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miércoles, 28 de febrero de 2007

Juan Rulfo: Para llegar a los límites de un espacio ilimitado


Desafortunadamente, no tengo nada que aportar a todo lo que se ha escrito sobre Juan Rulfo; tal vez, dar vueltas alrededor de su obra no sea más que dar vueltas sobre mí mismo, girar en círculos a lo largo de grandes extensiones de vacío. La sensación de caminar sin sentido que rodea los textos que escribo se acentúa si pienso en su pequeña obra literaria; y es entonces cuando me encuentro a mí mismo, frente a mí, recriminándome: ¿para qué escribes? ¿qué sentido tiene? ¿cuál es tu cometido? Son preguntas que me siguen, y a las que trato de rehuir, paradójicamente, escribiendo. Trato de no enfrentar grandes preguntas cuando escribo, de nada sirve y regularmente, no tengo otra respuesta qué darme que escribir para intentar una respuesta. Pero después de escribir, se llega fatalmente a algún sitio: esta es una verdad a la que me aferro en medio del camino, cuando sólo la nada rodea el acto de la escritura. Sí: colonizar la Nada tal vez sea uno de los ejercicios que con mayor anhelo acaricio. Y ya que la Nada no es susceptible de acariciarse, mejor recurro a las palabras. Las palabras tienen su camino y es mejor seguirlo por las buenas, antes de que sean ellas las que arrastren la mano que las conduce. Pero no se llega más que al camino, a esta triste conclusión llega uno de los personajes de Antón Chejov: el escritor escribe, con prisa, como queriendo llegar a algún sitio, como si manejara un carruaje, escribe una obra sólo para abandonarla y de inmediato saltar a la que sigue, todo en una carrera frenética que no termina de llegar a ningún sitio.

“Para el que va, sube; para el que viene, baja”, son las palabras que hablan del camino que lleva a Comala. Y a Rulfo no hay que pedirle más señas; él tiende a desaparecerlas: a eliminar señas, líneas, nombres, caminos y vidas –sobre todo vidas. En medio de tanta muerte, Rulfo ejerce su poda; si él pudiera elegir, seguiría quitando elementos, arrancaría las malas yerbas. Reducir, reducir hasta lo esencial, para que los elementos sean los mínimos que puedan soportar la intensidad de las vidas que se contienen en esa exigua obra. Sólo una cosa se multiplica: el castigo. Asoma detrás de las puertas, en la aparente calma y muerte del pueblo. Cuando se abren las puertas para entrar a las casas abandonadas, cuando se encuentra un individuo y las palabras lo siguen y van delineando un diálogo, ¡entonces, desaparece la vida aparente y sólo permanece el castigo! Al menos eso veo yo en este laberinto de palabras: apenas se acerca a algo concreto, el lenguaje se difumina, se acerca al objeto y, ¿qué pasa?, que éste se aleja, se diluye entre la nada; la última puerta está cerrada, ahí se encuentra cercado el objeto, a merced de la palabra, pero la puerta se abre y atrás no hay nada y es imposible regresar a ningún sitio; no se ha llegado a este lugar desde ningún sitio en particular y no vale la pena regresar. Atrás sólo está la muerte, la madre que ha muerto y un misterio que, en todo caso, sólo impulsaría al protagonista a regresar a este pueblo fantasma. No tiene, en este contexto, ningún caso regresar. Además, la noción de regreso ha perdido sentido: no hay camino de regreso y no hay sitio al cual regresar y las palabras que daban asidero a la noción del espacio han perdido su sentido. Para el que va, sube; para el que viene, baja: eso ahora no es suficiente para explicar nada. Ni siquiera el tiempo resuelve el problema del que está atrapado en un instante del tiempo, ¿habrá alguna manera de sepultar el Aquí? No, no la hay: esa es parte de la condena. Esto lo distingue de, por ejemplo, Beckett: mientras que en éste (en sus relatos) hay una serie de palabras que han perdido su relación con el emisor y con el tiempo de la emisión (el Yo ha muerto con sus nociones temporales pero queda el lenguaje) y quedan vagando solas en un cerebro vacío (si es que existe ese cerebro y no ha sido víctima de la putrefacción), en Rulfo, las almas son palabras que vagan llevando a cuestas su propio Yo; las palabras construyen un Yo. No pienso que las almas de Rulfo lleven en sí las supervivencias de sus propias vidas: ¡estamos en medio de palabras y eso es todo por ahora! Las almas rulfianas son creaciones de palabras y han quedado por ahí, flotando, como formulaciones verbales de los prejuicios que quedaron entre la niebla del pensamiento.

