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sábado, 28 de abril de 2018

Acerca de un chaparrito con cara de foca y de su ritmo, el mambo

En los años 40, las rumberas fueron como una ola enorme que inundó la Ciudad de México. Su iconografía es más o menos básica: una mujer en exhibición, hagan de cuenta como un santo en su nicho, con los brazos abiertos, a punto de acoger un ritmo, en el momento preciso en que inicia el temblor rumbero de las caderas. A sus lados, la escenografía del pecado, las desventuras de la virtud. Porque el argumento general del cine mexicano tiene cierta simplicidad: es una sociedad que se escandaliza con el pecado, que se horroriza de contemplar el pecado, para luego darse cuenta de que es ella misma la que baila desenfrenadamente. Eso a lo que le llamamos: la doble moral, personaje central en nuestra vida, ingrediente de la receta para cocinar lo que se conoce como “la Identidad Mexicana”. En el cine mexicano, los ricos y los pobres están relacionados de una manera misteriosa: muchas veces los ricos son hijos de los pobres, y los pobres de los ricos. Las familias ricas son aburridas, y las pobres cantan canciones rancheras, se divierten como nadie y viven más intensamente. Las madres virtuosas, que dan todo por sus hijos, ignoran que a la vuelta de la calle hay burdeles, en donde el ambiente se hace un poco más espeso, hay una marquesina que anuncia a la rumbera de moda, quien quizá sea la muchacha que vive en la misma vecindad, tal vez sea una joven conocida, que dice que tiene que trabajar para mantener a su familia, o incluso… puede que sea… ella misma. ¿Será posible que ella, madre virtuosa, sea al mismo tiempo una sicalíptica? Oh, eterna anagnórisis de la vida mexicana, en la cual siempre se está descubriendo la verdadera identidad de alguien, el auténtico parentesco, para al final darse cuenta de que todos estamos hermanados, y que todos somos parientes del disfortunio, del pecado o de la fatalidad. El cine es ante todo un espacio mental, un hábito cotidiano, el lugar en el que se aprende de moda, de idiosincracia, de música, de baile. Y todo se encuentra formando una trama apretada. Hubo una película, Distinto amanecer, de 1943, que contaba la historia de una familia normal: un matrimonio. O eso parecía: en realidad, al llegar la noche, el marido volvía a su casa, con su esposa verdadera. Mientras tanto, la esposa se cambiaba de ropa para ir a su trabajo auténtico: prostituta en un centro nocturno. Ya repetí demasiadas veces las palabras: falso, verdadero, auténtico, escondido. Porque la vida mexicana es de apariencias, familias enteras ocultando un secreto. Lo que quiere decir que el goce de la vida, la música, el erotismo y el acercamiento sensual al otro, todo eso se tiene que vivir a escondidas. Todo se puede, pero que nadie se entere o que todos hagan como si nada ocurriera. Pero siempre, esa verdad del amor tiene que emerger, no se puede mantener oculta por mucho tiempo. Así que las mortificaciones de la censura tienen sentido. Por un lado, el gobierno mexicano tiene funcionarios con tijeras, que miran y miran películas, y deciden qué le conviene ver a las familias mexicanas. De preferencia, ombligos no. El ombligo es un centro erótico, así que detengan la cinta, que el censor va a quitar algunas escenas. La infidelidad, el pecado: sólo si se castigan. Y si al final gana la virtud, entonces pueden permitirse más cosas. Ahora sólo falta que la cinta sea vista por la Legión Mexicana de la Decencia (y no Liga de la Decencia, como dicen algunos libros). Este grupo de nombre tan sonoro y digno, fue formado por los Caballeros de Colón en 1935, y funcionaba de la siguiente manera: si el público se sentía ofendido por alguna escena pecaminosa, si algún espectador sentía que la mirada de Ninón Sevilla hacía peligrar su ingreso al Paraíso, entonces la Legión podía mandar cartas a los periódicos, a las revistas y a la radio, para pedir que se quitara de la cartelera. Esta institución acudía a los puestos de periódicos a comprar las revistas con fotos de rumberas. Luego de analizarlas concienzudamente –tenían un sacerdote dedicado a leerlas–, decidieron ir a quemarlas a la Alameda Central de la capital. Con el mambo, los conservadores añadieron nuevos incisos a sus nociones de pecado y gracias a él la gente