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domingo, 30 de noviembre de 2008

Tepoztlán, una ciudad de rocas en terror


Carlos Pellicer tuvo una casa en Tepoztlán. En ella formó un museo de piezas arqueológicas y arte mexicano que hoy está detrás del convento del pueblo. Los ojos del gran poeta tabasqueño, hechos a mirar vertiginosos paisajes aéreos, se fijaron en los grandes montes que rodean la pequeña población. “Una ciudad de rocas en terror se subleva / y esa altura mortal se coronó de encinas”, escribió en 1949, luego de admirar el impresionante paisaje de sus alrededores.

Cuando la mecenas y escritora Antonieta Rivas Mercado pasó por este pueblo, en los años veinte, y miró la cima del Tepozteco, soñó con levantar en su falda un teatro al aire libre, a la manera de los antiguos griegos, para que los dramaturgos tuvieran la escenografía más bella. Tal vez por esa causa, gente de teatro, como lo hiciera Carlos Solórzano, pasa largas temporadas aquí, al amparo de la encina, el pino, el oyamel, el aile, el enebro, la enredadera, el framboyán, el maíz y el aguacate.


Montes y leyendas

Hay muchos montes, hasta donde alcanza la vista; el Ocelotépetl o “cerro del tigre”, el Tlahuitépetl o “pico de la lumbre”, el Cihuapapalotzin o “cerro de las piedras preciosas” y el Yohualtépetl o “vigilante nocturno”. Y, principalmente, el cerro del Tepozteco, que alcanza más de 3 mil 300 metros sobre el nivel del mar. Pero contrastando con estas alturas, profundas las cañadas descienden hasta quinientos metros desde las cumbres. En una de ellas, la cañada de Atongo, se supone que solía bañarse una antigua doncella tepozteca, en tiempos prehispánicos, a pesar de que se le advirtió que en esas barrancas le podría “dar un aire”. Pero la joven no lo creyó y sucedió que al mes de bañarse en ese sitio, resultó embarazada.

Claro que esto no le gustó a su familia. Así es que al nacer el niño, el cual fue llamado Tepoztécatl, su abuelo hizo todo lo posible para deshacerse de él: una vez, por ejemplo, lo arrojó desde gran altura contra unas rocas, pero el viento lo depositó suavemente sobre una llanura. En otra ocasión, fue abandonado entre unos magueyes para que muriera de hambre, pero las pencas se doblaron ante él para darle de beber aguamiel. El abuelo, sin cansarse, lo lanzó a las hormigas gigantes, pero ellas, en lugar de atacarlo, lo alimentaron con esmero. Fue entonces que una pareja de ancianos descubrió al bebé y lo llevó a vivir a su casa.

Cerca del hogar de estos viejos, vivía la serpiente Mazacóatl, la aterradora víbora de Xochicalco, la cual era alimentada con el sacrificio de los ancianos del pueblo. Pasado el tiempo, al padre adoptivo de Tepoztécatl le avisaron que sería sacrificado para alimentar a Mazacóatl. Pero el hijo se ofreció para sustituir a su padre y salió rumbo a Xochicalco; en el camino fue recogiendo pequeños pedazos de obsidiana que iba guardando en su morral. Cuando, finalmente, estuvo ante la enorme serpiente, ésta lo devoró; pero Tepoztécatl, utilizó sus obsidianas para desgarrar las entrañas de Mazacóatl.

Durante el regreso a su casa, pasó por un sitio en que se realizaba una celebración con teponaxtles y chirimías, es decir, con tambores y flautas. Tepoztécatl quiso participar en la fiesta y tocar estos instrumentos, pero nadie lo dejó acercarse. Así es que arrojó arena a los ojos de todos y, cuando reaccionaron, se percataron de que el niño había desaparecido con todos los instrumentos; pero, a lo lejos se escuchaba aún el murmullo de la música. Dicen que lo persiguieron y lo persiguieron y que cuando estaban a punto de alcanzarlo, Tepoztécatl orinó y así se formó la garganta que atraviesa Cuernavaca. Cuando el niño llegó a Tepoztlán, subió hasta el Ehecatépetl, pero como sus perseguidores no pudieron alcanzarlo, decidieron derribar el monte, cortando la base. Por esta causa es que se formaron los grandes corredores que lo atraviesan.

Sin embargo, el geógrafo Héctor Ochoterena, autor de estudios sobre el cerro del Tepozteco, se muestra escéptico ante esta versión y afirma que, en realidad, el cerro se formó por rocas sedimentarias después del Mioceno y antes del Plioceno superior, es decir, en el Plioceno inferior, lo cual ocurrió hace más o menos cuatro millones de años. Por su parte, las cañadas que atraviesan los montes de la zona se formaron en el Mioceno, cuando por ellas salía el agua del valle de México.

Lo característico de la región, pues, son las grandes erosiones que atraviesan los cerros. “Tepoztlán” es lugar de la piedra (tetl) quebradiza (poztli), y los pueblos prehispánicos lo representaron con un cerro atravesado por un hacha.


Fiestas, flores, adornos y bailes

Tepoztlán es un pueblo de fiestas. En honor de santa Catarina, se reúnen los habitantes de varios pueblos y, entre otras danzas, representan la de los Apaches; la danza de la Peregrinación se bailaba antiguamente con trajes parecidos a los de los aztecas y llevaban a sus espaldas mazorcas de maíz, jícaras y espigas de trigo; la Fiesta del Brinco, que dura tres días, tiene como número principal a los danzantes acrobáticos; y para celebrar al antiguo dios del pulque y de la embriaguez, se representan diálogos paródicos en náhuatl. También puede mencionarse que cada uno de los patronos de los siete barrios del pueblo tiene su día de fiesta; para ellos bailan los tecuanes, los pastores, los concheros, los apaches, los chinelos y los moros.

