Para unas predicciones retroactivas
Desde el 19 de junio de 2010 no he dejado de voltear hacia
atrás, como buscando una respuesta al presente. Es la costumbre oracular de
encontrar en sus textos una respuesta a cada momento. Cada mirada retrospectiva
ha sido un asedio, una esperanza de arrancar una palabra nueva a una obra
literaria detenida para siempre. Supongo que no soy el único, y que Carlos
Monsiváis es cantera generacional, ya que su obra abarca tantos ámbitos y se
dirige hacia tantas direcciones. En muchísimos aspectos, su trabajo fue una
empresa absolutamente solitaria: de no haber existido su aproximación total a
Salvador Novo (Lo marginal en el centro,
2000, aumentada en 2004), habríamos perdido un documento único para entender un
contexto cultural y una lectura privilegiada de un personaje escurridizo y cuya
explicación depende de la constancia en su estudio. Apenas pienso en Monsiváis,
y la esperanza de comprenderlo vastamente se diluye, porque considero casi
imposible un libro similar pero enfocado en la obra de Monsiváis, puesto que se
desbordaba sin término –y su afán ordenador fue, paradójicamente, el causante
del caos que lo rigió. Y eso que tenía rituales, como todo caos, porque
compraba obsesivamente fragmentos precisos del pasado, porque sus lecturas eran
un misterio: un laberinto mental muy bien trazado para poder perderse
gozosamente. Todo en Monsiváis era un proyecto personal desconocido: una serie
de intuiciones, de experiencias apretadas lo suficientemente como para
funcionar simbólicamente, reflexiones que sólo se mostraban en su forma final,
nunca como un proceso. Pues el autor de Amor
perdido acudía a los fenómenos y los contemplaba, pero se cuidaba de no
revelar el proceso de construcción de sus ideas: prefería la forma final del
aforismo, y también: un procedimiento que consistía en hurgar en el pensamiento
ajeno, desarmarlo, volverlo a armar con su voz y ponerlo a funcionar nuevamente
de tal manera que todo fuera autoparodia. Citar y contextualizar. Para que el
acusado pronunciara la condena: sus
propias palabras. Todo su estilo y sus recursos estaban armados por el
cemento de su personalidad. Me parece central la afirmación de Carlos Fuentes:
que Monsiváis creó un género literario mezcla del ensayo y de la crónica.
Observador privilegiado por el solo motivo de que la realidad se peleaba para
desfilar ante él y ser desnudada por su mirada. Ya eso representa cierto voyeurismo
intelectual que lo definió, es cierto. También es cierto que pensar la realidad
es transformarla, agredirla para convertirla en algo distinto, y Monsiváis, al
pensar ciertos fenómenos les dio una forma irrenunciable: ni Juan Gabriel, ni
Siqueiros, ni Revueltas, ni Benita Galeana, saldrán fácilmente de esos nichos
fabricados de palabras en que los depositó Monsiváis, pues cristalizó momentos
claves de estas existencias y dinamizó ideas incomprensibles para los lectores
(el desentrañamiento de la retórica priista del periodo clásico, la
reinterpretación del mal gusto del cine mexicano como conquista estética, por
ejemplo). Y aun estos artefactos de palabras, tan efectivos, son sólo una parte
de su actividad, pues no cubrió de palabras gran parte de su plan intelectual
–que, como dije, era prácticamente desconocido– y en muchos casos fue un flâneur, una mezcla de Walter Benjamin y
del nuevo periodismo (y del antiguo periodismo también, pues pienso en un
Guillermo Prieto altamente teorizante). La colección resguardada por su museo,
El Estanquillo, puede dar fe de los temas que pudo haber tratado y que sólo
pueden ser observados en las vitrinas de lo potencial.
