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sábado, 27 de agosto de 2022

Norte y sur, de Alfonso Reyes




 

Las temiblemente extensas Obras completas de Alfonso Reyes (1889-1959) están formadas de breves miniaturas. La proliferación de tantos textos pequeños también es temible, para los lectores tanto para los autores. Cómo ordenar, cómo saber que uno no se ha repetido (cosa inevitable), son ideas que a uno atormentan. Naturalmente, hay una línea continua que se va dibujando, las ideas crecen y afloran. Pero eso es algo que uno, como lector, va cazando mientras lee. Así que prefiero, de pronto, abrir el libro a la mitad, a ver en qué andará pensando este autor, cada día tiene un tema nuevo, sorpresivo, que no pierde novedad. En efecto, me encuentro con uno de sus temas largamente rumiados, la relación con Europa. Estaba de moda (en 1944) el libro Maximiliano y Carlota, de Egon Caesar Conde Corti, repleto de novedosa documentación secreta de los archivos europeos. Reyes vio en su juventud cómo los franceses que se quedaron en México luego de la Intervención se adaptaron sin problema nuestro país. Eso se debía a que se trató de un conflicto entre gobiernos, no de dos pueblos. Y me agrada que Reyes no tuviera empatía con Carlota y Maximiliano, la pareja de invasores. Al Emperador se le ha rellenado de una ideología que lo presenta como el ingenuo y buen hombre que llegó engañado a México. No ha dejado de decirse que era más liberal que Juárez, ¡pero Juárez jamás fue un imperialista invasor! Y su muerte derivó de su propia actitud, cuando firmó el decreto (3 de octubre de 1865) que pedía fusilar a los mexicanos que fueran detenidos con armas durante las 24 horas siguientes después de pronunciada la sentencia. No hacía más que seguir las ideas de Bazaine: “Todo individuo, cualquiera que sea, cogido con las armas en la mano, será fusilado. No se hará canje de prisioneros en lo sucesivo… Esta es una guerra a muerte; una lucha sin cuartel que se empeña entre la barbarie y la civilización; es menester, por ambas partes, matar o hacerse matar” (citado por Fernando Benítez, en Un indio zapoteco llamado Benito Juárez). Estos personajes y su corte mexicana de entreguistas son los que una ideología actual pretende justificar. Reyes dice que los más detestables de esa cadena son precisamente esos mexicanos que fueron a ofrecerle nuestro país a Maximiliano. Pero en el fondo son un eslabón de la epidemia de estupidez que cundió por Europa. Me ha llamado la atención este aspecto del ideario de Reyes porque rara vez muestra una dureza parecida. Varios sitios de la provincia mantuvieron vivo el recuerdo de Maximiliano y su paso por diferentes pueblos, de tal modo que la veneración por el Emperador creó un pensamiento que pretendía hacer de la provincia, de su tradición y de sus valores católicos el receptáculo del patriotismo verdadero. La reacción de hoy gusta de tener ensoñaciones con el relato de la invasión francesa.

 

Alfonso Reyes. Norte y sur. Los trabajos y los días. História natural das laranjeiras (1959), 2ª reimp. México, FCE, 1996. (Obras completas de Alfonso Reyes, IX)

domingo, 21 de agosto de 2022

Luis Cernuda en México, de James Valender

 



 