decente adquirió nuevos conocimientos de Anatomía. ¿Saben? Todos vivían en concordia: justos y pecadores. Los justos se suscribían a las revistas inmorales, escuchaban todos los boleros que hablaban de infidelidades, iban al cine a registrar todas las coreografías de todas las rumberas. Y al final, dictaminaban en contra de cada una de ellas. En todas las iglesias aparecía el boletín de la Legión Mexicana de la Decencia, y todos los fieles sabían qué canciones no había que aprender y qué cines había que evitar. Ahí la llevaban, hasta que llegó Pérez Prado, de un “¡uh!!” y una patada los borró de la faz de la tierra. De pronto, las coreografías cambiaron, se terminaron esos bailes de pareja eróticos pero contenidos para dar paso al exorcismo de la música, obra del mambo brotó el demonio que todos traíamos dentro, los contoneos sexualizados, los cuerpos que parecían atravesados por una descarga eléctrica, todo eso apareció en el cine y en el teatro. Las mujeres no trabajaban, ni siquiera podían votar. Bueno, sí trabajaban: podían coser ajeno, planchar, salir al mercado. Mientras tanto, las rumberas, qué ligeritas, y bailaban bajo el peso de todos los estigmas, bajo toneladas de condena moral. Y aún así, qué piernas, qué movimientos, qué manera de mover el esqueleto. Yo me asomé a otros tiempos, y pude ver a Dámaso Pérez Prado. Como que sentí que podía estar por ahí, a punto de gritar o de indicar que los metales explotaran en una armonía asombrosa, de esas que cimbraron la música como un cañonazo de los de Chaikovski. Un cañonazo muy certero, por otra parte, ya que cayó en medio de esta sociedad que acabo de describir. Como la marea, cada tanto la moralidad de la sociedad mexicana dejaba ver esa tensión social que pedía que algo se derrumbara. En los años 20, las tiples del teatro de revista, que salían al escenario sin medias. En los años 30, la llegada de las rumberas. Y el mambo, junto con la voz de María Victoria, anunciaban un momento nuevo, una necesidad. Lo mismo los movimientos de Tongolele, que le imprimió a la región inferior del cuerpo movimientos propios de la gelatina, como dijo el escritor Salvador Novo. Si nos fijamos bien en esas escenas del cine, veremos que lo principal es la exhibición del cuerpo, como en un escaparate. En los años 50 no existía aún una cultura juvenil, lo que vendría quizá hasta los tiempos del rock and roll, pero el mambo le perteneció a la juventud, aunque no había algo distintivo. En las escenas de baile, no hay una moda particular, algo que dijera: somos jóvenes. Lo qué hay es una búsqueda musical. Hoy da igual que sea o no mambo, porque mambo es una palabra que esconde muchas cosas: Pérez Prado hizo mambos pero creó muchos otros ritmos. Y hoy que los escuchamos, somos incapaces de decir si son o no mambo o suby o pau pau o culeta. A Prado se lo tragó el término del mambo. Y se extendió por una época, por varias regiones, hasta volverse un fenómeno universal, pues la exactitud de la palabra es aquí cierta: si pensamos que hasta Japón bailó con el mambo. Curiosamente, en Japón han gustado también Los Panchos, la salsa y el tango argentino. He puesto todo este contexto porque considero que el mambo es música mexicana. En general, la música de México es una apropiación. Y el mambo dio con algo central de la Ciudad de México. Prado se fue involucrando con la capital de México, grabó “Lamento gitano” de María Grever, y más adelante, con la voz de Benny Moré, convirtió en mambo “Tú, sólo tú”, de Felipe Valdés Leal. Grabó a Memo Salamanca, un extraordinario músico veracruzano. Entre todas las maneras de tocar el mambo, hay una quizá un poco relegada: el bolero, pues Prado hizo grabaciones con cuatro de las mejores voces en la historia del bolero: María Luisa Landín, Fernando Fernández, Avelina Landín y María Victoria. La genialidad de Prado se muestra porque cambió la textura del mambo, la hizo dulce y logró que fuera todo un fenómeno. De pronto, Pedro Vargas, Toña la Negra, Ana María González, Eva Garza, los cantantes de boleros, se dedicaron al bolero mambo. Prado también le cantó a al Politécnico, a la UNAM, al mercado de la Merced, a la calle de Tacuba y a los taxistas mexicanos: “Yo soy él icuiricui. Yo soy el macalacahimba. Yo soy el ruletero. Yo soy el chafirete.” Pensaba que esta última palabra era una