Vuelvo con frecuencia a Monsiváis. Es
inevitable, pues ciertas realidades (como la política y su retórica) muchas
veces tienen sólo el atractivo de haber sido escrutadas en sus textos. Otras,
como el espectáculo –los movimientos ciudadanos– siguen vivas porque comparten
la pasión del cronista que se involucra y se mezcla hasta donde le era posible,
ya que nunca dejaba de ser conciencia corrosiva. Discurso aglutinador:
coleccionista de citas tristemente célebres, barroquismo estructural, polemista
armado de una enorme infraestructura cultural… El resultado es,
paradójicamente, una notable falta de diálogo: la derecha en muy pocas
ocasiones estuvo a su altura (Javier Sicilia trató de defender ante él la idea
de que la mujer no debe de trabajar). Pero la academia también ha mostrado una
falta capacidad de diálogo con su obra: quizá porque tiende a desmontar su
discurso y a discutirlo a partir de marcos teóricos demasiado particulares (la
crítica literaria, la sociología). O la academia norteamericana, que ha querido
hacerle un lugar ¡al lado de los autores marxistas del siglo XX (a Monsiváis,
un autor tan pronunciadamente antimarxista)! Prefiero incurrir en el error de
compararlo con Sartre. ¿Recuerdan que Sartre se sentía capaz de enfrentar el
pensamiento marxista con solo su método personal de pensar? Un papel similar
jugó Monsiváis en México: no estuvo fielmente cerca de ningún pensamiento,
aunque llevó nota de las principales manifestaciones civiles durante más de
medio siglo.
A los dos años de su muerte, yo sólo puedo
erigir un lugar común: que Monsiváis fue una tradición en sí misma. Creó un
lenguaje, una mirada de ver, una notable actividad intelectual en torno a un
personaje dinámico y cambiante (la ciudad) y a sus actores (los mexicanos).
Parecía que era un momento de la cultura y, fundamentalmente, se trataba de una
actividad solitaria que elevó el nivel de la discusión de ideas en el espacio
público durante años.
Cronista
¿Hablar sobre Carlos
Monsiváis? Está muy bien. Mientras no haya sido hablar ante Carlos Monsiváis. Porque eso me causaba un nerviosismo casi
incontrolable. En vida de él, ni pensarlo. Ninguna de las dos posibilidades. En
ese entonces, su obra era lo más parecido a un ser vivo. Cada manifestación de
la realidad le provocaba una reacción más o menos apasionada. Era la respuesta
extremadamente analítica a los sucesos culturales, sociales y políticos. Una
reacción sintetizadora que al mismo tiempo desmenuzaba minuciosamente los
fenómenos, las interpretaciones, las declaraciones de los políticos. El
rompecabezas de la realidad es incomprensible. De ahí que Monsiváis lo
destrozara de unos cuantos golpes y lo volviera a unir. No es que la hiciera
más comprensible. Pero por lo menos, pretendía decir que las cosas no eran
sencillas. Los discursos que se repiten, la ideología dominante que sale a cada
momento por la televisión… contra eso estaba dirigida su obra, casi totalmente.
Por eso fue una continua batalla. Los argumentos de hoy resurgirán mañana, en
la edición del periódico, en el noticiero de la noche. Contra eso no había
tregua. Leer un texto de Monsiváis era como aparecer de pronto en un mar:
palabras suyas hacia todos los horizontes. Como escribió sobre todos los temas,
no estuvo mal elegir esta imagen, la del mar. Era como una ola que se llevaba
todos los residuos y los lanzaba fuertemente sobre una playa. Curiosamente, un
hombre siempre es de su época. Esta verdad tan obvia se revela extrañamente.
Apenas un día después de su muerte ya la realidad asumía formas tan distintas
que me parecía imposible saber con qué comentario reaccionaría frente a los
últimos años del gobierno de Calderón. Siento que los festejos del Centenario
no se realizaron porque Monsiváis no realizó la crónica que consumara los
festejos de frivolización de la Independencia y de la Revolución. Falta su
visión de las elecciones de 2012. Falta su visión de los fenómenos del Internet
(en los cuales, por otra parte, fue pionero). Siempre se dice que el estilo es
el hombre. Pero pienso, en el caso de Monsiváis, que la actitud es el estilo. Y
que, en su caso, el “punto de vista” no es un punto de partida. Es por el
contrario: el lugar de llegada. Para poder observar la sociedad, fue primero
necesario conseguir el lugar privilegiado, reunir los materiales, construir una
teoría, documentar el optimismo. De otra manera, estaría destinado a ser
desbancado. Y la suya fue, quizá, la más consistente de las visiones y la más
amplia. Sin los aires metafísicos de la obra de Octavio Paz, Carlos Monsiváis
realizó mejor una “fenomenología” que partía de la experiencia y que
desembocaba en categorías instantáneas y que se diluían, tal como debe de
hacerse con el conocimiento: diluirlo en el devenir. Ha sido necesario, para
mí, adquirir una distancia crítica con respecto a su obra, para poder voltear y
mirarla. Puesto que me eduqué en su lectura, y me contagió su pasión por los
temas de la cultura mexicana, era necesario desligarme y diferenciar lo suyo de
lo mío. Y ahora pienso que de su obra permanecen, entre otras cosas, la
actitud. Lo contingente se desvanece. Bueno, no es tan cierto. Para que “lo
fugitivo” permanezca es necesario que se aferre a un sistema, a una
interpretación total. Pareciera que Monsiváis se centró su mirada en lo
instituido. Tal vez. Pero buscaba en todo eso la presencia de lo que se
desvanece. Las manifestaciones culturales que hay que cazar porque de otro
modo, se van para siempre. Uno no se puede quedar en su hogar, fabricando
teoría porque la realidad no esperará. No hay que perder el tiempo, mejor hacer
teoría mientras las cosas ocurren. O mejor aún: que la teoría nazca junto con
las apreciaciones. Cuando él murió, Elena Poniatowska dijo que Carlos no nada
más veía la ciudad, sino que miraba y meditaba al mismo tiempo, es decir que
hay mucho de periodístico, pero también de literario y hasta de filosófico.