¿Por qué habré comenzado la vida de la poesía leyendo a Luis Cernuda (1902-1963)? No es que sea buena o mala decisión, pero es determinante. Toda la vida, desde el principio, despidiéndose de la belleza, del placer. Incluso antes de haberlo concebido. Mirar la hermosura, pero no para disfrutarla, sino para sufrirla. Ésa es más o menos la herencia de este poeta al cual algunos obedecimos ciegamente durante largos lapsos de la existencia. Disfrutaba platicando con quienes lo conocieron y hablaban de su extraña manera de ser, del terrible privilegio de tratar a Cernuda (1902-1963). Me hablaban de aquellos que años después de su muerte en que sus amigos iban a su tumba a leer poesía. Los que recordaban sus clases de literatura, sus malos modos y su timidez. Con qué masoquista deleite lastimaba uno el propio espíritu con alguno de sus versos… “Frescos y codiciables son los labios besados, / Labios nunca besados más codiciables y frescos aparecen. / ¿Qué remedio, amigos? ¿Qué remedio? / Bien lo sé: no lo hay”. Por la razón de que es un maestro intocado, me resisto a leer los reproches que de pronto asoman entre los lectores posteriores (si es que aún hay). ¡Cernuda odiaba el Modernismo, no comprendió a Darío, decayó en un prosaísmo detestable! Casi ni quiero saberlo, a este poeta no quiero testerearlo demasiado. Qué mal papel el mío. Hay un poema, por ejemplo, que me ha hecho soñar por años, “Quetzalcóatl”, que muy pocos citan: es un joven soldado del siglo XVI cuyos sueños lo hacen tomar el camino de las Indias, que llega con el ejército español hasta Tenochtitlan y le toca ver el encuentro entre Cortés y Moctezuma: “Yo estaba allá, mas no me preguntéis / De dónde o cómo vino, sabed sólo / Que estuve yo también cuando el milagro”. Fue un poeta que despreció a otros que admiro (Unamuno, los dos Machado, Jiménez), pero que planteó una manera distinta de construir un poema. No lo sé, pero tal vez se deba a que él provenía de un camino de soledad literaria, pues parece apreciar poco a los simbolistas franceses. Parecía que iba llegando del siglo XIX inglés, que muy poco se había frecuentado entonces. De hecho, podría preguntarme: ¿hay un vínculo fuerte de la poesía en lengua española con la inglesa? Naturalmente, es una pregunta retórica: es una relación histórica mucho menor que la que existe con Francia. Que este poeta diga lo que quiera, los autores de esta recopilación de estudios lo dejan pasar respetuosamente, sin contestarle mucho. No estoy seguro de que eso le gustaría, pero un gran poeta tiene el derecho de enunciar el mundo a su antojo, aunque eso signifique que sea ciego con otras obras. Es, no obstante, inevitable el placer de ignorar a los contemporáneos. El privilegio de unos cuantos de imaginar a los posibles lectores futuros escandalizados porque los grandes poetas eran incapaces de reconocer otros talentos.

 

James Valender (comp.). Luis Cernuda en México, 1ª ed en FCE-España, corregida y aumentada. Madrid, FCE, 2002. (Col. Lengua y Estudios Literarios)

