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domingo, 4 de agosto de 2019

El caso de Charles Dexter Ward, de H.P. Lovecraft



Mi paranoia es muy modesta y se conforma con destruirme a mí. En cambio, la de H.P. Lovecraft (1890-1937) era más ambiciosa y se interesaba por el fin absoluto de la humanidad. En sus imaginaciones narrativas, las antiguas profecías eran capaces de corromper las palabras, las miradas, los espíritus y hasta las mismas piedras, impasibles por naturaleza. Por mucho tiempo, sus libros fueron los compañeros de mi psicosis juvenil, siempre imaginando el desenlace del mundo. Pero lo que yo ambicionaba ver no se cumplió del mismo modo. Hasta cierto punto, nuestra Historia Universal es fraudulenta: estábamos condenados a la destrucción por un designio supranatural. Pero miren, nuestra autodestrucción es vulgar, carece de grandeza. Hace tiempo que se han perdido las señales en las constelaciones; los manuscritos antiguos han enmudecido –y no por eso han dejado de ser best-sellers las profecías admonitorias. Pero antes, qué emoción, el mundo tenía misterios, bibliotecas inaccesibles en lugares desconocidos, el mal apenas lograba ocultarse bajo alguna apariencia aceptable, en la soledad de la noche lograban escucharse los murmullos de los designios. ¿Volver a eso?, ¿al viejo Lovecraft? Muy bien, pero con una sonrisa condescendiente. Y, también, la incredulidad de quien ya lo ha leído todo. Descender al espíritu de Lovecraft, al fin que seguramente ya no esconde nada. Seguramente, sus recursos me parecerán inocentes o hasta ingenuos. Pero no, por alguna razón que se me escapa, esta tumba, este vaho maligno, aquel sonido subterráneo, siguen siendo turbadores. Y eso que los hemos visto hasta el hartazgo en toda la gama de películas de horror. Quiere decir que toda esa utilería no es nada, si la quitamos de golpe queda en su lugar sólo un vacío, una voz que llama. Nos dice: aquí, en una época ya olvidada ocurrió algo que no imaginas. Si bien ha sido olvidado, los vestigios de las culturas lo recuerdan en sus inscripciones. Pero hasta el recuerdo de esas culturas se ha perdido. Lo inquietante no es eso, lo verdaderamente perturbador es que ese conocimiento se ha transmitido por vías misteriosas. Los alquimistas, los ocultistas, los portadores de ese conocimiento se lo han comunicado entre sí. Generalmente, el mal son los otros. El típico conservadurismo de la Nueva Inglaterra, el horror a lo novedoso. Pero aquí, en esta novela, ocurre algo diferente, pues la semilla de la destrucción está en uno mismo. El antepasado olvidado, aquel que no envejecía a pesar del paso del tiempo, el que era temido por todos los vecinos, de quien se perdió la memoria una vez que se descubrieron los experimentos inhumanos a que sometía a las personas que secuestraba. El protagonista de esta novela se deja seducir por esa historia, busca los pocos vestigios que dejó ese antepasado para describir con un profundo miedo que son idénticos. En sus manuscritos está el conocimiento oculto, aquel que permite seguir los rituales, decir las palabras improbables para devolver a la vida a hombres de otros tiempos. Por un serie de experimentos prohibidos, logra dar vida a su propio antepasado. Es idéntico, pero con una mirada enferma y una expresión maligna. Ambos, uno frente a otro, se miran. Eso, naturalmente, no sucede frente a nosotros. Lovecraft no es tan obvio. Ocurre casi todo entre las penumbras, en sitios proscritos. Como decía, la alquimia, y ese tipo de prácticas, se encuentra desacreditada entre los saberes actuales. No así la alquimia de las palabras. Pesando y midiendo las sustancias y sus adjetivos, convierte el plomo de los lugares comunes en inolvidables perturbaciones del espíritu.