Estamos, pues, en tierra de palabras: no hay nada más, aparentemente, de aquí no se sale caminando, no hay nada más afuera de Comala, ¿eso es lo que quieren decirnos las palabras?, ¿que el infierno, como decía Marlowe, es el lugar sin límites? Los hechos no ocurren en el reino de las palabras, esa ha sido para nosotros una de las dolorosas enseñanzas de la literatura, es lo que aprendimos cuando llegamos a la literatura y vimos que todo ha ocurrido, que todo está vacío por más que se disfrace de presente. No, definitivamente, nada de lo que ocurre ocurre en la literatura: son palabras siguiendo hechos, incansablemente. Y esto es extensivo para todo aquel que quiere vivir: que viva; ya vendrán la palabras atrás, siguiendo, como perros, las huellas de la vida. ¿Quiere decir que por aquí, por este pueblo abandonado, ha pasado la vida? En todo caso, ha de ir muy lejos. De hecho, nos dicen, es inalcanzable: hay una línea que separa las palabras de los hechos. Nosotros no vemos esa tenue línea: no podemos leer las palabras que narran nuestros actos, así como aquellos que nos leen no pueden ver nuestra existencia. Definitivamente, las palabras y los hechos están separados: es lo que nos han dicho con bellas sentencias los poetas y los filósofos. Es como si fuera una pulsera de papel: por uno de sus lados van los hechos y por el otro, las palabras: cada uno sigue su camino sin riesgo de encontrarse nunca. Pero yo creo que no es así: alguien, en algún momento de la historia, ha roto esa cinta y la ha vuelto a unir para formar una cinta de Moebius. Sólo así se explica que nos hayamos vuelto lectores de nuestra propia vida. Gabriel Josipovici (en su libro Confianza y sospecha) ha llevado la discusión hacia este punto y ha buscado la tradición de la literatura que sospecha, intentando deslindar a los narradores que corren felices por su historia, sin detenerse a desconfiar de sus recursos. Para mi gusto ninguno de sus ejemplos de “ingenuidad” son tales: los escritores “naturales” son sólo aparentes. (Ni Shakespeare ni Schiller, ejemplos de “naturalidad” resisten esta categorización.) La cuestión es: qué tan rápido se persiguen palabras y hechos. Porque decía que se persiguen, pero no sé bien si las palabras van detrás de los hechos o son estos los que van siguiendo las huellas de las palabras, ¡siempre alguien llega tarde! La novela está hecha, los cuentos están terminados, se pueden ir a comprar a la librería, el proceso está acabado; de manera poco clara, los textos se han ido acomodando para dar como resultado el libro que está en los estantes de la librería, nada es responsabilidad de una sola persona, como sea los textos están ahí, las palabras conducen a ciertos lugares, pero en este caso los personajes se dirigen a un sitio del que no saldrán, ya sea para ir a morir, para continuar muertos, para recibir tierras del gobierno, para dar clases en un pueblo que se convertirá en su sepultura. La esperanza, claro, juega un papel muy importante: es el más efectivo de los señuelos. Conduce a los hombres hasta su destino y luego los abandona a la mitad de la nada, los personajes de Rulfo no la recuerdan, parece que han olvidado qué los ha traído hasta aquí. Será cosa de caminar, caminar (sí, suena inútil: no hay nada alrededor de Comala, más allá de Luvina): después de todo, el sin sentido ha conducido a estos personajes a una larga condena. Rulfo llegó a dar su versión de Comala, dijo que se trata de una venganza sobre un pueblo que luchó al lado de los realistas, de los norteamericanos y los franceses, que apoyó a los cristeros y a Porfirio Díaz; que Comala es un pueblo muerto sin remisión. Aquí se representa el castigo con su circularidad, con personajes que siempre regresan que, ante todo, no tendrán descanso y frases como “Pobre Eduviges. Debe de andar penando todavía” y todo eso tiene sentido entonces. Sólo tenemos una ventaja ante los personajes: nos queda muy claro que se trata de una simulación, de una representación de un castigo, los caminos que salen de Comala son largos, atraviesan la nada por debajo del sol y se llegará, fatalmente, si se sigue por ellos, a un cielo falso (estoy pensando en Truman show, la cinta protagonizada por Jim Carrey). El cielo y todos los elementos de la narración, están ahí, puestos por una mano, la que convierte en talk show cada instante de la vida de un personaje de novela. Augusto Pérez, en Niebla, intenta salir de la cárcel de la obra, enfrentándose a su creador; y Will Ferrell, en la reciente Stranger Than fiction, escucha la voz del narrador contando su vida: en la cinta de Moebius, palabras y hechos se han encontrado. Pero la obra, el resultado, está aquí, palpable, dando cuenta de la existencia de sus personajes, cualquier crítico sabe que es el terreno de la demostración de sus ideas y que su mano todopoderosa incluye una referencia en su ensayo, un pie de página, y remitirá al lector a una escena de la vida ajena y ficticia. Esto es así porque la crítica ha realizado una inversión que se acepta con alarmante frecuencia: la obra es el punto de partida para la crítica, no se puede volver atrás, si se vuelve la vista al pasado, los que huyen se convierten en estatuas. He señalado más arriba lo que Rulfo encontró en su propia obra, las palabras con las que un autor define su propia obra han sido encontradas en los propios resquicios del texto. Pero, alguien puede preguntar, ¿qué pretendes con este divagar por las palabras de Rulfo? Sólo intento decir que no hay afuera ni adentro, que lo que está del otro lado está, en realidad, al acecho de este lado. Rulfo no habla desde afuera, pero tampoco ninguno de nosotros: eso es absurdo, no hay una separación con respecto al arte: las palabras prolongan el terreno de realidad a nuestro alcance. Y no hay en esto nada de idealismos, hay sólo un llevar hasta las últimas consecuencias el terreno de la realidad. Las palabras vienen atrás de nosotros, yo leyendo en voz alta este texto soy una resucitación del muerto de que las escribió hace unas horas, una extensión. Hay puertas, conexiones entre la realidad y la obra, pero no son tan evidentes. Quizás Rulfo tenía de su lado que conocía más puertas que yo, su lector. Esa es, en el fondo, la diferencia esencial.

