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sábado, 30 de noviembre de 2024

Denis Johnson, un insuficiente retrato



Leí hace muchos años esta novela, El nombre del mundo, de Denis Johnson (1949-2017) y quedó en mi memoria un recuerdo desdibujado. Volví a tomar el libro para recuperar esa historia, pero no desapareció esa sensación de falta de precisión. Más bien, me di cuenta de que la imprecisión es uno de los intereses de esta novela. Lo leí la primera vez cuando él estaba vivo; la segunda, varios años después de su muerte. La ambigua tristeza de su relato me siguió en ambas ocasiones. No sabría decirles cómo empieza, ni hacia dónde se dirigía su historia cuando cerré sus páginas. Pero puedo comenzar a recordarla, sólo para ustedes, porque es un autor que creo que es importante, aun cuando yo no sepa de su importancia. Creo que debería de volver más adelante a él, puesto que autores tan leídos como David Foster Wallace y Chuck Palahniuk reconocen una influencia importante de sus obras. El primero escribió que Johnson, después de su inicio como autor de horripilante poesía lírica, intentó la narrativa con los cuentos de Hijo de Jesús, llenos “de arrastrados y de inútiles y de sus brutales redenciones”; pero que su magnífica prosa, de lo mejor de los años 80, tiene frases como ésta: “Estaban rodeados de hombres que bebían solos y se asomaban desde su cara”. Palahniuk, por su parte, considera que hay dos tipos de escritores: los que vienen del mundo académico, con textos recargados y sin ímpetu narrativo, y los que vienen del periodismo, que, con un lenguaje claro, cuentan historias llenas de acción y de tensión. Entre los ejemplos que enlista como parte de sus influencias se encuentra el mismo libro, Hijo de Jesús. Como ejemplo de un gran cuento, menciona “Sucia boda”, en que el narrador está esperando mientras su novia está teniendo un aborto. Se le acerca una enfermera para decirle que ella está bien:

–¿Está muerta? –pregunta el narrador.

–No –dice la enfermera, estupefacta.

Y el narrador responde:

–Casi desearía que lo estuviera.

“Esto deja pasmado al lector, pero también crea una ‘autoridad de corazón’. Sabemos que el escritor no tiene miedo de contar una verdad espantosa. Puede que no sea más listo que nosotros, pero sí es más valiente y sincero. Eso es la ‘autoridad de corazón’” (en su libro Plantéate esto: Momentos de mi vida como escritor que lo cambiaron todo).

Autoridad de corazón: dejaré en el secador trastes esta frase, a ver si la puedo utilizar. Pero hay algo que se encuentra en mi mente antes de siquiera comenzar a hablar de El nombre del mundo: esa sensación de que la novela transcurre en esos recurrentes espacios del mundo norteamericano que consta de carreteras y enredados caminos con casas ocultas entre ellos, con pequeñas coagulaciones urbanas que apenas constan de una gasolinera, una tienda, el correo y pocos sitios más, a donde los habitantes acuden algunos días a la semana y a veces se encuentran en la iglesia o en las escuelas. Leo que Denis Johnson murió en el pequeño poblado de Sea Ranch, un sitio lejano, al norte de California, con apenas un poco más de mil habitantes. Lo distintivo de este lugar es que ahí vivió el arquitecto y diseñador Al Boeke, quien pensó que el viejo rancho de ovejas que fue Sea Ranch podría convertirse en un refugio para diseñadores, un sitio inspirado en los kibutz que conoció en su infancia. Esa especie de dictadura estética de Boeke prosperó, y numerosos arquitectos se inspiraron en las cabañas que parecen inacabadas, llenas de tragaluces, rústicas y rodeadas de las inmensas secuoyas del paisaje. Ahí tuvo su última casa Denis Johnson, con libros de W.G. Sebald y del poeta Jack Gilbert, no sé en qué año, pero la novela que leí parecía inspirada en paisajes distantes, boscosos, en que la sociedad humana es parte pequeña de la naturaleza. Buscando en internet encuentro un bello párrafo de Alan Soldofsky, director de Escritura Creativa de la Universidad Estatal de San José:

 

No puedo evitar pensar en las diversas encarnaciones de Denis que encontraría a lo largo de los años. El Denis con el que me encontré con su saco de dormir, mendigando frente a Cody's Books en Telegraph Avenue en Berkeley, donde yo trabajaba en ese momento. El Denis que acababa de salir de su adicción y estaba aprendiendo a ser católico practicante, a quien le pedí que me cuidara en una casa en el norte de Oakland durante unas tormentosas vacaciones de Navidad cuando mi exesposa y yo llevamos a nuestro hijo recién nacido de regreso a Iowa, en Amtrak, para conocer a los abuelos. El Denis que escribió periodismo extenso desde zonas de guerra para revistas como Esquire, que fue trasladado en avión a lugares peligrosos, como Erbil, durante la primera guerra iraquí. El Denis que escribía extraordinarias obras de temática teológica, a menudo sobre Casandras, psicópatas y asesinos en serie, a veces en verso, y que ayudaba a los productores de la Compañía de Teatro “Campo Santo”, de San Francisco, a poner las obras en escena, a veces poniéndose un cinturón de herramientas para ayudar a construir los sets. El Denis que realizó giras de promoción de libros, dio lecturas en San José State y en Stanford (por invitación de Tobias Wolff) y contó historias sobre cómo contrajo malaria dos veces mientras estaba en África y apenas logró salir. El Denis que ganó el Premio Nacional del Libro de Ficción en 2007 por su novela épica sobre la guerra de Vietnam, Árbol de humo. El Denis que publicó por entregas su novela negra en Playboy. Y finalmente, Denis, el hijo pródigo, que cuidó a su madre durante sus últimos días en Scottsdale. (En Los Angeles Review of Books, 6/9/22)

 

Pero me alejo mucho de lo que quiero escribir. Quiero decir que El nombre del mundo se cuenta desde el presente. El protagonista recuerda un fragmento de su historia. No es mucho lo que sabemos de su pasado e ignoramos todo de su futuro(nos lo revela en los últimos párrafos). Su memoria más o menos se enfoca en una etapa de su vida: unos años después de que su hija y su esposa murieran en un accidente automotriz. Narra el tiempo en que su vida quiere recomponerse, pero está el tiempo en su contra: sus colegas organizan una cena en su honor, y en medio de ella se da cuenta de que el motivo es su despido. Maestro de una universidad, está a punto de ser echado de su oficina para que llegue una persona más joven. Al mismo tiempo, conoce a una joven artista de performances cuya juventud lo seduce. Recuerda de ella algo muy preciso, sus ojos: ojos azules que te destruían la mente. Ojos dignos de compasión. Pero finalmente, ojos que se diluyen en el recuerdo de ese condado que el protagonista está a punto de abandonar para siempre. Esa indefinible sensación de recrear con la memoria el pasado y darse cuenta de que en él estaba una pertenencia sentimental, que duele si se toca nuevamente. Qué tristes y desabridas saben las reuniones mensuales de los maestros del departamento de Historia. Tienen el mismo sabor que el recuerdo de una cena en casa de un notable novelista consagrado, en que es invitado un joven escritor que pone en jaque con sus comentarios al anfitrión. “Los personajes de sus primeros libros eran diferentes entre sí. Usted realmente conseguía mostrar todo un mundo… Ahora lo único que hay en sus libros son personas cubiertas con joyas, personas que navegan en yates, personas en cenas de estado…” Es triste ver a los personajes ablandarse como galletas remojadas en el café mientras los evoca el narrador. Ninguna revelación, desafortunadamente no son magdalenas remojadas en té. Qué decepción en estos recuerdos que no emanan ningún descubrimiento al ser desmenuzados. Pero asimismo, ¿dónde están todas esas discusiones literarias que tuvimos en otros años? Vimos a tantos enarbolar un ideario, hace tiempo que lo olvidamos si es que alguna vez lo tomamos en serio para discutir. Simplemente dije poco de esta novela, porque fue para mí apenas el vislumbre lejano de un atractivo escritor. Pero hay algo importante, quizá sí, una revelación a final de cuentas. Todo ese pasado sin trascendencia queda atrás. Al abandonarlo sin remordimiento, el protagonista nos avienta su novela para alejarse alegremente: “he continuado desde entonces, día tras día, viviendo una vida que no ha dejado de parecerme absolutamente fascinante”.

