Mi abuelo, el doctor Enrique González Martínez, murió el 19 de febrero
del años en curso; yo soy una de las personas que, en sus últimos 13 años,
vivió más cerca de él, no sólo en el sentido espiritual, sino, asimismo, de una
manera física, que nuestras alcobas estaban una al lado de la otra. Yo soy, en
consecuencia, una de las personas que guarda una memoria más fiel, no sólo de
su mundo psíquico o de su estructura emocional, sino, también, de sus ademanes,
de sus pasos inconfundibles, del sonido de sus respiraciones isocrónicas que,
durante la noche, eran una prueba del descanso amable del sueño dócil, y
de su voz con la que todas las mañanas me despertaba.
Cuando murió mi padre, el poeta
Enrique González Rojo, él, mi nuevo padre –como yo lo llamé desde ese día– me
llevó a su casa. Yo completaba, entonces, diez años. Y, desde ese momento, se
dedicó, con especial cuidado, a dirigir mi educación. Me inició en la lectura.
Yo, que a esa edad no había leído nada, y que en el más jugoso de los cuentos
de Andersen o Perrault, instalaba el "colorín colorado" después de
haber pasado, a lo más, la primera página, me encontré en un ambiente
esencialmente cultural; todo mundo, en mi casa, respetaba lo artístico; mi
abuelo, en plena posesión de las más altas facultades creadoras, trabajaba
incansablemente sobre la máquina de escribir. Los poemas iban y venían. Y no
sólo poemas. También prólogos, artículos, críticas, memorias. Me tocó a mí la
época más interesante de la vida de mi abuelo; más interesante porque tanto su
lirismo como su pensamiento estaban afinados, precisamente en la cúspide de su
existencia. Su lirismo, que había comenzado por repudiar todo ornato superfluo
y que, ante el lloriqueo de otros poetas, odiaba ser, batuta en la mano, el
director de una caja de música, había huido de la poesía circundante para
abordar una más sólida, para llegar desde el yo a la sociedad, al amor al
hombre y a la vida.
Se ha hablado mucho de que mi
abuelo, tras amar el cisne de la belleza exterior, reaccionó contra éste
poniendo en su lugar al búho de la sapiencia y de la interioridad; pero yo
pienso que este proceso, dicho de la manera anterior, está inconcluso. Sería
bueno gritar que mi abuelo, en una asombrosa dialéctica espiritual, comenzó con
el cisne
un cisne que alarga el cuello
lentamente
como una larga serpiente
que saliera de un huevo de
alabastro...
siguió con el búho
Él no tiene la gracia del
cisne, mas su inquieta
pupila, que se clava en la
sombra, interpreta
el misterioso libro del
silencio nocturno;
y terminó con la paloma.
Comenzó con la belleza exterior, siguió con la descripción del ambiente
psicológico personal y terminó, sintetizando, con una bella profundidad
representada por la paloma, o, dicho de otra manera, fue del individualismo
interior e interrogante para llegar, finalmente, al más sincero colectivismo, a
la suma de su existencia y de la vida de los hombres que lo rodeaban.
Yo afirmo, desprendiendo estas
palabras de mi constante contacto con su manera de pensar, que la paloma no es
más que esto; cualquier interpretación que no tome en cuenta este afán social
de una convivencia pacífica, en la que la humanidad tenga tiempo de
organizarse, falsea, con una errónea exégesis, el sentido simbólico de su
paloma. No se crea, por lo dicho anteriormente, que mi abuelo no aprobaba la
revolución planificada o el movimiento social en contra de la opresión
económica; no, mi abuelo reconocía que, tal vez, el único método que existe
para la socialización, es, por desgracia, el revolucionario. Pero él odiaba,
con todas sus fuerzas, la guerra inútil al movimiento de igualdad humana.
Unos momentos antes de
fallecer, mi abuelo murmuró: "Enrique, lo único que siento, ahora que voy
a morir, es no estar contigo en la caída de este odioso capitalismo".
Estas palabras revelan que su paloma, no era un animalillo tímido y tembloroso,
sino que, cuando era necesario, sabía convertirse en ave de presa y luchar, en
gloriosa cetrería, por lo que amaba.
Dicen ciertos filósofos
actuales que el hombre está compuesto por una existencia y una esencia, y que
la muerte, que es la coincidencia de ambos términos, solidifica al hombre. Si
mueres cobarde, serás cobarde, si mueres con valentía, serás valiente. Mi
abuelo, al quedar solidificado por la muerte, se nos presenta como sereno,
torturado y alegre. Vio la luz desde estas tres dimensiones. La serenidad, que
siempre lo caracterizó, le hizo decir momentos antes del tránsito: "no
lloren, la muerte es el fin natural del hombre". La tragedia, que fue el
barniz inconfundible de sus versos, le llevó a los labios, minutos antes de
morir, en medio del dolor físico, las palabras siguientes: "Qué duro es
morir". Y la alegría, que, en su obra, ocupa un lugar tan importante, le
hizo bromear constantemente con todos los que, a su alrededor, éramos presa del
más intenso de los dolores.
