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jueves, 20 de agosto de 2020

El ajenjo y la inspiración



Una magdalena remojada en té hizo brotar el recuerdo en el autor de En busca del tiempo perdido. El cerebro remojado en el ajenjo ve otras cosas muy distintas. La embriaguez es apenas una puerta. Es el umbral. Es la promesa de atravesar. Y de conocer. Pero a cambio de conocer, se debe de pagar la capacidad de conocer. Como si a cambio del fruto prohibido se perdiera la capacidad de gustar. De ahí el terror. O la fascinación. Como quiera, se nos promete ver, pero ver en el sentido de: conocer una totalidad. ¡Esos poetas antiguos!, con sus percepciones generalmente absurdas de la vida. Pero siempre fascinantes. Fascinantes porque ven en la misma vida y en el mismo mundo fantasmas escalofriantes. Nosotros ya no vemos nada. Algo se nos ha negado pero no sabemos precisamente qué. Estamos fuera y eso es definitivo. Quisiéramos tener la pócima para reintegrarnos a ese mundo lleno de símbolos y entrar en él, en la promesa de la genialidad. Porque a la genialidad se llega por la embriaguez y la enfermedad. Y si no pagas el tributo te espera la mediocridad. Sólo pagando podrás trascender. Paga si lo deseas. ¡Haz algo! Asciende, desciende, huye, embriágate. Sólo no seas tú. Qué aburrimiento. Construye una leyenda. Vete a vivir a ella. Duérmete dentro. Olvídate. El que ame su vida la perderá. Eso dice la Biblia. Y el que ame su genialidad no la obtendrá. Puedes beber, al fin que has comprendido que aferrarte a ti no lleva ningún lado. Sólo así podrás llegar a ti. Debes de tomar tu cucharilla y poner encima un terrón de azúcar. Vaciarás sobre él el ajenjo. Toma una llama y préndele fuego. Que la llama no caiga en el vaso. Una vez quemada el azúcar, remueve, echa agua helada. Revuelve. Y toma. Es dulce, pero al final es amargo. Es frío, pero tiene un vago sabor a fuego. Es ligero pero no lo medites mucho: se ha apoderado de ti. Y debes de tener confianza, porque de otro modo no significará nada. Ni siquiera está dentro de ti. Tú estás dentro y no sabes si debes de referirte a esta sensación bajo algún género. Estás en él, o en ella. Eso qué importa. Sumérgete. Lo que encontrarás ahí, estaba dentro de ti. ¿Pero quién lo puso ahí? En ese líquido ajeno te encontrarás. En medio de una psicología mecanicista, el ajenjo se va a abriendo paso y va llenando el alma de premoniciones freudianas. Hay algo escondido en el espíritu y debemos saber si se puede encontrar. El sueño y la alucinación ya habían sido explorados por Edgar Allan Poe como herramientas del conocimiento. Ese mundo desconocido que se explora obsesivamente comienza a inquietar demasiado. ¿Qué cargamos en nuestra propia alma?, ¿qué parte del corazón en sombras puede iluminar esta llama verde? Porque no olvidemos que ante todo está una llama verde, un hada verde que vuela sutilmente sobre la copa. ¿Se le puede interrogar?, ¿tiene algo que decir? Eso es precisamente lo que hace María Emilia Chávez, con paciencia,  de otro modo se apagaría la llama. Hay que perseguir esta llama e ir a sus orígenes, a la invención de la bohemia, ya que el ajenjo condensa esa visión del mundo: aunque la propia autora disecciona la relación aparente entre “ajenjo” y “bohemia” es claro que ambos elementos se funden en un mismo fenómeno ideológico. Bohemia: transvaloración de los valores sociales, vida aristocrática aún en la miseria, poca identificación del intelectual con los movimientos sociales (en un medio de absoluta conspiración). Sobre esto se ha dicho mucho, pero siempre en el mismo sentido: que la bohemia y el Modernismo dieron la espalda a la sociedad, lo cual casi siempre esconde la realidad: que la sociedad da la espalda al arte. Veo en la teoría de Marcuse la relación última del arte y la sociedad: la política debe de garantizar la creación artística.