H.P. Lovecraft. El caso de Charles Dexter Ward / The Case of Charles Dexter Ward (1941), tr. Francisco Torres Oliver, 2ª imp. Madrid, Valdemar, 2017.

viernes, 2 de agosto de 2019

Letras sobre un dios mineral. El petróleo mexicano en la narrativa, de Edith Negrín



Confieso no saber nada acerca del petróleo, siendo un tema central. Ignorancia imperdonable, ya que todo lo que me rodea tiene que ver con él. Ya sé que duerme (quizá no ha pegado las pestañas), desde tiempos impensables, bajo la tierra. No tengo más que estirar la mano para tocarlo, y aun mientras escribo siento su materia bajo mis dedos desde hace años. En fin, no importa que seamos viejos conocidos si es que no sé mirar detrás de las diferentes en que se me presenta. Sólo hasta este instante me doy cuenta de que le debo la comodidad de no pisar la tierra. Arropa los pasos, calienta y enfría los alimentos, etc., etc., y si no quiero terminar por escribir una oda elemental a su presencia angelical y maligna, me debo detener ahora mismo: sólo mirarlo y preguntarme por su origen, por el camino que recorre hasta venir a morir ante nuestras necesidades. Si se sigue el pensamiento de Marx, es decir, si se le deja de ver como un producto acabado que esconde aquellas relaciones que lo trajeron hasta aquí, veremos entonces su origen, el lejano pozo en que duerme (ya dijimos que en realidad no ha dormido nunca), y lo veremos ser el origen de un complejo proceso que lo somete a transformaciones y a temperaturas elevadas que lo hacen sudar ensoñaciones delirantes. Este libro traza el recorrido de una de ellas, la novela (hubiera preferido algo de pasión en el texto, pero la autora eligió un indiferente desgranamiento de las obras que estudia), y establece que el petróleo fue, primero, un descubrimiento de los autores extranjeros. Las obras literarias alimentaron primero la imaginación lejana, llegaron estadounidenses, ingleses y hasta checos (¡el autor de El Gólem, Gustav Meyrink, tiene un cuento dedicado al petróleo de Tampico!). Fueron extranjeros los primeros cronistas de la codicia; destaca uno de ellos –Jack London– porque vino a México a mostrar su lado oculto, pues si bien era “socialista”, concebía este pensamiento como el bienestar para unos cuantos: “El socialismo no es un sistema ideal, planeado para lograr la felicidad de toda vida, ni de todos los hombres; está pensado para la felicidad de ciertas razas similares. Está ideado así para fortalecer estas razas afines, para que sobrevivan y hereden la tierra cuando se extingan las razas inferiores, más débiles… Es la ley.” Aunque este texto fue escrito en 1899, este autor vino a México en 1914 a mirar el país con los anteojos de esos prejuicios. Puede decirse que el ciclo de novelas dedicadas a este tema comienza con el descubrimiento narrativo del petróleo (tal vez con Mapimí 37, de Mauricio Magadaleno, en 1927) y culmina con los narradores que vivieron el 68 (Héctor Aguilar Camín, el más sobresaliente, con su novela Morir en el Golfo, de 1986). Con pocas excepciones, se trata de una rama narrativa muy poco conocida (y, a juzgar por las conclusiones de la autora, con frecuencia de poca calidad). Quizá sólo Rosa Blanca de B. Traven y La cabeza de la hidra, de Carlos Fuentes, pero las demás obras pertenecen a un submundo que fluye, igual que el petróleo, bajo tierra. Por otra parte, el reportaje sobre la expropiación, Robo al amparo de la ley, del inglés Evelyn Waugh, escrito por encargo contra Lázaro Cárdenas, puede ser “la página más racista y despectiva que se ha escrito sobre nosotros” (y por ello, de deliciosa y morbosa lectura, sólo que la edición mexicana es casi inaccesible). La impresión general que deja la lectura de este libro –repaso de obras narrativas que difícilmente serán reeditadas– es que existe poco diálogo con muchos de estos textos: muy poca verdad en los personajes, ideología en vez de pasiones. Pero guardan algo de vida, sólo que es necesario desenterrarla, narrar la existencia de estos enterrados escritores.

Edith Negrín. Letras sobre un dios mineral. El petróleo mexicano en la narrativa. México, El Colegio de México-UNAM, 2017. (Col. Estudios Sobre Energía)