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domingo, 26 de junio de 2022

200 años de poesía argentina, de Jorge Monteleone




 

Como escribo esta pequeña nota en medio de cajas de mudanza, no dejo de reflexionar en la importancia de las antologías. Yo mismo debí de hacer una selección de mis libros o, al menos, haber coleccionado sólo antologías. Pienso en la importancia de los antologadores, quienes aligeran la vida y nos la hacen fácil de pasar. Y, sin embargo, desconfiamos de ellos, buscamos contradecirlos y oponerles ejemplos de aquello que desecharon sin razón (o con ella). En vez de apreciar en su dimensión este libro, que es un panorama de 200 años de poesía argentina, inmediatamente tengo el proyecto de abrir el mapa de este género y comenzar a investigar quiénes son estos poetas y qué otras obras tienen. Por desgracia (o por suerte) no es posible leer un libro de poesía con la misma velocidad que una novela, y leer una muestra de 217 autores requiere hacerlo a sorbos. La memoria, que no sabe hacer antologías, no recuerda lo importante, no sabe qué elegir. Y los nombres de los poetas se confunden, no están entre nuestras lecturas cotidianas, imposible retenerlos. Volverse conocedor de la poesía argentina requeriría inaugurar una nueva península de vida para frecuentar autores. ¿No es desleal con otros países y sus respectivos poetas? Argentina bien lo vale, pues es la tradición de Lugones y de otros menos conocidos, pero igualmente deslumbrantes. Lo más angustiante de un libro como éste es que un poema necesita de tiempo para ser asimilado. No debería de pasar al siguiente capítulo sin extraer todo el disfrute de este poema, me decía, pero ya iba algunas páginas adelante, y mi sufrimiento había quedado como separador en la página 641, recordándome que ese pasaje de Juan José Saer me tendría que servir como epígrafe más adelante en otro texto; aquel que se refiere a la inutilidad de edificar algo duradero, pues los verdugos de sueños condenarán los nuestros. Qué alto precio el que hay que pagar para construir una obra, pues nada quedará. Lo peor no es eso, sino que todo quedará, me lo demuestran las cajas de cartón, unas sobre otras, llenas de poetas de los que no me supe desprender a tiempo. Mientras que pretendo disminuir la cotización de la mudanza desprendiéndome de cosas, todavía insisto en preguntarme quién es María Teresa Andruetto (de quien conocía sus textos sobre literatura infantil) y por qué sus poemas son como sueños, que parece que no comienzan ni acaban, que tienen una niebla de trapos rotos que pasan. Crucé numerosas páginas dedicadas al surrealismo argentino, pasajes interiores decorados por muebles carnívoros. En uno de esos muebles se sentó el poeta Carlos Latorre y murió devorado por su decoración surrealista. Habrá que volver a Argentina, a recorrer librerías para revocar antologías. Pero detrás de todas las voces que hablan en este volumen, habla la voz del antologador, quien busca una serie de relaciones entre los autores, de temas y actitudes que existen constantemente desde hace dos siglos. Como diría uno de estos poetas (¡que no se me olvide nunca el nombre de Antonio Porchia!): no son poemas estos poemas, sino caminos que conducen a otros caminos. Sobre ellos llevaré mis muebles (no necesariamente carnívoros) y mis cajas. Al terminar este texto, tomaré la ventana y su bugambilia y la guardaré en la última caja. Será lo último en empacar. Ah, bueno, y una involuntaria antología de recuerdos.