Desde 1852, el carnaval es la fiesta mejor guardada por los habitantes del pueblo. Antes de entrar en los días de mortificación de la Cuaresma, por todas las calles de Tepoztlán suena la música y pasan los danzantes. Pero el más famoso de los bailes, el que más colores tiene y más historias es el brinco de los chinelos. Esta palabra viene del náhuatl y significa “menear las caderas”. Los habitantes de Tepoztlán afirman que son “danzantes por vocación” y que sólo los oriundos del pueblo saben ejecutar correctamente el salto del chinelo. Antiguamente, los trajes representaban a los emperadores aztecas, a don Quijote o a Sancho Panza. Los danzantes también se pintaban la cara de color oscuro y se enchinaban el pelo para representar a los negros, y salían ataviados con una mascada de seda y una bandeja sobre la que hacían bailar una muñeca. Pero también ridiculizaban a personajes destacados en la sociedad, hasta que en una ocasión, las danzas fueron suspendidas porque entre los ridiculizados se encontraba el gobernador del Estado y don Porfirio Díaz.

Los chinelos se vestían con chaqueta de torero y con sombrero de fieltro. Pero hoy usan una larga túnica de terciopelo adornada con blondas de seda en las mangas y una larga capa bordada llena de abalorios. Cada danzante fabrica su traje y pone su estilo personal, hace sus propios botines de cuero, pinta sus plumas, cose sus guantes y elige sus mascadas y sus paliacates. Pero lo más característico es la máscara pintada con grandes cejas y bigotes y que termina con una barba puntiaguda. Sobre la cabeza llevan una espectacular sombrero adornado con pedrería, lentejuelas, plumas y espejitos.

Cada barrio tiene su comparsa de chinelos y se diferencian entre ellas por el nombre de su vecindario, por un sobrenombre y por el motivo que lleva en su estandarte. Las comparsas desfilan desde su barrio hasta la plaza y una vez que llegan comienzan a brincar en círculos, al ritmo de la música de la banda. Hay que decir que está estrictamente prohibido pronunciar cualquier palabra a lo largo del día de baile.

Pero pasan los días de carnaval y las calles se vacían de danzantes. Pero no debe importar, nada queda vacío, los colores de los chinelos son sustituidos rápidamente por los de la Semana Santa. Aquellos días en que al viajero norteamericano Frances Toor le pareció ver “un jardín viviente”: “un conglomerado de hombres y mujeres que venían a bendecir palmas, laureles y flores” en medio de la inmensidad el paisaje.

(Crónica para un libro no publicado sobre Tepoztlán, basado en crónicas de antropólogos)

sábado, 1 de noviembre de 2008

"Imaginario de voces", de Julio Cesar Felix


No sé hasta qué punto el poeta puede tocar la verdad, tampoco sé si se trata de una pregunta pertinente, ya que por lo general no se hace un cuestionamiento acerca de la relación del artista con su obra. ¿Es dueño de hacerla “significar” en el sentido en que “significar” pueda entenderse como una acción pasiva? Ya que la poesía se escapa en la misma medida en que el inconsciente se evade del yo, y éste tiene que ser ayudado para perseguir y alcanzar las motivaciones que se encuentran fuera de la conciencia, ¿se dejará el poeta ser ayudado? y sobre todo ¿se dejará ser ayudado para qué? Pues de ninguna manera el poeta colabora, el poeta siempre grita: nadie puede tener razón, ni yo mismo, acerca de mis intenciones. Como si delegara sus intenciones en el poema, así actúa el poeta ya que no puede hacerlo de otro modo. Esto se debe, muchos lo han escrito, a que los ideales no tienen un lugar preciso. Yo no soy capaz de agregar nada nuevo, aun cuando piense que los ideales literarios están sujetados como constelaciones sobre el cielo, por las manos del Súper Yo, de un Súper Yo sumamente agresivo que se le presenta al poeta como una autoridad inapelable. ¡A cualquiera puede cuestionar el artista menos a sus ideales puesto que una de las principales funciones es la de hacer creer al individuo en su propia libertad! Es tan sugerente esta idea que no ha faltado quien construya la idea de belleza sobre la base de la libertad, como si ella estuviera antes que la belleza, como si antecediera el mundo, no parece que se haya tenido que luchar contra la misma libertad para poder ejercerla.

Y he aquí que las ideas están donde están pues en caso contrario, otra idea estaría en su lugar. No se dejan espacio, colindan entre sí, se frotan. No son puras, como si no hubiéramos visto a muchas de ellas procrear hijos con sus adversarios. Y el poeta las deposita, les busca un lugar a sus propias ideas, pero al hacerlo lucha para desestabilizar todo lo demás. Pero es que no sé aún si es que el poema puede tocar la verdad, ni siquiera si quiere hacerlo. Quisiera saber si con “su” verdad le basta. O es que pretende salir de sí mismo el poema, ¿quiere nacer con ojos? He pensado en todo esto desde que leí Imaginario de voces de Julio César Félix, y me imagino que he sido libre de hacerlo, que no ha habido ninguna coacción que me obligue a hacerlo, aunque sé que no tengo ninguna libertad puesto que los poemas modelan mi pensamiento, o por lo menos lucha contra él para poder decirme algo, y para que los escuche debo hacerles espacio. Claro que no lo hago por mí propia voluntad puesto que mi voluntad (o la voluntad de mi voluntad) es escucharme a mí mismo siempre, y siento una música íntima en mí que me hace salir de mí mismo (como le gustaba a Nietzsche: salir de sí), una música que me conduce a la muerte –no a la vida, de nadie, no sólo a la mía–. Pero el poeta sugiere, no puedo decir qué es lo que sugiere, pero puedo anticipar que practica la acción de “sugerir” porque al hacerlo tiene una dosis de influencia garantizada, ya que nadie convence con argumentos (Emerson) y sí con sugerencias. Un buen demagogo nos dice: “Cómo tú bien dices”, aunque nunca hayamos abierto la boca. Julio César Félix ha dicho: “Me gusta verme morir, / aprendo a matizar / los colores del ensueño, / a distinguir verdades / en la libertad del aire.” Y tengo la sensación de que ya lo había yo pensado antes, o siento que me ha ganado una idea, como si anteriormente hubiera visto contrastes y en el camino de la muerte hubiera aprendido a matizar. Pero es que no quiero aceptar de manera consciente la presencia de la muerte, no en mí, aunque veo que, en efecto, comienzo a distinguir verdades. ¿Será que las distingo o las invento? ¿Es que Julio César me quiere decir una verdad?
Lo que encuentro, cada vez más, es que Julio César viene creando un sistema literario, y lo sé porque he venido siguiendo sus poemas. Y sé que ha decidido describir imágenes, desde su primer libro. En este momento, me atrevo a ver cierta complejidad mayor, pues es que esas imágenes están en lugar de otras, o me remiten a otros lados: “Tengo en el alma / siete vidas / un gato / y un espejo roto”. No hay una síntesis, cada poema va uniendo elementos, los cuales se mantienen reunidos a causa de un concepto que los ata, ya que si el alma del poeta abre la mano, se sueltan y salen corriendo –por lo menos el gato que está en el alma. Mientras permanecen juntos, se frotan; aunque en este caso también se separan ya que las siete vidas del gato han salido de él, y el gato a su vez parece que ha vivido dentro de esa alma de la que en realidad no se nos dice nada. Como si el alma fuera en realidad un espacio que contiene ciertos objetos en su interior. ¿Qué pasaría si el poeta abriera ese espacio? Pues parece que el poema para Julio César capta un instante en el que las relaciones entre los sujetos de su realidad se relacionan con cierta armonía. Como si se tomara una fotografía a cierto instante interior y se entregara a los demás, los cuales preguntan: ¿Qué hay en el alma además de vacío? Pero los elementos cambian una vez que se han detenido para ser captados por el poema-fotografía. “Y no busco / la semilla creadora / de artificios, / sino la tierra azul / de gaviotas que reposan / en el celaje / esperando / el atardecer construido / con sus propias alas.”