Trato de no ignorar nada. Apenas abro la puerta del texto se ven palabras a su alrededor, las palabras que dan cuenta de su factura, de la relación de Rulfo con estas palabras que se extienden ante la vista. Estas son palabras que han dejado atrás casi toda realidad, que han construido su propia realidad y que han hecho que el mundo irreal de Comala desemboque en cualquier sitio. ¿Cualquier sitio, he dicho? Tampoco ignoro que se ha tratado de implantar una especie de dictadura respecto al sentido de la obra: y ese sentido último es claro: se trata de una obra maestra y como tal debe de ser tratada, una obra de esta naturaleza no desemboca en cualquier sitio. Parece que se quiere decir que al genio no lo ayuda nada ni nadie, que el genio se desenvuelve a sí mismo engullendo todo a su alrededor, no hay obra más voraz que la genial, traga todo a su paso, traga el pasado y traga el futuro. Si se ha puesto en duda que Pedro Páramo sea la obra que se crea a sí misma, entonces, el dedo flamígero cae sobre esas voces, se les cierran las puertas de la interpretación. Los dueños de la obra dicen: “Hacia ese sitio no se puede ir. Haga favor de no entrar a las habitaciones de Susana San Juan. Esa puerta que conduce a María Luisa Bombal está clausurada, el que la traspase será consignado por la autoridad correspondiente”. ¿Autoridad? ¡Qué tema tan interesante! Aquí el autor tiene autoridad, también el cacique Pedro Páramo. Pero cualquiera que entre a ese extenso mundo de 270 páginas tiene autoridad (hasta donde se pueda entrar a un orbe que no tiene ni adentro ni afuera): acudo a mi propio derecho a hacer el recorrido que desee. En el número de Viento en vela que ahora comentamos se escuchan las voces de “autoridades”: se entrecomilla la palabra desde el momento en que se entiende que la relación con el arte no es vertical, no se le mira hacia arriba idealizándolo ni se le juzga desde la plataforma de la “autoridad”. Los que hablan tuvieron una relación cercana con Rulfo y abordan temas que atañen a la construcción de la obra, a la relación de las palabras con su autor. En general, todo apunta a que es necesario establecer el texto como palabras en la historia: las palabras tienen su recorrido, pero también la relación entre ellas. Yo sólo reivindico el derecho de tránsito, no sé si esto se oponga a la propiedad del arte, ignoro si Comala tiene una inmensa valla que diga “Propiedad Privada” pero me opongo a que el crítico se limite a recibir una obra y no tenga posibilidad de seguir el camino de regreso de la obra a la creación. Todo lo que coexiste en esta publicación sugiere que Pedro Páramo tuvo que ser modificada por razones editoriales. Pero además, el rumbo de la discusión actual en torno a la obra rulfiana ha sido natural: hay una valla igualmente extensa de discurso canónico que cobra el paso de las obras de arte, hay crítica literaria entendida como policía aduanal del arte: “Tú no puedes pasar”, se le dice a las obras, “debes ganar tu derecho a existir”. Todo esto, es tangencial a la belleza del arte, es cierto: el arte es la puerta de entrada un mundo más grande. Pero como escritor y como lector, tomo para mí el derecho de entrar a la obra de arte por el camino que quiero. La entrada a Comala tiene muchas voces, muchos murmullos, todos hablan a su alrededor al mismo tiempo. Todo se confunde. El silencio de este páramo está rodeado de voces, todos hablan de lo que hay allí dentro y cada voz se arroga el derecho de decir hasta dónde es posible entrar. Pero todas estas palabras que se encuentran alrededor de Rulfo, hoy, son en realidad palabras que indican que hay discusiones que no están muertas. Son necesarias, en tanto, el autor tiene que volver a comparecer, si ustedes quieren, no ante la literatura, sino ante nosotros, más modestos, es posible, pero también, más reales. Por mi parte, he sido conminado a entrar, “Pasa, esta es la puerta hacia el Sentido, entra”, me han dicho, ahora lo que me rodea son muros abandonados, el cuarto está cerrado por dentro, las palabras se materializan y se convierten en muros que me separan de la realidad, será posible traspasar el muro de las palabras… Ante mí, se materializan las voces, me hablan, son fantasmas que representan un poder externo: “¿Cómo has entrado hasta aquí? ¿Quién lo ha permitido?” “Me han abierto la puerta, he seguido a alguien que me trajo.” “¿Quién?” “El autor. No he hecho más que seguir sus palabras.” “Pobre Juan Rulfo. Debe de andar penando todavía.”

