Este libro es la segunda parte de la vida del último rey de Polonia, Stanisław Poniatowski (1732-1798). Rápidamente, podría decir que los últimos años del protagonista son la nostalgia por la primera mitad de la vida. Pero son, también, el florecimiento y la desaparición de Polonia, un reino asediado por Rusia, Prusia y Austria. Es decir que ante el rey Stanisław se abría la fatalidad de un inmenso vacío: la desaparición de su país, devorado por las potencias enemigas. Así que otro ingrediente más es la nostalgia por un reino maravilloso y justo, pero también la esperanza en el amor, ése que no se borra bajo casi ninguna circunstancia. Me refiero al amor de Poniatowski por Catalina la Grande, Zarina y Autócrata de Todas las Rusias: la amada que brilla a lo lejos, inspirando una supuesta protección. El Rey piensa que Catalina le dio Polonia como una muestra de amor, y pasa los años con la esperanza de volver a verla, de mirar en ella un poco de la pasión que quedó ardiendo en el corazón de él. Así que El amante polaco de Elena Poniatowska es asimismo el relato de la desilusión, puesto que el protagonista ve morir poco a poco las ilusiones de su vida. Todos estos sentimientos se encuentran encerrados en esta novela, y se encuentran agitados en cada uno de los capítulos del libro. Dice la solapa que es el libro más ambicioso de Elena; no lo sé, porque cada uno de sus libros es ambicioso. En diferentes sentidos todos ellos, pero ambiciosos. Son grandes tapices, muestras grandes de humanidad: personas en profusión mostrándose a través de la palabra. En este caso, la técnica de Elena consistió en extender la vida de Poniatowski como en un gran mapa, la vida en las llanuras, en los bosques, en las estepas rusas: el exilio una vez que la Tercera Partición desapareció Polonia para siempre. No para siempre, pero sí durante un periodo que para la medida humana es equivalente a un “para siempre”. Y el protagonista, exiliado en Rusia, pero atendido soberbiamente, piensa en el regreso. Muere añorando volver a su Polonia desaparecida. Un personaje algo soñador, si se piensa en un monarca sin territorio y sin su corte. Siempre construyendo en la imaginación lo que ya no existe o viviendo siempre en lo que es aparente. En las noches, la mente vuela con esa “esperanza demente” de su corazón a las fiestas en que estuvo con Catalina la Grande, a esas noches en que hicieron el amor, en que se despojaron de sus títulos y de sus propias personas para convertirse en sólo pronombres entretejiéndose, un Tú y un Yo arborescentes con ramas que tienden hacia un Otro. Ese monarca, cuya vida consiste en ser elegante, en bailar con corrección y en discutir sobre la literatura contemporánea de Europa, tiene la obsesión de educar a su sobrino, Józef Poniatowski, quien alcanzará la gloria de ser mencionado en un par de líneas por Tolstoi. La educación de Józef lo distinguió entre los polacos de su tiempo, y lo hizo una inspiración para los que vinieron después, por lo que existe una escultura ecuestre en el Palacio Presidencial de Varsovia que hace recordar sus hazañas militares al lado de Napoleón, en Rusia, y su muerte heroica cerca de Leipzig, en 1813. Era, sin embargo, el sobrino “Pepi”, el joven que se deslumbraba con las historias de su abuelo, el conde Stanisław Poniatowski, aquel que se decepcionó cuando supo que su hijo, el futuro monarca, no tenía vocación militar. Prefiere los elogios de los artistas que se presentan en el Teatro de Invierno, prefiere escuchar las obras de Haydn y Salieri. Avanza la vida de Poniatowski a lo largo de las páginas, y avanza igualmente la vida de la autora. ¿Con qué sentido? ¿Cuál será el punto en que la pinza estreche sus puntas? Son el ensueño de la vida y las glorias militares, todos