No puedo entender el estilo sino como un “método”, puesto que el estilo permite a su constructor “ver” ciertos aspectos negados a otros “estilos”. Y por eso es necesario aferrarse a ellos, pues nutren al lector de un instrumental por el cual se pueden contemplar los objetos que de otra manera no podrían ser observados. Sobre todo en la poesía ya que en este caso los objetos ni siquiera existirían por sí mismos y estarían condenados sólo a “ser”, ya que no es necesario existir para ser y el poeta necesita hurgar en el desván de lo potencial. En este sentido, Julio César ha buscado con cierto método en ese lugar desconocido para la experiencia. Afortunadamente, porque no podemos esperar nada de la experiencia, pues la experiencia sólo tiene el umbral de lo que se repite, no ve ni más alto ni más bajo. De la experiencia sólo podemos esperar, si nos va bien, que nos deje en el mismo sitio en el que nos encontró. Yo a la experiencia sólo puedo pedirle que me abandone en cualquier sitio, ya la conozco muy bien y no puede dejarme en ningún otro sitio, como es ciega va a rastras. Aunque yo he visto a gente muy confiada dejarse conducir por la experiencia ajena. Pero lo que pretendo decir es que Julio César utiliza una serie de elementos menos tangenciales, pero los toca con el lenguaje a fin de hacerlos aprensibles e incluso objetuales. Es el caso de la “nada” ya que aparece como un personaje en la sección titulada “Nada es así”. Puesto que la nada es un hoyo negro en donde el lenguaje se comprime hasta dejar de existir, se le nutre de cierta corporalidad de forma que aparezca en ninguna parte. Me parece que la versión de que Dios extrajo el ser de la nada ha dejado de ser divertida para los poetas –al menos para cierto tipo de poetas aburridos del creacionismo cristiano– y tiene más posibilidades concebir el mundo del ser eterno en cuyo centro se abrió la nada como una angustia. El hombre tiene en su centro la angustia de la nada, pero esto no lo he dicho yo, también es una idea con mucha historia, y también comienza a parecer aburrida. El ser y la nada se frotan, tal vez emerge uno del otro, o se confunden por un momento; no sé, pero la nada es el único refugio de Dios, quien no existe en el Ser. Puesto que filosóficamente a Dios se le ha arrojado a la nada, donde tal vez esté vagando hasta hoy, podemos dejar el tema de lado. Incluso puedo separarlos, como Dios cuando separó la tierra de las aguas. Vi que era bueno relegar a Dios y lo hice. El poema “Alguien” tiene como espacio ese borde mínimo en el que la nada y el ser se unen, o más bien colindan, porque en Imaginario de voces los elementos literarios no se unen, siempre tienen una frontera delimitada, precisa. Ninguno de estos poemas toma partido en el devenir, no nos dicen si Dios está en la nada. “No podía permanecer allí, / y no podía continuar” (Beckett), equilibrista del instante, como si tuviera algo de fantasmal, aunque en realidad el instante sea la única realidad del tiempo, pero juega a ser inaprensible, como si el ser y el no ser apretaran al poeta en el instante para que estalle su voz y se rompa. Como si la voz del poeta entrara por los huecos que se encuentran en las palabras, las cuales no se unen nunca pues al contrario, parecen ser más ellas mismas y estar plenamente cargadas de sentido. Ya que todo ocurre dentro de la colindancia, da igual qué colinde con qué puesto que la lógica ha decidido dar un salto mortal de concepto a concepto. En ese sentido, no me parece la obra de Julio César como “creacionista” sino que procede descomponiendo la realidad para luego relacionar las partes sin volverlas a unir del todo. Hay en todo caso una voluntad de concebir cada uno de los elementos de la realidad bajo una misma categorización: Dios, nada, algo, olvido, tren, libertad, todo, mar; y entonces frotarlos. Como dije antes, ha renunciado a tratar el “devenir” y por tanto no presenciamos el momento en el que de tanto frotarse las palabras dejan de ser rugosas hasta que se vuelven lisas y el poeta tendría que aventarlas de nuevo al caos, para que se hundan sin remedio. “El olvido / abanica las vías del tren / muero entre las venas / de tus lunes y tus lunas”. Cuando se salta de un concepto a otro algo del primero queda en el segundo, y lo transforma, ya que las palabras se parecen y aparecen unas en otras, como si algo de tierra quedar en los zapatos cuando se pisan nuevos caminos. No tengo claro cómo es que llega a tener movilidad, pero cada poema tiene movimiento; parece que se debe a una intuición del tiempo: todo está de cierta manera porque es la culminación de una potencia: “el decaimiento del rey sol / ha dejado una estrella iluminada / por los astros nocturnos”. Pero a la vez existe una superposición de tiempos, no como: sucesión, tal vez como tiempos inmutables que se proyectan sobre el lector, como una especie de película, pues todos sabemos que cada escena es inmutable y el movimiento es una ilusión producida por el movimiento. Como si el cine le diera la razón a los filósofos que creen que el universo es creado instante con instante. Aunque debo darles la razón, cada instante de este libro es una creación voluntaria que sucede al anterior: escenas que en conjunto dan una apariencia de movimiento: “Todos los tiempos / son diferentes tiempos / y son el mismo tiempo / que ahoga al mundo / en el caos / de lo incierto / y la podredumbre”.

