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martes, 31 de diciembre de 2024

Thomas Mann, de Eugenio Trías



Thomas Mann fue un gran escritor, pero no sé si fue un gran filósofo. De hecho, Eugenio Trías (1942-2013) considera que no quiso serlo, pues su vocación fue narrar. Sin embargo, si se profundiza en la arqueología individual del novelista se puede construir filosóficamente sobre ella. Este libro escrito en 1978 fue un intento de desarrollar las ideas que se pueden extraer de la obra del Nobel alemán, sólo que se abordan desde un nivel personal. Desafortunadamente, dice el autor, ése sería tema de otro libro posterior. Mientras tanto, conformémonos con dar vueltas por los círculos infernales de la subjetividad. Estamos seguros, Eugenio Trías y yo (pues me sumo a esa idea), que la manera de salir de esos laberintos es salir a la vida social. (Qué raro que yo lo diga, tan ensimismado, pero tan decidido a salir de mí.) Curiosamente, eso es muy protestante: la tentación de los protestantes no es el sexo o el desenfreno, sino la tentación de la interioridad. Todos esos placeres de la carne son los obstáculos para la autoposesión, de tal manera que la verdadera tentación es la de convertirse en estatua de hielo, morar en las alturas nevadas. Una soledad que tiene el peligro de la recaída en “la homosexualidad, su vecindad más tentadora”. Pero también existe otra tentación, que proviene del exagerado espíritu crítico, la esterilidad. Curiosamente, hay un juicio negativo de los climas cálidos (la madre de Mann era brasileña). Pero ceder ante lo “meridional”, ante el clima cálido, significaría el reblandecimiento de la voluntad, el deshielo y la consecuente liberación de los fantasmas personales. Entonces, se confundiría lo objetivo con lo subjetivo. Descansar en las playas italianas, posarse en la chaise longue, significaría derretirse, perseguir la Pasión, como en La muerte en Venecia. Así que se derivan dos maneras de concebir la voluntad: aquella que se manifiesta como una pereza soñadora (la cultura meridional) y la embriaguez de la productividad contraria a la vida (el espíritu alemán). Sé que, como cultura, hemos tomado partido a lo largo de los años a elegir entre Alemania y Francia, fisura original que ha tenido consecuencias políticas e ideológicas. Con lo que quiera que eso signifique, el talento de Thomas Mann consistió en salvar ese abismo, el alma fría poseída por la fantasía. Fue el portentoso narrador de un siglo que comenzó con la esplendorosa vida burguesa que dio a Goethe y que terminó en los balnearios para curar la tuberculosis. Es decir, la crónica de una gran Decadencia. Dejo para el final la idea que más me inquieta, de las planteadas por Mann: la idea de que la cultura y el arte le pertenecen a Alemania, en tanto que la civilización y el progreso son ideas francesas. Ambas se oponen, por lo que la cultura y progresismo son incompatibles, lo mismo que el arte y la democracia. Es decir, “la inteligencia es de derechas”. Naturalmente, no comparto este planteamiento, pero se trata de combatirlo desde sus raíces míticas (el asesinato de Abel que condena a la estirpe cainita). Si quieren medir fuerzas con Trías y Mann, la discusión está a partir de la página 57.

 

Eugenio Trías. Thomas Mann (1978). Barcelona, Acantilado, 2017. (Cuadernos, 78) 

lunes, 30 de diciembre de 2024

Saludo a Miguel Barnet



A un mes del cumpleaños de Miguel Barnet


En junio de 2022 estuve en el Instituto Cubano de Radio y Televisión de La Habana para hablar acerca del bolero, género que me apasiona, y sobre lo cual tengo que pedir disculpas a veces, porque los boleros son breves y mis disquisiciones sobre ellos no. Me dijeron que Miguel Barnet llegaría a la conferencia. ¡Qué bueno que lo hizo! Terminando la conversación fuimos a comer con los representantes del Programa Ibermemoria y con nuestro amigo Otto Braña, que dirigía entonces Radio Taíno, antes de que lo pusieran al frente del patrimonio del nuevo Instituto de Información y Comunicación Social. En esos días caminamos por las calles de La Habana con Luciana Delfabro, coordinadora nacional de Investigación Cultural de Argentina, con Sheila González, Directora Nacional de Cine de Panamá, con José Enrique Rodríguez, de la Cinemateca Dominicana, y con Enrique Serrano, director del Archivo General de la Nación de Colombia. Enrique Vargas, iberoamericano honorario, nos acompañó como representante de la Secretaría General Iberoamericana. Me acuerdo de todos ellos porque fueron unos días soleados y felices en La Habana, nos tomamos fotos con la imagen del Che en la Plaza de la Revolución y visitamos la Fundación Eusebio Leal, de quien tanto hay que hablar porque hizo mucho por las calles, los edificios y las plazas de la ciudad. Los habaneros escuchan su nombre y lo recuerdan con admiración. Visitamos la Bodeguita del Medio y comimos en el Floridita, en donde también nos tomamos fotos con la estatua de Hemingway. Qué nostalgia los daiquirís y los pavorreales en el Hotel Nacional en donde tocan diariamente los boleros. Los atardeceres que se derraman sobre Vedado y las filas en los helados Coppelia. También iba Ana Fernández de Lara, que me ayudaba a encargarme de ese Programa de Preservación Sonora y Audiovisual, que tuve la suerte de presidir mientras estuve al frente de la Fonoteca Nacional. Con qué alegría tocaban los músicos el bolero “Convergencia” adentro de la Bodeguita. Y la esquina de Prado y Neptuno, la más visitada por los turistas, aunque no ocurrió nada histórico, si es que uno de los chachachás más famosos no es histórico. Pasó caminando en los años 50 una muchacha gordita que inspiró “La engañadora”. En esa ocasión no estaba el Embajador de México, el gran Miguel Díaz Reynoso, pero nos acompañó Santiago Ruy Sánchez, agregado cultural de nuestra embajada, por las calles, bajo los calores, para tomarnos la foto en la estatua dedicada a Pedro Vargas. Qué desesperación no saber algo de cada rincón de Cuba. Pero me tengo que sentar a descansar o a tomarme algo para el sol, por suerte me toca frente a Miguel Barnet, que me dice que Agustín Lara, a su paso por Cuba, se enamoró de la hermana del compositor Juan Bruno Tarraza. Así que es posible que su bolero “Sueño guajiro”, que compuso a su paso por Cuba en 1938, haya sido inspirado en esa joven de 18 años que era Margot Tarraza (ahora encuentro su nombre): era soprano y vino a México en 1948 y actuó entonces en El Patio. Tiene lógica, porque la canción de Agustín dice: “Hacer con tu mejor vaivén / un canto caibarién / que te hable de mi pena”, y los hermanos Tarraza eran de Caibarién, un pequeño pueblo del centro de la isla. Sin embargo, una cantante de La Habana, Xiomara Fernández, se atribuía haber inspirado la composición de Agustín. Le dijo al periodista Pedro Jesús Herrera que Agustín le propuso matrimonio a su paso por Cuba y que le hizo esta canción que grabaron las hermanas Águila en 1939. Una cosa no obsta la otra, porque bien pudo el compositor regalarla a las dos, pero la referencia a Caibarién no deja duda… Le digo a Miguel Barnet que en la primera conferencia que di, cantó Amparo Montes, acompañada por Juan Bruno Tarraza, ahí pude saludarlo por única ocasión. Qué lástima, cada día me gustan más sus canciones, me hubiera encantado preguntarle qué las inspiró, especialmente “Palabras calladas”, que le hizo a Olga Guillot y que cantó Tin Tan en El Ceniciento