 

Denis Johnson. El nombre del mundo The Name of the World (2000), tr. Rodrigo Fresán. México, Mondadori, 2003. (Literatura Mondadori, 201) 

sábado, 23 de noviembre de 2024

Vida pasión y muerte de Violeta Parra, de Roberto Parra



Lo que nos parecería maravilloso, casi inimaginable: ver a Violeta Parra por los pueblos de su infancia (¡Lautaro, Villa Alegre, Chillán!), le fue dado a su hermano Roberto (1921-1995). Así que se decidió a escribir la vida de su hermana, en pasajes que escribía en sus cuadernos y retocaba sin fin. Creía que le saldría tan fácil como su obra La negra Esther (la más vista en la historia del teatro en Chile), pero tomar el lápiz y llegarle dolores de cabeza y náuseas, era lo mismo. “El que se atreva a escribir sobre esta divina mujer, tiene que arrancarle una hoja a La Biblia”, dijo Nicanor Parra. Es tan difícil esta tarea, que el autor prefiere remitir al lector a las hermosas estrofas sáficas de Nicanor, en que le dice a su hermana:

 

Basta que tú los llames por sus nombres

para que los colores y las formas

se levanten y anden como Lázaro

en cuerpo y alma.

 

El idioma salía de los Parra en forma de estrofa, más comúnmente las décimas. A Violeta le brotaban, Roberto las sembró en sus cuadernos. Era una pasión sin freno por el folklore chileno, por bailarlo, cantarlo, tocar las sirillas, las refalosas, las tonadas, los parabienes y las cuecas, cuyo ritmo usó Roberto para contar su vida en las calles. Y Violeta… ella le escribió una cueca a su hermano que parece reproche y comprensión de esa vida (“Por pasármelo tomando”):

 

De balde me aconsé…

(¡caramba!) que deje el vi…

Yo sordo como ta…

(¡caramba!) de los camí…

 

Ahora bien, yo tuve mis propios cuadernos en que apunté todas las canciones de Violeta Parra, para tratar de imaginarla obsesivamente. Pero eso ya lo conté tantas veces. Sólo que no sabía que su hermano quiso dejar ese testimonio sobre las primeras canciones compuestas a los doce años –a lo lejos la cordillea del Ñuble– y sobre los vecinos que llegaban a tocar a la casa familiar para pedirle a la madre, doña Clara Sandoval, que la dejara ir a tocar a las fiestas. Con las monedas que traía de regreso se compraba la comida de la familia. Pero antes, un poco antes, cuando aprendió a tocar la guitarra, pidió permiso para salir a tocar a los mercados, canciones de moda, de 1927, que se cantaban en todo el continente: “Celosa”, “Japonesita”, “Besos y cerezas”, “Ladrillo” y “Cantando”. Los títulos los dejó escritos Roberto, que volvió y volvió sobre esos momentos, con anotaciones en verso, de los cuales desaparecían las vocales y las consonantes, y en que las palabras se agrupaban como querían. Estrofas masticadas que brotaban sin freno como el español de las cordilleras:

 

salia por la mañana

ante que rayara el sol

consu cara de arebol

acantar violeta parra

 