(Presentación del libro de Julio César Félix 25 de julio de 2008, en la Casa del Poeta, Revista Acequias, 45)

lunes, 18 de agosto de 2008

domingo, 27 de julio de 2008

Una poética de la dispersión (acerca de "Lejos de ella")


En “Lejos de ella” (Sarah Polley, 2006) hay una metáfora del Alzheimer, una elevación de la enfermedad al nivel de una conceptualización estética. Tal vez por la derivación estética que se hace de la destrucción del yo de la protagonista, o por el hecho de que Julie Christie es ella misma una categoría poética, la película se “carga” con una intensa belleza de la que carece la enfermedad y persigue una formulación “adecuada” para el tema. Como la “destrucción del yo” no tiene una lógica, ni un procedimiento, ni puede ser vista desde sí misma, el hilo conductor está llevado por Grant Anderson (Gordon Pinsent), el esposo de la enferma, quien por otra parte está incapacitado para llevar cualquier forma de “hilo conductor” ya que el avance de la enfermedad no es un laberinto sino una fragmentación y ante este hecho, zurcir fragmentos de una vida es inútil, como inútil es acercarse a la personalidad fragmentada en busca de “algo”, porque el alejamiento paulatino de Fiona Anderson, la protagonista, es un hecho aceptado por ella misma y sólo se resigna a obtener una gracia (y no, de ninguna manera, el privilegio de disponer sobre su propio fin). Si Orfeo se decide, en este caso, a bajar al mundo de los muertos y recuperar el alma de Eurídice será sabiendo que la única “gracia” posible es voltear para poder contemplar la disolución de su esposa, ya que le está negado el regreso a la vida.

Existe en Fiona Anderson una excepcional inteligencia que la lleva, en primera instancia, a intentar explicarse su situación; de pronto, ocurre que algo importante se ha olvidado, pero no su importancia, y se le busca en algún sitio, ¡pues lo importante no debería perderse por ahí como si fuera cualquier objeto sin importancia! No se puede preguntar dónde quedó sino por qué se ha desligado la importancia de su referente en el mundo, aunque a la mitad de la formulación la primera parte de la pregunta ha sido atraída por el vacío y su parte final sólo sea un eco de una inquietud que no puede ser jalada hacia la conciencia. No hay respuestas para ella, porque el yo queda de pronto ante una puerta y toca para abrir y recibir una respuesta. Pero el yo ha decidido (¿decidido? ¿no es más bien obligado a?) despojarse poco a poco de sus componentes, pero como se sabe no puede haber una base consciente para la conciencia ya que ésta sólo tiene una triste relación fenomenológica consigo misma, destinada a ver huecos en sí misma y caer en la angustia hasta que la angustia deja su habitual angostura y el yo puede pasar a través de ella hasta que el olvido lo vuelve a dejar como víctima, aunque no es imposible saber si será víctima de sí mismo o de una fuerza externa, y será entonces depositado de nuevo frente a la misma puerta con la misma pregunta sin resolver. Pero por otra parte, es posible vislumbrar que dentro del yo comienza a desmantelarse la realidad, se quitan los objetos, es cierto, pero queda algo, un contenedor, o una serie de contenedores completamente primarios que no tienen ningún afecto por las cosas en particular, es por ello que Fiona Anderson, con el transcurrir de los días deposita su afecto en distintas personas (o contener sucesivas personas en la cárcel del afecto), pero todavía puede asimilar su alrededor con pinzas como “el afecto”, “la desesperación”, “el desinterés”. La relación entre este instrumental de la mente consigo mismo se mantiene estable, pero es el último rostro que presenta la personalidad; ya que ha asomado el esqueleto que la sostiene, comienza a desvestirse de sí mismo.

Cuando Grant Anderson intenta explicar la enfermedad como un proceso, ésta se escapa de la lógica que intenta apresarla ya que saber que el Alzheimer sea causado por una sustancia que recubre las neuronas y aniquile las sinapsis no lo deja satisfecho; una comparación en la que el cerebro enfermo es visto como una casa en la que poco a poco se apagan las luces no se vuelve sumamente simple. ¿Quién apaga las luces y por qué algunas vuelven a prenderse? Cada paso de la enfermedad (y dentro de la enfermedad) implica la falta de continuidad, desde fuera (como lo ve el esposo) no hay relación entre los días que pasan y desde dentro hay una lógica misteriosa que se evidencia al final de la cinta. Pero vuelvo sobre mis ideas en torno a la cinta de la misma manera en que el esposo de la protagonista vuelve sobre ella, intentando apresar una lógica, intentando cazar el momento en que la consecuencia brota de la causa, para encontrar una secuencia que lo oriente en el camino que sigue Fiona, pero el camino es demasiado complejo, por principio no lleva a ninguna parte ni admite que se le trace, tampoco admite un pasado ya que la memoria se presenta como una entidad completamente nebulosa. Cuando Fiona regresa de visita a su propia casa, tiene una relación doble: de extrañamiento y familiaridad, pero la verdadera angustia para ella se encuentra en esa extraña familiaridad que siente por alguien que no recuerda, pues todo le recuerda a alguien olvidado, todos los recuerdos provienen de un sitio y la imposibilidad de que la memoria pueda regresar por donde ha venido es la fuente de angustia, nuevamente de una angustia transitoria, ya que Polley ha elegido una poética de la dispersión, en la que cada día es una totalidad sin relación con los otros, y Grant tiene que aceptarlo, tiene que admitir que es necesario perder su propia lógica y someterla a la “lógica” de la enfermedad para poder comprender algo. Fiona va huyendo de sí misma a lo largo de los días, sólo se lleva a sí misma consigo y se va disolviendo entre sus propios brazos, de la misma manera en que sus propios brazos van desapareciendo, mientras camino por un rumbo desconocido, nadie va a alcanzarla, la poética de la cinta (dispersión, inconexión) logra acercarse en cierta medida a la protagonista, pero la pierde de vista con frecuencia, escena tras escena, hasta que ella se pierde definitivamente, pero sólo para regresar por última vez, en la última escena, y salir por última vez del laberinto en donde la perdición es intransferible, sólo para mostrar que de alguna manera ha tenido un hilo que la ha conducido en su extravío. Es una epifanía, sin duda, pero una epifanía que se queda estática, en el último momento de la cinta, para poder apresar por un momento el momento previo a la disolución final de la conciencia.

