I. Simone Signoret
Allá en 1954, cuando Elena Poniatowska apenas empezaba su carrera en el periodismo, hizo un viaje a Francia gracias al IFAL. Regresó a la ciudad en que nació y pudo platicar con los amigos de su abuelo, André Poniatowski, amigo a su vez de Valéry y de Debussy. “Con esas entrevistas crecieron flores en mi cabeza –escribió Elena– y me abrí a la vida y a preguntarme qué diablos iba yo a hacer en esta gran aventura en la que todos tenemos una razón de ser.” Pero hay muchísimas más entrevistas de todos los tamaños con los franceses de los años 50, políticos, poetas, cantantes. Hay crónicas sobre Édith Piaf, conversaciones con Marcel Bataillon y con Eugène Ionesco. Pero la que ahora quiero recordar ocurrió en 1955, en un camerino del Teatro Sarah Bernhardt, de París. Elena tocó la puerta y, al entrar, pudo ver el rostro bellísimo pero de dura expresión de Simone Signoret. Entonces, estaba de moda la película Las diabólicas, dirigida por Henri-Georges Clouzot, pero la actriz no quiso hablar de eso. Más bien le repitió a la joven periodista las palabras que aparecen al final de la película: “No sea diabólica. No destruya el interés que puedan sentir sus amigos por esta película. No les cuente lo que ha visto. Gracias en su nombre.” ¿Cuándo caducará la prohibición?, ¿ya se podrá hablar de la película Las diabólicas? Meditaré un poco en ello, y más adelante sabré qué puedo contar de esta cinta. Pero ahora quiero divagar por el rostro de Simone, de amplias cejas y mirada irónica. Su sonrisa es contenida e irónica, y como se encuentra siempre erguida, parece escéptica ante todo. Si en tantas películas hizo de amante o de prostituta, seguramente fue por el rostro que a la vez parecía sencillo de leer e imposible de comprender por completo. Eso puedo decir con mi pobre experiencia en lectura de rostros. Fue una breve conversación con Elena, pues la estrella de cine tiene que salir a escena, a darle vida a Elizabeth Proctor, en la obra Las brujas de Salem, de Arthur Miller. Entonces, Simone aún no conocía en persona al autor de la obra. Pasarían algunos años, y, en 1960, cuando viajó a Hollywood en compañía de su esposo, el actor y cantante Yves Montand, conocería por fin a Miller y platicaría con él… Mientras que su esposo empezaría a vivir un romance con Marilyn Monroe. En realidad lo que me interesa son las palabras que le dijo a Elena en ese breve encuentro: que durante el ensayo de Las brujas, el director Raymond Rouleau les hablaba de la persecución de los judíos, del macartismo, del racismo…
–Pero usted es una actriz, una vedette, que debe de tener, al igual que otras artistas, abrigos de pieles, joyas, coches, champaña, en fin, qué sé yo.
–Señorita, yo no vivo así. No le digo que no me compro cosas bonitas, o que no uso perfumes, pero para mí el tener pieles o joyas no es una preocupación constante… México, me han dicho, es un país muy generoso, muy inteligente, porque acoge políticos perseguidos por otros países… Leo a Balzac, Maupassant, y claro está, Victor Hugo y Apollinaire y el surrealista magnífico Paul Éluard. ¿Y qué decir de Pablo Neruda, ese gran poeta, y del brasileño Jorge Amado? ¿Ha leído usted el delicioso Doña Flor y sus dos maridos?
Se me hace importante no dejar de decir que se manifestó contra Franco, Pinochet y Videla, siempre de manera pública. Además, quisiera leer su libro de memorias, que me tienta desde el título: La nostalgia ya no es lo que era…
II. Las diabólicas
–Su película conmocionó París. Señora, la encontré estupenda en Las diabólicas y me inspiró usted mucho miedo –dijo Elena.
–Qué bueno, de eso se trataba.