Lo mismo los renglones de las conversaciones: “violeta no tele bantente hoy dia atravajado mucho mijita”. “gue mo mama pero manana tempra nito me voy lajente me quere mucho”. En sus cuadernos guardaba cada palabra caída de la memoria. La niñez de Chillán y la imagen de su hermana lo acompañaron durante sus años de alcohol, cárcel y vagancia. Por eso Violeta lo retrató, en su cueca, desamparado y pobre. Lo hizo como hizo todo en la vida, con comprensión y belleza:

 

Ahora soy pajarí…

(¡caramba!) sin arbolí…

 

Roberto Parra. Vida pasión y muerte de Violeta Parra, ed. Miguel Naranjo Ríos, 2ª ed. Santiago de Chile, Ediciones Tácitas, 2017. (Col. Vox Populi)

martes, 19 de noviembre de 2024

La obediencia nocturna, de Juan Vicente Melo



Compré La obediencia nocturna, de Juan Vicente Melo (1932-1996), en la librería El Juglar, que ya no existe. Recuerdo las noches en que leí, en las calles, en mi cuarto, el largo pasaje del perro tigre con que inicia esta novela. Esa larga evocación de infancia en que el protagonista y su hermana encuentran un perro en el jardín, y lo adoptan y lo esconden en sus cuartos. Perro silencioso que nunca los delata y al que llamaron perro tigre, ¿existió realmente? Como eran los días en que entré a la carrera de Letras Hispánicas, el mundo se parecía a la extraordinaria novela de Melo. Ahora que los recuerdos de esa época me parecen como narrados por este escritor veracruzano, pienso en cómo coinciden con estas páginas. Si vuelvo a entrar a las clases de Huberto Batis, lo evoco de nuevo platicándonos de Juan Vicente Melo y de su alcoholismo. La novela está dedicada al padre del autor y a Batis, por lo que Melo aparecía en las anécdotas cotidianas de nuestras clases. Fue la novela que me recibió en la Facultad, así que no puedo más que agradecerle el delirio, la sensación de irrealidad de entonces. Pienso en el narrador que cuenta su primer día de clases en la Facultad de Medicina, y cómo de inmediato ejerció un encanto sobre sus compañeros, especialmente sobre Enrique, el más guapo, el más agradable del salón. Pero no es cierto, cada página de la novela es desmentida por la siguiente. No hay más que soledad, indiferencia y persecución. Y la promesa de una mujer, Beatriz, a la que tiene que conocer. Beatriz ha oído hablar de ti, le dicen al protagonista: “No dejó de mostrar su asombro e insistió todavía más en conocerte… Posiblemente esté enamorada de ti”. Qué más me gustaría que usar los recursos de esta novela, por medio de los cuales Melo logra hacer de la noche una sustancia alquímica, que transforma la realidad. Envueltos por la noche, los hechos recubren otros hechos. Siempre una alucinación es sucedida por otra que dice: Yo soy la real, antes de disolverse. Tienes que conocer a Beatriz, le dicen constantemente. Pero el protagonista no llega a la cita, siempre algo interfiere. Y Beatriz se oculta siempre, quizá muera antes de ser alcanzada. Quizá es la vecina, esa vieja cantante de ópera que nunca sale de su departamento. Quizá… Lo más seguro es que esa realidad que no termina de ser aprensible es la encarnación del delirium tremens, la circularidad de la locura que trae el alcoholismo. Así es que no sabemos si el recuerdo es una realidad encerrada en el pasado, o si esta realidad nuestra no es más que un recuerdo de otros. Siendo así, quizás tú no seas tú. Y yo no sea más que la máscara prestada momentáneamente a otro. El intercambio de papeles que representamos, y que nos parece el dinamismo de la realidad, tal vez sea sólo la manera en que se presenta la inmovilidad mítica: el personaje persiguiendo a Beatriz, pero ella no lo conducirá por ningún cielo, pues el infierno de la alucinación no admite guía. Tanto que me gustaría decir de esta novela, pero todo se ha disuelto. No sé bien qué es lo concreto, lo que en realidad pasó. Pero sé que un misterioso señor Villaranda le envía al protagonista un cuaderno con el fin de que lo traduzca, pero el contenido no tiene traducción, o bien la traducción es ilegible. Entonces, en medio de la desesperación, el protagonista grita, buscando a Beatriz, pero su sonido es no-concebible. Por esta razón, esos gritos fueron dibujados por Mario Lavista. Sin guía, las calles no tienen sentido. Uso la palabra “sentido” en los diferentes sentidos de la palabra. A veces, todavía, yo también recorro las calles buscándoles sentido, como ya dije, en las diferentes acepciones.