("Acequias. Literatura y crítica cultural" 44, Primavera 2008)

lunes, 21 de julio de 2008

Las motivaciones de una postura crítica (Sobre la reseña de Geney Beltrán al Diccionario de escritores de la UNAM)


Me siento obligado a responder el comentario de Geney Beltrán Félix al noveno tomo del Diccionario de escritores mexicanos de la UNAM (publicado en el suplemento “Hoja por hoja”, el pasado 5 de julio), ya que deriva una serie de “perversiones” académicas a partir de la existencia de una obra de consulta. Más que los efectos de su postura, me interesa tomar en cuenta las herramientas con que lo comenta ya que todo parece surgir de una equiparación entre “censura” y “crítica” en su texto, pues “criticar” se utiliza en el sentido de: “borrar”, y lo que desearía Beltrán es que la autora del Diccionario explicitara los criterios para eliminar nombres de un listado. Hay una postura declarada por la directora del Diccionario que decide organizar la información de cada una de las fichas basada en un “análisis objetivo”, pero Beltrán sobredimensiona el término que en este caso podría ser “puntual” o “preciso” para extenderlo a una de las formas ontológicas y declarar que analizar objetivamente es un acto falaz; ¡pero esto sólo puede ser sostenido por un subjetivista que rechaza conocer lo objetivo! ¡Y pretende prohibir el uso de lo “objetivo” por parte de los estudiosos para relativizarlo y sentirse dueño de un pequeño territorio subjetivo con poderes extraordinarios sobre el uso de la crítica literaria! ¿Pero es que quiere discutir si la subjetividad es o no la forma humana de la objetividad? ¿A esos términos quiere llevar una discusión acerca de las fichas bibliográficas contenidas en una obra de consulta? No quisiera responder “en tanto crítico”, aun cuando Beltrán se ponga sus propios límites para enfrentarse a un hecho, pues a diferencia de su postura no tengo que imponerme una visión que sirva a un discurso situado antes que yo. ¿Qué quiere decir “en tanto crítico” sino la servidumbre a una visión impuesta desde fuera? “En tanto crítico” manifiesta no ver contenidos que le hagan tomar partido, ¿qué camino sigue cada crítico para tomar partido? ¿el camino que sigue sirve sólo para tomar partido? ¿es que nos avienta un texto para enterarnos de que ha tomado partido? No solamente, pues parece que todo este texto “crítico” es un recorrido personal para escalar una visión propia, pero desafortunadamente la postura lo ha tomado a él para decir algo por sí misma: que la crítica no tiene centro pero sí una potestad que emana hacia fuera y ante la cual se debe rendir el juicio. El crítico goza de su espacio y nadie debe venir a interrumpir su trabajo de acuñación de términos y de las posturas contenidas en tales términos. ¡Su peculiar concepción de la crítica le impide “tomar partido” ante un diccionario (así como le impide distinguir entre una obra de consulta y una obra crítica)! Puesto ante esta grave situación de no tener nada qué decir ante una obra de consulta (¡no tratará de ir a la hemeroteca a verificar fichas bibliográficas, ya que no es labor propia de un crítico!) opta por considerar que el conocimiento no necesita de la información (“Es una obra que recopila información, no acrecienta el conocimiento”), por postular que los libros son inútiles (“Es una herramienta, no un libro”) y que la crítica literaria es independiente del conocimiento bibliográfico (“Es un listado bibliográfico, no crítica literaria”). Y finalmente, intenta derivar el desconocimiento de la literatura mexicana a partir de la existencia de una obra de consulta (¡una “docta ignorancia” que surge del acceso a la información!) ya que pareciera que los problemas de la academia son originados deliberadamente por la autora del Diccionario (o de otra manera, ¿cómo es que un libro que entrega una completa colección bibliográfica fomenta el conocimiento incompleto de un periodo literario?) y que esa es su intención. Es que la información, ¡la irresponsable información! –parece querer decir el ensayista–, impide al crítico hacer su trabajo. A saber: discernir para castigar; pues si no se castiga con el silencio, entonces crece el ego de los autores. Ese crítico postulado por Beltrán Félix será el que impida el derecho del lector a saber quiénes han publicado obras de cierta disciplina porque debe juzgar antes de publicar irresponsablemente. ¡Ese terrible diccionario también consigna qué críticos han escrito acerca de los autores compilados! “Todos: tanto los inteligentes como los brutos”: ¡y mucho me temo que sé de qué lado se ha situado el autor de esta virulenta reseña!

