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domingo, 29 de noviembre de 2015

Barrio verbo, de Ingrid Solana



Barrio verbo es un diccionario de verbos, todos enunciados en un inmóvil infinitivo. Es un diccionario aunque no esté en orden alfabético. No está escrito entonces para buscar nada. Pero quizá para acomodar las experiencias de su autora, Ingrid Solana. Hay palabras como “comer” o “viajar”, pero la mayor parte del libro está compuesto de ensayos con asuntos más bien intelectuales, “dudar”, “leer”, “comprender”. Curiosamente, cuesta más trabajo acceder a la acción si se la detiene para observarla. De hecho en los capítulos de este libro hay cierta dificultad para acercarse a ella, es mejor no tocarla directamente. Siempre existe un sistema de citas que impide sentir la realidad. Se privilegia lo que dijo Barthes, lo que opinó Deleuze… El aforismo de una autoridad es el que permite que se toque el fragmento de vida. Son guantes con los que se toma el fenómeno. Entonces, la voz del texto se acerca a su objeto, pero hasta cierto punto. Sí, lo hace con sagacidad, como cuando aborda el tema de la fotografía de Octavio Fossey y la película de John Maybury sobre Francis Bacon. Pero siempre desde un punto de vista exterior. No me parece casual que el sentido privilegiado en el libro sea la vista. Ver películas, cuadros, muros, fotografías. Nada entra en su ser. Incluso la palabra “comer” es un verbo enemigo. “Abre la boca y traga” es la frase con que se relaciona la “cuchara enemiga”. Entonces, elaborar una serie de textos pero de tal manera que la realidad quede fuera, lejos. Aun en el ensayo en que hace una lectura aguda de Bacon, me parece distante de su objeto de estudio. ¿Será por los infinitivos que regresan a cada momento? Pintar es… Leer es… Se trata de la formulación atemporal de los fenómenos, los cuales se ilustran con experiencias. Dicho de otro modo: la experiencia concreta sirve sólo para comprobar el aforismo abstracto. “Los viajes son todos regresos”, escribe en la primera página. La realidad entonces, debe de ajustarse a la generalización. Miedo ante la realidad, demasiados juicios previos y muy poco de ideas surgidas de la experiencia propia. En el último texto, ni la muerte del abuelo es capaz de romper la cáscara de la teoría y el aforismo para llegar a la emoción. Habría que decir en qué lugar se encuentra exactamente la barrera primordial. Ésta me parece que es el lenguaje interpuesto entre el yo y el mundo. Y entonces qué podría decirse, si el instrumento principal de nuestro trabajo está impedido de conocer. Son mis reflexiones acerca de lo que pienso que impide a este estilo ir más allá. Se dice en este libro que leer y escribir son actos dramáticos, pero nada de ese drama se percibe. Quizá ésa sea la meta que uno esperaría como lector.

Ingrid Solana, Barrio verbo. México, Conaculta, 2014. (Fondo Editorial Tierra Adentro, 508)