 

Juan Vicente Melo. La obediencia nocturna, 1ª reimp. México, ERA, 1987.

sábado, 16 de noviembre de 2024

Tela de sevoya, de Myriam Moscona



En cuanto uno comienza una investigación –no sé si a ustedes les ha pasado–, los sueños comienzan a convertirse en colaboradores. Entonces convocan a los vivos y a los muertos. Los muertos son convocados en las madrugadas y se presentan de maneras extrañas, o bien se muestran indiferentes ante nosotros. Aprovechamos para preguntarles cosas que teníamos pendientes hace mucho. No recuerdan, desafortunadamente. Y los vivos, ellos… se muestran sorprendidos de ser interrogados en el terreno de nadie de los sueños, de manera que no responden. Así le ocurre a la protagonista de Tela de sevoya, a quien yo no sabría desligar de la autora que conozco. De tal modo que no sabría si las cuentas familiares que cobra en estas páginas son suyas o las de un personaje similar a ella. En todo caso, yo no tengo ganas de preguntarle nada a los aparecidos de sus sueños. Ella emprende la tarea de hablar de su lengua familiar, el ladino, y de Bulgaria, la tierra que le dio hogar por siglos a su estirpe. Cargaron con su idioma por siglos y por países, la propia lengua debe de tener sus secretos. La autora dice algo que me llama la atención: que los placeres que se gozan en el sueño no se ponen en la cuenta de los placeres vividos. Los placeres soñados son como la sombre de un placer. Inútil desmenuzarlos con la memoria. Cuando intenta trepar por el árbol genealógico, se cae. No llega mucho más allá de su abuela, personaje terrible, sin piedad para una niña que no puede interpretar su lejanía. Sin embargo, del otro lado de la memoria, del más allá a donde sólo llega la reconstrucción narrativa, hay una familia que llega a México con su idioma y que conmueve. Los hablantes del ladino persisten en contra del español, y en el mundo hay muchos perseverantes: las páginas de internet para practicar el ladino, revistas especializadas. Pero todo eso en un mundo que me queda lejos. La protagonista del libro viaja a Bulgaria para conocer la casa de donde salió su familia (calle de Iskar 33, Sofía), que tuvo que ser vendida para luego ser robada por una prima ambiciosa. La familia es ese nido de víboras del que se reciben mordidas ponzoñosas. Esas heridas desgajan estirpes. Me pregunto: ¿aquella tía mía, aparentemente cercana, que también dio una mordida venenosa a mi familia? Por generaciones tomará su camino, sin que vuelva a unirse, por suerte. El amor y el odio también es cordial. Y las familias de las lenguas tienen entre sí esas mismas relaciones. El haquetía es el dialecto del judeoespañol hablado en el norte de Marruecos. Tiene la particularidad de mantener el español del siglo XV y de sumar a este dialecto los hebraísmos y los arabismos. Hay una comunidad que protege el haquetía; Esther Bendahan, escritora en ese dialecto, explica que a un “guapo total” se le dice: “éste es un jiyal pintado”. Y la frase “Me vaya kapará por ti” es una especie de bendición que sólo se le puede decir a alguien de la misma sangre y que significa: “Que yo asuma todo el mal y a ti no te pase nada”. A diferencia de las demás lenguas del mundo, que nos emocionan cuando encontramos sus manifestaciones antiguas puestas como una flor seca entre las páginas de un libro, el ladino emociona inmensamente cuando de pronto lo vemos en palabra viva, como una flor plantada en un balcón.