domingo, 14 de agosto de 2022

En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust




Terminé de leer En busca del tiempo perdido, que en un día ya extraviado comencé a leer. Creo que en esa lejana ocasión salí caminando de la librería, con el tomo primero entre las manos, y lo abrí mientras iba en el transporte público a mi casa, cuando aún vivía con mis papás. Pensaba entonces que iba a avanzar en mi lectura sin consecuencias. Pero al terminar la última palabra sentí la novela sumamente abultada, llena de muertos como separadores, entre sus páginas. Cuando alguien moría, lo ponía cuidadosamente en la página en que iba, para acordarme de mi muerto. Pero no todas las veces funcionaba. Hay algunos incomprensibles, habiendo otros inolvidables –que no necesitan marca en mi lectura. Y yo mismo…, yo pensaba que sólo leería, que vería pasar el tiempo en los demás y no en mí. Desafortunadamente, apenas cerré la última página vi mi rostro, y ya no era el mismo que empezó esta lectura. Radicalmente otro. Qué pena, nadie me advirtió que no se pasa impunemente la vista por la novela de Marcel Proust (1871-1922). En fin, recordé que ése era el pacto con la vida. No un pacto escrito y firmado, pero un pacto a fin de cuentas que uno establece a pesar de su voluntad. Fírmalo si quieres, no importa. Existir es de por sí parte de un contrato. ¿En qué consiste? Verás…, consiste en ser una especie de calendario, de los de antes, de los que se colgaban en la pared; cada una de sus hojas tenía detrás una bonita sentencia, un refrán aparentemente sabio, una receta, un poema, un proverbio… Uno sólo iba adelgazando cada día, compartiendo una sabiduría de la que nadie sacaba provecho. Cada día, una página olvidable. Pero tú querías ser inolvidable, dejar una frase, aunque sea una, digna de repetirse. Yo no conozco a nadie que haya conservado una frase tuya dentro de una de sus libretas. En fin, para qué todo este divagar; ya sé, ya sé…, eso lo has aprendido de este autor. Pero no has aprendido lo esencial, hasta parece que tiraste sus enseñanzas al bote de la basura. Recuerda que este libro revela que en este mundo en que todo perece, hay algo que se destruye más completamente que la Belleza, y es: el Dolor. Crees que tu dolor es eterno, y es la cosa más ridícula y pasajera del mundo. Ni te interesa a ti ni le interesa a nadie. Cuando encontramos una anotación autobiográfica en torno al dolor, nos parece el enigma más incomprensible. ¿Qué me hizo sufrir tanto en esa ocasión, quién era esa persona que me produjo tal deseo de abandonar esta existencia? Qué tonta persona ésa que escribió esta nota. El yo es continuidad, dicen, y resulta que no se parece a sí mismo. No me reconocí, decía, y buscaba mi nombre en mi reflejo, en vez de buscarlo en mi cabeza. Así ocurre en este libro, ¿no es cierto? Dice Proust que, al recordar el nombre, la persona recobra su yo, y deja de ser ese objeto en el que se estaba convirtiendo. De pronto, recordamos el nombre de esa persona, y es como si lo enfocáramos. Repentinamente, tiene personalidad y hasta un sitio preciso en nuestra vida. Hace tiempo compré un boleto y tomé el tren rumbo a Illiers –el Combray de Proust. No pensé que mucha gente siguiera ese rumbo, pero pensé que al menos tenía cierto renombre turístico. Pero ese día, el pueblo se supo sólo para mí. Si no encuentro nada, al menos me sentaré a tomar un café y contemplaré las calles en que caminó este autor. Pero no, ni cafés ni gente por ninguna parte. Nadie por las calles, la iglesia de Saint-Jacques sola. Sus paneles del siglo XV, la Anunciación, los gabinetes restaurados. Uno solo intacto, aquel de la parte trasera, al lado izquierdo, en que el pequeño Marcel se sentaba con su abuela los días de misa. Demasiado frío como para contemplar esta soledad. Mejor ir a la casa de la tía Léonie, a una calle. Es cierto lo que decía el autor, desde su cuarto se veía la torre de la iglesia, aquella del tomo primero. Igualmente, la casa se puso para mí. Sin visitas, los pasillos mostraban los muebles originales de la casa, los documentos y cuadros que la sociedad de amigos de Proust consiguió para exponer. En los alrededores, el bello parque con cierto toque japonés, el agua estancada, los lotos, la sensación de estar en un cuadro impresionista, y la campiña que se extiende a lo lejos. Por aquí debe de estar el camino de Swann, pero no hay a quién preguntar. Venden magdalenas sobre la rue Dr. Galopin, no tienen el sabor largamente esperado, aunque puede ser que no las sumergí en el té, o dada la típica falta de talento. O bien, porque la epifanía busca el momento. Por desgracia, recibir la gran revelación del arte es algo que depende de algo incomprensible. No porque no se pueda comprender, ya que hay bastantes explicaciones al respecto; tampoco se debe de responsabilizar por completo al artista, que bastante hace con esperar. Es una especie de consonancia entre la percepción y el mundo, afinación que se logra sólo en cierto momento. Pero, en definitiva, no es algo que me interese. Ya volveré al tema si es que algún día alcanzo algo siquiera lejanamente similar a una epifanía: revelación que debería venir con su propio instructivo de uso… Oí el paso del río, el paso de las nubes a lo lejos. Pero nada del murmurar de un mundo, el cual sí escuchaba cotidianamente el autor. Una larga conversación sobre topónimos, de la página 128 a la 312, mientras madame Verdurin va recibiendo a los invitados. Qué mujer tan arribista, aunque eso se puede sólo decir en cierto momento, porque ya para el final del libro madame Verdurin ha logrado aquello por lo que tanto padeció, que es pertenecer a la gran sociedad, pues si uno tiene la suficiente paciencia la podrá ver como esposa del príncipe de Guermantes. En las baratijas de la conversación se encuentran joyas. Las pláticas en los salones, las recepciones y las cenas, todo eso produce toneladas de frases, de inmundicias de exquisito sabor. Con ellas, te habrás dado cuenta, se producen grandes monumentos del espíritu, o de la murmuración, que es lo mismo, porque la leyenda de muchas de esas mujeres se construyó sobre una sola frase, dicha en el lugar oportuno, frente al público indicado. ¿Y, por cierto, Marcel?, ¿qué ha sido de él? ¿Qué, no sabe? Ha muerto. Es como decir “fue condecorado”. O: “Le recetaron irse a tomar baños”. En todo caso, ya no puede ir a fiestas. Sus últimas reflexiones fueron conclusiones sobre el paso del tiempo, aunque no hizo otra cosa a lo largo de su vida. Sólo que al final, el tiempo da sorpresas. Por ejemplo: que, el tiempo, siendo un gran escultor, pues cincela pacientemente un rostro a lo largo de décadas hasta que logra su ansiada caricatura de una persona, en realidad sorprende de otro modo: no somos una continuidad en la existencia. En realidad, nos asemejamos a una especie de metamorfosis como las que efectúan los insectos. Toda la vida somos un pequeño animal que de pronto se convierte en un gran insecto inesperado, el de la vejez, que se abulta, se arrastra, se tambalea… Y se muere. Es lo que posteriormente ocurre, siempre. Se procede a poner sobre el muerto una placa, con letras que seguramente serán borradas más tarde por el tiempo, trabajador sin descanso aunque desigual, porque ciertos nombres no puede borrar. Entre los que han muerto en nosotros, algunos tienen nombre, otros permanecen pero no sabemos cómo se llamaban. Con nombre o sin él, hay un secreto, el de la transfiguración en el lenguaje universal de la evocación, que dominaba Marcel Proust.