Pero la actriz ya no quiso agregar nada sobre la cinta. Yo, que quisiera decirlo todo, no puedo decir mucho, porque revelar el final de una película policiaca, o de una novela, es de mal gusto, por más que la Crítica Literaria nos tache de ingenuos. El Sindicato de Autores de Novelas de Misterio está en contra de estas nociones, y se manifiesta en favor de que los lectores y el público en general tengan la suficiente sensibilidad de no arruinar la experiencia de la trama. Las diabólicas fue primero una novela titulada Celle qui n'était plus (La que no existía), escrita por Boileau-Narcejac, nombre de pluma de dos autores: Pierre Boileau (1906-1989) y Thomas Narcejac (1908-1998). Se cuenta que Alfred Hitchcock quiso ganar los derechos para filmar esta historia, pero fueron ganados por Clouzot. Sin embargo, Hitchcock conseguiría poco después los derechos de otra novela, Vértigo, que protagonizarían James Stewart y Kim Novak. En la novela que inspiró Las diabólicasdesaparece el cadáver de la esposa asesinada, en cambio en la película lo que desaparece es el cuerpo del esposo asesinado, Michelle Delassalle: su esposa y su amante –las diabólicas del título– se coluden para matarlo ahogándolo en una bañera. Las asesinas echan el cuerpo en la piscina del colegio (la historia ocurre en un internado rural). Pero días después del asesinato, el muerto da señales de vida, parece que se encuentra rondando en los alrededores de las asesinas… Aun cuando no tengo talento de investigador privado, ni mucho menos, hay una línea tenue que me llamó la atención de esta cinta que parece influir en la cinta El resplandor, de Stanley Kubrick. Sobre todo, porque Las diabólicas es considerada por Stephen King como una de sus películas favoritas de terror. Pero la influencia de Clouzot sobre Kubrick parece más cinematográfica, más directa, en dos aspectos: la máquina de escribir que suena en la noche, y que una de las asesinas encuentra con una hoja de papel que sólo tiene un texto repetido, el nombre del asesinado: Michelle Delassalle. Y más adelante, su cadáver ahogado se levanta de la tina de la misma manera en que lo hace la mujer que se encuentra muerta en la habitación 237, a la cual no se debe de entrar. Puesto que existe toda una corriente de pensadores que se dedican a encontrar nuevas interpretaciones de la película de Kubrick, no me remuerde proponer esta relación con Clouzot.
III. El reposo de Baco
Lo ignoro todo de la literatura policial, y más particularmente, de la que se ha escrito en francés. Sólo recuerdo a mi papá, todas las noches, leyendo antes de dormir una novela policiaca. Me decía entonces, algún día leeré a Ross McDonald o a Boris Vian… Pero de entonces a acá, lo he hecho muy pocas veces. Y como no sé nada, me limitaré a tomar uno de aquellos libros que tenía él, para ojearlo y saber un poco más de esa afición que muy pocas veces me visita. Pienso algunas cosas mientras voy leyendo El reposo de Baco; en primer lugar, en la elegancia que tuvieron en otro tiempo los criminales. Los que ejercían el robo con el fin de jugar una especie de ajedrez con el detective. Pienso también que esta novela es anterior a la Segunda Guerra Mundial, no sé si eso la determine de algún modo, pero es notorio que el criminal tiene un código de ética que comparte con el detective. Ocurre que un cuadro de Da Vinci, que da título a la novela, desaparece de la galería que tiene en su castillo el conde de Moncelles. Desde el primer momento sabemos que el ladrón entra a la galería para robar el cuadro, y aunque el cuadro es robado y el responsable es detenido, el cuadro no aparece jamás. Es imposible que haya sido sustraído del castillo, así que debe de estar escondido en algún lugar, en alguna habitación. Cuando el detective logra descubrir el misterio descubrimos que es evidente que la respuesta siempre había estado ahí. Es el gran lugar común de este género, pero es también su gran maravilla.
Pierre Boileau. El reposo de Baco / Le repos de Bacchus (1938), tr. Rafael Aguilar. Barcelona, Froum, 1984. (Col. Círculo del Crimen, 69/XII)