 

200 años de poesía argentina (2010), selec. y pról. Jorge Monteleone, 1ª reimpBuenos Aires, Aguilar. Altea. Taurus. Alfaguara, 2011.

sábado, 25 de junio de 2022

El amante polaco. Libro 2, de Elena Poniatowska




 

Este libro es la segunda parte de la vida del último rey de Polonia, Stanisław Poniatowski (1732-1798). Rápidamente, podría decir que los últimos años del protagonista son la nostalgia por la primera mitad de la vida. Pero son, también, el florecimiento y la desaparición de Polonia, un reino asediado por Rusia, Prusia y Austria. Es decir que ante el rey Stanisław se abría la fatalidad de un inmenso vacío: la desaparición de su país, devorado por las potencias enemigas. Así que otro ingrediente más es la nostalgia por un reino maravilloso y justo, pero también la esperanza en el amor, ése que no se borra bajo casi ninguna circunstancia. Me refiero al amor de Poniatowski por Catalina la Grande, Zarina y Autócrata de Todas las Rusias: la amada que brilla a lo lejos, inspirando una supuesta protección. El Rey piensa que Catalina le dio Polonia como una muestra de amor, y pasa los años con la esperanza de volver a verla, de mirar en ella un poco de la pasión que quedó ardiendo en el corazón de él. Así que El amante polaco de Elena Poniatowska es asimismo el relato de la desilusión, puesto que el protagonista ve morir poco a poco las ilusiones de su vida. Todos estos sentimientos se encuentran encerrados en esta novela, y se encuentran agitados en cada uno de los capítulos del libro. Dice la solapa que es el libro más ambicioso de Elena; no lo sé, porque cada uno de sus libros es ambicioso. En diferentes sentidos todos ellos, pero ambiciosos. Son grandes tapices, muestras grandes de humanidad: personas en profusión mostrándose a través de la palabra. En este caso, la técnica de Elena consistió en extender la vida de Poniatowski como en un gran mapa, la vida en las llanuras, en los bosques, en las estepas rusas: el exilio una vez que la Tercera Partición desapareció Polonia para siempre. No para siempre, pero sí durante un periodo que para la medida humana es equivalente a un “para siempre”. Y el protagonista, exiliado en Rusia, pero atendido soberbiamente, piensa en el regreso. Muere añorando volver a su Polonia desaparecida. Un personaje algo soñador, si se piensa en un monarca sin territorio y sin su corte. Siempre construyendo en la imaginación lo que ya no existe o viviendo siempre en lo que es aparente. En las noches, la mente vuela con esa “esperanza demente” de su corazón a las fiestas en que estuvo con Catalina la Grande, a esas noches en que hicieron el amor, en que se despojaron de sus títulos y de sus propias personas para convertirse en sólo pronombres entretejiéndose, un Tú y un Yo arborescentes con ramas que tienden hacia un Otro. Ese monarca, cuya vida consiste en ser elegante, en bailar con corrección y en discutir sobre la literatura contemporánea de Europa, tiene la obsesión de educar a su sobrino, Józef Poniatowski, quien alcanzará la gloria de ser mencionado en un par de líneas por Tolstoi. La educación de Józef lo distinguió entre los polacos de su tiempo, y lo hizo una inspiración para los que vinieron después, por lo que existe una escultura ecuestre en el Palacio Presidencial de Varsovia que hace recordar sus hazañas militares al lado de Napoleón, en Rusia, y su muerte heroica cerca de Leipzig, en 1813. Era, sin embargo, el sobrino “Pepi”, el joven que se deslumbraba con las historias de su abuelo, el conde Stanisław Poniatowski, aquel que se decepcionó cuando supo que su hijo, el futuro monarca, no tenía vocación militar. Prefiere los elogios de los artistas que se presentan en el Teatro de Invierno, prefiere escuchar las obras de Haydn y Salieri. Avanza la vida de Poniatowski a lo largo de las páginas, y avanza igualmente la vida