Cada aspecto es insustraíble de los demás: no puede decirse “el literato” ni
“el pensador” o “el cronista”. Quizá, eso se deba a que buscamos dividir por el
hábito de poner los textos, según nos ha enseñado la academia, al servicio de
la división de géneros, según lo enseña la teoría europea. En México nunca ha
sido así, los críticos dividen para darse cuenta de que los textos no caben en
las categorías. Aquí, los textos de Prieto y Altamirano aprovechaban los
diarios para relatar y meditar. Lo mismo Juan Bautista Morales, en El Gallo Pitagórico. Fernando Benítez
fue, en el siglo pasado, el mejor exponente. El autor en el que periodismo y
arte se confunden. Más bien, ni siquiera se piensan como elementos separados.
En dos libros, Monsiváis vuelve a esa historia para dos causas distintas, para
restaurar la secuencia del pensamiento que legitima el Estado laico (Las herencias ocultas). Y para
fundamentar la crónica como género equidistante de la literatura y el
periodismo (A ustedes les consta). En
la “Nota preliminar” de este libro, escribe: “crónica: reconstrucción literaria de sucesos o figuras, género
donde el empeño formal domina sobre las urgencias informativas”. Monsiváis
subraya la palabra literaria, porque
es fundamental la técnica y el estilo. Y porque las crónicas seleccionadas por
él son memorables. Entre otras cosas, este libro establece el espacio en el que
convive un gran número de escritores notables y a los que une esta forma
precursora de la non fiction. Ésta es
su plataforma, y va desmenuzando los distintos componentes de la crónica y sus
postulados. Cómo, en el siglo XIX, s principal función fue una necesidad de
tipo urgente: el conocimiento del país, en un tiempo sin caminos. Nervo,
Guzmán, Novo, Benítez, Revueltas, Garibay, Poniatowska, Pacheco… En este
espacio mental que defiende, ¿cuál será la actuación del Monsiváis cronista?
Porque releo a Carlos con frecuencia y porque busco directrices en sus textos,
sé que su estilo es ante todo, una actitud (véase arriba) y una forma de zurcir
las experiencias personales. Ante todo, Monsiváis siempre está en escena. Nunca
la naturalidad. Para qué. Eso no. Bajo ninguna circunstancia. Siempre, la
puesta en escena de un estilo. Y de un estilo nada sencillo. De hecho, uno de
los estilos más complejos de la literatura mexicana. Muchos lo han descrito, y
si lo hago nuevamente es porque de su forma brotan los contenidos. Puesto que
el caos en realidad es la manera en que se muestran las leyes del universo, su
estudio requiere de una metodología que capte sus regularidades. El caos,
escribe Carlos, se explica en gran medida por el consumo. El consumo cultural,
de contenidos en los medios, de productos indispensables. El consumo crea
celebridades, mitos, y actitudes ante los mitos. El caos es la manifestación
exterior de una estructura profunda de la sociedad. El aparente caos de su
estilo es una representación articulada de la realidad. Por un momento pensemos
en Carlos Monsiváis como un espectador de la sociedad mexicana. Eso equivaldría
a decir que de sus obras saldría un retrato fidedigno y unívoco. Pero nada más
lejana su obra de ese retrato. Sale otra cosa muy distinta. En boca de sus
personajes, las palabras no dicen lo que dicen sino lo que quieren decir, es
decir: lo contrario de las intenciones de las palabras. Cuando un político es
citado por Monsiváis… algo pasa, qué extraño, una angustia pasa por su rostro, el
verdadero significado de su discurso se revela sobre el papel, y las palabras
revelan en lugar de ocultar. Las crónicas de Monsiváis están disfrazadas de
definitividad. Parecen dar una versión permanente de los fenómenos. En sus
textos jamás una elaboración de una idea: siempre es una colección de
aforismos. Monsiváis, el lector de novelas policiales, nunca dirá cómo llegó a
sus conclusiones. Siempre es el detective que deslumbra porque convirtió las
pistas en una conclusión inesperada. En su voz hablan otras voces. Pero la
seriedad con que las cita es, asimismo, aparente. En la red de referencias que
arma, sólo hay un pegamento: la sospecha. Ante la realidad, la desconfianza.