Quisiera insistir en que mi principal preocupación es saber qué concepción de la crítica le da aliento a una reseña como ésta. Qué visión lleva al autor a formular la invención de una categoría visiblemente esencialista, “el tesista”, el cual tiene como principal limitación conocer su tema. Es cierto que el problema de fondo es el de la especialización que ignora lo que ocurre alrededor de su tema de estudio, y en consecuencia ignora la función de “su tema” dentro de la totalidad; pero no es ésta la preocupación de Beltrán Félix, pues formula la existencia de un académico que se considera con la “obligación” de no leer. ¿Cómo puede demostrar que existe la “obligación” de los especialistas por no leer? No pretendo, sin embargo, polemizar en torno a cierto tipo de argumentos pues todos van enfocados a concebir la crítica literaria como la gran autoridad dedicada a valorar las obras (algo así como un personaje dedicado a medir obras de arte según patrones estéticos inamovibles) y a concebir el ejercicio crítico de una manera elemental: dar un juicio de valor estético. ¿Y qué se le puede decir a este género de críticos que ponen un precio a las obras? Esos estetas que aparentemente buscan gozar del valor artístico y cuyas disquisiciones giran en torno a la poética, tienen un discurso que depende de algo muy distinto, pues los controla como a una marioneta el interés por decidir un canon, es decir, el simple y llano poder. Pues ¿por qué otro motivo le resulta imposible al reseñista separar el “enjuiciamiento” de la “lectura”? ¡Y no pretendo enfrentar aquí a los defensores de la “calidad” ya que las explicaciones primeras de la forma están fuera de ella, latiendo peligrosamente en el fondo!, así como tampoco me parece pertinente abusar de la candidez ajena si es que considera como su legítimo derecho decidir a qué tipo de corriente literaria van a parar sus impuestos. ¿Pero no se nos había advertido que su crítica no excedería lo literario, y ahora ensaya la crítica fiscal? ¿Por qué se torna tan amenazante la crítica y le advierte al escritor que su espada pende sobre el escritorio de trabajo? La memoria y el olvido se reparten sus piezas, y la crítica es su instrumento. “Porque la memoria es selectiva y recurre a la crítica para discernir lo que es pertinente conservar, de lo que no.” La memoria recurre a la crítica, ¿y a quién recurre la crítica? A valores que penden eternamente, fuera de ella, y por eso el juicio inflexible del crítico consiste en darles un lugar a las obras en nombre de una ley fuera de él, para que no se piense que tiene un interés propio en dictar una sentencia. No, nadie lo piensa, esa crítica puede no tener ese interés, pero tampoco ninguna libertad. Y entonces, qué esperar de ella.

("Laberinto", suplemento de Milenio, 19 de julio de 2008)

domingo, 4 de mayo de 2008

sábado, 12 de abril de 2008

Ver cine


Hablar es ganar espacio, hacerse de un espacio en el mundo, hacia delante o hacia atrás, no importa cuando se trata de hacerle un lugar a una idea. No importa tampoco si dice “yo” la palabra que habla, importa que lo que se diga sea dicho, si bajo la palabra se esconde alguien o no –tal vez debajo de lo que se dice hay un “nosotros” disfrazado de “yo”–, qué más da. Así, cuando digo “yo” puedo estar diciendo en realidad otra cosa. Seguramente estoy diciendo otra cosa. Al manifestarse, cada palabra dice lo que necesita decir y si incluye un “yo” es por mera cortesía. Y, como sea, no está incluido de forma que el yo exterior pueda reconocerse a sí mismo. Más bien, puede preguntarse si la obra se reconoce en uno, en aquel que la ha acometido. Ahí están los casos de las obras que han tratado sumamente mal a sus creadores. Al escribir, las palabras toman una lógica propia, una dirección que pretende excluir al pensamiento que la formula. Yo (¡y espero que haya quedado bien claro quién es el que habla!) tengo muchas maneras de evadir el tiempo, la más eficaz de ellas es constituirme en palabra escrita, así el tiempo se vuelve estático, y el pasado inmediato es sólo unos-párrafos-más-arriba. Quizás por esa angustia que no me permite asomarme sin vértigo a los bordes del instante, veo cine. Es que no es un arte como cualquiera, no se tiene mucha injerencia en su desarrollo, no transcurre según el tiempo que uno le asigna, como sucede con un libro; el cine pasa sobre uno. El sol pasa sobre la tierra. O da igual qué es lo que pasa. Lo importante es que la tierra tiene la sólida impresión de que no se mueve cuando arriba, en el cielo transcurren los objetos contingentes. El cine transcurre sobre uno, parece que la conciencia es su objeto, la superficie que recorre. Qué lástima que uno sólo sea apariencia pues el cine es la prueba de que existe la vida y el espíritu intenta tocarla para comprobar su existencia y ya se ha alejado y ocultado. Si tan sólo se pudiera alcanzar, tocarla a través de la pantalla, pero esta membrana no deja pasar nada, o un poco, es cierto, deja pasar un poco de vida, pero desafortunadamente sólo de este lado hacia el otro, la vida del otro lado no termina, se recicla y completa en sí. Es bueno, hasta agradable, que no sea muy notorio este proceso en el que el espíritu se desgasta. La tierra ve el sol, ni nota el transcurrir por mirar lo que transcurre. La causa ha empujado y empujado hasta que hace brotar la consecuencia. O al menos, eso dicen, no obstante que la causa no estaba ahí antes de mí, que soy el consecuente, aun cuando yo no quisiera ocupar esta butaca, preferiría sentarme en el sitio de la causa, en fin, ocupo el lugar de la consecuencia aun cuando piense que yo soy la causa y que mi mente es la que abre el telón para proyectar su cinta sobre la pantalla de la realidad. El hábito de ver cine se convierte muy pronto, me parece, en la proyección de la conciencia sobre la pantalla, es necesario realizar esta inversión para poder evitar que el pensamiento termine por desenrollarse como una cinta gastada, tan propensa a incendiarse como el celuloide.

