No tengo más merito para estar aquí, en esta tarde que es de
tristeza y de fiesta, que ser un lector de Rubén Bonifaz Nuño. Ni siquiera soy
uno de sus mejores lectores, por suerte tiene tantos que nunca faltaría uno que
quisiera compartir su experiencia con una de las grandes obras de la literatura
mexicana. Pero soy un lector que necesita compartir el gozo de leer. La vida
prácticamente me arranca de los libros, porque si pudiera sólo tendría algo
impreso frente a mí. Leyendo, se llega casi a invertir las prioridades de la
vida. Y uno de los culpables de que así sea, es precisamente, Rubén Bonifaz
Nuño, un poeta con una voz poderosa e inteligente, que sabe remover con su
poesía los aspectos más íntimos de la vida y del espíritu. Entra su voz a los
lugares más escondidos.
No quisiera hablarles de la importancia de la
palabra ni de la poesía. Si no fuera importante, ni siquiera estaríamos aquí.
Nos convoca la poesía. Es que hay cosas que no se pueden decir de otra manera,
se tiene que decir en un poema. Así es y no puede ser de otro modo. ¿Pero qué
es eso que nada más puede decir un poeta? ¿Qué es eso que las palabras de todos
los días no pueden decir? Pienso que las palabras nuestras están hechas para
ser dispersadas por el viento. Las palabras del poeta están hechas para
perdurar. Son el testimonio de que vivimos y caminamos por el mundo. Muchas
veces, un poema es la única manera de decir que estamos solos y que ojalá no lo
estuviéramos. ¿Cuántas palabras podrían ustedes decir de otros tiempos? Casi
siempre, esas pocas palabras son poemas. Paradójicamente, esos poemas que
perdurarán expresan la angustia de lo que pasa y se pierde.
Al ingresar a la Academia de la Lengua (en 1963),
Bonifaz escribió un espléndido discurso, Destino
del canto. Se refiere a la búsqueda de las raíces más lejanas que tenemos,
a la poesía latina y a la escrita en náhuatl. Los romanos, más soberbios,
creían en la inmortalidad de Roma y de su imperio. Pero los mexicas no, veían
con angustia que no habríamos de llevarnos nada de este mundo, ni siquiera las
flores ni la amistad. No sólo no podemos llevarnos la amistad ni la pasión con
nosotros al otro mundo: tampoco podemos llevar con nosotros la capacidad de la
amistad. La poesía, para Bonifaz era esa capacidad de mirar a los ojos del otro
sin vergüenza. Para que entre los amigos y la persona amada puedan tener un
corazón firme, para buscar colectivamente la felicidad. La felicidad, dice
Bonifaz, no se encuentra en la soledad. Y no hay otro lugar que la tierra para
encontrar la felicidad, para cultivar la amistad. Estas ideas las encontró
Bonifaz en los poetas antiguos. Nosotros cargamos esas ideas en el corazón. Así
pensó Nezahualcóyotl y sus poemas quedaron sepultados en la tierra. Así creyó
Nezahualcóyotl en su corazón y quedó sepultado en la tierra. En realidad, así
quedó sepultado todo en la tierra. Cuando quedó sepultado el mundo antiguo,
algo de nosotros quedó sepultado para siempre. ¿Qué parte de los seres humanos
que somos ahora está sepultada, es una ruina sin sentido? Es necesario verse en
ese espejo. Ese mundo es nuestro reflejo. Desenterremos las piedras, dice
Bonifaz. Sólo las piedras tienen derecho a hablar. Todo lo que se ha escrito
sobre ellas miente, porque lo han dicho los españoles, los criollos, los
mestizos. El mundo de los indios originales nada más puede hablar el lenguaje
de las rocas. Veámoslas. Quizá nos puedan decir algo de nosotros mismos. Somos
los hombres un guijarro sin sentido. Sería deseable saber de qué vasija somos
parte.
Rubén Bonifaz Nuño dedicó gran parte de su
trabajo a encontrar ese lenguaje propio. Cuando dijo: interroguemos a las
piedras, fue para quitarles esas palabras que pusieron los españoles y que han
seguido adulterando ese pasado al cual tenemos derecho de conocer. Bonifaz, un
hombre de palabras, se dirige a las antiguas ruinas, se estrella y se le caen de
encima todas las palabras. Se queda de pronto, frente a la Coatlicue o frente a
la Coyolxauhqui, sin palabras. Espera a que sean ellas las que hablen. Si se
les sabe preguntar, hablarán. Es como el amor. Cuando uno ama, usa la palabra.
El amor es una reciprocidad que se produce si es que uno sabe usar la palabra.
Pero no todo es tan sencillo: antes de poseer a la persona amada, hay que saber
mirarla. A lo largo de la poesía de Bonifaz hay toda una geografía de la amada.
Se puede seguir la mirada del poeta y pasar por todos los lugares del cuerpo. Y
una vez que se ha visto bien a la amada, se puede pasar a hablar, a seducir.