Parece que ya se ha dicho demasiado y que hay poco más que decir sobre estos temas. Pues muchas veces, la crítica es un deambular en círculos sobre un mismo tema. No sé bien a qué le hemos dedicado el tiempo. Pero tengo la impresión de que la discusión se ha concentrado en temas muy concretos y muy centrales. Sobre los temas de la literatura se ha dicho bastante menos: el ajenjo no es sólo un tema: es una forma de ver los temas de un momento poético. Un momento muy exacto de la literatura en el que brilló esta llama verde y a través de la cual se pueden ver los componentes ideológicos de una época. Pero vistos a través de otra lógica, de una lógica que privilegia el mundo desconocido del inconsciente. Una búsqueda obsesiva y sin método que tuvieron estos poetas. Profundizaron en el mundo interior a través del símbolo. Buzos de almas, decía Amado Nervo. Pero viajaron por el mundo interior a través de analogías. Borraron la frontera exacta entre la cordura y la locura, lo cual alarmó a ciertos sectores. “El director del Psiquiátrico de París encuentra similitudes entre los locos y los decadentistas”, publicó la segundaRevista Azul, en 1907. María Emilia Chávez establece un diálogo, llega al umbral: desde ahí debe de ver el otro lado. Casi siempre, desde el punto de vista de la poesía mexicana, ya hay un diálogo establecido entre los escritores y la metrópoli. Para entender el aquí hay que estar en el allá más lejano y caminar en dirección hacia el tema. Verlaine y Rimbaud, las calles de Montparnasse y todo eso. En este libro se deambula por esos lugares, por las salas de arte y por el ajenjo como tema artístico: el tema de la decadencia social que entró a una élite artística y que molestó gravemente a la Academia. Y eso, las anécdotas pasionales de los poetas, también están aquí, pero vistas desde el otro lado: desde la óptica europea. Todo un primer pasaje del libro se centra en ese mundo. Y México… México está donde debe estar: del otro lado del mar y sin importarle a nadie. Los bohemios no saben que cada mínimo acto suyo tiene réplicas inusitadas entre los actos de los artistas de otro continente. Miguel Otón Robledo, “el último bohemio” se llamaba a sí mismo, no tomaba ajenjo sino tequila. Y decía: “En París hasta la misma pobreza es dorada”. Pero Renato Leduc, años después, escribió: “Pobre vate Robledo, yo visité los cuchitriles miserables en donde vivieron Verlaine y Rimbaud y no tenían nada de dorados”.

El círculo que va trazando la autora a lo largo de su libro se estrecha: en el ajenjo se sublima una forma de vida. Un ritual. Una cercanía y una complicidad. Los que comparten el gusto miran el mundo de la misma manera. Los que se acercan y adoran esta hada verde comparten un secreto. Se comunican con otros mundos y tienen unos valores que no se entienden bien. Los muertos. La puerta a su mundo. El hada verde resume las ideas que el siglo XIX tuvo sobre la mujer, e inventó una forma de feminidad fría y distante que mostraba una ideología que tenía a la mujer como una posesión del hombre, como el receptáculo del placer. Todo eso, en el mundo del dandismo y de la bohemia. María Emilia Chávez muestra que sí es posible decir algo más. Su investigación sugiere más caminos, caminos que apenas se muestran y que muy pocos han recorrido ya que falta estudiar los temas del Modernismo. Ciertamente, no son los mismos que plantea Hans Hinterhäuser en su libro Fin de siglo. Figuras y mitos. El fin de siglo mexicano tenía otros intereses distintos al europeo. Lo cual vuelve más atractiva la colección de textos que recopiló la autora: prácticamente todos son marginales, ningún poema realmente importante y muchos autores desconocidos. Lo cual demuestra también que es posible ahondar en la producción literaria de una época. El satanismo, la homosexualidad y el ocultismo: son tres temas que están latentes a lo largo de la lectura de este libro. Tres temas que fácilmente pueden ser seguidos. Hay una trama muy fina. Para muchos lectores, estoy seguro, este libro será como un impulso para levantar velos del conocimiento escondido –parafraseando a madame Blavatsky–. Tanto que he seguido a los poetas modernistas, tanto que los he vislumbrado en sus tertulias en los bares, en Tlalpan y en el Desierto de los Leones, en sus alucinaciones y en sus momentos de lectura. Qué raro que no me haya encontrado antes con María Emilia Chávez. Seguramente estábamos a un lado de Amado Nervo en la misma reunión, o con Balbino Dávalos y Francisco M. de Olaguíbel el día de cierre de la misma revista. Hace cien años debimos de platicar de estos temas. Pero está bien. Son cien años de curiosidad acumulada. Y lo haremos alrededor de un libro magnífico.

