El tema de este libro es la insignificancia, como lo
dice su título. La fiesta que lo completa seguramente se refiere a su
abundancia, pues la historia completa está construida sobre insignificancias
que, entre sí, se sostienen. Puede ocurrir algo, o, ¿por qué no?, lo contrario.
“Buenos días, ¿cómo estás?”, puede preguntar un personaje. “Bien” o “mal”,
puede ser la respuesta, la cual cambia completamente el desarrollo de los
acontecimientos. Pero una vez que las insignificancias forman parte de una
trama, tienen que ocupar el lugar de los grandes sucesos. Así, la caída de una
plumita que nadie ve a la mitad de una fiesta, puede ser un evento importante o
no. Todo esto es el trazo de una poética. Los personajes de la novela son
amigos que tienen un momento de coincidencia en la historia, aunque cada uno de
ellos tiene su propio mundo del cual les interesa poco salir. Aunque, viéndolo
bien, no parecen quererse mucho, los une más bien la costumbre. Y el aburrimiento.
Así que inventan bromas entre sí. Por ejemplo, dos de ellos van juntos a las
fiestas y uno de los dos se hace pasar por un sirviente pakistaní, sin saber
hablarlo, así que tiene que inventar su propio idioma, pero de una manera
verosímil para que la gente no se dé cuenta de la broma, y poder seguir
divirtiéndose en los cocteles. ¿Y si la gente se diera cuenta? Ése es el
problema, no todo mundo tiene sentido del humor. Las bromas se han vuelto
peligrosas, escribe este escritor checo que vive en París. Bueno, los franceses
han comprobado ya esta frase. ¿Desde cuándo el humor es peligroso? Hay una
anécdota sobre la cual gira la novela, atribuida a Stalin. Muchas veces,
después de un día de trabajo, al líder soviético le gustaba quedarse con sus
colaboradores más cercanos para contarles historias de su vida. Una de ellas
fue cuando salió de caza y recorrió trece kilómetros, cuando, de pronto, vio
veinticuatro perdices sobre un árbol, pero él sólo había salido con doce
cartuchos. ¡Qué mala suerte! Así que disparó y mató a doce, recorrió los trece
kilómetros de regreso a su casa, tomó otros doce cartuchos, volvió hasta las
perdices, que seguían posadas en las ramas, y las mató a todas. Los
colaboradores lo miraron pasmados, pero no se atrevieron a decir nada. Al final
del día, los que habían escuchado la historia se reunieron en el baño,
furiosos. ¡Stalin nos contó una mentira!, dijeron mientras escupían con
desprecio. Todos alrededor de Stalin habían olvidado qué era una broma, es la
conclusión de los personajes. Naturalmente, Stalin no lo había olvidado. No
creo seguir bien la conclusión de esta fábula. Quizá, Kundera piensa que un
tirano puede tener un buen sentido del humor. Pero no creo que sea sólo eso.
Puede ser que el humor es como una clave, un sobreentendido. Cada historia,
cada imagen, puede ser leída en serio o en broma. La leyenda que consagra puede
ser también la que destruye, si el humor la ridiculiza. Una sola ironía puede
pulverizar el solemne imaginario del Querido Líder norcoreano, sólo por poner
un ejemplo. Como nada está a salvo de su alcance, ni el poder más alto, es
buena broma saber que Stalin conservaba sano su sentido del humor.
Milan Kundera. La
fiesta de la insignificancia / La
fête de l’insignifiance, tr. de Beatriz de Moura. México, Tusquets, 2014.
(Col. Andanzas, 837)