 

Siempre estoy en ti pensando

y tú de mí no sabes nada,

hace tiempo que te quiero

y me callo las palabras.

 

(Juan Bruno es el autor de la canción favorita de Carlos Monsiváis, “Como el besar”. Dejo el nombre de una canción que también me causa obsesión, quizá la encuentren: “Arrullos de mar”.) El libro más famoso de Miguel Barnet es Biografía de un cimarrón, producto de sus conversaciones con un antiguo esclavo, Esteban Montejo. (Lo reeditó en México el INAH en 2023; es el libro del cual Graham Greene escribió: “No ha habido un libro como este antes y es improbable que vuelva a existir otro como él”). Literariamente dialoga con nuestra literatura testimonial, la de Juan Pérez Jolote y La noche de Tlatelolco. Miguel entrevistó a Eugenio Montejo cuando éste tenía 103 años, pero vivió diez años más: murió tomando café un sábado por la mañana. Espero que alguien esté haciendo con Miguel el trabajo que él hizo, recoger sus palabras, pues conoce todo de los escritores cubanos y trabajó con Alejo Carpentier y Nicolás Guillén, y sabe evocar toda una literatura. Miguel es amigo de los escritores mexicanos y recibe admiración también de nuestro país. Su propia obra es poesía de bolsillo, es decir, poesía para consultar y tener cercana. Me encuentro un pequeño libro, Vestido de fantasma, que le editaron en Guadalajara (Presente y Futuro, 2008), con esos poemas suyos que son como meditaciones pequeñas, rítmicas:

 

Tienen prisa los días

que me persiguen como una sombra

Tienen prisa y yo voy lento

porque no quiero llegar

 

El tema del paso del tiempo… Lo deseamos y no. Buscamos en el espejo nuestro viejo rostro, así que necesariamente es el de otro. Y ese otro siempre mejor que nosotros. Diariamente, algo que no éramos ayer está aquí, enfrente. Busco no al que está sino al que estuvo. Pero en el espejo no se encuentra. Aquel que fue es un fantasma. Es una bella enunciación de un fantasma, pues es uno que quisiéramos encontrar, a diferencia de los fantasmas de los otros. El nuestro se llevó lo mejor, una juventud ilusoria, una vida plena, se alejó corriendo así que es imposible tomarlo del reflejo. La obra de Miguel Barnet ha consistido en conocer al otro, convertirse en él –consecuencia de la práctica antropológica–, qué curioso que en la poesía se duplique, mire al otro como un extraño. Me imagino una película surrealista en la cual el reflejo nos mira, se extraña y se aleja corriendo… Recorro este pequeño poemario, como calles vacías: en otro poema con rápidas imágenes hay dos personas, una pasea por París y otra duerme en Cuba, y todo es recordado como en una película muda. Parece un poema de los años 20, con una radio en que se oye un allegro de Mozart “que no debía entristecer a nadie”. Miro al poeta solo en su casa, feliz, en una comunión íntima que sólo da esa tranquilidad, dueño de sus palabras. No hay otra cosa, con ellas evoca a Emily Bronte y a Emilio Ballagas… Qué más puede hacerse con palabras, evocar, amasar otro yo. Eso, en el fondo, hago, hablando de ese viaje, de esa caminata por La Habana, de mi primer encuentro con alguien tan maravilloso como Barnet, de Juan Bruno Tarraza y sus boleros, y de este libro de poemas. No sé por qué escribo estas palabras. Quizá por el próximo cumpleaños de un admirado amigo. O tal vez porque es invierno y es buena idea acercarse al calor de Cuba.

sábado, 28 de diciembre de 2024

Quijote liberado, de Cervantes



Blackie Books ha hecho una edición “liberada” del Quijote. Por lo general odio que se alteren los clásicos con el fin de acercarlos a los lectores, porque pienso que contribuyen a hacerlos pueriles. Esta versión quita las historias que se cuentan los personajes de libro, la novela breve “El curioso impertinente” que se lee en uno de los pasajes y los hermosos discursos del protagonista. Al verlas omitidas me doy cuenta de que Don Quijote pocas veces estuvo al tanto de ellas y que, finalmente, persistía en su propia historia. Está bien, que se lea como sea, pero que se relea siempre. Los márgenes del libro están llenos de códigos QR que transportan a videos y sobre todo a varias de las muchas películas inspiradas en Cervantes. Además, hay márgenes con opiniones de los más grandes escritores de la humanidad que han leído esta obra. Casi no conozco elogio más grande a ningún libro que el dejó escrito Dostoyevski:

 

Si se acabase el mundo y alguien les preguntase a los mortales: “Veamos, ¿qué habéis sacado en limpio de vuestra vida y que conclusión definitiva habéis deducido de ella?’, podrían los hombres mostrar el Quijote y decir: ‘Ésta es mi conclusión respecto a la vida…”

 