viernes, 13 de noviembre de 2015

Las raíces del Romanticismo, de Isaiah Berlin

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Es bastante sorprendente que Isaiah Berlin haga residir el nacimiento del Romanticismo en el sentimiento de inferioridad de Alemania ante Francia. Alemania eran trescientos príncipes gobernando sus pequeñas comarcas, una enorme región sin metrópolis. Nada semejante a un París por estos sitios. Por el contrario, sólo oscuras personalidades, intimistas y misteriosas, artistas algo renegados, entregados a la religión y lejos de la mundanidad. Nada más lógico que la religiosidad alemana estuviera tan desligada de las formalidades católicas, de las ceremonias que demostraban el brillo de la exterioridad. Los pensadores alemanes concebían una vía personal de relación con la divinidad. De esto se puede sacar una conclusión: en ciertos periodos históricos, cuando la satisfacción de las necesidades le está vedada al hombre, éste vuelve la mirada hacia dentro de sí, tratando de construir ese mundo deseado en su propio espíritu. Eso sería más o menos el Romanticismo, la construcción de un ideal (individual o colectivo) como una oposición a la realidad exterior. Esa idea constante en la obra de este autor parece que fue aprendida de estos autores. Los alemanes serían los que de manera moderna postularon esa “libertad negativa”. Negativa porque es una oposición a la realidad. No puedo negar que es la idea de libertad que más me atrae, la que considero que está más cercana del arte y de mi manera de concebir la creación. Más aún, la forma en que se podría hermanar el concepto de arte. Ignoro qué relación tengan Herbert  Marcuse e Isaiah Berlin, pero en Eros y civilización (1955), del primero, ya se encuentra una idea que no es el todo a ajena a las conferencias que forman este libro, y que fueron pronunciadas en 1965. Marcuse habla del arte como un espacio en el que se depositan las ideas utópicas del hombre. De tal manera, que evasionista o no, el arte contiene las utopías, y la aspiración de un mundo en el que sea real la libertad. Los poetas –conservadores y revolucionarios– convergerían en la idea de considerar el arte una categoría por encima de la política. La construcción de ese mundo en el interior del espíritu aparece ya en Dos conceptos de libertad (1958), de Berlin. Aquí está muy desarrollada la idea, y se coloca como punto de partida del Romanticismo. Hay algo más: algo que la filosofía olvida generalmente, ¡y se precia de olvidar!, los aspectos típicamente humanos en la formación de la ideas. La Filosofía se ofende cuando le recuerdan este tipo de temas. Pero bien, Berlin se refiere a los orígenes sociales de la intelectualidad en Alemania y en Francia. Mientras que los alemanes provenían principalmente de las clases bajas, los franceses eran producto de la aristocracia y de la alta burguesía. Naturalmente, Francia es la tierra de la Razón, que justifica tan bien el orden de las cosas y juzga el mundo en términos más bien apacibles. Pero se podrá ver qué tan en desacuerdo estaban los alemanes con el orden racional que los condenaba a ser unos segundones en la repartición de condiciones favorables al pensamiento.

Isaiah Berlin. Las raíces del Romanticismo, ed. de Henry Hardy, tr. de Silvina Marí, pról. de John Gray. México, Taurus, 2015.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Discurso por Rubén Bonifaz Nuño