 

María Emilia Chávez. La canción del hada verde. El ajenjo en la literatura mexicana (1887-1902). México, UNAM, 2012.

viernes, 7 de agosto de 2020

El amante polaco, de Elena Poniatowska


 

Del siglo XVIII al siglo XX y de regreso, de la corte rusa a la pequeñita Ciudad de México, de un mundo de cortesanos a las fiestas de sociedad que reseñan las revistas de sociales. Elena Poniatowska se decidió finalmente a coser las memorias propias con la vida familiar que se quedó del otro lado del mar cuando ella se embarcó para México. Era la Segunda Guerra Mundial y este extraño país parecía un jardín dulce de habitar. Eso le pareció a su madre Paula Amor, cuando decidió volver a su país con sus dos hijas, Kitzia y Elena. Atrás quedó una infancia dulce en la provincia francesa y una historia familiar lejana, que se perdía quién sabe cuándo, en las brumas de otros siglos. Y yo que pensaba que esos recuerdos ya estaban desteñidos. No me había asomado a esa historia y pensé que Elena tampoco. Sus libros siempre dedicados a los movimientos sociales de México, a la crónica de las grandes personalidades culturales (a las que hizo las mejores entrevistas), la pintura indignada de las represiones. Sus libros son alta costura, los días y días de labor para coser un testimonio y elegir las voces, no para que cuenten cosas, sino para que al narrar hagan arte. El oído más fino para elegir de esa cajita de voces, las más lucientes. En sus crónicas he oído la voz de José Revueltas, la de Lola Beltrán, la de Jorge Luis Borges, la de María Félix, cada una de ellas mostrando su timbre y sus hábitos. Con las voces de los estudiantes reprimidos en 1968 hizo el más ambicioso de los tapices, un libro que es al mismo tiempo nuestro modelo de literatura testimonial y muestra de valentía. Elena huyó de las páginas de la revista Social para entrar al periodismo comprometido en el Novedades y, luego, en la revista Siempre! Cuando un día me dijo que qué flojera las princesas pensé que, en efecto, el mundo de los antepasados había quedado atrás. En una ocasión entrevistó a Sergio Pitol (para “La Cultura en México”, en 1966) acerca de Polonia –Pitol amaba ese país– pero en ningún momento se refirieron a la corte del siglo XVIII. En cambio, hablaron del socialismo, de la Iglesia y de los autores que fascinaban a Pitol. No hace tanto tiempo, creo, que Elena volvió los ojos muy lejos, a ese mundo que, ahora veo, no tiene nada de opaco. Dos mundos que se encontrarían tan extraños si se miraran… Por eso es tan compleja la labor de costura de esta novela. Por un lado, la historia del ilustra antepasado, Stanisław Poniatowski, que creció en una familia aristocrática y que se educó políticamente dada su capacidad intelectual y su sensibilidad. Conoció y amó a la futura emperatriz Catalina II, esposa del príncipe Pedro III de Rusia. Éste último supo de esa pasión pero la toleró. Sin embargo, cuando Catalina llegó al trono, en 1762, mandó lejos a su amante. Poniatowski parece un joven ingenuo en este libro, no sabe que su amor le hace daño a Catalina y que ella le da el reino de Polonia a cambio de la pasión que quizá seguía teniendo, pero que no se podía manifestar. Esta novela es la primera parte de esta historia, la cual termina con la coronación de Poniatowski: Stanisław II, para la Historia. La segunda parte es la promesa de la otra parte de su vida: su reinado, que hizo florecer el arte en su país. A él ya lo conocía, lo había encontrado en las páginas de Voltaire (en algunos de sus extensísimos “cuentos”). (Hay un Poniatowski en La guerra y la paz, pero ése es Józef, uno de los mariscales de Napoleón). A Elena… bueno, a ella todo el tiempo. Porque el mundo es muy pequeño, todos somos los mismos, y Cantinflas está en el Rioma, don Alfonso en su Capilla, María Conesa en la calle de Monterrey, esquina con San Luis Potosí. Tarde o temprano, todos nos encontramos. Ya sea en la vida o en las páginas. Más comúnmente, en las páginas de Elena Poniatowska. Ahora la ciudad es algo extraña, es más difícil encontrarse gente. Hace meses que es extraño porque las pocas personas de la calle son desconocidas. Para llegar a otras ciudades hay que quitar capas. Hay que