(Presentación de la revista "Viento en Vela", dedicada a Juan Rulfo. Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. 27 de febrero de 2007 )

lunes, 19 de febrero de 2007

El fin de la Casa Requena


El lunes 16 de octubre de 2005, a las seis cuarenta de la mañana, se desplomó la casa que se ubicaba en la calle de la Santa Veracruz 43, en el Centro histórico, a unos pasos de la Alameda central. Luego de muchos años de clausura, por entre los escombros pudieron verse lucientes por última vez los antiguos mosaicos venecianos que adornaban las escaleras y los corredores del primer piso. Los curiosos, los periodistas, los funcionarios y los bomberos, que acordonaron la casa durante la mañana del derrumbe, se refirieron a ella como “La mansión mazahua”, pues durante algún tiempo, poco antes de que fuera abandonada por completo, un grupo de 42 familias de indígenas pertenecientes a ese pueblo habían vivido en la construcción.

Que una casa antigua se derrumbe así como así, víctima del olvido y de las promesas y los buenos deseos de los funcionarios del INAH, bien puede parecer un aviso para las 5 mil familias que viven en edificios del Centro histórico a punto del colapso.
En medio del patio, una fuente cubierta de cascajo; sobre las escaleras principales, musgo y ramas. Qué de olvido por entre las habitaciones y los corredores; todo parece una elegía a las ruinas de las que tanto gustaban los poetas románticos. Más tardó la casa en caerse que en aparecer personas con cinceles para quitar los mosaicos de las paredes, el último rasgo de esplendor de la residencia.