aquellos mapas que cambian todo el tiempo… A veces el río queda de este lado y a veces de aquel. Los mapas son tan inconstantes, tan caprichosos e ininteligibles. Fruto de voluntades en pugna. Sobre los territorios se asoman interesadamente, los poderosos. Y, como dije, el Rey lleva tanto tiempo esperando que sea Ella, Catalina, quien se asome sobre los prados de Polonia, que se vea su enorme rostro mirando desde el cielo, interesada en este mapa. Poniatowski prefiere sumergirse en sus ensoñaciones. El Rey no sabe que del otro lado de la página está su descendiente, la escritora que nació doscientos años después, explicando ambas vidas: la de ella y la de él. Elena sale a caminar por la plaza Federico Gamboa, frente a la pequeña iglesia. Les explica el pasado a sus tres nietas, les habla de sus desconocidos antepasados, los que miran intrigados desde los marcos de las fotografías y desde los cuadros. Pequeño como la plaza de Chimalistac o inmenso como un reino que se pierde en el horizonte, nuestra única posesión es el instante. “El pasado se lo lleva el viento, así como se llevará esta imagen de tres niñas risueñas haciendo bailar a una mujer de pelo blanco a quien ayudaron a subir a un quiosco… Así es la vida, me conformo…” Entonces, ¿la vida de ese Rey? Hay que medirla, proporcionarla, convertirla en capítulos. En el fondo caminamos paralelos con los demás seres de la Tierra. No falta espacio para recordar la editorial ERA, que tiene las letras de Espresate, Rojo y Azorín, ni el viaje que hicieron sus editores y autores a Tonantzintla, en donde se encuentran al temible Guillermo Haro, quien habla con más sabiduría de Thomas Mann que Fernando Benítez. Es el astrónomo al que temen los estudiantes, pero es el mismo que escucha atentamente a los campesinos de Cholula cuando hablan de sus observaciones sobre el campo y los montes. De regreso de Puebla, Elena le dice a su mamá: “Guillermo Haro tiene que ser el padre de Mane”, quien viene tomado de la mano desde finales del volumen anterior. El peso específico de cada persona de nuestra vida está determinado por este sistema de mediciones que es la narrativa. Alguna condesa del siglo XVIII tiene el mismo peso que por ejemplo María Alicia Martínez Medrano, a quien no conocía, pero que creó el Laboratorio de Teatro Campesino e Indígena (LTCI), que se inició en Oxolotlán, Tabasco, en 1983. Los habitantes del pueblo, la señora de la tortillería y el dueño de la tlapalería se mueren de la pena, pero aprenden a perderla y a subir a un escenario. Esta promotora tiene su espacio en el relato de Elena, dirigiendo Bodas de sangre y Lilus Kikus, esta última obra, el regalo de cientos de niños que representaron en homenaje a Elena, acompañada por Julieta Campos. Yo tuve la extraordinaria suerte de ver una puesta en escena del LTCI en San José, de Simón Sarlat, Centla, una ranchería de Tabasco: La dama boba, de Elena Garro. Entre el paisaje selvático, con los niños y los adultos del pueblo, pude ver, en febrero de 2020, la representación teatral más memorable, una forma de la belleza que no conocía, desafortunadamente. Iba bajando el sol entre los pantanos de Centla, sonaba la marimba. A los niños de Centla estaría bien contarles qué es un Rey, qué pelucas suele usar, qué ropa se pone para bailar y qué otra para cazar. Al viejo Rey de Polonia sería bonito contarle dónde queda la selva del Sureste, los calurosos pantanos. Propongo que, mejor, veamos felices la obra de Elena Garro, como en un capítulo de Lewis Carroll, condes, niños, liebres, cartas de la baraja, la escritora y sus nietos, los sastres reales, la corte y el solitario Rey que perdió un reino hace un poco más de doscientos años.
Elena Poniatowska. El amante polaco. Libro 2. México, Seix Barral, 2021.