Otras entradas

domingo, 31 de diciembre de 2017

Gockel, Hinkel y Gackeleia, de Clemens Brentano



 
Un cuento fantástico, magnífico tema, además es fin de año, en él pasarán todas las cosas, pero hay que fijarse bien, porque en este tipo de literatura puede pasar lo que sea, pero no todo asombra. Lo verdaderamente fantástico es el tipo de cosas con las que se maravillan los personajes, porque lo que a ellos les parece natural a nosotros nos parece fuera de toda norma, y viceversa. Así que si un día despertamos y nuestra casa se ha convertido en un palacio de oro y marfil, está bien. Pero la existencia de una ciudad en que vendan rosquillas y pasteles de liebre, eso sí que es increíble. Clemens Brentano (1778-1842), a partir de 1810 se dedicó a recoger y escribir cuentos para niños. Como de costumbre, los adultos los leen para descubrir en ellos cosas que de otro modo no verían. Es que las fábulas esconden bastante bien sus moralejas y su sustancia. Gockel y Hinkel son esposos, y tienen a su hija Gackeleia, viven en un viejo y pobre castillo que fue de sus antepasados, acompañados de su gallo Electryo. Y el centro de este largo cuento es la irresponsabilidad de Hinkel y Gackeleia, esposa e hija del protagonista, respectivamente, que una noche, por imprudencia dejan que un gatito se coma a la esposa de Electryo y a sus pollitos, y deciden echarle la culpa al pobre padre. Electryo, desdichado por la muerte de su familia, sólo pide que su amo lo mate con la espada de sus antepasados. Al morir, de la garganta de Electryo sale una sortija mágica. Hace muchas páginas que se quedó atrás nuestra credulidad (vamos en la 59), saboreando el juicio contra el gatito culpable, pues las aves sirvieron como testigos contra él. Qué lástima, no verá entonces cuál es el meollo de esta historia: que Gockel le pide a la sortija mágica que a él y a su esposa les devuelva la juventud. Así que lo maravilloso de este cuento maravilloso es que no existe lo irremediable, como en la realidad. No pasa el tiempo fatalmente, y lo que ocurrió una vez no ocurrirá para siempre. Por eso causa tristeza su lectura, pues mientras continuamos embarcados en el tiempo, los personajes regresan a vivir su juventud, piden riquezas. ¿Y si le pedimos a la sortija mágica que le devuelva la vida a Electryo? Concedido. El gallo vuelve feliz a aletear frente a todos. Naturalmente, ocurren más aventuras en este cuento, pero apuremos las hojas hasta el final, ¿cuál es el último deseo? Gackeleia, que se encuentra feliz de poder pedir cualquier deseo, exclama: “Ya no me queda más que desear que volvamos a ser como niños y toda esta historia sea como un cuento y que Electryo nos la esté contando”. Así que permitan que ponga aquí el por varios motivos maravilloso último párrafo: “Apenas pronunció estas palabras, que Electryo se sentó encima de la mesa, cogió la sortija con el pico y se la tragó en un santiamén, y justo en aquel mismo instante todos los presentes se convirtieron en unos hermosos y alegres niños que, sentados sobre una verde pradera en torno al gallo, escuchaban atentamente la historia que éste les contaba, mientras palmoteaban, y todavía me arden las manos de dar tantas palmadas, pues yo también estaba allí, pues de lo contrario no habría podido contar esta historia”. ¿No es una bella manera de decir que esta realidad de aquí, irremediable, puede que esté construida con el material de lo fantástico?

Clemens Brentano. Gockel, Hinkel y Gakeleia, prólogo y traducción de Carmen Bravo Villasante. Barcelona, José J. de Olañeta, 1988.