 
No tengo más merito para estar aquí, en esta tarde que es de tristeza y de fiesta, que ser un lector de Rubén Bonifaz Nuño. Ni siquiera soy uno de sus mejores lectores, por suerte tiene tantos que nunca faltaría uno que quisiera compartir su experiencia con una de las grandes obras de la literatura mexicana. Pero soy un lector que necesita compartir el gozo de leer. La vida prácticamente me arranca de los libros, porque si pudiera sólo tendría algo impreso frente a mí. Leyendo, se llega casi a invertir las prioridades de la vida. Y uno de los culpables de que así sea, es precisamente, Rubén Bonifaz Nuño, un poeta con una voz poderosa e inteligente, que sabe remover con su poesía los aspectos más íntimos de la vida y del espíritu. Entra su voz a los lugares más escondidos.
No quisiera hablarles de la importancia de la palabra ni de la poesía. Si no fuera importante, ni siquiera estaríamos aquí. Nos convoca la poesía. Es que hay cosas que no se pueden decir de otra manera, se tiene que decir en un poema. Así es y no puede ser de otro modo. ¿Pero qué es eso que nada más puede decir un poeta? ¿Qué es eso que las palabras de todos los días no pueden decir? Pienso que las palabras nuestras están hechas para ser dispersadas por el viento. Las palabras del poeta están hechas para perdurar. Son el testimonio de que vivimos y caminamos por el mundo. Muchas veces, un poema es la única manera de decir que estamos solos y que ojalá no lo estuviéramos. ¿Cuántas palabras podrían ustedes decir de otros tiempos? Casi siempre, esas pocas palabras son poemas. Paradójicamente, esos poemas que perdurarán expresan la angustia de lo que pasa y se pierde.
Al ingresar a la Academia de la Lengua (en 1963), Bonifaz escribió un espléndido discurso, Destino del canto. Se refiere a la búsqueda de las raíces más lejanas que tenemos, a la poesía latina y a la escrita en náhuatl. Los romanos, más soberbios, creían en la inmortalidad de Roma y de su imperio. Pero los mexicas no, veían con angustia que no habríamos de llevarnos nada de este mundo, ni siquiera las flores ni la amistad. No sólo no podemos llevarnos la amistad ni la pasión con nosotros al otro mundo: tampoco podemos llevar con nosotros la capacidad de la amistad. La poesía, para Bonifaz era esa capacidad de mirar a los ojos del otro sin vergüenza. Para que entre los amigos y la persona amada puedan tener un corazón firme, para buscar colectivamente la felicidad. La felicidad, dice Bonifaz, no se encuentra en la soledad. Y no hay otro lugar que la tierra para encontrar la felicidad, para cultivar la amistad. Estas ideas las encontró Bonifaz en los poetas antiguos. Nosotros cargamos esas ideas en el corazón. Así pensó Nezahualcóyotl y sus poemas quedaron sepultados en la tierra. Así creyó Nezahualcóyotl en su corazón y quedó sepultado en la tierra. En realidad, así quedó sepultado todo en la tierra. Cuando quedó sepultado el mundo antiguo, algo de nosotros quedó sepultado para siempre. ¿Qué parte de los seres humanos que somos ahora está sepultada, es una ruina sin sentido? Es necesario verse en ese espejo. Ese mundo es nuestro reflejo. Desenterremos las piedras, dice Bonifaz. Sólo las piedras tienen derecho a hablar. Todo lo que se ha escrito sobre ellas miente, porque lo han dicho los españoles, los criollos, los mestizos. El mundo de los indios originales nada más puede hablar el lenguaje de las rocas. Veámoslas. Quizá nos puedan decir algo de nosotros mismos. Somos los hombres un guijarro sin sentido. Sería deseable saber de qué vasija somos parte.
Rubén Bonifaz Nuño dedicó gran parte de su trabajo a encontrar ese lenguaje propio. Cuando dijo: interroguemos a las piedras, fue para quitarles esas palabras que pusieron los españoles y que han seguido adulterando ese pasado al cual tenemos derecho de conocer. Bonifaz, un hombre de palabras, se dirige a las antiguas ruinas, se estrella y se le caen de encima todas las palabras. Se queda de pronto, frente a la Coatlicue o frente a la Coyolxauhqui, sin palabras. Espera a que sean ellas las que hablen. Si se les sabe preguntar, hablarán. Es como el amor. Cuando uno ama, usa la palabra. El amor es una reciprocidad que se produce si es que uno sabe usar la palabra. Pero no todo es tan sencillo: antes de poseer a la persona amada, hay que saber mirarla. A lo largo de la poesía de Bonifaz hay toda una geografía de la amada. Se puede seguir la mirada del poeta y pasar por todos los lugares del cuerpo. Y una vez que se ha visto bien a la amada, se puede pasar a hablar, a seducir. Pues, ¿cómo se puede seducir sin conocer? Quizá se han dado cuenta que un poeta puede poner triste a sus lectores sin que éstos tengan motivo para estarlo. Si pueden provocar la tristeza, ¿podrán provocar el amor? Bonifaz afirma que no. Uno de sus favoritos, Píndaro, poeta del siglo V a. de C., se dio cuenta de que no podría producir el amor en la amada, así que mejor le promete la inmortalidad. Quizá por interés sí pueda consumar su cortejo. Pero no… la amada no cede ante nada, ni ante el chantaje. Pero hay algo que descubre Bonifaz: la musa no ama al poeta pero sí ama su poesía. La musa de Píndaro, Cintia, muere. Y como fantasma, le dice al poeta: “En los libros tuyos fueron largos mis reinos”.
La poesía es un regalo para la amada. La amada vive en el poema. Y vivirá por siempre. El poeta regala desinteresadamente sus poemas, porque sabe que no puede hacer otra cosa… Quizá la amada se enamore de otro. Qué importa. Los poemas sirven para que otros los vivan. El poeta dice: “Yo”. Pero todos cabemos en ese yo. Por eso Bonifaz es un poeta del amor. Pero no es un poeta de los enamorados. Esos van y vienen. Lo único que queda es el amor. Quedan los poemas. Pasan los enamorados y sus vidas. Todo eso es intercambiable. Pasamos para que otros puedan venir y amar. Cada quien su propia oportunidad. Siempre el aquí y el ahora. Estas palabras son las favoritas de los clásicos: cosecha el instante. Quiere decir que desde Homero, desde Catulo y desde Virgilio hemos dicho más o menos las mismas cosas. El amor de la poesía de Bonifaz no es sencillo: es como si tomara todas las palabras de amor y las condensara en un par de versos. Al mismo tiempo que escribía su poesía, Bonifaz se dedicó a traducir a los clásicos grecolatinos, desde Homero, que vivió hace ventinueve siglos, hasta Lucano, que fue contemporáneo de Cristo, pasando por Eurípides, Lucrecio, Catulo, Virgilio y Ovidio. De todos aprendió. Estas traducciones las publicó la UNAM a lo largo de cuarenta años, de 1967 a 2007 y sirven como libros de cabecera en donde los estudiantes de literatura conocen a los clásicos. Bonifaz aprendió que hemos aprendido a enamorarnos con las palabras de los antiguos. Que entre Catulo y José Alfredo Jiménez no hay distancia. Por eso, uno de sus grandes libros, Albur de amor (1987), es una suma del enamoramiento: son las palabras que vienen desde los griegos y que llegan hasta la música popular mexicana, llena de versos sencillos y bellos, y por eso elige como título el nombre de una canción del compositor Alfonso Esparza Oteo. Sus versos son extraordinarias combinaciones de cultura popular y alta cultura. Rubén Bonifaz, como ningún otro poeta, convierte el lugar común en momentos inolvidables:

No es en mi año. Alguien te tiene,
no es en mi daño. Y sin embargo
me daña en la duda lo que fuiste;
y así me acostumbro, y lo soporto,
y hasta parece que me place.

A pesar de que el amor es la fuerza más fuerte, la verdad es que, desde el principio, la muerte es otro de los personajes de su poesía. Al principio es una abstracción, una presencia inquietante. Pero a los 80 años, Bonifaz publica su último libro, Calacas (2003), en donde la muerte es algo cercano y natural. Es cierto que tiene versos estremecedores, pero también tiene versos llenos de mexicana alegría y de relajo.
Rubén Bonifaz Nuño, el poeta triste, fue también un hombre feliz. Un escritor lleno de optimismo, de pasión por la cultura y de curiosidad desbordada. Creía que la cultura podría hacer consciente al hombre de su paso por el mundo. Cuando murió, hace 28 días, pensamos que se fue el último poeta indiscutible, el último poeta que reunía la admiración de todos.
Todos los universitarios sabíamos que en la Biblioteca Nacional de la UNAM está el cubículo de Rubén Bonifaz Nuño. Desde ahí, una pequeña oficina se tenía una vista maravillosa de las Islas, la enorme explanada de Ciudad Universitaria. Todos sabíamos que ahí estaba Rubén Bonifaz Nuño, el poeta, con la puerta abierta. Junto a él, Paloma Guardia y Silvia Carrillo, compañeras y amigas de años, al pendiente de todo. Recibía a los estudiantes para platicar, porque le interesaba saber lo que pensaban y lo que leían. Se vestía pulcramente, siempre; pero parecía vestir, sobre todo, con elegancia una frase de Julio Torri: “La biografía de un hombre está en su actitud”.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Por una nueva novela, de Alain Robbe-Grillet