viernes, 5 de agosto de 2022

Alberto Quirozz: novelista de la Cristiada y noctívago de San Ildefonso





Me entusiasmó descubrir a un escritor, Alberto Quirozz (1907-?), nacido en León, Guanajuato. No importa que mi entusiasmo descendiera abruptamente luego de leerlo. En realidad, el punto de vista de un escritor nuevo para mí, que habla un poco más de los tiempos de los Contemporáneos, de los escritores de la Preparatoria, de los intelectuales de los años 40… todo eso es una maravillos veta de anécdotas y de vivencias. Era un autor que se decía “hijo de la Revolución”, que leyó apasionadamente a los rusos y a los clásicos españoles durante sus tiempos de San Ildefonso, cuando era compañero de Efrén Hernández, quien a su vez le escribió a Quirozz estas palabras: “Si busco entre las líneas próximas a mi propia carrera, no encuentro ningunas más antiguas ni constantemente próximas que las tuyas”. Hubo otros amigos, dice el autor de Tachas, pero se fueron antes… Ciertamente, luego se iría él mismo, pero aun cuando sobrevivió más años Quirozz, no ha sobrevivido su nombre entre nosotros. Trabajó en la revista Contemporáneos, y se hizo amigo de Xavier Villaurrutia, a quien parece haberle dedicado un pasaje de su libro Los intelectualesCuarta crónica (1978). Aparentemente aún vivía en 1983, cuando Emma Godoy le prologó su libro Los primeros magnates. Después, sólo en un libro se ha vuelto a mostrar curiosidad por Quirozz: El país de las siete luminarias. Antología literaria de Guanajuato, de Benjamín Valdivia (1995), que recoge un texto suyo. Leí Lupe fusiles (1957), la cual luego de un atractivo comienzo se desploma en una prosa sin interés. No podría decir más, ni siquiera hay modo de encontrar fácilmente sus obras. Escribió ensayos sobre novelas mexicanas y textos sobre cine, pero ésos tampoco los he podido leer. Consideraba que su mejor novela era Cristo Rey, de 1952, “basada en un hecho histórico, la tentativa frustrada de un grupo de jóvenes de la ACJM fomentando un levantamiento en armas (que) terminó con el fusilamiento del grupo entero” (según escribe Edith Lozano Pozos, en un artículo de la Universidad de Chicago). Ante estos intentos literarios, no muy convincentes para mí, lo que me gusta es escucharlo hablar, dar su testimonio. Al fin que es el único, y tiene por esa razón algunos valores añadidos. Fue entrevistado y grabado el 25 de enero de 1978 por Jesús Juárez, en la Librería Juárez. El casete se encuentra en el acervo de la Fonoteca Nacional.