jueves, 28 de diciembre de 2017

José Maria Eça de Queiroz, Obras completas, tomo I

 
¿Para qué era que queríamos obras completas? ¡Ah, sí!, para tener a la mano a los clásicos, para consultar pasajes célebres, para venerar a los que así han sido editados y para evocar los tiempos en que se escribía siguiendo el gran plan de las obras completas. Todavía hace pocos años, Milán Kundera hacía el elogio de la escritura como la ejecución de un gran proyecto vital. Nada de anotaciones en papelitos. Qué rápido se ha jubilado esa idea. Aunque no es menos nueva esa frase de Amiel: “No dejaré más que fragmentos”. En fin, el portugués Eça de Queiroz (1845-1900) es llamado en el prólogo: “el vencedor del tiempo”. Irónicamente, sería cuestión de gran molestia para los portugueses del siglo XIX saber que su escandaloso contemporáneo haya logrado esa trascendencia. Con gran pena haré memoria de esos tiempos y diré que no recuerdo casi ningún otro nombre de entonces. Perdurará entonces el mundo que vio Eça de Queiroz: alegremente corrompido. Sus novelas son la demostración constante de que el cinismo es el verdadero bien a que podemos aspirar. Las tragedias que relata, finalmente no lo son tanto. Sus personajes van aprendiendo a vivir en esta sociedad construida por la doble moral y la murmuración. La idea que este autor tiene del escándalo es bastante peculiar. Aquí, quienes se escandalizan son los viejos sacerdotes cuando se enteran de que el joven padre Amaro respeta el secreto de confesión. En la novela La reliquia (1887), el protagonista viaja a los tiempos de Cristo; al hacerlo, no muestra sorpresa, como si prefigurara el realismo mágico. Ese personaje, a su regreso al siglo XIX, ve perdida su fortuna por falta de cinismo. Entonces, el Cristo colgado en la pared, lo mira, su rostro se desfigura y comienza a burlarse: su desgracia proviene de la falta de cinismo. Pero quizá mi secuencia favorita, la que se me quedó revoloteando a lo largo de estas páginas, es la que se relata en El primo Basilio (1878): la historia de un adulterio ocurrido mientras un ingeniero parte a un largo viaje y deja a su esposa sola. Su primo Basilio la visita y la seduce, y todo es visto perspicazmente por Juliana, la sirvienta. Un personaje maravillosamente delineado, que va recogiendo, del cesto de la basura, las cartas de amor que documentan la infidelidad. La delicia con que Juliana va saboreando el poder que adquiere sobre su patrona se palpa. Literariamente, el resentimiento descrito con morbo es un platillo suculento. Juliana, asimismo, se deleita imaginando las escenas en que denuncia a su patrona con su esposo, antes de que sus mezquinas ambiciones sean aplastadas con gran ironía por el destino. Finalmente, el otro sentimiento que caracteriza a Eça de Queiroz es la indiferencia, una seca indiferencia por las ambiciones humanas. Así como piensa que los hombres se valen de lo que sea para conseguir sus fines, éstos son vistos como algo despreciable. Un poco del escándalo que causó hace 130 años permanece vivo sin duda.



José María Eça de Queiroz. Obras completas, tomo I, recopilación, traducción, prefacio, acotaciones marginales y notas explicativas de Julio Gómez de la Serna. Madrid, Aguilar, 1964.


sábado, 16 de diciembre de 2017

Riña de gatos. Madrid 1936, de Eduardo Mendoza



Escribir, escribir porque sí. Y luego, buscar una justificación. Y quizá, delinear hasta una poética. Pero breve, que quepa en unas cuantas líneas, porque le quitas espacio a lo importante. Decir, por ejemplo, que comentarios como éste son piezas pequeñas de un rompecabezas inmenso e incompleto, cuyas piezas difícilmente embonarán. Que tienen la forma que tienen por la prisa, que se escriben en los bordes de los compromisos importantes, por la única necesidad de no dejar pasar. Porque antes, ¿recuerdas?, dejabas pasar los libros, los arrojabas a un afluente que se dirigía al olvido. Ahora también, pero el olvido sólo te pertenece a ti, que tienes la pasión de convertir en palabras olvidables. El personaje de esta novela tiene asimismo una pasión: la pintura de Velázquez. Ésa lo hace viajar a Madrid, en los inicios de la Guerra Civil. Le han dicho que una familia de aristócratas necesita dinero, y por esa razón necesita la opinión de un experto. Naturalmente, acepta, aunque el camino sea peligroso y a pesar de que no haya que hablar con nadie pues en los trenes, en las ciudades, quién sabe con quién se cruce uno. Pero como decía: la pasión. Y a su alrededor se entrecruzan otros asuntos, como las conspiraciones, el amor, el fascismo. En esta novela, que corre tan natural y placenteramente, hay una precisa recreación de la España antes de Franco. Jorge Luis Borges odiaba ciertas maneras de la descripción. Decía que en el Corán no hay un solo camello, y nadie ha dicho, por esa razón, que sea menos árabe. No hay nada de pintoresquismo en esta novela, no hay descripciones detalladas, sólo apuntes hechos rápidamente al pasar. Y eso lo hace profunda. Hay algo en la técnica de este autor que no podría exponer, pero cuyos resultados son notables: la cualidad de dar el efecto del movimiento de una ciudad, de las masas anónimas que la transitan. Personajes cuyo anonimato los une, con una personalidad que oculta algo. Los personajes nunca son lo que aparentan. Se van revelando según las circunstancias de esta novela que podría ser llamada policiaca, si bien no sabemos siquiera quién es el que en realidad está investigando, pues el protagonista se encuentra tan confundido como los policías que intentan seguir la trama de los hechos. Si tuviera que compararlo con algún autor mexicano, elegiría a Jorge Ibargüengoitia, por su costumbrismo irónico y por el ridículo social. Y luego, me preguntaría qué se necesita para que la obra de un autor tenga importancia fuera de las fronteras de su país, porque Eduardo Mendoza ha sido distinguido con el Premio Cervantes 2016, pero tengo la impresión de que no tiene el reconocimiento que merece entre los lectores de otros países. Olvidaba la pasión que persigue el protagonista: la pintura de Velázquez. Todos los peligros se toleran porque se tendrá oportunidad de especular de largamente sobre la autenticidad de una obra desconocida del pintor de Felipe IV. ¿Para qué es que está Velázquez en este panorama de una España en descomposición? Quizá como ejemplo de que esos tiempos decepcionantes nos heredan un arte que seguirá deslumbrando.

Eduardo Mendoza. Riña de gatos. Madrid 1936. México, Planeta, 2016.