Luego de leer Por una nueva novela, difícilmente alguna me parecerá nueva. Destroza tal cantidad de ideas fijas acerca de cómo valorar este género, que uno siente un poco de vergüenza. En realidad, se trata de la reunión de ensayos dispersos y militantes de Alain Robbe-Grillet (1922-2008), publicados a lo largo de los años 50. Son un parteaguas, un hasta aquí. Y donde este autor pone el dedo, se debería de poner muy seriamente una marca. No se puede escribir como si no hubiera existido esta corriente narrativa de la literatura francesa. Algunos se atrevieron, así que no estaba de más alguna polémica. Por ejemplo, la idea de que las cosas deben de estar descritas sin metáforas que las humanicen. Estaba bien decir que “el mundo es el hombre”, pero no que “la cosas son las cosas y el hombre sólo es el hombre”. Ya se ha dicho mucho que la selva tiene “un corazón”, y que el sol es “despiadado” como para que no exista detrás de todo esto un sistema metafísico. Arrancarlo del hombre, y que las cosas no lo acompañen en su tragedia, es uno de los aspectos de esta poética. Si el sol sólo está ardiendo en el cielo como un objeto, se dice lo mismo. Pero si es despiadado añade algo, se tiene que aceptar una voluntad. Olvidamos que esta sensación de un universo es sólo una idea, y que la sensación de humanidad del mundo no dura ni un milímetro más allá de nuestra piel. Más allá todo es un misterio, una indiferencia. Aunque mentimos al llamarle indiferencia, pues eso supondría que el universo nos conoce y nos ignora. En el fondo, no sólo la humanización del mundo es peligroso. ¡Deben de ser extirpadas todas las comparaciones! pues todas suponen un más allá. Disolver ese “pacto metafísico” que existe entre el hombre y el mundo. Su instrumento de pensamiento disecciona un par de novelas, no son cualquier novela, sino El extranjero de Albert Camus y La náusea, de Jean-Paul Sartre. Y concluye que el mundo tiene un papel más, como de personaje, en una medida en que sus autores no son capaces de admitirlo. La relación de fascinación y terror que los protagonistas respectivos establecen con las cosas dan idea de que el mundo tiene aquí también un más allá. Sin embargo, no es un ejercicio de destrucción de un género literario sino de continuación de las distintas búsquedas, las que proceden de un Balzac, y que sigue un Proust, o un Faulkner. Le interesa al autor que la novela sea una búsqueda. Yo sólo agregaría que el estilo crea gran parte de lo que investiga, ya que lo que no había enunciado no se encontraba más que en lo potencial. Tuve el honor de conocer a Robbe-Grillet y de hacerle un par de preguntas sobre su obra. Con toda mi admiración le acerqué un libro suyo para que me lo dedicara. Sacó su pluma. ¿Qué escribiría el gran iconoclasta? Como el Zorro sobre un muro, agitó la mano, y sólo dejó, sobre la primera página, una “R” grande y solitaria.

Alain Robbe-Grillet. Por una nueva novela, tr. de Pablo Ires, pról. de María del Carmen Rodríguez. Buenos Aires, Cactus, 2010. (Serie Perenne)