-Si hasta han de ser de China.

-Son venecianos…

-¿Ves, qué te dije?

Y ya luego, las carretillas para quitar el cascajo; los curiosos conjeturando frente a las ruinas: “Ya tiene días que un franelero no aparece…” Después, durante el fin de semana, una pared de lámina para que nadie más entre al predio. Y por último, durante uno de aquellos días, alguien pegó sobre la fachada una serie de imágenes en las que se observaban los mejores años de la residencia, los muebles Art nouveau y la recargada decoración porfiriana; fotos de aquellos tiempos en que cualquiera podía referirse a la residencia como Casa Requena y todos sabían que se estaba hablando de una de las casas más lujosas del país. Entre las ilustraciones pegadas con durex sobresale el retrato al pastel de un joven con grandes ojos. Abajo, en la dedicatoria, se lee: “A Pedro Requena Legarreta, amigo y poeta. Ramos Martínez. Nueva York, 1917”.

Hace mucho que nadie se acuerda de la familia Requena y de sus esplendores. El día en que alguien diga: “Se cayó la casa de Slim” y nadie sepa de qué cosa se trata, significará que nada de lo que hoy conocemos quedará en pie.


Una casa del siglo XVII
Por medio de una circular dada a conocer el 18 de noviembre de 2003, Vicente Anaya Cadena, Director General del Patrimonio Inmobiliario Federal de la Secretaría de la Función Pública dio a conocer que el edificio llamado Casa Requena se encontraba a disposición de cualquier dependencia de Gobierno que quisiera emplearla. Por medio de esta circular –en la que se estimaba que la superficie del inmueble era de 637 metros cuadrados- el Gobierno avisaba que, en caso de no ser requerida por ninguna dependencia, la casa sería enajenada en subasta pública. ¿Pero qué dependencia iba a querer un inmueble prácticamente destruido? Pareciera que el Gobierno Federal más bien busca deshacerse de inmuebles catalogados como patrimonio histórico de la nación antes que preocuparse por preservarlos. Sin duda, el caso de la residencia Requena es un ejemplo de la falta de una política oficial con respecto a la utilización de este tipo de construcciones.

Durante años, varias personas trabajaron para encontrarle un mejor destino a la casa Requena. En algún momento, las autoridades del Departamento del Distrito Federal pensaron en hacer un museo o hacer del inmueble una extensión del Museo Franz Mayer que se encuentra casi cruzando la calle. Incluso, en 1983, cuando la residencia ya estaba casi en ruinas, dos arquitectas, una colombiana, Luz Stella Collazo Sepúlveda, y otra paraguaya, Blanca Victoria Amaral Lovera, se dedicaron a visitar la casa, estudiarla y levantar planos. Con el resultado de su trabajo presentaron una tesis en la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía “Manuel Castillo Negrete” con el proyecto de restauración de la construcción. En ella establecieron todos los lineamientos para que la casa pudiera ser convertida en un museo.

También por esas fechas, un grupo de arquitectos y diseñadores encabezados por Pedro Ramírez Vázquez quisieron hacer de la residencia la sede de la Casa del Diseñador. Durante tres años el grupo investigó acerca del inmueble y de sus posibilidades de restauración. Luego de tres años se retiraron probablemente desilusionados como todo aquel que trató con el INAH para que ayudara a la conservación de la casa Requena.