 

Myriam Moscona. Tela de sevoya. México, Lumen, 2012.

sábado, 9 de noviembre de 2024

La visita minuciosa de John Pendlebury por Grecia y Egipto



No todo en la arqueología colonial es el saqueo de la historia antigua de los viejos imperios. Inglaterra, Francia y Alemania también dieron conocedores que se apasionaron legítimamente por el mundo de los imperios perdidos. Por ejemplo, el inglés John Pendlebury (1904-1941), quien dirigió al mismo tiempo las excavaciones de las ciudades de Aketatón (en Egipto) y Cnosos (en Grecia, que albergó el legendario palacio del rey Minos). Tenía 25 años cuando realizó este logro. Excavaba Egipto en primavera y verano, y Grecia en otoño e invierno. Me gustan sus fotos, atlético, con su ancho collar usej de piedras y su falda ceñida, mirando hacia la cámara. Tenía un ojo de cristal (perdió uno de ellos a los dos años), y muy niño lo llevaron a conocer a Wallis Budge, el traductor del Libro de los Muertos. Fue entonces que decidió ser egiptólogo. Pasó la mayor parte de su vida en el Mediterráneo y en las riberas del Nilo, y murió a los 36 años combatiendo la invasión nazi a Creta (se había enlistado en el Servicio de Inteligencia Británico para defender Grecia). Aunque los alemanes ocuparon la isla a lo largo de cuatro años, fue a costa de una invasión que supuso tantos muertos que Hitler decidió no repetir la fórmula: un asalto en el que sólo intervinieron paracaidistas, sin ayuda de tropas terrestres, y que fue resistida por tropas griegas e inglesas que dispararon en contra de los soldados que saltaban desde el aire. Uno de aquellos que resistieron contra los nazis fue Pendlebury, quien trató de huir para organizar un contraataque, pero fue alcanzado en el pecho por una bala alemana. No fue una herida mortal, pero los nazis lo mataron a tiros en algún lugar al interior de la isla, cerca de la ciudad de Heraclión, el 22 de mayo de 1941. Allá sigue, en Creta, en el cementerio de guerra de la bahía de Suda: parcela 10, fila E, tumba 13. Cuando los arqueólogos del futuro lo busquen, lo hallarán fácilmente. Así dividió él las ciudades que excavó; supo cómo eran los barrios cuadro por cuadro, en las excavaciones de Egipto, en la antigua Amarna, región del Nilo en donde se construyó hace treinta y tres siglos la ciudad de Aketatón. Allí encontró el que es, quizá, el barrio con planificación urbana más antiguo de que se tenga noticia, calles cuadriculadas, con techos para proteger a los peatones del sol. Y, como dice el egiptólogo argentino Jorge Dulitzky, “con ánforas con agua para saciar la sed de los caminantes que eran llenadas diariamente por las autoridades de la ciudad” (Akénaton, el faraón olvidado, Biblos, 2004). Es la ciudad de breve esplendor, pues apenas sirvió unos quince años para vivir en ella, antes de que se ordenara su abandono total (de 1346 a 1332 a. de C.). En Aketatón se descubrió el más famoso de los bustos de Nefertiti y fue la ciudad en que comenzó a reinar Tutankamón. Fue construida por capricho de un faraón, en un lugar deshabitado. Y en ese lapso tan pequeño de tiempo, fue la capital del mayor Imperio del mundo. Pero, especialmente, fue el escenario de un experimento monoteísta que tomó al Sol como dios único. Son todas éstas, palabras de Pendlebury, con las cuales justificaba su fascinación por esa región lejana, abandonada, que conoció como nadie. Excavó y conoció casa por casa, las costumbres de sus inimaginables habitantes, sus manías, sus gustos decorativos y sus decisiones cotidianas. No imaginaron los antiguos moradores de Aketatón que más de