Recuerdo a mi maestro de Literatura de los Siglos de Oro diciéndonos que sólo aquellos que han sufrido pueden leer el Quijote. Y al maestro Sergio Fernández advirtiendo que quien no lea el Quijote no debería de tener entrada al Más Allá, si es que hay algo allá. Ojalá en el Purgatorio tengan el Quijote en la sala de espera, en medio de las revistas para ojear. No voy a decir nada yo, qué podría decir, pero me llama la atención el comentario de Margaret Atwood, que opina que Don Quijote fue un romántico para los románticos, el primer realista para los realistas, el primer moderno para los modernos el primer surrealista para los surrealistas y el primer posmoderno para los posmodernos. Pero dado que estamos en esta situación, pienso que también Don Quijote ocupa el primer lugar en la literatura fantástica porque, como sabemos, al inicio del segundo tomo se sabe que apareció publicada la primera parte del Quijote. ¡Sancho es el principal afectado porque se cuentan cosas que no había modo de que se supieran! Ese hecho les parece fantástico a los personajes, pero real. Y, sin embargo, se reúsan a considerar verdaderas las fascinaciones de Don Quijote. Hay algo que me atrae tanto o más que su historia y es la vida de su autor, que no se imaginó las repercusiones del mundo que descubrió, que cobró una miseria por sus libros y que concibió su historia seguramente en una cárcel de Argelia. En una ocasión, Cervantes le prestó sus lentes a Lope de Vega pero éste no los pudo usar porque parecían “huevos estrellados mal hechos”. Sólo tengo la vaga buena noticia de que antes de que Cervantes muriera, supo que sus personajes ya caminaban por La Mancha con una realidad invencible.

 

Cervantes. Quijote liberado. Barcelona, Blackie Books, 2024. (Clásicos liberados) 

viernes, 27 de diciembre de 2024

Con Martha Zeller, bolerista de 1946






“Ahorita va a venir Martha Zeller”, me dijeron en la Casita Blanca de Veracruz. ¿Martha Zeller? Sí, alguna vez supe que vivía en el Puerto, pero no que la iba a conocer. Desde hacía poco que redescubrí sus discos de los años 40 y me obsesioné en los pocos que grabó. Qué maravilla poder preguntarle de todos los boleros que grabó entonces, de aquellos compositores olvidados de los cuales me gustaría saber aunque sea un dato nuevo, Pablo Sánchez Vázquez, Miguel Ángel Pazos, Alfredo Parra…  De este último, que murió atropelladoa los 35 años, es “Palabra de honor”: “Si te quieres convencer aquí está mi corazón, haz lo que quieras con él, te juro ser siempre fiel, por mi palabra de honor”. Hay tantos boleros por descubrir en la sinfonola de los años 40. Las trompetas dialogan melancólicamente con los clarinetes, mientras las percusiones los arrullan suavemente. Miguel Ángel Pazos dejó un bolero que se llama “Y después tú dirás…” que es tan evocador. ¿Cómo habrán sido los romances que nacieron de estas letras?

 

Vivamos la vida, no lo pienses ya más,

vivamos aprisa, ¿qué puede pasar?,

si ahora es bonito, que es lindo soñar.

Te quiero en mis brazos, tu boca en la mía,

sentirte en mi vida, después tú dirás. 

 

¡Pero Martha Zeller, la creadora de todos ellos, no se acordaba de ninguno!

–Hace muchísimos años que no veo a ninguno de mis compañeros. Muchísimos años… –me dijo.

–¿De qué otros compositores se sentía usted más cercana?

–De Mario Ruiz Armengol, de él recuerdo sus canciones. ¿Por qué no nos vemos mañana abajo del hotel Diligencias y platicamos a ver de qué me acuerdo?

 

De incógnito en Los aficionados

Mi nombre es Matilde Erzbein Rodríguez. Mi papá era alemán, y se llamaba Carlos Erzbein. Nací en Pachuca, en donde mi papá era químico e ingeniero constructor. Mi mamá se llamaba Jania Rodríguez y tocaba la mandolina de oído, pero no porque se dedicara a eso. Yo estudiaba baile y también estudié guitarra pero nadie en mi familia se había dedicado antes a cantar. Por eso yo me fui a escondidas a cantar a la radio, porque sentí que no me iban a dejar.

Me fui a México, y, entonces, sin decirle a nadie, más que a mi hermana María Antonieta, la mayor. Y fuimos a escondidas a la XEW; me presenté como Martha Ballesteros, para que mi mamá no se enterara, y canté Perfidia, pero como me saqué el premio, me mandaron un telegrama diciéndome que había yo triunfado. Entonces ya supieron en mi familia. No me regañaron pero se soprendieron porque nunca me habían oído. Yo cantaba en el baño, en donde no me oyeran. 

Uno llegaba a la estación y se inscribía. Yo llegué tarde y no me dejaban entrar, así que le dije al que estaba cuidando:

–Vengo de Pachuca y vengo a escondidas, déjeme entrar.

–Está bien, pase.

Regresé a Pachuca con mi hermana esa misma noche. Que nadie se diera cuenta… Nunca me imaginé que iba a llegar un telegrama, y mucho menos que iba a ganar. Fue una suerte, porque fui la última en inscribirse…

Todo salió porque yo oía Los Aficionados en la W y me decía:

–Yo canto mejor que la que está participando.

Por eso le dije a mi hermana:

–Acompáñame. Nada se pierde, si me tocan la campana, que mi mamá no sepa.

Pero gané y ya después ya no había manera de ocultarlo… Cuando llegó el telegrama, volví a la W, a ver qué ofrecían y cuánto iban a pagar. Pero pagaban muy poco. La W fue siempre como un espejo de presentaciones. Para los artistas no era el dinero, era la posibilidad de encontrar más trabajos. Ahí había una fuente de sodas a la que iban todos los empresarios y decían:

–Quiero contratar a fulana.

La primera vez que me acompañó una orquesta fue la de Miguel Ángel Valladares. También me acompañó después José Sabre Marroquín, un gran gran compositor, el autor de “Nocturnal”: “A través de las palmas que duermen tranquilas / se arrulla la luna de plata en el mar tropical…” Su hermano Manuel me escribió una canción, Extraña aparición: “Extraña aparición / hiciste en mi vivir…” Yo canté mucho de los Sabre, pero más de Manuel, como esa que dice: “Esta noche ha pasado como todas las otras, / no ha llegado a mi vida nada nuevo, mejor”.