Hubo un tiempo en el que el “yo” emitía la creación, en el que el arte era una “expresión”. ¡Cuánta seguridad! existía en este hecho que convertía la secreción del espíritu en un objeto digno de admiración. Pero en algún momento en el que la barrera de la conciencia tambaleó –seguramente porque el “yo” en el que se apoyaba era igualmente inestable– el “yo” aprovechó el momento para salir huyendo. En su fuga, el “yo” se convirtió en el emitido, en la sustancia sobre la cual las manos pudieron amasar a su gusto las mejores personalidades. Al autoamasar el espíritu, pocos se dieron cuenta de que estaban dando forma a un objeto exterior. Cuando la personalidad se convirtió en un objeto con personalidad propia, tan dueño de sí mismo que Wilde lanzó sus mejores aforismos en el afán de disimularlo, el objeto artístico hecho de “yo” sufrió una serie de sucesivas transmutaciones. El espejo deformante en que se convirtió el arte hizo que los más entusiastas se vaciaran de sí mismos, pues sin duda hubo una necesidad de olvidarse de sí que invadió el deseo del artista. ¡Si alguien ha comenzado a creer lo anterior ya es momento de que deje de hacerlo! Debería empezar yo mismo, ya que he sido el primero en dejar todo mi contenido propio abandonado a su suerte, lleno de olvido de mí. Pero es que soy una nada a la que le gustó ser humano, que intenta vaciarse para convencerse de que hubo algo en su interior. Desafortunadamente no tengo ojos para ver en mi interior. Y de nuevo, estoy viendo fuera, en mi butaca. ¡Qué elegante teoría! la del “punto de vista”. No es lo mismo ver el mundo desde cada uno de sus sitios. Esta certeza desemboca en los distintos precios de los palcos, cuando uno solicita su sitio ante la amable mujer de la taquilla. Hay mejores sitios y mejores circunstancias, hay mejores yoes y circunstancias. Todo está correctamente tabulado. Y lo único cierto es que todo aquel que se encuentra en la misma sala de proyección ha pagado su derecho a presenciar la película. Esto, evidentemente, está muy bien apreciado por el poseedor del mejor punto de vista, aquel que ni siquiera está presente en la sala porque está gastándose nuestro dinero en tanto que la concurrencia discute la supuesta “intransferencia” de la experiencia.

Al ver una película es necesario preguntarse ante todo ¿en dónde está el poder? Cada vez con mayor frecuencia –sobre todo en las cintas sobre “infiltrados”– los hechos se agitan como en una coctelera para que nadie dentro de la sala de proyección sepa en dónde quedó el bien y en dónde el mal. El “bueno” de la película puede ser en realidad el “malo”. Es tan emocionante ver cómo el “malo” hace acciones “buenas” hasta que rasga su disfraz y muestra su ser. Es que el mal se disfraza de bien y viceversa, como en una comedia de enredos. ¿Con qué objeto? Definitivamente, no lo hacen para que nadie confunda sus valores; tampoco es lícito que se cuestione la esencia del bien (el cual es representado por “el estado” de forma abstracta). Todo tiene como fin que el “poder” sea impune o se muestre cínicamente, porque puede actuar mal pero sólo en apariencia, porque tal vez el mal tenga una apariencia inocente. Para que nadie entre en conflicto, se pretende llegar a una nueva convención moral: los valores no se definen por su causa (intención) ni por su consecuencia (acción) sino por el sujeto que lo actúa. Nadie puede entrar a la sala de proyección sin tener en claro perfectamente que el sujeto –independientemente de su actuación– condenable no será redimido jamás. El sujeto “terrorista” debe ser aniquilado aun cuando no actúe, a esto se le ha llamado “guerra preventiva” ya que la prevención, acompañe al sustantivo que acompañe, es la mejor campaña posible para preservar la tranquilidad. Es nuestra modesta manera de decir que el “terrorismo de Estado” es un invento proveniente de la mala fe de los auténticos terroristas.

La realidad, al ser transplantada al cine, se evidencia palpablemente como “mecanismo”, aquel que hace que el enfrentamiento de voluntades se dé en un terreno ajeno a lo fortuito. Todo está planeado, hasta el mínimo movimiento de la hoja, por el guionista. Sin duda, se trata de una creación más perfecta que la Creación porque Dios aun no inventaba la división del trabajo. Por eso es lícito transitar hacia el determinismo, porque el hombre pone en práctica una esencia. ¡El productor de la cinta no pone tanto dinero para que el protagonista ponga en práctica su libre albedrío! Así es que dejemos de lado esa teoría tan manoseada por el existencialismo: el personaje tiene que transitar su camino, encontrar su destino, pues sólo así encontrará su grandeza. Al recorrer cualquier película, de principio a fin, en partes, al repetir cada escena, lo que se ve como la puesta en escena de un fatalismo, poco a poco empieza a evidenciar rupturas: entre una escena y otra, o al margen de las escenas principales, cada película evidencia una vida subcutánea, independiente de la que le otorgaron sus múltiples creadores. Hay una serie de “espacios” por los que la conciencia exterior puede escurrirse –y se escurre.

Entonces, puede creerse que hay lugar para la interpretación, siempre y cuando la conciencia pueda extraer algo, o por lo menos hacerse de la ilusión de que uno puede extraer una utilidad de la creación ajena. Como si la experiencia pudiera extraer experiencia de la experiencia previa. No hay nada tan divertido como ver una experiencia guiando a otra experiencia. Ambas caen en un pozo –se lo tienen bien ganado pues deberían saber que es imposible extraer experiencia de cualquier sitio. –¡Pero aquel que se ve allá tiene una gran experiencia! –Deseemos que pronto se dé cuenta de que un yugo lo ha tenido desde siempre dando vueltas en redondo.

("Acequias" 43, revista de la Universidad Iberoamericana Laguna, Coahuila)

sábado, 15 de marzo de 2008

Betty Boop: El mecanismo del puritanismo


(La serie de cartoons de Betty Boop fue censurada a mediados de los años treinta con lo que la mayor parte de su fuerza creativa se redujo a evidentes y torpes mecanismos circulares. Salvo Minnie the moocher, me refiero a esa segunda etapa de Betty Boop en la que se intenta adaptar a este personaje a un ambiente mecánico. No sé en qué consistió la censura –más allá del visible ataque al erotismo del personaje– así es que me refiero a los elementos visibles en esta segunda etapa. Afortunadamente, los mejores cortos de Betty pueden verse en Youtube puesto que no tienen derechos; en cambio, los que están protegidos y sólo pueden comprarse son los que estuvieron en manos de la censura.)