aportación de Pérez Prado, pero encontré que existe un primer registro en 1932. “Chafirete” es una manera afectuosa en diminutivo para referirse a un chofer, quizá a un chofer chafa. El novelista Mariano Azuela fue el primero en usarla en una novela. Así que se trata de un mexicanismo incluido en un mambo. Agustín Lara y José Alfredo Jiménez, los dos mejores del siglo XX, fueron grabados por Pérez Prado, igualmente: “Cucurrucucú paloma” de Tomás Méndez, “La borrachita” de Tata Nacho, “Estrellita” de Manuel M. Ponce, “Frenesí” y “Perfidia” de Alberto Domínguez y “Quién será” de Luis Demetrio y Pablo Beltrán Ruiz. Ya lo sé, no basta con esto para decir que Prado hizo música mexicana. Se trata de arreglos musicales, pero fueron parte de las entrañas de la capital. Una de las parejas de Agustín Lara, Clarita Martínez, me dijo: “Todavía me acuerdo de cuando llegó Pérez Prado a México. Yo trabajaba en el ballet de Chelo La Rue. Y me acuerdo aún de cuando pusimos los bailes para el mambo.” Y yo pensaba que era mentira de ella, aunque cada vez veo que precisamente Chelo La Rue fue la que acompaña al Rey del Mambo en sus películas. Lo central es pensar que el mambo se entrelazó con México, es decir, con su vida cotidiana. Comenzó una de las maneras de la desinhibición: desde el mambo no ha habido vuelta atrás. Es un escalón para ascender en el contenido artístico, pues la libertad que propone de algún modo era esperada por todo el mundo. Pero en México, aunque me imagino que en muchos otros lados, causó desagrado, que es lo que más me gusta. Agustín Lara quiso hacer un mambo, pero salió una canción desafortunada, lo mismo Gonzalo Curiel. Luis Arcaraz también intentó el mambo, con menos mala suerte, pero lejos, muy lejos, de la orquesta de Prado. El “Álbum de oro de la canción”, una publicación que dirigía el periodista “Gastrófilus”, hizo una encuesta en 1950, cuando el mambo estaba en auge. A Juan Bruno Tarraza le gustaba el mambo porque decía que era la síntesis del son cubano con las influencias armónicas estadounidenses. El maravilloso pianista Armando Domínguez, el autor del bolero “Miénteme”, dijo: “Me gusta el mambo por su ritmo principalmente, pero de la manera en que lo están choteando con tantos arreglos mal hechos, creo que pasará de moda rápidamente”. Juan García Esquivel, un músico comparable con Prado, dijo: “Me gustó el mambo desde la primera vez que lo oí pues me identifiqué con la idea, ya que desde hace tiempo he usado en mis arreglos y en mi orquesta acordes a la Kenton… Comprendí la idea del mambo, porque Pérez Prado combina los efectos y las armonización netamente estadounidenses con ritmo cubano y le dio al clavo, pues a nosotros los mexicano nos gustan ambas cosas, las estadounidenses y las cubanas.” Entre estos músicos hay dos a los que no les gustaba el mambo, aunque lo tocaron. Uno de ellos era Ismael Díaz, quien dijo: “A mí en lo particular francamente no me gusta y espero que pase pronto la furia de ese ritmo para dejar de tocarlo”. Venus Rey no destacó como gran músico, sino como gran corrupto pues era el líder de los músicos por muchos años: “Como toda la música en que predomina el ritmo, el mambo está predestinado a introducirse en el gusto de la mayoría del público o inculto… En cuanto a mí en lo personal, no comulgo con el mambo por carecer de la calidad artística, pero como músico comercial, tengo obligación de empaparme de todo para hacer mis arreglos con cuestiones que le gusten a todo el público”. Qué curioso, precisamente el mambo es lo contrario de lo que afirma Venus Rey: El mambo hoy dialoga con Beethoven y con Leonard Bernstein: es más que una época y que un estilo. Es una actitud y un resultado estético. La manifestación de una ruptura social, como la estridencia que se escucha cuando la moral de un tiempo sufre un ataque de pánico. Además de lo que ya dije, añadiría que aportó mucho a la tendencia general del arte que busca demoler el muro que separa la cultura popular de la alta cultura. Imposible decir si Prado es patrimonio del pueblo o gusto intelectual. Pérez Prado y el mambo es mucho más que eso: es un fenómeno que tiene que ser valorado desde todos los ámbitos de una época: desde la música, la literatura, la lingüística, la poesía, la filosofía, la idea de lo social, desde el erotismo y los códigos sociales. 