de la autora. ¿Con qué sentido? ¿Cuál será el punto en que la pinza estreche sus puntas? Son el ensueño de la vida y las glorias militares, todos aquellos mapas que cambian todo el tiempo… A veces el río queda de este lado y a veces de aquel. Los mapas son tan inconstantes, tan caprichosos e ininteligibles. Fruto de voluntades en pugna. Sobre los territorios se asoman interesadamente, los poderosos. Y, como dije, el Rey lleva tanto tiempo esperando que sea Ella, Catalina, quien se asome sobre los prados de Polonia, que se vea su enorme rostro mirando desde el cielo, interesada en este mapa. Poniatowski prefiere sumergirse en sus ensoñaciones. El Rey no sabe que del otro lado de la página está su descendiente, la escritora que nació doscientos años después, explicando ambas vidas: la de ella y la de él. Elena sale a caminar por la plaza Federico Gamboa, frente a la pequeña iglesia. Les explica el pasado a sus tres nietas, les habla de sus desconocidos antepasados, los que miran intrigados desde los marcos de las fotografías y desde los cuadros. Pequeño como la plaza de Chimalistac o inmenso como un reino que se pierde en el horizonte, nuestra única posesión es el instante. “El pasado se lo lleva el viento, así como se llevará esta imagen de tres niñas risueñas haciendo bailar a una mujer de pelo blanco a quien ayudaron a subir a un quiosco… Así es la vida, me conformo…” Entonces, ¿la vida de ese Rey? Hay que medirla, proporcionarla, convertirla en capítulos. En el fondo caminamos paralelos con los demás seres de la Tierra. No falta espacio para recordar la editorial ERA, que tiene las letras de Espresate, Rojo y Azorín, ni el viaje que hicieron sus editores y autores a Tonantzintla, en donde se encuentran al temible Guillermo Haro, quien habla con más sabiduría de Thomas Mann que Fernando Benítez. Es el astrónomo al que temen los estudiantes, pero es el mismo que escucha atentamente a los campesinos de Cholula cuando hablan de sus observaciones sobre el campo y los montes. De regreso de Puebla, Elena le dice a su mamá: “Guillermo Haro tiene que ser el padre de Mane”, quien viene tomado de la mano desde finales del volumen anterior. El peso específico de cada persona de nuestra vida está determinado por este sistema de mediciones que es la narrativa. Alguna condesa del siglo XVIII tiene el mismo peso que por ejemplo María Alicia Martínez Medrano, a quien no conocía, pero que creó el Laboratorio de Teatro Campesino e Indígena (LTCI), que se inició en Oxolotlán, Tabasco, en 1983. Los habitantes del pueblo, la señora de la tortillería y el dueño de la tlapalería se mueren de la pena, pero aprenden a perderla y a subir a un escenario. Esta promotora tiene su espacio en el relato de Elena, dirigiendo Bodas de sangre Lilus Kikus, esta última obra, el regalo de cientos de niños que representaron en homenaje a Elena, acompañada por Julieta Campos. Yo tuve la extraordinaria suerte de ver una puesta en escena del LTCI en San José, de Simón Sarlat, Centla, una ranchería de Tabasco: La dama boba, de Elena Garro. Entre el paisaje selvático, con los niños y los adultos del pueblo, pude ver, en febrero de 2020, la representación teatral más memorable, una forma de la belleza que no conocía, desafortunadamente. Iba bajando el sol entre los pantanos de Centla, sonaba la marimba. A los niños de Centla estaría bien contarles qué es un Rey, qué pelucas suele usar, qué ropa se pone para bailar y qué otra para cazar. Al viejo Rey de Polonia sería bonito contarle dónde queda la selva del Sureste, los calurosos pantanos. Propongo que, mejor, veamos felices la obra de Elena Garro, como en un capítulo de Lewis Carroll, condes, niños, liebres, cartas de la baraja, la escritora y sus nietos, los sastres reales, la corte y el solitario Rey que perdió un reino hace un poco más de doscientos años.