 

 

1.    Es muy difícil publicar lo que uno escribe

Calculo que tengo editados como 31 o 32 libros, porque he tenido obras de dos tomos como una que se publicó allá por 1944 que se llamó Poesía y teatro infantiles, una cosa de literatura para los niños, escolar. Por cierto que siempre me complace recordarlo porque hicieron 20 mil ejemplares de cada tomito. Fueron dos tomitos. Eso es muy bonito porque como les decía –o como ustedes ya lo saben–, se padece desde el punto de vista de la poquedad editorial en asunto de ejemplares. Cuando a un autor se le lanza a razón de 20 mil, ah caray, aunque no sea uno nada narcisista y nada egoísta, debe complacerse. Entonces ahí está una obra de dos tomos. Y tengo otra que se llama Biografías de educadores mexicanos que me encomendó la Secretaría de Educación Pública y que tiene mucho sentido porque en realidad el maestro ahí es dado a conocer hasta donde es posible. Yo tengo preparado un tercer tomo, que no sé si lo haga Educación o lo haga otra casa, otra institución, pero se hizo con muy buena idea para una feria, primero un tomo y luego otro tomo. El primer tomo apareció, creó, en 63, algo así, y luego el otro en 71. Son dos tomos.

Mi primer libro fueron cuatro cuentos, se llamó Zigzag novelesco, de los cuales Salvador Novo desechó uno y yo le he hecho caso. Salvador Novo tenía entonces en Revista de Revistas una sección de crítica que se llamaba “Plegadera”, en aquel formato antiguo, de allá por 1929 o 30. Y allí, como siempre, se burlaba o ironizaba, y decía que uno de esos cuentos era una cosa muy romanticona. Y sí, creo que sí, y si alguna vez se reedita, creo que deberá descartarse ese cuento. Y qué bueno que ya queda ahí esa clase de impronta para la historia, desde el punto de vista editorial. Si alguna vez se hace, quiero que se sustituya con alguno de mis primeros cuentos, porque yo publiqué en “El libro y el pueblo” allá por 55, por ejemplo, un gran cuento, para mí es grande, tiene su sentido práctico, se llamó “Cairelito”: una perrita (…) que no estaba casada, porque la casada es la de Walt Disney. El cuento es muy bonito. Yo he publicado una serie bastante numerosa de cuentos. No mucho, seis, siete cuentos. Entre ellos está “Cairelito” para los niños, que devenía de ese libro de “Poesía y teatro infantiles”, y me salió muy bien; y tan me salió muy bien que yo tuve un choque con Walt Disney porque le reclamé. Después de mi cuento que aparece en 55 en “El libro y el pueblo” viene La dama y el vagabundo. Y yo le dije que no quería pleito pero que sí consideraba que mi cuento tenía primacía. Y que si no, por lo menos me explicara quién era el autor de la obra de donde había tomado la historia de La dama y el vagabundo. Se enojó, que él la había hecho mucho antes. Y también tuve contacto con el represente. Que su obra estaba adquirida en los Estados Unidos mucho antes que mi “Cairelito”, y que no había plagio. Entonces el plagiario resulté yo. Porque está claro, yo lo remito a “El libro y el pueblo” en 1955. Entonces, ése me gustaría mucho, porque debe estar escrito por 50. Es muy difícil que uno publique luego lo que acaba de escribir. Solamente de encargo. Y así, yo escribí para Kawachi un cuento que me costó mi trabajo, de doce páginas, que estaba basado en Sofía Bassi. Trae una teoría muy interesante porque yo decía ahí que a la protagonista le ha de haber pasado alguna cosa relativa a su teoría del arte, desde el punto de vista intimista, de la superstición y del esoterismo. Es muy bonito el cuento. No lo publicó. “Te voy a dar quinientos pesos”, me dijo. Ni ése por encargo se publicó.