viernes, 6 de noviembre de 2015

Ferrusquilla



Qué personaje tan fascinante es José Ángel Espinosa Ferrusquilla. Fue el primero de los grandes artistas sinaloenses del siglo XX en llegar a la Ciudad de México. Antes que Pedro Infante, que Lola Beltrán, que Luis Pérez Méza y que Cruz Lizárraga. Fue casi fundador de la XEQ, en donde hizo el papel de Ferrusquilla, en la serie La banda de Huipanguillo, que escribía Pedro de Urdimalas (el creador de Nosotros los pobres). Ahí conoció a Blanca Estela Pavón, de quien se enamoró. Cuando ella murió, los 24 años, su madre le dio la foto que estaba sobre el ataúd y le dijo: "Consérvela, ella lo quiso mucho". Ferrusquilla tiene el don de la imitación. Desde siempre supo copiar todas las voces que escuchaba. Y en una ocasión, durante una prueba radiofónica, hizo un diálogo de cinco minutos con 19 voces. Emilio Ballí, funcionario de la Q, aprovechó un viaje del gerente, Enrique Contel, para terminar con el programa de La banda de Huipanguillo. Casualmente, Ferrusiquilla se encontró a Contel, al regres de su viaje, en los vapores del Hotel Regis. Así que se metió al cubículo contiguo e improvisó un diálogo, él solo haciendo las dos voces: "Oye, compadre". "¿Qué te pasa, compadre?" "Esos zonzos de la Q quitaron el programa de La banda Huipanguillo, hombre." "No la amueles, pero si gustaba mucho." "Pues ya lo ves, alguien metió su cuchara". Ferrusquilla se fue a su casa y espero a que sonara el teléfono. Al rato sonó: por órdenes de Contel, el programa volvía a pasar al aire. Desafortunadamente, ni uno solo de esos programas se grabó. Así que nos tenemos que conformar con lo que nos cuentan de él, que era un de los programas más divertidos y geniales de la radio de antes. En el Teatro Lírico, Ferrusquilla era famoso por imitar la voz del presidente Ávila Camacho. Desafortunadamente, un inspector de teatros le prohibió continuar con su imitación. Al día siguiente, Ferrusquilla subió a un taxi, y se encontró con que el pasajero anterior había olvidado su cartera. Era nada menos que de el teniente coronel Luis Viñals Carsi, jefe de ayudantes del Presidente. Ferrusquilla fue a Palacio Nacional a devolver la cartera, y el general le ofreció una recompensa. Le pidió que hablara con Ávila Camacho para permitirle seguir con su imitación. A partir de ese día, Ferrusquilla continuó haciendo la voz del Presidente. Desde siempre componía canciones, pero sólo hasta que entró al Conservatorio (en donde conoció a Manuel M. Ponce y a Silvestre Revueltas) pudo dedicarse seriamente a la música. Pedro Infante le grabó A los amigos que tengo, y Lola Beltrán, La pena míaÉchame a mí la culpa llegó cuando él iba manejando rumbo a su casa en la calle de Gabriel Mancera 1714. La fue apuntando en los altos del semáforo. Al otro día, se la cantó por teléfono a Juan Mendoza el Tariácuri. Le gustó tanto que le habló a su hermana Amalia para que la escuchara. Pero Amalia no aguantó las ganas y le habló a Mariano Rivera Conde, director musical de RCA, y también se la cantó por teléfono. Y así la Tariácuri conoció su mayor éxito. Un éxito único, con una canción que un día recibió los elogios de Carlos Pellicer. Herberto Sinagawa Montoya se encargó de platicar con Ferrusquilla y de escribir su vida. El resultado es una época vista por uno de sus espectadores privilegiados. Desafortunadamente, a veces pesa más la época en el libro que el compositor, quien nace hasta la página 100, y desaparece completamente por largos pasajes. Las páginas anteriores hablan de Sinaloa, y en las posteriores apenas se habla de las decenas de sus películas, en las cuales trabajó al lado de personajes como Boris Karloff y Liz Taylor. Acabo de leer este libro que apareció hace bastantes años, por las ganas de conocer a Ferrusquilla. Como en México tenemos la larga tradición de dejar pasar a los mejores testigos de las épocas sin hacerles una sola pregunta, trabajos como el de este autor son ejemplares. Es que fíjense bien en la realidad. La tocamos y es dura, hasta parece que no se puede destruir. Y sin embargo, más adelante será necesario el testimonio de alguien para demostrar que existió.

Herberto Sinagawa Montoya. Ferrusquilla dice: Échame a mí la culpa, presentación y edición de José Gaxiola López. México, Siglo XXI-El Colegio de Sinaloa, 2002.