quitar esta capa, la más reciente, la de la epidemia, pero luego quitemos otras, por ejemplo, la capa de 1985 y el temblor que dejó escombros. Detrás de esos escombros todavía hay otra capa, la que dejó 1968 y su dolor. Después de todo eso se puede ver, a lo lejos, esa ciudad que se cuenta aquí. Salvador Novo acababa de publicar su Nueva grandeza, ¿se le podrá encontrar por la librería Zaplana, en Lázaro Cárdenas?, ¿a lo mejor pasó por el Fondo de Cultura Económica? Pero no vayas a buscar esta editorial por quién sabe dónde, sus oficinas están en Madero 32. Sí, luego se cambiaron a Avenida Universidad, que entonces se llamaba avenida Casas Alemán, en el número 975. Qué calamidad, te perderías por esa ciudad. No reconocerías nada. Pero te fascinaría verla. Fue entonces que Jean E. Poniatowski llegó a México, a la casa en la calle de La Morena 426, después de cuatro años volvió a ver a su familia. Ese señor que parecía no caber en su casa era, es cierto, grande, agrandado por su leyenda porque había estado en la guerra y había pasado una temporada en el campo de concentración. Incluso, guardó la cuchara de madera con que comió esa temporada. Cuando Elena ganó el Premio Cervantes, le pidieron que llevara algo significativo para dejarlo en una cápsula del tiempo. “Voy a llevar la cuchara con la que comió mi papá en el campo de concentración”, me dijo Elena, pero creo que al final se le olvidó en su casa, así que llevó una pulsera de latón. Fui en aquella ocasión gracias a Guadalupe Loaeza; no me quería perder la visita de Elena a Madrid y a Alcalá de Henares, el lugar donde nació Cervantes, a un paso de Madrid. Vi las cigüeñas, inmensas, sobre los tejados de la ciudad. Son enormes y sus nidos pesan quinientos kilos, así que seguido se caen dentro de las casas. Pero la gente las ama, así que son el paisaje de Alcalá, igual que su Universidad. Eso fue en 2014, pero este año volví a ir y visité la Biblioteca Nacional de España, ahí están a lo largo de sus pasillos, los retratos de todos los Premios Cervantes, así que me tomé una foto con Elena, que llevaba el día que le dieron el premio un vestido que le bordaron las mujeres de Juchitán con los colores de la bandera española. Por estas páginas corren algunos niños, el primero de ellos Jan, el hermano menor, que nació en 1947, en México. Jan, “una garantía de dicha futura”. Y luego, Mane, el hijo mayor de Elena, cuya historia es elegantemente narrada. Más que en esa historia, en lo que no dejaba de pensar era en la escritura. La escritura le dio orden a la vida de Poniatowski, quien llevaba su propio diario. Escribió el padre de Elena y también su abuelo. Su madre Paula escribió sus memorias. Y Elena, ella me dijo una vez que escribir es una condena. Así es, en efecto, pienso mientras escribo a las 2:47 de la mañana porque de otro modo el texto no me dejaría dormir. Pero, Elena, no hay mejor condena que ésta. No hay mejor cadena que la de las palabras que se unen unas a otras y en cuyo hilar se descubren cosas que de otro modo no sabríamos. Este libro es un telar, una serie de oraciones que le dan vida a un noble de otro siglo. Es el primer libro en español que se escribe sobre Poniatowski. En 1938, los rusos informaron que demolerían la iglesia de Santa Catalina, en San Petersburgo, en donde se encontraba enterrado, así que avisaron que devolverían sus restos a Polonia. Después de muerto, el Rey hizo su último viaje, pasó por los valles de Rusia y llegó a un país en donde no lo esperaba nadie. Dos aduaneros abrieron el ataúd de plomo y vieron un esqueleto coronado, con un orbe y un cetro. Como siempre, hay que darle gracias a Elena por cada nuevo libro suyo. Aunque el más agradecido sea Stanisław II, que llegó desempacado a las librerías de México. El siglo XVIII asombra por su lujo y su libertinaje. No menor debe de ser el asombro del rey Poniatowski de andar por aquí, entre las estatuas vivientes de la calle de Madero, caminado las grandes avenidas, los payasitos en los semáforos, las bicicletas y los coches, la sorpresa de que existió y volvería a existir un lugar llamado México. En fin, no pasa nada, a nosotros tampoco nos es ajena la sensación de extravío en esta ciudad.