Ya dije hace un momento que la novela siempre, desde un principio, me interesó muchísimo. Y tengo publicadas hasta la fecha quince novelas. Entre ellas, me ha dado mucho Cristo ReyLos ladronesHistorias para Oscar Lewis (que está basada en Los negros, una especie de réplica para Los hijos de Sánchez, ésos se vendieron bastante pronto, antes de un año). Pues son muy chistosos: la segunda edición de Cristo Rey no la ha querido hacer ni Lajous. Les he rogado. “No tenemos ni papel”. Y el padre Garibay –que era muy amigo mío el doctor Garibay– me dijo una o dos veces: “Pues ya publique el Cristo Rey en segunda edición usted”. “Yo ya publiqué la primera, ya hice la lucha por la primera, a segundas ediciones ya no me voy a meter”. A través de unos amigos les he dicho que publiquen Cristo Rey o Una mujer decente. Que lean perfectamente Cristo Rey, porque muchos han opinado que Cristo Rey es la mejor novela cristera y por eso no la quieren. Porque somos muy chistosos, desgraciadamente: nos superan y sentimos luego luego, rencor o envidia. Es lo que les iba a decir a los jóvenes: no tengan esa actitud de no querer reconocer lo nuestro bueno, porque es malo. O no querer reconocer también lo otro que también tenemos, lo malo, soslayamos también lo malo, somos muy buenos, muy machos,  muy trabajadores, muy todo, muy buenos pero falsamente. Eso nos está perjudicando de manera crónica. También le he dicho a mi amigo: “Dile a los Porrúa que sustituyan, si Cristo Rey no les gusta por la cuestión religiosa, si tienen algún resquemor, entonces publiquen una cosa que alguien me dijo: “La mujer decente es la novela de la clase media en México”. Y yo creo que sí porque esa novela la escribí en León y también es en gran parte histórica. Histórica en el punto de vista que yo los voy a pintar a ustedes, mañana lo encuentro. Entonces, La mujer decente está tomada de muchachas, muchachos estudiantes, que yo viví, conviví, porque a una cuadra de mi casa estaba la preparatoria. Y yo en la preparatoria estuve un año. Y todas las muchachadas, esas locuras, están en La mujer decente. Y La mujer decente es León. Yo soy allá, de León, Guanajuato. Y saben muy bien que el Bajío es el corazón de México porque allí confluyen los cuatro puntos cardinales. Lo mismo confluyen hasta las canciones, la música del norte nos llega así, por resaco, por marea, por lo que sea, que nos llegan las cosas veracruzanas, ahí está lo de “El Ahualulco”, que vienen del Bajío. Y de la Costa y el Occidente, por Guadalajara aquí entra. Y la cosa del sur, a través de la capital nos avisa. Yo nací con la Revolución, y ya tenía yo como siete, ocho años, nos agarraban mi padre y mi madre, córrele que venían. Mi padre tenía una tienda. O mi madre… Y era un corredero, y se metía uno a la hacienda. Ya tengo noción de lo que es la Revolución. ¿Ven? Ésa es meramente del norte y de la capital. Los nuestros, del ambiente no quieren ver… Pues sea por Dios.

 

2.    Sentía la necesidad de comunicarme directamente con el ambiente

Sobre mi libro más reciento, Diálogos frente al año 2000 reafirmo que me había sentido cansado por escribir tanta novela y sentía la necesidad de comunicarme directamente con el ambiente a través de lo que yo puedo llamar “palabras directas”. Es decir, ya hablar de la realidad. Esto no es ficción. Tiene cierto cariz, para darle cierta amenidad desde el punto de vista literario, pero en el fondo es palabra directa. Ahí hay personajes para huir precisamente del resquemor que tiene el lector de las cosas del yoísmo, ¿me entienden? Como está en primera persona, para que el lector no le haga el feo, así de golpe con el yoísmo, dándole el yoísmo de frente, pues le rehúye. Entonces, meto yo ese matiz. Es como un piquetito en el café, ¿no?