Desconfiar hasta del mínimo movimiento de la menor pestaña del interlocutor, escribió
en su Autobiografía. Ante sus
palabras, ¡cuidado!, no se confiar demasiado. Los mexicanos tenemos que
educarnos estéticamente, sin pedir permiso, porque nadie nos lo enseñó y
tenemos un gusto autoesculpido. Para inscribir esta “educación estética” en la
lógica del choteo, Monsiváis escribe: “no importa que ese gusto sea producto de
la importación o de la sustitución de importaciones”. Los proyectos políticos
nacionales no contemplan la salida del subdesarrollo. El público, en su obra,
es el espejo en el que se contemplan las celebridades. Me llama mucho la
atención el papel del pueblo (las masas, la sociedad civil) en la obra de
Monsiváis. Pienso que sus crónicas, en gran medida, tienen como tema la
transformación del pueblo en sociedad civil. Y la “sociedad civil” como un
concepto liberal que utiliza para burlarse un poco de la academia marxista
(como lo hace ver en Entrada libre)
pues Monsiváis sugiere que los cambios sociales pueden lograrse a través de las
luchas civiles. La sociedad de masas tiene como contraparte a las celebridades.
Quizá esté detrás del planteamiento de Monsiváis la obra de C. Wright Mills, el
autor de La élite del poder, la más
lúcida descripción del poder norteamericano. Desde aquel libro, el mundo de las
celebridades es básicamente neutralizado y considerado un distractor para que
el verdadero poder pueda esconderse del escrutinio público. Monsiváis muchas
veces es implacable contra este tipo de personajes: las celebridades que son
famosas porque son conocidas. O aquel payaso de la televisión que menciona en Entrada libre, que: “es famoso porque
fue famoso”. O los ídolos de la lucha libre, en Los rituales del caos: que son ídolos porque “muchos pagan por
verlos”. La celebridad es una tautología. Un espejo frente a otro espejo. La
vanidad frente a sus admiradores. No hay escapatoria. No la hay mientras la
sociedad sea una reproducción de la ideología de la sociedad de masas. El
personaje más acabado de las crónicas de Monsiváis es la sociedad civil, la que
surge con el sismo de 1985. La desobediencia contra el presidente Miguel de la
Madrid, quien pidió a la gente que no saliera a ayudar en los días del sismo.
La solidaridad de la gente. La autoorganización social. Las conquistas civiles.
Una sociedad que había sido obligada a callarse sus opiniones es la que
describe en sus libros. La inercia social y la riqueza cultural son sus motores
permanentes. Todo esto que escribo son mis conclusiones preliminares. No es la
primera vez que lo hago. Trato de escribir sobre Monsiváis con frecuencia,
buscando ideas nuevas, puesto que me eduqué leyendo su obra con obsesión,
porque esperaba los lunes para leer Por
mi madre, bohemios y porque me irritaban las opiniones de Octavio Paz sobre
esta columna política. A Carlos Monsiváis, a quien considero mi maestro en la
escritura, le pido disculpas por estas impresiones fragmentarias sobre su obra.
La construcción verbal
Carlos Monsiváis resucitó al día siguiente en forma de
causas políticas vigentes, de reconocimientos públicos y de polémicas. Noto en
algunos sectores una prisa por leer su epitafio y continuar. En aquellos que
dicen: “No dejó una herencia intelectual”. Me parece bien que no la recojan y
que no la reconozcan. Pero me opongo a que se dé el paso siguiente, negarla o
impedir su reivindicación de parte de cualquiera de sus lectores. Se divertirán
entre escombros, no extraerán nada, parecen decirnos si pretendemos leer su
obra. Todo me parece, menos que se trate de un enigma resuelto, de un estilo
superado o de una visión sobreseída de la realidad.