Pues, ¿cómo se puede seducir sin conocer? Quizá se han dado cuenta que un poeta
puede poner triste a sus lectores sin que éstos tengan motivo para estarlo. Si
pueden provocar la tristeza, ¿podrán provocar el amor? Bonifaz afirma que no.
Uno de sus favoritos, Píndaro, poeta del siglo V a. de C., se dio cuenta de que
no podría producir el amor en la amada, así que mejor le promete la
inmortalidad. Quizá por interés sí pueda consumar su cortejo. Pero no… la amada
no cede ante nada, ni ante el chantaje. Pero hay algo que descubre Bonifaz: la
musa no ama al poeta pero sí ama su poesía. La musa de Píndaro, Cintia, muere.
Y como fantasma, le dice al poeta: “En los libros tuyos fueron largos mis
reinos”.
La poesía es un regalo para la amada. La amada
vive en el poema. Y vivirá por siempre. El poeta regala desinteresadamente sus
poemas, porque sabe que no puede hacer otra cosa… Quizá la amada se enamore de
otro. Qué importa. Los poemas sirven para que otros los vivan. El poeta dice:
“Yo”. Pero todos cabemos en ese yo. Por eso Bonifaz es un poeta del amor. Pero
no es un poeta de los enamorados. Esos van y vienen. Lo único que queda es el
amor. Quedan los poemas. Pasan los enamorados y sus vidas. Todo eso es
intercambiable. Pasamos para que otros puedan venir y amar. Cada quien su
propia oportunidad. Siempre el aquí y el ahora. Estas palabras son las
favoritas de los clásicos: cosecha el instante. Quiere decir que desde Homero,
desde Catulo y desde Virgilio hemos dicho más o menos las mismas cosas. El amor
de la poesía de Bonifaz no es sencillo: es como si tomara todas las palabras de
amor y las condensara en un par de versos. Al mismo tiempo que escribía su
poesía, Bonifaz se dedicó a traducir a los clásicos grecolatinos, desde Homero,
que vivió hace ventinueve siglos, hasta Lucano, que fue contemporáneo de
Cristo, pasando por Eurípides, Lucrecio, Catulo, Virgilio y Ovidio. De todos
aprendió. Estas traducciones las publicó la UNAM a lo largo de cuarenta años,
de 1967 a 2007 y sirven como libros de cabecera en donde los estudiantes de
literatura conocen a los clásicos. Bonifaz aprendió que hemos aprendido a
enamorarnos con las palabras de los antiguos. Que entre Catulo y José Alfredo
Jiménez no hay distancia. Por eso, uno de sus grandes libros, Albur de amor (1987), es una suma del
enamoramiento: son las palabras que vienen desde los griegos y que llegan hasta
la música popular mexicana, llena de versos sencillos y bellos, y por eso elige
como título el nombre de una canción del compositor Alfonso Esparza Oteo. Sus
versos son extraordinarias combinaciones de cultura popular y alta cultura.
Rubén Bonifaz, como ningún otro poeta, convierte el lugar común en momentos
inolvidables:
No
es en mi año. Alguien te tiene,
no
es en mi daño. Y sin embargo
me
daña en la duda lo que fuiste;
y
así me acostumbro, y lo soporto,
y
hasta parece que me place.
A pesar de que el amor es la fuerza más fuerte,
la verdad es que, desde el principio, la muerte es otro de los personajes de su
poesía. Al principio es una abstracción, una presencia inquietante. Pero a los
80 años, Bonifaz publica su último libro,
Calacas (2003), en donde la muerte es algo cercano y natural. Es cierto que
tiene versos estremecedores, pero también tiene versos llenos de mexicana
alegría y de relajo.
Rubén Bonifaz Nuño, el poeta triste, fue también
un hombre feliz. Un escritor lleno de optimismo, de pasión por la cultura y de
curiosidad desbordada. Creía que la cultura podría hacer consciente al hombre
de su paso por el mundo. Cuando murió, hace 28 días, pensamos que se fue el
último poeta indiscutible, el último poeta que reunía la admiración de todos.
Todos los universitarios sabíamos que en la
Biblioteca Nacional de la UNAM está el cubículo de Rubén Bonifaz Nuño. Desde
ahí, una pequeña oficina se tenía una vista maravillosa de las Islas, la enorme
explanada de Ciudad Universitaria. Todos sabíamos que ahí estaba Rubén Bonifaz
Nuño, el poeta, con la puerta abierta. Junto a él, Paloma Guardia y Silvia
Carrillo, compañeras y amigas de años, al pendiente de todo. Recibía a los
estudiantes para platicar, porque le interesaba saber lo que pensaban y lo que
leían. Se vestía pulcramente, siempre; pero parecía vestir, sobre todo, con
elegancia una frase de Julio Torri: “La biografía de un hombre está en su
actitud”.