Y cubre todas las áreas, se habla de independientes, comunistas, fanáticos, esnobistas, santos… Menciono algunos nombres alguna vez, también, por no hacer la cosa tan plana en el sentido meramente ideológico, sino incidir con un poco de amenidad plantando un ejemplo, pero rehúyo en general los ejemplos. Entonces ya nada más diré cuáles son los esnobistas: los esnobistas son éstos. Los indiferentes, los disfrazados, los curas, el clero, la religión. Hasta eso no son capítulos largos.

Estoy por publicar una segunda parte, una siguiente parte, que ya está hecha de una primera parte de mera historia o memorias o diario. Más bien es diario. Yo le voy a llamar “cuarta crónica” a esto de los intelectuales, porque yo tengo publicados libros muy interesantes como el Diario mágico. Me lo han elogiado mucho. Es una especie de diario. Lo conoció Xavier Villaurrutia –fue mi amigo, yo era un chamacón; era mi maestro y esas cosas, y aparte de maestro fue mi amigo–, y yo le enseñé varias cosas y todavía tuve la fortuna de enseñarle eso y unas cosas más como una novela que se llama El proyecto de Julia. Y entonces él y otras gentes, lectores y escritores, me han alabado mucho porque yo en el Diario mágico me alcancé la puntada de escribir una especie de prosa poética, pero no con ese fin, sino para lograr un diario. Quise hacer un diario. Eso está escrito por 1934, 35, publicado en 36, y luego recopilados los tres libros anteriores en una cosa que se llama Diario mágico. Pero yo me alcancé estas dos puntadas: hacer un diario con un estilo muy riguroso como poético. Es el Diario mágico. Luego sigue una segunda crónica que es Odisea de la Virgen Morena, muy semejante, es una especie de novela que yo voy a la Villa, le rezo a la Virgen y la saco de ahí para que vayamos por todo el mundo, ella y yo, y vamos viendo el mundo, ésa es la Odisea de la Virgen Morena. Pero también es autobiográfico. Por eso la llamo “la segunda crónica”. Y la tercera crónica es esto, porque aquí están las ideas del autor, ya me lo han dicho. Para conocer su ideología, sus ideas, tenemos que recurrir indiscutiblemente a este libro. Y luego ahora vienen los intelectuales, que va a llevar dos partes. Fundamentalmente, una que hago recordando a mis amigos y mis gentes, tratadas o conocidas, a base de nombres: Xavier Villaurrutia, Ricardo Garibay, el doctor Ángel María Garibay… así, en breves capítulos. Y luego, una segunda parte en que vuelvo a incidir en este estilo de meterme en la cosa de la realidad pero con máscara de ficción. Agarrar la realidad pero con máscara de ficción.

 

3.    La fama y la trascendencia

A un escritor lo hacen famoso la obra y la publicidad. Creo que sí. Que no sabe uno cuándo la publicidad es lo básico para ser famoso pero siempre se necesita de la obra. Ahora, viceversa, que no sabe uno si es la pura obra la que lo está haciendo famoso. Se puede partir de los dos extremos: o se parte generalmente de la publicidad, del poder publicitario que se tenga atrás; o se parte fundamentalmente, como decíamos, en muchos caso, de la obra misma, de ahí se salta, el trampolín es la propia obra. Pero conectando siempre con el poder publicitario. Yo creo que la obra sola sí se da a conocer pero muy lentamente, de modo tortuguesco, a la larga, a control remoto. La pura obra sola es muy difícil que se haga famosa. Sobre todo ahora, ustedes lo ven, los mismos canales que tenemos de televisión están en manos de gente que es adversa a los valores profundamente positivos. Les gusta el chacoteo de la lana, la cosa subrepticia de por acá, una chamacona, el dinero de don fulano, la política de “este señor es hijo del fulano de tal mandamás”. “¡Ay, no, no, éste es un deslenguado!” A mí me dijeron en La Prensa, fui a llevar una novela que se llama Lupe fusiles (otra novela mucho muy importante, se la recomiendo): no la van a reeditar. La llevé tratando de que la reeditaran, a La Prensa. Cuando yo, por segunda o tercera vez dije: “¿qué pasó?”, dice: “No se puede, no es apta”. Dije: “Pues ya me lo imaginaba porque realmente soy un desconocido, no soy famoso, yo considero que no soy famoso”. Entonces el individuo ése, que no quiero decir su nombre porque me parece muy interesante, dice: “No, señor Quiroz, usted no es desconocido. Tenga la bondad de pensar que le dije que no es apto aquí para las intenciones de La Prensa, no es idóneo. Ciertas ideas personales del autor no se conllevan con la empresa”. Muy bien, no se me olvida que me consoló: “No es que sea usted desconocido. Es que, yo le estoy diciendo la verdad, muchas de sus cosas como ésta no son aptas para ciertas empresas como la nuestra”. El autor de Nayar me lo confirmó, Miguel Ángel Menéndez. ¿No es cierto que a veces por lo deslenguado se vuelve no apto para ciertas empresas editoriales?