¡Déjeme contarle una vez lo que hizo José Sabre Marroquín a Martha Triana! Ella llevo su instrumentación, pero le faltó un papel y entonces Sabre agarró las hojas y las aventó al suelo. Le dijo: “Recoja su música y váyase”. Nomás porque le faltaba un papel. Por eso le decían “el Vinagrillo”. Nada más porque le faltó un papel de la orquesta. Fue una grosería. Y Martha Triana cantaba muy bien.

Fui a la XEQ también, a El show de estrellas, y también gané. Y ya me quedé a trabajar, pero entonces yo fui a la W a decirles que si me podían dar trabajo ahí. Y me dijeron: “¡En seguida!”, y me dieron un programa de quince minutos. En esa ocasión me acompañó Roberto G. Treviño, al que le decían Tacos. En el jurado estaban Alfredo Núñez de Borbón y Mario Ruiz Armengol. Después me acompañaron pianistas como Teté Cuevas. Ponían distintos pianistas a los cantantes. No era el mismo, a menos que tuviera un programa especial, como el de Tardán. Yo en “sombreros Tardán” estuve un año, semana con semana, con Núñez de Borbón. Cantaba mucho “Terciopelo”: “Tranquila suavidad de terciopelo…” Y “Si regresara el amor”: “Si regresara el amor, aquel amor verdadero, / y se alejara el dolor, del corazón traicionero”. Años después, cuando quisieron que buscara compositor para hacer un LP, elegí grabar uno con las canciones de Alfredo.

 

Mis compañeros en la radio de los años 40

Mariano Rivera Conde, que estaba al frente de la Victor, me oyó en la W y me mandó a llamar. Y grabé dos años con él. Esos discos llegaron a Los Angeles y allá me oyó Frank Fouce, el dueño del Million Dollar Theater, y entonces me contactó. Por cierto que mi primer disco, en que me acompañó Mario Ruiz Armengol, en la Victor a mí nunca me gustó. Pero así fue que conocí a Mario. Él tiene unas canciones preciosas, como “Silenciosa”… ¿Quién las canta más que yo? Tienen muchas armonías, entonces no las canta nadie. Como “Triste verdad” que dice: “Yo nunca pensé / que algún día tendrías que saber / la triste verdad que ocultaba en mi ser…” Cantarlas se ve fácil. ¡Pero ya con la música es otra cosa…! En Estados Unidos le llamaron “Mr. Melody”.

También canté mucho de Curiel, como “Tu partida”: “Ay, qué amargura dejaste en mi vida. / Ay, qué fatiga de angustia y dolor…” Canté mucho de Curiel, pero aquí nadie canta eso. De las compositoras, Chelo Velázquez. Compuso poquitas canciones, pero “Bésame mucho” le dió la vuelta al mundo. Y tiene otras muy bonitas. Preciosas todas. Se las hacía a su esposo. No la trataba mal… pero no la quería. Y ella lo quería, lo adoraba. Entonces, le compuso todas esas canciones de amor: “Yo tengo que decirte la verdad / aunque me parta el alma, / no quiero que después me juzguez mal / por pretender callarla”. Y era una pianista fenomenal. De Gabriel Ruiz canté “Desesperadamente”. De Luis Arcaraz, “Muñequita de Esquire” y “Bonita”.

 

Con Joséphine Baker y Edith Piaf en El Patio

Me contrataron en El Patio, que era lo mejor de México. Ahí estuve cinco meses. Ahí no iban más que artistas internacionales. Trabajé alternando, unas semanas, con Joséphine Baker y Edith Piaf. Aunque no las traté porque yo no sabía francés, recuerdo que la voz de la Piaf era muy chiclosa. Yo tengo voz más grave, si hubiera estudiado hubiera sido contralto. Y ella, subía, subía… Era chiquita. Ganó mucho dinero. Y la Baker. Ésa salía a bailar con unos platanitos dominicos, para no gastar en tela, gastaba en platanitos.

También trabajé en carpas. Ahí conocí a Palillo, a Shilinski, a Manolín, al Chino Herrera, a Manuel Medel. A Marilú, pero nunca cantamos juntas… Mi mejor amiga de esa época era Chela Campos. La conocí porque también trabajó en El Patio, siempre con su bastón de cristal. Ella era de Jalapa y un tranvía la atropelló de chamaca y entonces quedó así, chuequita. Tenía mal la rodilla. Era muy gruñona, tenía muy mal carácter. Me contó que tuvo ese accidente en el tren, que vino a México y pidió una audición. Como ella cantaba muy bien le dieron la oportunidad. En La Habana trabajamos juntas. Ésa fue la primera vez que salí de México, al Montmatre, que es muy elegante, en donde trabajé con Los Panchos. También estaba Chela, pero no en ese lugar. Me acompañaba René Touzet. Era un gran pianista, y yo llevé todos mis arreglos de Mario Ruiz Armengol. Luis estaba feliz porque eran preciosos. Eso, porque iba a grabar y pensé regalarle mi música, instrumentada. Pero no guardo nada de eso… Cuando me vine para Veracruz, dejé todo en el DF.

Por cierto, estaba aquí en Veracruz. Me estaba desayunando, cuando leí: “Chela Campos murió”. Tres días después, fui a México, al Hospital de la ANDA, a preguntar: “¿Quién atendió a Chela Campos?” “Pues tal doctor”. Y fui y le dije: “¿De qué murió Chela?” “No sabemos. Se fue haciendo chiquita, chiquita. Fue a La India y regresó enferma no supieron de qué. Dicen que llegó mala, muy mala. Ya no se levantó. Cuando se murió estaba ya así, súper chiquita. Nunca supimos que le pasó.

 

Fui la voz más grave de la radio, más grave que la voz de Toña la Negra

Un día, la gran cantante Fany Annitúa me habló por telefóno y me dijo:

–Oiga, Martita, si usted se pone a estudiar un poquito, sería la mejor contralto de México, porque su voz es muy grave.

–Sí, pero con la voz de contralto yo no voy a comer –le respondí.

Cuando comencé con mis giras, mis contratos en la W, mis papás ya no vivían. Me fui a vivir a México, en la colonia Roma, en Jalapa 201, a una casa de dos pisos. Enfrente de la W había muchos agentes, y usted iba y a todos ellos les daba fotografías. Si te conseguían trabajo, pues se les daba la comisión. Pero había varios, no nomás uno. Tuve una representante. Una señora ya grande, pero no me acuerdo de su nombre, muy buena contratista. Tuve un representante negro también, grandotote, fue él quien me mandó a La Habana.

