Es muy raro que alguien viva lo que tiene que vivir. A
juzgar por las esquelas y los discursos, la gente muere siempre cuando lo mejor
está por venir. De Guillermo Prieto (1818-1879) se dijo, por el contrario, que
había vivido mucho, que su existencia había atravesado el siglo XIX y que había
llegado a una edad “venerable”. Eso no quita que hoy nos parezca que también
haya que incluirlo entre aquellos que debieron de vivir un poco más, pues 79
años no son demasiados. Por sus famosas memorias nos explicamos la razón de que
la salud decimonónica fuera algo tan pasajero, pues se acostumbraba comer cinco
veces al día de manera sustanciosa. Para ello, las mujeres debían de pasar su
vida entera en la cocina, bien preparando alimentos o bien supervisando a la
servidumbre. Los hombres no tenían nada que hacer en esa parte de la casa
reservada a la mujer, de ahí que la literatura del XIX sea masculina casi por
completo. Los literatos tenían su gabinete para escribir, para reflexionar y
llenar sus cuartillas, su rato libre para escribir sobra la vida y su
fugacidad, naturalmente entre comidas, pues la doncella venía a avisar que
estaba listo el chocolate, el estofado o las enchiladas. Bueno, Guillermo
Prieto sí se metía hasta la cocina, las salas y las habitaciones de sus
contemporáneos. Le gustaba probar todo aquello que le invitaran, escuchaba con
atención las conversaciones de las familias, y vaciaba los diálogos en sus
páginas, me imagino que prácticamente sin darles un reposado tratamiento
literario –la digestión de los diálogos duraba lo mismo que de los alimentos.
Ahora bien, escuchamos el habla de entonces desde atrás de las cortinas o desde
la habitación en donde se esconde el cronista para no ser notado. La gente se
comporta como si no estuviera siendo observada. Y Guillermo Prieto, no lo sabemos,
quién sabe si tenía esa conciencia. Me imagino que sí, su actitud es la de
exhibir a los capitalinos. Carlos Monsiváis, en el prólogo, escribe que tanto
el ridículo como la exhibición de la tontería son “instrumentos de corrección”.
Es cierto, ese cronista tenía la familiaridad con la gente, pero a diferencia
de Sócrates, era bien recibido. Quizá porque no se proponía enseñar nada y
porque moralizaba con la distancia que da la prensa escrita. Pero a diferencia
de Monsiváis, lo que realmente me llama la atención de esta abultada obra –todavía
incompleta, a pesar de sus 32 gruesos tomos– es el léxico inconsciente que
fluye por sus páginas. Sentí, mientras leía estas páginas, la falta de tiempo,
el tropiezo del ritmo, la prisa de la entrega, el cuarto de azotea en que
escribía el cronista, rodeado de pájaros disecados (calle de los Rebeldes, hoy
primera de Artículo 123), en la imprenta de Ignacio Cumplido, quien tenía a
muchos de sus empleados viviendo en el edificio de su diario, El Siglo XIX. Más alto que las aves
disecadas se escuchan las palabras de la calle: parapetos, pachulí, chapurrado,
papanatas, cuchifleta… Me entero aquí de que quien cose canevá debe de contar
los puntos del figuere. Y también, que la fritura se chillaba. El nuevo
diccionario de la lengua no explica esta acepción. Pero sí el de 1780, en donde
veo que es el sonido que hace alguna cosa cuando se fríe. No estoy seguro de
que la obra de Prieto se use como fuente para nuestros diccionarios. Pero de lo
que sí estoy seguro es que los diccionarios de hoy sirven poco para dialogar
con los clásicos de nuestra lengua. Anotar las páginas de Prieto sería toda una
proeza. De hecho, reunir sus obras lo ha sido. Me pregunto si a Boris Rosen, el
compilador, se le ha hecho el reconocimiento merecido. Bueno, ni siquiera
Prieto lo ha obtenido, pero no por eso debería de quedar a la zaga el estudioso
que nos lo ha restituido.
Guillermo Prieto. Cuadros de costumbres 1, comp., presentación y notas, Boris Rosen
Jélomer, pról. Carlos Monsiváis. México, Conaculta, 1993. (Obras completas, 2)