tres mil años después tendrían un biógrafo de sus minucias. Egipto llegó hasta Grecia y dejó desperdigados por toda la región del Egeo (entre Grecia y Turquía) miles de objetos artísticos. Pendlebury hizo un listado de las piezas halladas en esa zona hasta finales de la Dinastía XXVI (es decir, hasta el siglo VI a. de C.). Recorrió las regiones de Grecia, desenterró y enlistó las piezas a lo largo de ellas. Recuerdo el bello texto de John Henry Newman en que se refiere al suelo del Ática, la península en que se halla Atenas, y desde donde se mira el Egeo en su inmensidad: “la cadena de islas, las cuales comenzando por cabo Sunion, parecieron ofrecer a las divinidades míticas del Ática, cuando visitaran a sus primos Jónicos, una suerte de viaducto a través del mar”. Allí registró el arqueólogo inglés sus cientos de piezas, sobre todo la abundancia de escarabeos, amuletos en forma de escarabajo que representaban la salud y la salvación. Como considero de buena suerte encontrarme con un escarabajo en todas sus formas, incluso en listados arqueológicos, los imagino brillantes, sorprendiendo al brotar del suelo, pequeños regalos al dios Poseidón, agradeciendo la vida. (Me alegra saber que las chinches y las cucarachas, en todas sus variantes, no sean escarabajos). Sin embargo, el mundo del Palacio de Cnosos es 700 años más antiguo que el de Nefertiti. Yo tengo la seguridad de que es el lugar en que vivió el Minotauro, en su enredado laberinto, en que gobernó Minos y del que Ariadna huyó con Teseo. Lo creo porque esas leyendas son más indestructibles que los palacios y las vasijas. Lo creo, aunque la arqueología sea enemiga de los mitos y los destruya. A cambio de ellos, nos devuelve obras de arte anónimas. El Palacio de Minos tuvo vida, cambió a lo largo de los siglos, cedió ante los terremotos y fue remodelado, hasta que fue abandonado. Los griegos posteriores a la gloria de esta edificación lo consideraban embrujado. Sólo vagaban por sus pasillos “los fantasmas de su difunta gloria”. Sólo John Pendlebury podría prescindir del hilo de Ariadna para orientarse en esta arquitectura. Así que su libro es una guía para no perderse en sus pasillos. Sin embargo, hace muchas páginas que me he perdido, no sé dónde quedó el norte, ni la calzada por donde llegaban los embajadores extranjeros. No sé dónde han quedado las caballerizas ni las habitaciones del Rey. Pero sé que estoy en el corredor de la Procesión porque aquí se encontró el fresco del rey-sacerdote, que hoy se conoce como el “Príncipe de los lirios”, ondulante como las plumas de los pavorreales, como los tentáculos de un pulpo o los movimientos de un delfín. Con todo y su hermosa presencia, es casi inaprensible como el movimiento de las plantas, las plumas, el insecto que revolotea a su alrededor. El arte minoico es alegre y despreocupado, pero sobre todo, es indiferente a nosotros. No nos invita a participar de su alegría, desafortunadamente. No tiene idea de nosotros, de nuestra mirada. Sus aves recorren los muros del palacio, juegan libres. El paraíso de su arte es inaccesible. Así que hay que pasar, el guía nos arranca del relieve pintado al fresco, con sus colores que sobreviven a los siglos. Por primera vez se traducen al español los tres libros más importantes de John Pendlebury, Tell El-Amarna (1935), El palacio de Minos en Cnosos (1933) y Aegyptiaca. Los objetos egipcios en el área egea (1930). Son tres libros que le devuelven hechura humana a esas piezas tan remotas en el tiempo que a veces pensamos que las modeló en sus entrañas, la tierra con sus manos.