En una ocasión hice dueto con Aurora del Mar, para grabar un disco. Yo hice la primera voz y ella, la segunda, sin que mencionaran mi nombre, porque yo estaba en la Victor. Pero no porque siempre fuéramos a cantar. Las hermanas del Mar grababan en Peerless. Yo, en Victor. Ema se enfermó y me dijo:

–Sácame de apuros, tú eres la primera, me gusta tu primera.

–Sí, cómo no.

¿El amor? Me casé a los 17 años pero duró poco la historia. Yo tenía en mi mente ser cantante, ser artista. Y a él no le gustó. Entonces cada quien por su lado. Duramos tres años o menos. Él ya se murió, se llamaba Joaquín Furlong, y era viudo, tenía cuarentaitantos años. Me enamoré de él por cosas de la vida… Ya era un señor grande con hijas. Sus nietos son July Furlong y Óscar Athié. Él fue el papá de Irma, mi hija. Yo ya no me volví a enamorar, ni a casar. Me dediqué a mi carrera. Tuve pretendientes… pero nada más pretendientes. Pero eran pretendientes que conocía fuera de México. Pero tuve un amor platónico… ¡Frank Sinatra!

 

Hice mis versiones en español de canciones extranjeras

No es que traduzca canciones. Les pongo otra letra. Tengo varias aparte de Bluemoon. Cuando yo estaba viajando siempre me ponía a escribir. Me volví un poco poeta. Tenía mis cuadernos con apuntes, pero se los dejé a mi hermana en el DF. No sé que la haría a todo lo que le dejé, como mis pieles. Un dineral tenía yo en pieles: abrigo de tigre, de mono, de distintos animales… Ahí en W, había, a una vuelta, unos judíos que vendían toda clase de pieles. Ahí compraba yo todas las mías. Pero salían muy caras, muy caras.

Con Agustín Lara nunca canté porque no hice la gira que quería que hiciera con él a Estados Unidos. No podía porque tenía otro contrato. Pero de sus canciones, la que más me gusta es Noche de ronda. Mi contrato era para Brasil. Me fue muy bien, con los hermanos Castro.

En cine, doblé a Leticia Palma en HipócritaCamino del infierno y Mujeres sin mañana. También canté en Una mujer con pasado. ¡Ah, y en La mujer del puerto, con María Antonieta Pons! Doblé la voz en seis películas. En una ocasión, durante un intermedio, cuando grabábamos la música para una película de Leticia Palma, canté “Bésame mucho”. Manuel me dijo: “Cánteme usted una”. Y canté la canción de Consuelito. Cuando terminé, los violines empezaron con los arcos a golpear sobre el instrumento. Fue para mí el mejor homenaje, porque Manuel era un gran músico.

Nunca me he retirado. Aunque sea de vez en cuando, pero sigo... Le contaba que en el piso de la W está mi nombre. Porque estaban todos los nombres de los cantantes. En la W hice un programa muy bonito con Jesús Elizarrarás, La Hora Chrysler, y tocaba Elías Breeskin. Muy buen programa porque era a base de puro violín.

El último LP que hice, el de Consentida, lo grabé en un sólo día. No te creas que era tan fácil aprenderse una canción. Luego decía el productor: “Vamos a grabar en las películas”. Y le contestaba: “No, yo no puedo de un día para otro”. “Pero es muy buena”. “No, no me diga eso, porque ya no duermo”.

La canción que más me pedían era “Pensando en ti”, de Alfonso Torres: “Pensé que este nuevo cariño…” En La Habana era una algarabía oír esa canción. No la grabé, pero llevé a Alfonso a la Habana. Y tuvo tanto éxito que lo contrataron para que él fuera a dirigir, porque él no tocaba nada. Bueno, un poco de piano. Pero era director. Yo llevé esa canción a la RHC (Radio Habana Cuba-Cadena Azul). La cantaba diario. Allá me pusieron mi nombre artístico, “El lucerito de Pachuca”. Varias personas me pusieron de distintos modos en las ciudades a que llegaba: “La cantante romántica”, “La voz de terciopelo”… Pero “El lucerito de Pachuca” me gustó más. Y cada vez que hacían un reportaje me decían “El lucerito de Pachuca”, como en La Habana.

Brasil es el país en donde más me gustó cantar porque llegué en tiempo de carnaval y, luego vi el Corcobado, que es tan hermoso. Me gustaron mucho sus playas y sus hoteles. Estuve un mes. También viajé a Perú. No me traía canciones de allá, porque apenas iba una semana… De Cuba sí. Me traje canciones de Juan Bruno Tarraza. De sus canciones, la que más me encanta es “Soy feliz”, que dice: “Pero es que estoy tan enamorada…” Chela Campos cantaba también varias canciones de él.

 

* * *

 

–Bueno, ya platicamos. Qué bueno que nos conocimos y que fuimos amigos –me dijo al despedirnos.

Volví a México a buscar la casa de Martha Zeller en la Colonia Roma, a ver si por alguna ventanita podía ver sus abrigos de pieles exóticas y sus fotografías de viaje por el continente. Poco tiempo después, el 5 de septiembre de 2014, me avisaron que había muerto, casi a los cien años de edad. Ayer volví a escuchar sus canciones, tan poquitas, pero con ellas recorrí la ciudad de 1946, con un poco de melancolía.