Betty Boop vive sola. Hay una relativa soledad ya que la humanidad se presenta hasta cierto punto en ella, aunque sobresale el desapego por el exterior. Los hechos ocurren, pero Betty Boop parece no darse cuenta o actúa sin mostrar interés genuino por la vida. Todo está bien mientras sea mecánico, parece querer decir –aunque ella muestra cariño por un perro, Bimbo (a veces llamado “Pudgy”). Se trata de un proceso llevado a cabo por sus creadores: Betty fue originalmente un animal de orejas perrunas, pero los animadores, que vieron en ella una mirada vacía, la transformaron en una adolescente (16 años); y su novio, Bimbo, el perro enamorado de ella, en su mascota. Pero en algunos casos parece que existe el residuo de cierto bestialismo –en Minnie the moocher, los padres aparecen como judíos y su hija se fuga con su novio, ¡un perro!– hasta que en los episodios más tardíos, Betty y Bimbo aparecen tajantemente separados y ninguno de ellos intenta dar “el salto de la especie”. La relación entre los dos parece quedar completamente neutralizada pues en ningún caso Bimbo muestra celos y más bien, como mascota se contagia de la inconsciencia de su dueña. Se trata, sobre todo, de una atracción completamente subliminal y vacía de todo contenido, sobre el vínculo entre ambos no puede construirse nada ni nada, tampoco, puede ser sostenido sobre este afecto mutuo. Si se trata de una metamorfosis –la del novio en perro–, es una que no conlleva ninguna tragedia, como si de todas formas la culminación erótica no tuviera ningún significado puesto que Betty Boop necesitaría de un espacio íntimo en el cual vaciar sus deseos. La censura es la fuerza exterior que manipula la forma en que los personajes existen, ya que el puritanismo llega hasta la intimidad más oculta para que nada impida la máxima productividad del individuo (Gramsci). Así es que los dos –Betty y Bimbo– continúan unidos de forma que sus sentimientos permanezcan fuertemente sublimados. Sin embargo, en ella no hay nada oculto, todo lo que se muestra es –y también lo único. No podría voltearse como un calcetín y decir “aquí hay algo”, lo que muestra el personaje es lo que es, y lo-que-es es determinado por las relaciones exteriores. No hay intensidad en ellas, la libertad en que vive Bimbo es muestra de la superficialidad del afecto, pues la libertad, la cual sólo es posible conseguir gracias a la desatención de los demás, puede ser soportada si se rodea de una gruesa capa de superficialidad y luego, esa superficialidad es reintegrada a la vida diaria –aun cuando el individuo no se dé cuenta de todo el proceso de construcción de su propio vacío. Y no de otra forma creo que llega Betty Boop a su vida, no de otra forma encaja tan bien en el mundo mecánico que la rodea. Sólo por eso muestra tanta vida y alegría en el vacío que la rodea. Afuera de ella –pues su erotismo inconsciente no lo es todo en la pantalla– hay un mundo, generalmente una amplia residencia moderna en la que puede ser libre, con papeles asignados a todas las cosas. Ella misma representa un papel asignado de antemano, la alegría determinada por la vida mecánica, por esta causa lo más interesante ocurre fuera de ella –nada podría pasar dentro de ella, en realidad– y por eso los personajes de estos cartoons actúan al margen de la protagonista, sería difícil intimar con ella ya que carece de intimidad. Y cuando un personaje responde a la seducción de la adolescente se enfrenta a un ¡no! sin llave de entrada e imposible de desarmar; así es que el “enamorado” –aunque en rigor no pueda ser llamado de esta manera– se aleja para sublimar de otra manera su erotismo, lo que vuelve la atracción de Betty en una fuerza repulsiva, un objeto de frustración permanente. Ella, por su parte, tiene un interés básico consistente en preservar el orden asignado a cada objeto –básicamente, en donde lo “natural” y lo “humano” insisten en destruirlo. La rutina de ver cómo comienza un episodio se refuerza con la rutina desarrollada por la protagonista –ya sea sembrando, actuando en un teatro, limpiando su casa, sirviendo comida en una cafetería–, la cual se ve amenazada por un elemento exterior a ella (nótese que las relaciones humanas están prácticamente eludidas: no se sabe quién contrata a Betty en ninguno de sus trabajos, en una ocasión es avisada sólo por un telegrama) que busca instaurar un orden desconocido y, por ello, temido. Betty intenta sembrar pero los cuervos desentierran las semillas para devorarlas, así es que ella toma un disfraz de espantapájaros para causar terror en los invasores, los cuales se alejan asustados con la misma irracionalidad con la que habían invadido la casa de la joven. Todo está bien mientras ese espantapájaros continúe inanimado –no obstante que haya aparentado vida, su condición inerte está al servicio de Betty. Ella ni siquiera es conducida por un instinto maternal, por eso renuncia a cuidar niños y prefiere regresar a su trabajo en la cocina de una cafetería.

Creo que los cartoons de Betty Boop, desde mediados de los treinta, evidencian la relación entre el mundo moral y el mundo mecánico, dos mundos que se desarrollan de forma paralela, y por eso la protagonista tiene como misión principal funcionar en su mundo, la sensualidad ha sido completamente vaciada de intención hasta convertirse en un caparazón, atrás me imagino hay un mecanismo que ha funcionado de distintas maneras, pues Betty era más “humana” en sus inicios y más maquinizada al ser “humanizada” por la censura. Como si lo humano se definiera en función de su adaptación al mundo mecánico. La misma noción aparece en Modern Times (Chaplin, 1936) aun cuando la maquinización sea vista como un “descenso”, pero en Betty Boop ocurre que hay una conformidad con el mundo circular de la producción, la suerte nunca cambia como en las cintas de Chaplin, en las cuales, por otra parte, se muestra la realidad como una fina combinación de posibilidades en las cuales es posible hallar cierta felicidad. No así en la vida de estos enajenados toons; el mejor amigo de Betty es un “inventor” cuya meta es encausar la realidad hacia el orden. En Be Human (1936), un granjero que tortura a sus animales es encarcelado por “el inventor” y sometido a correr como un hamster para hacer funcionar una máquina que satisface las necesidades de unos animales hospedados en una granja. Se hace evidente el mecanismo que exprime la “inmoralidad” que despoja al hombre de su interioridad para ser arrojado nuevamente al mecanismo que pretende llenarlo de humanidad siempre y cuando su espíritu no se desborde más allá de los precisos límites del puritanismo.

(Metapolítica 58, marzo-abril de 2008)