Lo que quizá nadie había sospechado es que desde el siglo XVIII ya había advertencias de su inminente derrumbe. Así pues, la casa había sobrevivido durante siglos aun cuando desde la primera hasta la última de las personas que habían ido a valuarla habían sugerido que era más fácil tirarla y volverla a hacer que restaurarla. La primera noticia que existe sobre la construcción es una escritura de compraventa fechada en 1730. En ella se asienta que se localiza en la calle que va “del puente que dicen de los Gallos a la plazuela de San Juan de Dios”. (El Puente de los Gallos es hoy Valerio Trujano en donde también hay un puente pero por el que ya no pasan gallos sino los magistrados de la Suprema Corte de Justicia.) El Maestro de Arquitectura y Alarife Mayor de la ciudad, Antonio Álvarez, dejó escrito que “se midió el solar con una vara castellana y tuvo de frente 24 varas de oriente a poniente y de fondo, de norte a sur, 38. La fábrica se compone de dos accesorias, zaguán y patio y en él dos corredores sobre pilares de cantería, planchas de cedro, y en el patio cuatro aposentos y un pasadizo a la caballeriza, segundo patio y corral; también escalera principal de mampostería que desemboca en dos corredores en la misma conformidad que los bajos y por ellos vienen a las viviendas altas que son sala de recibir, sala de dos recámaras, dos cuartos de mozos, cocina y azotehuela común haciendo de sus piezas. Su fábrica es toda de mampostería, los techos altos y bajos de vigas de asierre y hechuras, las azoteas y pisos enladrillados, el patio y zaguán empedrado”.

Noventa y cuatro años después, en 1824, en un nuevo avalúo hecho por don Manuel Heredia, precedido de un kilómetro de títulos –Teniente de Dragones, Arquitecto Mayor de esta Nobilísima ciudad y de la Curia Eclesiástica, Académico de Mérito de la Nacional Academia de San Carlos de esta Capital- se sentenció: “Hay que volver a construir desde los cimientos”.

Luego de décadas en las cuales la casa fue comprada y vendida, fue a dar a manos de las monjas concepcionistas. Finalmente -¿cómo le hicieron para tener una propiedad luego de la Reforma?- las monjas le vendieron la casa a José Luis Requena, un abogado que venía de Tlalpujahua, acompañado de su esposa doña Ángela Requena, luego de hacer una fortuna de 250 mil pesos gracias a la explotación de la mina La Esperanza.


Los maestros del Art nouveau: Julio Ruelas, Ramón P. Cantó y el maestro Pomposo
El Art nouveau o arte nuevo, nacido a fines del siglo XIX, fue una reacción contra la industrialización del arte. Pintores como el inglés William Morris pugnaron por devolverle al arte la tradición artesanal y recurrieron a formas naturales, a las curvas sinuosas que se manifiestan en la naturaleza. Para el Art nouveau, la línea curva recuerda las formas femeninas, pero toda mujer es una flor y cada flor adquiere la personalidad de una mujer. Sin embargo, al llegar a Francia, el movimiento se volvió eminentemente un arte decorativo: el hombre podría al fin convivir cotidianamente con la belleza.

El Art nouveau mexicano tuvo en el pintor Julio Ruelas (1870-1907) a su mejor exponente. Educado visualmente en sus viajes a Europa, conoció la obra de dos de los precursores del Art nouveau: el inglés Aubrey Beardsley y el suizo Arnold Böcklin, extraordinarios grabadores en madera. Ruelas dio a la Revista Moderna (1898-1911), la más importante al finalizar el Profiriato, su fisonomía característica: el investigador Fernando Curiel contó 1622 ilustraciones de Ruelas en la publicación tan sólo entre 1903 y 1911.

Gracias a la Universidad Autónoma de Chihuahua que ha preservado el mobiliario original de la Casa Requena, podemos agregar dos nombres más al lado de Ruelas: el del pintor catalán Ramón P. Cantó y el del ebanista sólo conocido como el maestro Pomposo.

Ramón P. Cantó ya era célebre por haber colaborado en la obra México a través de los siglos, serie de libros coordinada por Vicente Riva Palacio. Hacia 1895 estableció contacto con el licenciado Requena, quien le pidió copiar los diseños de los muebles que aparecían en las revistas de decoración francesas a las que estaba suscrito. Por su lado, el maestro Pomposo fue el ebanista encargado de llevar a cabo los diseños de Cantó. Quizás fue un artesano contratado en algún taller del centro de la ciudad; lo importante es que –tal vez sin saberlo- construyó los muebles más bellos de inicios del siglo veinte.