 

Elena Poniatowska. El amante polaco. México, Planeta, 2019.

sábado, 1 de agosto de 2020

Sobre la fotografía, de Walter Benjamin


 

Al igual que otras artes, la fotografía no nació con fines estéticos, sino concentrando diversos intereses, quizá, en primer lugar, los científicos. Las yemas de los dedos, las rugosidades de los troncos, los acercamientos a la naturaleza que, al amplificarse, no se sabe si se está mirando algo dado por la naturaleza o una obra de arte moderno (moderno, cuando la fotografía nació). Interesaría más a un Goethe o a un Humboldt por motivos científicos. Es cierto que ahora la miramos como arte o como un documento que puede muy bien encajar entre los intereses periodísticos y los estéticos (una especie de “crónica iconográfica” de la realidad). Pero entre un extremo y otro se desgajan varios estados interesantes. En realidad, Walter Benjamin (1892-1940) no dejó un libro especial sobre este tema; sin embargo, se pueden entresacar sus ideas al respecto de textos concomitantes, de aproximaciones repentinas. De las muchas ideas, hay algunas que me interesan, ante las cuales me detengo como ante una exposición fotográfica. Por ejemplo, la dialéctica entre fotografía y artes plásticas que debió de ocurrir a mediados del siglo XIX, pero que seguramente se prolongó más tiempo (discusión que quizá nos abarca): si la fotografía tuvo influencia sobre las artes plásticas. Algunos pintores comenzaron a utilizar fotografías como modelo y fueron dejando de lado los retratos “al natural”. Por otra parte, los pintores de retrato fueron los primeros jubilados por el nuevo arte, y sus principales adversarios. Igualmente, se tuvo que dar un diálogo, posible en cuanto la fotografía se convirtió en mercancía. Como dice Benjamin: su conversión en mercancía la introdujo al mercado del arte. Y la abrió en un camino doble, pues la fotografía sería entonces expresión de un mundo –“leemos” en ella las estructuras de una sociedad–, pero nos habla también de la interioridad de su autor, el “estilo” único que existe en las fotografías. Me gusta que el autor haga de la fotografía un auxiliar en la comprensión del mundo. Definitivamente, no tenemos capacidad de atención para todo. Debería de haber mundo para llevar a casa. Así que tomar imagen de lo que vemos para consumo individual posterior es una de las ganancias de la fotografía. Especialmente, en los museos. El arte, parece decir, no se puede terminar de comprender en el museo. Así que hay que llevárnoslo con nosotros. Tomar fotos para verlas en casa; porque hay algo que pertenece a la sala de exposiciones, es cierto: la primera impresión, pero ésa se gasta pronto. Al reducir la obra de arte a una reproducción fotográfica se pierden algunos aspectos (quizá los más técnicos, los que interesan al pintor que quiere saber de movimientos del pincel y del trabajo con la espátula) pero se dialoga entonces con la estructura del arte. Se reduce en el espacio, pero se puede tener una conversación personal con la obra. Eso, antes de ver que la fotografía es en sí un arte y que requiere una manera individual de platicar con ella. Hay algo de las ciudades que sólo nos lo puede decir un plano, lo mismo pasa con la plástica, la escultura y la arquitectura: algo que sólo su reproducción fotográfica nos muestra. Pareciera cumplir las funciones de un reflejo, de un retrato. Pero si hay algo que sólo la fotografía agrega al mundo del arte, necesariamente es el inicio de su discurso propio. Aquello que sólo la fotografía puede decir. Pero me quedaré aquí, en los albores de este arte, en el primer gran interés de la fotografía: los rostros. Aquello que es tan huidizo del ser humano, su expresión, que cambia tan rápido como una nube –mira: ha dejado de ser para siempre. Los rostros de las fotografías más antiguas nos miran con pasmo porque son fijados para la posteridad. Dice el autor, con toda verdad, que tienen una belleza melancólica e incomparable.

 

Walter Benjamin. Sobre la fotografía, ed. y trad. José Muñoz Millanes, 7ª ed. Valencia, Pre-Textos, 2015. (Pre-Textos/Ensayo, 705)