(2014-2024)

 


viernes, 13 de diciembre de 2024

Crónicas de viajes 1, de Guillermo Prieto



Guillermo Prieto (1818-1897) es nuestro hombre en el siglo XIX. Todo lo que quisiéramos ver, él lo vio. Nos manda cotidianamente un abultado número de cuartillas con sus vivencias. Sus viajes son especialmente atractivos: quién sabe cómo y en qué condiciones, tomaba la pluma de ganso, la remojaba en el tintero y escribía sobre las hojas que cargaba en alguna de sus maletas, para escribir no sabemos a qué horas, numerosas líneas. No siempre nos dice cuál era el motivo de sus viajes (el más largo de ellos, a Querétaro, en 1853, fue deportado por Santa-Anna) ni quiénes eran sus acompañantes. Qué misterioso resulta a veces. Pero si queremos decir un poco más de su estilo y sus intereses, no olvidemos que su ídolo fue el barón de Humboldt, quien recogía la información estadística y las costumbres de todo suelo que pisaba. La vida de los pueblos indígenas, la música que se escuchaba, las celebraciones y las leyendas, y hasta palabras que nunca volveremos a escuchar (tumbaga), todo lo anotaba con su pluma de ganso. ¿Habrá páginas manuscritas de este autor? Me atrevo a pensar que escribió más que Alfonso Reyes y Octavio Paz (juntos) o más que Carlos Monsiváis, a tal grado que no hemos acabado de sistematizar sus textos –y no ocurrirá en esta generación. Pero si es de nuestro interés saber cómo era la Ciudad de México en tiempos de su Alteza Serenísima, debemos de buscar en estas páginas. La denuncia de los crímenes que se cometían al amparo de Santa-Anna fue causa de varias de las desventuras de Prieto. Ciudad de delaciones, de complicidades para matar, de encarcelamiento sin trámites. Pero relatadas a la mayor velocidad, que los sucesos pasan rápido y a la misma velocidad van la imprenta, las diligencias y las asonadas contra el gobierno. Si no se registra hoy, no se podrá después. La inmensa sequía de Querétaro, la miseria de los indígenas, todo eso se alcanza a contemplar. Pero me distraigo y me quedo viendo a un joven, de ésos que llamaban calaveras en aquel siglo, con habano en la boca y chamarra de piel. Dice Prieto que tarareaba una canción de Béranger. No sé quién es ni qué canciones hacía, así que me pierdo buscando esa referencia. ¿Así que Pierre-Jean de Béranger fue uno de los poetas más populares de Francia? Ni por aquí me pasaba que fue el gran representante de las goguettes, porque ni siquiera sabía que existían. Son las canciones a las que se les cambia la letra para poner textos políticos, o amorosos o de celebraciones alcohólicas. Una parodia, sería una manera de llamarlas. Sólo que el nombre lo toman de una vieja tradición de reunirse para cantar. En todo Francia, a lo largo del siglo XIX, florecieron las goguettes, lugares para pasar a cantar por una módica cantidad. Como la ley castigaba las reuniones de más de veinte personas, la costumbre era sólo admitir 19 miembros. En esas sociedades musicales nacieron canciones como Frère Jacques (que conocemos como Martinillo) y La Internacional, el himno obrero por excelencia. Gérard de Nerval narró su visita a una de ellas (en su novela Noches de octubre), pero yo quiero regresar al carruaje con Guillermo Prieto, amontonados los viajeros como en un cuento de Maupassant. A lo largo de páginas y páginas los miraremos, una señora con un periquito, un espía de tiempos del general Arista, dos sacerdotes con sotanas, paliacate al cinto, sus breviarios en las manos, con medicinas en sus envoltorios, sus jarritos para chocolate, y, dentro de ellos, un crucifijo. ¡Qué calvario para ese pequeño Cristo por esos incómodos caminos!, pues como decía Prieto: de este sendero al Purgatorio, no hay más que un tropezón.

 

Guillermo Prieto. Crónicas de viajes 1, presentación y notas de Boris Rosen Jélomer, prólogo de Francisco López Cámara. México, Conaculta, 1994. (Obras completas, IV) 

sábado, 7 de diciembre de 2024

En el país de las maravillas, de Gueorgui Gámov



Sé muy poco del Universo, pero confieso que entre más intento conocerlo creo entenderlo menos. Así que prefiero ignorar ciertas cosas. No tuve que elegirlo como mi hogar, creo que no tiene vicios ocultos pero al menos no tengo firmado ningún contrato por vivir en él –al menos, que yo sepa. Agradezco las constantes cosmológicas, de las cuales no estoy consciente, pero sé que si se alteran mínimamente sería muy difícil continuar viviendo en este sitio. Todo aquí es muy estable, los días y las noches se suceden regularmente. Y cuando dejo de ver a alguien por algún tiempo sé que alguno de los dos ha envejecido una millonésima de segundo más que el otro, pero eso no importa. Es tan despreciable esa cantidad que no importa… Nosotros mismos somos una cantidad infinitesimal formada después de un punto. El doctor Gámov escribió varios libros sobre este tema hace bastantes años, e incluso lo que a él le sorprendía se ha quedado bastante atrás en el camino de las sorpresas. Para ser sincero, no entiendo mucho de sorpresas en el tema de la infinitud. Así que me conformo con medio entender este libro de divulgación, en que el protagonista, mr. Tompkins, tiene sueños reveladores luego de asistir a las conferencias de un profesor de Física. Gracias a estos relatos sé que si quisiera extender en un plano la superficie de la mitad de una naranja, en algún momento se tendría que romper. Pero si quisiera extender una papa de una caja de Pringles, se formarían una serie de “arrugas” sobre el plano. Esto se debe a que son dos formas de curvaturas: en el caso de la naranja, se trata de una curvatura positiva, y en el segundo, de una curvatura negativa. Esto significa que un cuerpo de curvatura positiva tiende a ocultar menos superficie; en cambio, una curvatura negativa, gracias a sus arrugas, esconde más espacio. Por otra parte, la naranja no puede extenderse infinitamente pues una esfera tiene que volver a cerrarse sobre sí misma. Desafortunadamente, las papas Pringles no existían cuando se escribió este libro, pero tienen una forma ideal para mostrar que esta forma geométrica curva, llamada paraboloide hiperbólico, se puede extender infinitamente. De hecho, es probable que el Universo tenga esta forma: que entre todos los tipos de galletas o de botanas, sea parecido a una de estas papas. Quiere decir que las líneas que uno proyecta sobre el infinito no regresarían al punto de partida, como ocurre en una esfera, sino que se perderían para siempre en la distancia. Que el universo se expande y se expande. Son mis rudimentos cosmológicos, bastante antiguos porque desde que el doctor Gámov escribió este libro el universo se ha expandido inimaginablemente, además de que los conocimientos científicos se han modificado mucho. Incluso, es notorio que mientras fue escribiendo su libro, el autor cambió de opinión con respecto a la forma del universo: en el primer capítulo era esférico, y más adelante ya era paraboloide hiperbólico. Ignoro qué forma ha adquirido desde que lo dejamos en su sitio. Pero me parece importante decir que el traductor de este libro es un poeta, Juan Almela, mejor conocido como Gerardo Deniz. Desafortunadamente, conozco poco su obra, pero siempre es buena noticia encontrar un poeta, especialmente en un lugar tan enorme como el universo.