domingo, 1 de abril de 2018

Se llamaba Vasconcelos. Una evocación crítica, de José Joaquín Blanco



Al hablar del peculiar estilo de José Vasconcelos para exponer sus ideas filosóficas, el autor de este libro dice que su programa cultural no se apoyaba en investigaciones científicas, que escasamente existían en sus tiempos: “se improvisaban con el método de la exaltación de la ‘poesía’… de ahí que Vasconcelos propusiera ese método, el único entonces eficaz: la síntesis emotiva: ‘La sinfonía como forma literaria’.” Frase que me hace darle vueltas y vueltas. Quiere decir que entonces, los intelectuales suplían la falta de conocimiento científico con retórica. O, en el mejor de los casos, con teorías personales hechas de empirismo. Esos espantajos puestos a la mitad del camino, tienen palabras en vez de paja, se desploman porque tienen demasiada ideología, y volvemos a ellos no para admirar sus frases admonitorias, sino su talento literario. Tienen mucha vida escondida, curiosamente. Llama la atención que esas palabras hayan convocado multitudes que les dijeran a dónde dirigirse. Qué hacer. Palabras que recuerdan tempestades, imponentes cañones solitarios, marejadas sin control. Entonaciones que podría usar Moisés al entregar la Tabla de los Mandamientos o un orador en sesión solemne. A eso se le llamaría “literatura sinfónica”. De hecho, no muy lejos de aquí murió el poeta Joaquín. D. Frías (vivía en una casa de huéspedes en la colonia Roma), quien tanto admiraba a José Vasconcelos. Inspirado en él escribió varios poemas sinfónicos, con sus allegros y sus moderatos. Los firmaba por allá por Coyoacán, en donde pasaba sus días, en los años 20. Esto lo pongo aquí para llamar la atención sobre la influencia que pueden tener las palabras. Para tener claro lo que significó Vasconcelos hay que pensar también en aquellos a quienes influyó. Lo mismo pienso de este libro al cual podemos llamar “clásico”. Lo sería en dos sentidos: clásico porque es el resultado de la pasión de un escritor joven (José Joaquín Blanco tenía 26 años cuando se publicó), y también por la pereza de las generaciones posteriores, que no han contribuido con un libro similar. El estilo consiste en gran medida en la concatenación de brillantes aforismos (quizá la falta de espacio, la prisa por avanzar) que dejan del personaje un retrato en movimiento. Pero hay algo más, es notoria la presencia del estilo, o del magisterio, de Carlos Monsiváis. Lo cual me interesa mucho, pues me hace pensar en el problema del estilo. Yo mismo, al comenzar a escribir, parecía haber naufragado en el mar de su estilo. No sé bien cómo habrá resuelto José Joaquín Blanco esta etapa, apenas creo haber leído un libro con sus crónicas y alguna de sus novelas, más publicaciones suyas en revistas. Me gustaría saber si él ha escrito o ha reflexionado personalmente sobre ese problema. Uno se puede revelar a un estilo, o bien lo puede llevar a sus últimas consecuencias. De todas maneras, es el traje que uno viste por algún tiempo. Pero es también un as bajo la manga, un recurso, un truco de magia que uno utiliza cuando está aparentemente arrinconado. El estilo ajeno como una posesión propia, el goce de conocer íntimamente una manera de construir el lenguaje. Un fuego artificial que brilla sorpresivamente en la noche de nuestros largos excursos.


José Joaquín Blanco. Se llamaba Vasconcelos. Una evocación crítica [1977], 5ª reimp. México, FCE, 2013.