 

Elena Poniatowska. El amante polaco. Libro 2. México, Seix Barral, 2021.

domingo, 12 de junio de 2022

Pedro Armendáriz, de Gustavo García

  



 

Pedro Armendáriz (1912-1963) iba a ser el mexicano ideal. Pero qué lejos ha quedado todo eso, ¿no les parece? Se ha redefinido tantas veces lo que significa ser mexicano que será difícil saber qué parte de esa esencia le corresponde actualmente. Siempre y cuando, esa esencia exista y alguien se la esté disputando. Por otra parte, se debe de seleccionar parte de su filmografía para intentar una narrativa que enuncie lo que significa. A este actor le debe de corresponder una fotografía que se rinda ante su rostro, un director que sepa conducirlo a lo largo de una historia, ya que los géneros cinematográficos (sobre todo los mexicanos) son una misma receta con diferentes proporciones. Antes de abandonar esta metáfora para siempre, sólo debe decirse que la sazón sería el toque maestro que deja cintas admirables para siempre, como María Candelaria Enamorada. En los 40, Armendáriz no sería la cara visible de una industria, sino la emanación mágica de un pueblo del que se sabe poco, y lo poco que se sabe es una continuación narrativa del buen salvaje. Bueno, los países colonializados tienen esa opción para presentarse en el mundo. Pero eso les permite manifestar las virtudes estéticas en los festivales cinematográficos. Los cineastas mexicanos, en los años 40, tienen un prestigio internacional, lo cual no debe de olvidarse, pues así dejaríamos de asombrarnos demasiado ante la presencia mexicana en la industria actual. Esa sorpresa nos vuelve un poquito provincianos ante el mundo: causa un olvido injusto. Gustavo García (1954-2013), que tanto hizo por la historia y la crítica del cine mexicano, logró dar una visión de conjunto de Armendáriz, gracias a las entrevistas con familiares y colegas del actor. La visión de conjunto que dejó resalta las virtudes profesionales y delinea los rasgos esenciales de una personalidad fílmica. Pero son tantas las películas en que actuó (casi 130) que necesariamente, pasan rápido por una biografía. Se encuentra uno reposando su opinión acerca de la más reciente cinta, cuando ya el protagonista filmó otras tres. Pero el éxito es engañoso porque obliga al actor a repetir su éxito hasta que se precipita en el vacío… o hasta que logra sobreponerse a sí mismo. Gustavo García no cuenta la historia en singular, sino que narra lo que hizo una asombrosa generación de cineastas que lograron una presencia mundial: María Candelaria y su éxito en Copenhague, Gabriel Figueroa recibiendo un premio en Checoeslovaquia, y películas como EnamoradaBugambilia Maclovia, exhibidas en Japón… Sin embargo, siempre ha habido malas películas insertas en todas las filmografías. Sirven para demostrar que aun los mejores ingredientes producen obras terribles. Vi, para acompañar esta lectura, una cinta de las que no conocía de Armendáriz: El charro y la dama (1949). A pesar de Max Aub y de Shakespeare (es la adaptación de La fierecilla domada), el resultado es terrible. Pero hay que decir un poco más que un juicio sumario: el director, Fernando Cortés, quiso hacer de Armendáriz un galán cómico que sólo le habría quedado bien a Pedro Infante; al ver la película, se renace el agradecimiento por Fernando Soto Mantequilla, que logra salvar buena parte de nuestra cinematografía. Finalmente, se reflexiona que muchas cintas tienen como fondo esta historia shakespereana en que las mujeres necesitan ser domadas. Sin embargo, no es un juicio terminante, pues es como una dialéctica, ya que muchas actrices lograron crear personajes que se yerguen espléndidamente en una época adversa a su realización. Por último, Armendáriz, en cualquiera de sus cintas, aun en las peores direcciones, logra escenas en que destaca como una efigie insólita, una mirada y un rostro cuyo misterio no logra ser despejado. En mi caso, queda una cinta que me gusta más que cualquiera otra, Distinto amanecer (1943). En ella, Pedro Armendáriz y Andrea Palma son vidas trágicas cuyo dolor, a punto de doler, son desvanecidas por los trenes que ululan al amanecer.