Tepic, 7 de diciembre


G. Gamov. En el país de las maravillas. Relatividad y cuantos / Mr. Tompkins in Wonderland (1940), tr. Juan Almela Castell. México, FCE, 1958. (Col. Breviarios, 134)

sábado, 30 de noviembre de 2024

Denis Johnson, un insuficiente retrato



Leí hace muchos años esta novela, El nombre del mundo, de Denis Johnson (1949-2017) y quedó en mi memoria un recuerdo desdibujado. Volví a tomar el libro para recuperar esa historia, pero no desapareció esa sensación de falta de precisión. Más bien, me di cuenta de que la imprecisión es uno de los intereses de esta novela. Lo leí la primera vez cuando él estaba vivo; la segunda, varios años después de su muerte. La ambigua tristeza de su relato me siguió en ambas ocasiones. No sabría decirles cómo empieza, ni hacia dónde se dirigía su historia cuando cerré sus páginas. Pero puedo comenzar a recordarla, sólo para ustedes, porque es un autor que creo que es importante, aun cuando yo no sepa de su importancia. Creo que debería de volver más adelante a él, puesto que autores tan leídos como David Foster Wallace y Chuck Palahniuk reconocen una influencia importante de sus obras. El primero escribió que Johnson, después de su inicio como autor de horripilante poesía lírica, intentó la narrativa con los cuentos de Hijo de Jesús, llenos “de arrastrados y de inútiles y de sus brutales redenciones”; pero que su magnífica prosa, de lo mejor de los años 80, tiene frases como ésta: “Estaban rodeados de hombres que bebían solos y se asomaban desde su cara”. Palahniuk, por su parte, considera que hay dos tipos de escritores: los que vienen del mundo académico, con textos recargados y sin ímpetu narrativo, y los que vienen del periodismo, que, con un lenguaje claro, cuentan historias llenas de acción y de tensión. Entre los ejemplos que enlista como parte de sus influencias se encuentra el mismo libro, Hijo de Jesús. Como ejemplo de un gran cuento, menciona “Sucia boda”, en que el narrador está esperando mientras su novia está teniendo un aborto. Se le acerca una enfermera para decirle que ella está bien:

–¿Está muerta? –pregunta el narrador.

–No –dice la enfermera, estupefacta.

Y el narrador responde:

–Casi desearía que lo estuviera.

“Esto deja pasmado al lector, pero también crea una ‘autoridad de corazón’. Sabemos que el escritor no tiene miedo de contar una verdad espantosa. Puede que no sea más listo que nosotros, pero sí es más valiente y sincero. Eso es la ‘autoridad de corazón’” (en su libro Plantéate esto: Momentos de mi vida como escritor que lo cambiaron todo).

Autoridad de corazón: dejaré en el secador trastes esta frase, a ver si la puedo utilizar. Pero hay algo que se encuentra en mi mente antes de siquiera comenzar a hablar de El nombre del mundo: esa sensación de que la novela transcurre en esos recurrentes espacios del mundo norteamericano que consta de carreteras y enredados caminos con casas ocultas entre ellos, con pequeñas coagulaciones urbanas que apenas constan de una gasolinera, una tienda, el correo y pocos sitios más, a donde los habitantes acuden algunos días a la semana y a veces se encuentran en la iglesia o en las escuelas. Leo que Denis Johnson murió en el pequeño poblado de Sea Ranch, un sitio lejano, al norte de California, con apenas un poco más de mil habitantes. Lo distintivo de este lugar es que ahí vivió el arquitecto y diseñador Al Boeke, quien pensó que el viejo rancho de ovejas que fue Sea Ranch podría convertirse en un refugio para diseñadores, un sitio inspirado en los kibutz que conoció en su infancia. Esa especie de dictadura estética de Boeke prosperó, y numerosos arquitectos se inspiraron en las cabañas que parecen inacabadas, llenas de tragaluces, rústicas y rodeadas de las inmensas secuoyas del paisaje. Ahí tuvo su última casa Denis Johnson, con libros de W.G. Sebald y del poeta Jack Gilbert, no sé en qué año, pero la novela que leí parecía inspirada en paisajes distantes, boscosos, en que la sociedad humana es parte pequeña de la naturaleza. Buscando en internet encuentro un bello párrafo de Alan Soldofsky, director de Escritura Creativa de la Universidad Estatal de San José:

 

No puedo evitar pensar en las diversas encarnaciones de Denis que encontraría a lo largo de los años. El Denis con el que me encontré con su saco de dormir, mendigando frente a Cody's Books en Telegraph Avenue en Berkeley, donde yo trabajaba en ese momento. El Denis que acababa de salir de su adicción y estaba aprendiendo a ser católico practicante, a quien le pedí que me cuidara en una casa en el norte de Oakland durante unas tormentosas vacaciones de Navidad cuando mi exesposa y yo llevamos a nuestro hijo recién nacido de regreso a Iowa, en Amtrak, para conocer a los abuelos. El Denis que escribió periodismo extenso desde zonas de guerra para revistas como Esquire, que fue trasladado en avión a lugares peligrosos, como Erbil, durante la primera guerra iraquí. El Denis que escribía extraordinarias obras de temática teológica, a menudo sobre Casandras, psicópatas y asesinos en serie, a veces en verso, y que ayudaba a los productores de la Compañía de Teatro “Campo Santo”, de San Francisco, a poner las obras en escena, a veces poniéndose un cinturón de herramientas para ayudar a construir los sets. El Denis que realizó giras de promoción de libros, dio lecturas en San José State y en Stanford (por invitación de Tobias Wolff) y contó historias sobre cómo contrajo malaria dos veces mientras estaba en África y apenas logró salir. El Denis que ganó el Premio Nacional del Libro de Ficción en 2007 por su novela épica sobre la guerra de Vietnam, Árbol de humo. El Denis que publicó por entregas su novela negra en Playboy. Y finalmente, Denis, el hijo pródigo, que cuidó a su madre durante sus últimos días en Scottsdale. (En Los Angeles Review of Books, 6/9/22)

 

