeño laberinto de intimidante historia. Mejor algo de música, ¿no?, algo de kuduro o de kizomba. ¡Al fin algo que existe!, aun cuando no lo conozca. Pero habla de aquel reino del sur. Son dos géneros musicales que hablan de la cercanía entre Angola y Brasil. El kuduro –aclara la traductora– es un género angoleño que ha hecho furor en Brasil, al grado de que una telenovela, Avenida Brasil (2012), lo usó como tema. Fue creado por el músico Tony Amado en los años 90: parece breakdance, tiene beats de música electrónica, pero inspirado en danzas tradicionales. Es el ritmo que se ha convertido en parte de la identidad del país. Como significa “culo duro”, es posible imaginar las coreografías, las cuales son fundamentalmente improvisaciones. Por su parte, la kizomba fue creada por Eduardo Paim en los años 70. Es un baile de pareja, más lento, que puede parecer a primera impresión parecida a la bachata, pero en una versión barroca. Es la mezcla de los bailes típicamente angoleños con los bailes que los soldados cubanos llevaron a África, especialmente el zouk de Martinica y Guadalupe. La kizomba ha llegado a México, hay clases especiales de este género, aunque muchos viajan a Luanda para aprender los pasos directamente con los campeones de este baile. Las vidas pasadas, los óleos del siglo XIX, abren los ojos con estupor ante esta música. La importancia de la música en la novela se debe a que Agualusa es experto (tiene su propio programa de radio, La hora de las cigarras, sobre poesía y música). Mientras lo escucho, regreso al pasado en el árbol genealógico de la kizamba hasta llegar al zouk, para descubrir al pianista martiniqués Marius Cultier (1942-1985), colindante con el delirio. ¿Lo conocerá Agualusa? Pero nos encontrábamos en la novela de este autor…, o pretendíamos hablar de ella. Tendrá que abrirse una puerta para que entre un misterioso personaje, José Buchmann, que solicita los servicios de Félix Ventura: requiere un pasado que lo haga angoleño. El albino le prepara un pasado sumamente atractivo, pero le advierte que no lo investigue, que no se sumerja en esa historia, que no busque a su madre ficticia. Pero Buchmann decide buscar su “pasado”. Parece que he logrado caminar por la orilla de la novela, sin entregar demasiado de sus secretos, ¿tal vez porque yo mismo los ignoro? Por cierto, la lagartija se llama Eulalio, y es la reencarnación de Jorge Luis Borges. Es como si fuera la metáfora de que las referencias a América y a sus escritores reencarnaran en un cuerpo desconocido para mí, el lejano y apetecible cuerpo de la literatura africana.

 

José Eduardo Agualusa. El vendedor de pasados / O vendedor de passados (2004), tr. Rosario Peyrou. Barcelona, Edhasa, 2018.