 

John Pendlebury. Arqueología de Amarna y Cnosos, ed. Raúl López López. s.l., Almuzara, 2023.

sábado, 2 de noviembre de 2024

Cuentos completos, de Inés Arredondo



Visito con la memoria mis viejas clases con Huberto Batis en la Facultad de Filosofía y Letras, y lamento no haberle preguntado más acerca de Inés Arredondo (1928-1989). Y eso que en alguna de ellas nos habló de su relación sentimental con la autora de La sunamita. Alguna vez le escuché anécdotas sobre ella que no me toca contar. Quizá sólo me interese decir que pienso que la escritora fue, a lo largo de su vida, demasiado amable con su esposo, Tomás Segovia, para cuyos proyectos trabajó sin pedirle crédito ni remuneración. También quiero decir que colaboró, también sin crédito, para la Revista Mexicana de Literatura, en un grupo que se distinguió por el elitismo. Fue el signo de ese grupo, y si uno pretende quererlo y admirarlo, debe de aceptar que sus miembros se sintieron únicos e inalcanzables, la aristocracia intelectual. Batis me dijo que se consideraban a sí mismos la Generación de Casa del Lago, recinto que dirigió Juan Vicente Melo, y, también, que los unió su admiración por Jorge Cuesta, a quien Arredondo le dedicó su tesis de Letras. Inés Arredondo escribió sólo tres libros de cuentos, escritos y sobre escritos maniáticamente, porque la anécdota se disuelve. También lo dice Batis: la trama es parte del misterio, ella nunca la entrega al lector. Los frutos que uno recoge de su lectura son engañosos. Parecen por su apariencia que son maduros, pero bajo su cáscara hay putrefacción. El desinterés envuelve el gozo por la destrucción moral. El amor tiene dentro el control malsano. No son azarosos estos contenidos ocultos, son partes constitutivas de una moral compleja. Es que hurgaban malignamente en la literatura de Thomas Mann o de Robert Musil. Esos libros alemanes que pretendían desentrañar la moral más allá de las convenciones inmediatas. Y si se lee esta cuentística como un solo plan narrativo, se llega al origen mítico de la familia en El Dorado, el rancho sinaloense en que trabajó la familia Camelo (el verdadero apellido de esta autora). Aparece la antigua clase de terratenientes que amasaban fortunas imposibles que les permitía viajar por el mundo sin limitaciones. Me gustaría reflexionar largamente sobre estos cuentos, ir extrayendo sus implicaciones, pero me conformaré con uno, “Opus 123”, que trata de dos jóvenes pianistas, ambos homosexuales, sepultados en vida en un pueblo sinaloense, antes de la Revolución. Prácticamente, sus vidas no se cruzan, pero sabemos que uno de ellos es el único que es capaz de comprender al otro, en sus capacidades artísticas, en el agobio del encierro. Uno de estos pianistas tiene el dudoso privilegio de pasar su vida de éxitos, viajando por Europa, acompañado por su madre, que no lo abandona jamás, impidiéndole cualquier forma de relacionarse con nadie. Ya muerta la madre, el hijo comprende que ella no lo acompañó por amor a él: por el contrario, su verdadera motivación era el amor a su esposo. Por décadas se dedicó a mantener a su hijo lejos de su pueblo, para evitarle a su esposo la vergüenza de ostentar un hijo pianista y homosexual. El amor de una madre muestra sus verdaderas intenciones. Eso se debe a que la autora consideraba que la pureza era un pecado terrible, y a que logró mostrar la vertiente demoniaca de esta virtud.

 

Inés Arredondo. Cuentos completos, pról. Beatriz Espejo. México, FCE, 2011.