Pero me alejo mucho de lo que quiero escribir. Quiero decir que El nombre del mundo se cuenta desde el presente. El protagonista recuerda un fragmento de su historia. No es mucho lo que sabemos de su pasado e ignoramos todo de su futuro(nos lo revela en los últimos párrafos). Su memoria más o menos se enfoca en una etapa de su vida: unos años después de que su hija y su esposa murieran en un accidente automotriz. Narra el tiempo en que su vida quiere recomponerse, pero está el tiempo en su contra: sus colegas organizan una cena en su honor, y en medio de ella se da cuenta de que el motivo es su despido. Maestro de una universidad, está a punto de ser echado de su oficina para que llegue una persona más joven. Al mismo tiempo, conoce a una joven artista de performances cuya juventud lo seduce. Recuerda de ella algo muy preciso, sus ojos: ojos azules que te destruían la mente. Ojos dignos de compasión. Pero finalmente, ojos que se diluyen en el recuerdo de ese condado que el protagonista está a punto de abandonar para siempre. Esa indefinible sensación de recrear con la memoria el pasado y darse cuenta de que en él estaba una pertenencia sentimental, que duele si se toca nuevamente. Qué tristes y desabridas saben las reuniones mensuales de los maestros del departamento de Historia. Tienen el mismo sabor que el recuerdo de una cena en casa de un notable novelista consagrado, en que es invitado un joven escritor que pone en jaque con sus comentarios al anfitrión. “Los personajes de sus primeros libros eran diferentes entre sí. Usted realmente conseguía mostrar todo un mundo… Ahora lo único que hay en sus libros son personas cubiertas con joyas, personas que navegan en yates, personas en cenas de estado…” Es triste ver a los personajes ablandarse como galletas remojadas en el café mientras los evoca el narrador. Ninguna revelación, desafortunadamente no son magdalenas remojadas en té. Qué decepción en estos recuerdos que no emanan ningún descubrimiento al ser desmenuzados. Pero asimismo, ¿dónde están todas esas discusiones literarias que tuvimos en otros años? Vimos a tantos enarbolar un ideario, hace tiempo que lo olvidamos si es que alguna vez lo tomamos en serio para discutir. Simplemente dije poco de esta novela, porque fue para mí apenas el vislumbre lejano de un atractivo escritor. Pero hay algo importante, quizá sí, una revelación a final de cuentas. Todo ese pasado sin trascendencia queda atrás. Al abandonarlo sin remordimiento, el protagonista nos avienta su novela para alejarse alegremente: “he continuado desde entonces, día tras día, viviendo una vida que no ha dejado de parecerme absolutamente fascinante”.

 

Denis Johnson. El nombre del mundo The Name of the World (2000), tr. Rodrigo Fresán. México, Mondadori, 2003. (Literatura Mondadori, 201) 

sábado, 23 de noviembre de 2024

Vida pasión y muerte de Violeta Parra, de Roberto Parra



Lo que nos parecería maravilloso, casi inimaginable: ver a Violeta Parra por los pueblos de su infancia (¡Lautaro, Villa Alegre, Chillán!), le fue dado a su hermano Roberto (1921-1995). Así que se decidió a escribir la vida de su hermana, en pasajes que escribía en sus cuadernos y retocaba sin fin. Creía que le saldría tan fácil como su obra La negra Esther (la más vista en la historia del teatro en Chile), pero tomar el lápiz y llegarle dolores de cabeza y náuseas, era lo mismo. “El que se atreva a escribir sobre esta divina mujer, tiene que arrancarle una hoja a La Biblia”, dijo Nicanor Parra. Es tan difícil esta tarea, que el autor prefiere remitir al lector a las hermosas estrofas sáficas de Nicanor, en que le dice a su hermana:

 

Basta que tú los llames por sus nombres

para que los colores y las formas

se levanten y anden como Lázaro

en cuerpo y alma.

 

El idioma salía de los Parra en forma de estrofa, más comúnmente las décimas. A Violeta le brotaban, Roberto las sembró en sus cuadernos. Era una pasión sin freno por el folklore chileno, por bailarlo, cantarlo, tocar las sirillas, las refalosas, las tonadas, los parabienes y las cuecas, cuyo ritmo usó Roberto para contar su vida en las calles. Y Violeta… ella le escribió una cueca a su hermano que parece reproche y comprensión de esa vida (“Por pasármelo tomando”):

 

De balde me aconsé…

(¡caramba!) que deje el vi…

Yo sordo como ta…

(¡caramba!) de los camí…

 

Ahora bien, yo tuve mis propios cuadernos en que apunté todas las canciones de Violeta Parra, para tratar de imaginarla obsesivamente. Pero eso ya lo conté tantas veces. Sólo que no sabía que su hermano quiso dejar ese testimonio sobre las primeras canciones compuestas a los doce años –a lo lejos la cordillea del Ñuble– y sobre los vecinos que llegaban a tocar a la casa familiar para pedirle a la madre, doña Clara Sandoval, que la dejara ir a tocar a las fiestas. Con las monedas que traía de regreso se compraba la comida de la familia. Pero antes, un poco antes, cuando aprendió a tocar la guitarra, pidió permiso para salir a tocar a los mercados, canciones de moda, de 1927, que se cantaban en todo el continente: “Celosa”, “Japonesita”, “Besos y cerezas”, “Ladrillo” y “Cantando”. Los títulos los dejó escritos Roberto, que volvió y volvió sobre esos momentos, con anotaciones en verso, de los cuales desaparecían las vocales y las consonantes, y en que las palabras se agrupaban como querían. Estrofas masticadas que brotaban sin freno como el español de las cordilleras:

 

salia por la mañana

ante que rayara el sol

consu cara de arebol

acantar violeta parra

 

Lo mismo los renglones de las conversaciones: “violeta no tele bantente hoy dia atravajado mucho mijita”. “gue mo mama pero manana tempra nito me voy lajente me quere mucho”. En sus cuadernos guardaba cada palabra caída de la memoria. La niñez de Chillán y la imagen de su hermana lo acompañaron durante sus años de alcohol, cárcel y vagancia. Por eso Violeta lo retrató, en su cueca, desamparado y pobre. Lo hizo como hizo todo en la vida, con comprensión y belleza:

 

Ahora soy pajarí…

(¡caramba!) sin arbolí…

 

Roberto Parra. Vida pasión y muerte de Violeta Parra, ed. Miguel Naranjo Ríos, 2ª ed. Santiago de Chile, Ediciones Tácitas, 2017. (Col. Vox Populi)