Los muebles de la familia Requena
José Luis Requena fue hijo de Pedro Requena Estrada, Gobernador interino de Campeche que hiciera una fortuna comerciando con maderas preciosas. Cuando aseguró su fortuna, don José Luis se dedicó a decorar la casa de la Santa Veracruz de acuerdo a la fantasía desbordada de Cantó, quien pintó los biombos, los ángeles del techo, las flores de las paredes y el decorado de la sala. Por su lado, Requena diseñó el estilo gótico que abunda en la decoración de la casa. Cada decoración era un símbolo colocado en un lugar preciso: los cardos, representación de la madurez, se encontraban en la recámara del matrimonio Requena. La sala estuvo decorada con acantos, flores que fueron dibujadas en los muebles, las paredes y las pantallas de vidrio de la lámpara principal. El comedor, a su vez, se encontraba decorado por una enredadera de caoba que parecía salir de las paredes hasta alcanzar el techo.

Pero las partes del mobiliario que más han destacado son las recamaras construidas para dos de las hijas: Guadalupe y Luz. Para Guadalupe, como una alegoría de su vanidad, fue diseñada la recámara del pavorreal en 1908. Una de estas aves con las alas abiertas e incrustadas con piedras corona la cabecera de la cama. En cambio, para Luz, la menor de las hermanas, fue construida la recámara de la Caperucita, en la que se representaban escenas del famoso cuento de Perrault.

Pero había objetos que no podían hacerse en México: la tapicería que se encargó a París, así como el gran abanico de la sala y las cortinas. La alfombra, por su lado, fue mandada hacer a Austria. Por último, los mosaicos pintados a mano que adornaron la casa hasta hace unos días fueron traídos de Venecia.

En su aspecto general, la casa parece una obra de Gaudí: desbordante, fantasiosa, llena de exhuberancia y símbolos. Pero de entre todos los objetos de la decoración destaca el retrato que durante décadas estuvo colgado en la sala de música, ubicada en el extremo poniente del primer piso de la casa. Toda visita se quedaba horas observando la mirada hipnótica del hermano menor, Pedro Requena Legarreta, el poeta de la casa, muerto a los 25 años en Nueva York, víctima de la epidemia de influenza que mató a 50 millones de personas en 1918.


Los últimos años
La familia Requena regresó a México en 1920 y continuó viviendo en la Santa Veracruz hasta 1967, año en que murió la última de sus habitantes, Guadalupe, la ocupante de la recámara del pavorreal. Ya para entonces uno de los muros de la casa se había derrumbado luego de un temblor. Los muebles comenzaron el lento desgaste del olvido hasta que en 1971 la actriz Patricia Morán, casada con el Gobernador de Chihuahua y prima hermana de los Requena logró, con la colaboración Pedro Fossas Requena –heredero del inmueble-, que fueran trasladados al Museo Quinta Gameros de la capital de ese Estado. Para esta casa, don José Luis, quien era también poeta, escribió unos versos que pueden ponerse en la fachada. En ellos, ¿a quién esperaba, al INAH, a Bellas Artes? Son a la vez elegía y epitafio de la casa Requena:

La casa de mis sueños está callada y triste,
esperaba con ansia tu llamada a mi puerta;
mas volaron las horas y aún la espera subsiste,
y pasaron los años y aún se encuentra desierta.

"Tengo una cita con la muerte" de Alan Seeger. Version de Pedro Requena Legarreta


Tengo una cita con la muerte
en una trágica trinchera.
Cuando retorna primavera
regando flores en su viaje,
tengo una cita con la Muerte
bajo su límpido celaje.

Quizá me tome de las manos
y me conduzca a sus arcanos,
ahogando párpados y aliento;
quizá yo mismo pase inerte.
Tengo una cita con la Muerte
sobre un alud penoso y lento,
cuando retorna primavera
regando flores por doquiera.

Dios sabe cuánto más me agrada
entre la seda perfumada,
dormir de amores al impulso,
soplo con soplo, pulso a pulso,
donde hay amenos despertares.
Mas tengo cita con la Muerte,
en noche tétrica y macabra,
cuando se incendian los hogares
y primavera resucita…
y siendo fiel a mi palabra,
no he de faltar a nuestra cita!

Tomado de: Pedro Requena Legarreta y Antonio Castro Leal, "Antología de poetas muertos en la guerra". México, Editorial Cvltvra, 1919.