Todos los hombres poseen unos
recuerdos claros y esplendentes y otros neblinosos e inseguros, yo guardo
multitud de los primeros en lo que se refiere a las conversaciones con mi
abuelo; recuerdo casi con precisión, frases completas, matices de su voz,
argumentos de fuerza y salidas ingeniosas. Como nuestra familia ha emulado,
aunque modestamente, a las familias de Bach o de Couperin, ya que como éstas,
durante varias generaciones ha presentado personas que se dedican, con especial
atención, a una misma actividad artística, recuerdo que mi abuelo, hijo de una
poetisa, hermano de otra, padre de un poeta y abuelo mío, era un crítico
familiar, un vértice regulador que nos guiaba a todos al camino personal o al
silencio voluntario. Y no sólo fue un consejero literario, un crítico sagaz y
comprensivo, sino que, principalmente, era un consejero profundamente humano
que, a cada instante, si es que esto se puede decir, se acercaba más a la vida.
Yo deseo que algún día se
realice un estudio cuidadoso de sus tres más extensos poemas que son "El
Diluvio de Fuego", "Babel" y "Principio y Fin del
Mar", porque, principalmente los dos primeros, contienen un documento
humano de valor, traducido a un lirismo lleno de claridad y audacia que podrá
servir mañana para orientar, con su belleza, a los pueblos de habla española
hacia una convivencia humana más fraternal. Babel es un poema todavía poco
difundido, ha llegado a manos de un pequeño grupo de lectores, no ha producido
aún la debida impresión. No sólo posee una espléndida forma y un mensaje en
consonancia con el ideal de la humanidad oprimida, en un canto plagado de
momentos de un intenso lirismo, sino, también, es un poema lleno de dramáticos
instantes de tensión. Babel representa, dentro de la obra de mi abuelo, el
tránsito de su poema personal al problema colectivo. Ya no se siente sólo unido
a las cosas, al árbol, al paisaje y a la fiera, ya no pretende tan sólo regar
las piedras que se encuentran sepultadas, sino que ahora se interesa, además,
por el hombre y sus problemas sociales; sueña con la paz, grita contra las
escisiones humanas provocadas por el racismo o la religión, por la propiedad o
la frontera.
Para describir el carácter de
mi abuelo hay que empezar por su manera de ser cotidiana; era un conversador
formidable, no sólo gustaba de platicar, sino que paladeaba la conversación;
era, en lo que se refiere al buen humor y a la broma, un incansable y
entusiasta contador de anécdotas; su memoria de más de setenta años, asombraba
por lo variada y firme; a veces, sin embargo, cuando unía su talento
imaginativo con la memoria, resultaba que las anécdotas, antes sencillas, se
veían reformadas, por su exageración, en relatos increíbles de regocijante
farsa. La verdad era conscientemente sacrificada en aras de la alegría. Su
repertorio anecdótico era enorme porque provenía de lugares tan disímiles como
son una provincia, una capital o una corte, un grupo literario, una academia o
unos juegos florales, una reunión, un banquete o un homenaje.
Hay que hacer notar que si mi
abuelo, en la última época de su vida, abrazó con mayor entusiasmo que nunca el
problema social, no quiere decir que haya abandonado sus ideales pretéritos.
Era mi abuelo un hombre inquieto por todo lo que se denominara artístico, por
la pintura, la música, etc., y, en lo que se refiere a la poesía, estaba
siempre al tanto de las actividades de los más jóvenes poetas, de las escuelas
o las agrupaciones que, como toda la vanguardia, llevaban, aún, pantalones
cortos; gustaba, y era un gran conocedor, de la poesía clásica; Góngora, Lope
de Vega y Quevedo eran sus dioses mayores. Su cultura era extraordinariamente
amplia ya que, además de sus conocimientos de índole literaria, poseía, por su
profesión de médico, una sólida cultura científica. Era un lector incansable,
miles de libros pasaron bajo sus ojos. Cuando yo volvía de mis clases en la
noche, lo encontraba siempre leyendo; comentábamos, por lo general, su lectura,
y, a veces, nos desvelábamos un poco leyendo pasajes de la obra. ¡Cómo quisiera
yo que existiese un libro capaz de desvelarnos de la muerte! Conservo con gran
cariño los últimos cuatro libros que leyó, porque pienso, cuando abro sus
páginas, que algunas letras guardan algo de su mirada, de ese barniz atento de
su mirada inquisidora, mirada que se quedó leyendo, con una atención
inverosímil, la llegada de la muerte.
Cuadernos Americanos 4, año XI, vol. LXIV.
julio-agosto de 1952. pp. 237-241.