 

Gustavo García. Pedro Armendáriz, 3 vv. México, Clío, 1997.

 

sábado, 4 de junio de 2022

Soledades, de Luis de Góngora

  



 

¿Cómo es que la inmensa arquitectura de la poesía gongorina fue cubierta por el polvo del tiempo? Se lo pregunté, hace años, a Antonio Alatorre y me contestó que fue la inercia de una época. La pereza que fue creciendo entre los preceptores, que leían a sus alumnos la poesía de Horacio –la pálida muerte hiere con igual zarpazo / las cabañas de los pobres y los palacios de los ricos– y preguntaban: “¿Qué bonito poema, verdad, niños?”; en cambio qué horror: “Pasos de un peregrino son errante / cuantos me dictó versos dulce musa”, quién sabe qué es eso. Y fueron arrumbando, olvidando un estilo de hacer poesía. Aquellos conocimientos que circulaban entre lectores fueron perdiéndose y llenaron estantes de discusiones en forma de “antídotos contra el gongorismo”, los cuales prepararon otro tipo de poesía, la neoclásica, en donde no hemos encontrado un poeta comparable que rehabilitar. Todavía no se cumple un siglo de su redescubrimiento, del imborrable año de 1927 que sepultó un prejuicio. Tan alta es la genialidad poética de Luis de Góngora (1561-1627) que se me figura una torre más alta que la de Babel, respetada por los idiomas y no sobrevolada por ningún otro talento. Los poetas –¡es que tienden a proponer disyuntivas inútiles!– lo han opuesto a Quevedo, y muchos han seguido a este último: Díaz Mirón, Borges, Paz…, y han visto en las Soledades arquitecturas huecas, fastidio repetido. Todavía en 1986, Octavio Paz escribió: “Hace mucho quería decirlo y ahora me atrevo: las Soledades es una pieza de marquetería sublime y vana. Es un poema sin acción y sin historia, plagado de amplificaciones y rodeos divagantes; las continuas digresiones son a veces mágicas, como pasearse por un jardín encantado, pero la repetición de maravillas termina por parecer tediosa” (en “Contar y cantar. Sobre el poema extenso”). Un juicio semejante sólo me parece aceptable porque entonces aún no se publicaba la incomparable edición de Robert Jammes (1927-2020). Antes de ella, la lectura de las Soledades podría parecer una labor sin fruto. Pero el especialista francés prosifica el poema y comenta línea por línea. Y donde antes había confusión se encuentra incuestionablemente la claridad. Me gustaría tener una metáfora digna para haber enunciado lo anterior, pero no es posible. Pero sí, el gusto de saber que Jammes no vivió en un cubículo académico, sino entre las cabras, en un monte. Eso me pareció un homenaje más vivo al poeta de Córdoba. Dije que lo que es difuso se torna claro: claro a un nivel de exactitud. Tres jóvenes se embarcan por un río y descubren a lo lejos un cortejo de cazadores. La descripción de la cetrería significó para Góngora un conocimiento preciso de ese arte, y para Jammes la capacidad de revivirlo para explicárnoslo. Pasa volando, rápidamente, un borní, la delicia volante de cuantos ciñen líbico turbante; y el editor no deja pasar la oportunidad de usar su propia cetrería para cazar el momento de la belleza poética y hablarnos del borní y de su capacidad para matar palomas, e incluso liebres, si es enseñado. Y así, va limpiando, mostrando, el inmenso instrumental poético de Góngora, destinado a crear un irrepetible poema que nos dice con insistencia que la vida verdadera está en otra parte.

 

Luis de Góngora. Soledades (redactadas entre 1612 y ¿1626?, publicadas en 1627), ed., intr. y notas, Robert Jammes. Madrid, Castalia, 1994. (Col. Clásicos Castalia, 202)