A Monsiváis lo empobrece la clasificación de
cronista, ya que no sólo narra –en muchos casos, la narración es algo marginal–
sino que comparte las reflexiones que la realidad le sugiere. En este sentido,
toda su obra es preliminar, ya que es work
in progress, nada está dicho por última vez, y si el autor regresa a lo
mismo, a tratar lo mismo, tal vez sea para decir casi lo mismo, lo cual es
decir ya otra cosa. La realidad le produce una sensación de perplejidad, puesto
que sus manifestaciones ideológicas más superficiales (las declaraciones de los
políticos, la ideología de la clase media, las letras de los boleros, los
comics) colaboran para hacerla más incomprensible. La ironía es el mazo que
permite romper la cáscara de la realidad, paradójicamente rompiendo el mazo y
no la cáscara, ya que Monsiváis se sitúa del lado de las consecuencias; si los
ideólogos persisten en sus apreciaciones de la realidad, la realidad dará la
razón a las apreciaciones (de ahí la ventaja de irse a vivir a las
declaraciones de los políticos o de plegar el destino del país a los argumentos
de las telenovelas con la confianza de esperar la redención final en el
sufrimiento). Su objeto más recurrente es la ciudad de México, la categoriza
pero no en términos sólo de conocimiento; si así fuera, se podrían extraer sólo
conclusiones “sociológicas” o “filosóficas”, por llamarles de algún modo. Pero
se extraen asimismo conclusiones literarias, con ello quiero decir que
pertenecen al orbe de la creación –y no de la descripción de una realidad.
Concibo el estilo como un método; el estilo le permite al autor crear su objeto
–y no sólo: conocerlo–, y hay veces en que los autores no terminan de conocer
lo que crean. En el caso de Monsiváis, las construcciones verbales son convincentes,
la creación literaria que superpone a su Tema a Tratar se confunde con él, se
convierte en una versión indiscutible (o discutible) de la realidad, pero
indiscutiblemente es una versión eficiente de la realidad. Y poderosa. Ya que
sirve como reproducción de una idea de ciudad. En ella se da la idea de
coexistencia (el metro de la ciudad contradice la ley de que no puede haber dos
cuerpos en un mismo espacio, afirma Carlos) y de todos sus derivados y
consecuencias. La tolerancia y la convivencia son dos consecuencias de sus
textos, pero así mismo lo son la extrañeza y la rivalidad. En última instancia,
Monsiváis plantea una idea de “sociedad civil” clásica, regida por un Estado
modelado a base de logros civiles. Lo cual no evita la tensión en su obra, la
tensión de opuestos, la realidad en movimiento. La ciudad de México que se
extrae de su obra –personajes, sitios, experiencias– es la ciudad de Monsiváis,
en el sentido más estético que se le pueda dar a esta expresión, ya que ése es
precisamente el margen de creación que puede tener un ensayista.
Todo está bien mientras no aparezca la ironía,
como veo que afirman algunos, porque entonces ¡ridículo!, seguramente no hay
nada adentro de esa frase, algo suena en su interior, pero no será seguramente
una idea, tal vez sean sólo ocurrencias, para parafrasear una frase ocurrente,
la verdad de las cosas, aunque ésta sí, con cierta fortuna. Será que ha servido
para ahorrar el trabajo de pensar. Algo así se quiso hacer contra Salvador
Novo: despojarlo de la posibilidad de tener un ideario. Eso es lo central, me
parece, en Lo marginal en el centro,
el libro dedicado a Novo: la reivindicación de un escritor en un medio
intelectual que cree que es posible escribir sin ideas. Existir sin ideas… Qué
enternecedor de parte de la crítica postular la pura pirotecnia verbal como un
acto sin ideas, como una reducción al mínimo de parte del pensamiento, en tanto
que la facilidad verbal juega por su lado a sorprender sin sentido. Sin
embargo, a mí la obra de Monsiváis me parece la lúcida formulación de una
constante relación con un sujeto inabarcable (la ciudad, la realidad, sus
manifestaciones sociales) por la que se siente un inmenso amor (correspondido),
así como un inmenso odio (igualmente correspondido).