La profundidad hace a un escritor trascendente, el deseo de calar a fondo, hasta lo más profundo en lo que está haciendo. Rehuir la moda y las superficialidades. Yo por eso fui muy amigo de Xavier Villaurrutia. Muchos me dicen: “¡Ay, pero Xavier Villaurrutia tiene fama de homosexual, qué bruto, no hombre!” Afortunadamente a mí no me lava el cerebro nadie. Soy re malo para que me laven, no me dejo lavar, soy muy reacio. Digo: “Mira, yo en primer lugar, ¿sabes por qué fui amigo de Xavier Villaurrutia? Porque era muy inteligente”. Y a mí dos cosas me han deslumbrado siempre: la bondad auténtica de una persona y su inteligencia. Me deslumbran. Aquí puede venir un señor de muchos millones y no va a ser el más importante para mí. La gente más importante aquí va a ser la más inteligente o la más noble, porque bondad y nobleza son la misma cosa. Entonces, pues a mí qué me importa, yo no fui amigo de Xavier Villaurrutia para acostarme con él. Yo lo fui a ver porque él me buscó, pero yo estaba recién llegado. Y como muchacho, yo ya venía dispuesto a hacer carrera de escritor. He ahí por qué no tiene nada de alarmante que yo fuera amigo de Xavier Villaurrutia. Si yo ahora tuviera aquí a un Xavier Villaurrutia ahorita, no dejaba de hacerme su amigo, si fuera muy inteligente. Aquí lo digo en mis memorias del próximo libro de los intelectuales. Xavier Villaurrutia era una de las gentes superiores a José Gorostiza. Sí, Gorostiza tenía la personalidad del mudo. Sí, yo lo traté varias veces a José cuando estaban los Contemporáneos aquí en Independencia 19. Yo fui ayudante de Ortiz de Montellano. Y entonces, a Xavier, en todas sus pláticas, le chorreaba la inteligencia. ¿Saben qué es chorrear? Como cuando le chorrea a uno el sudor. Y a Pepe no le chorreaba. Le chorreó…, pero es otra cosa. Xavier tenía la peculiaridad de ser muy inteligente en sus libros. Busquen, ustedes los jóvenes, sus cosas, notas críticas, es de lo más importante que hay, como los de Cuesta. Su crítica en general. Sus notas críticas, que tiene bastantes. Él escribió bastante de crítica, de teatro y de poesía. Era tan inteligente que se refleja en su labor crítica. Vayan a buscar sus cosas de pintura como observador, ¡qué caray, mucho nivel! Y platicando así como puedo, como este joven, yo tengo que convencerme de que es muy inteligente. Y si lo vuelvo a ver dos, tres, cinco, diez veces, y confirmo y reconfirmo… Yo traté por bastantes años a Xavier. Después nos veíamos en la calle. Primero mucho tiempo seguido, iba yo, tenía su estudio en Brasil 42, antes de llegar a Santo Domingo. Entonces yo iba frecuentemente, fue cuando le enseñé lo del Diario mágico, los libros que están compuesto de tres libros pequeños: Carne y poesíaTu gloria, camarada y otra cosa que escribí antes del 65. Ahí les va otra cosa, a Novo también lo conocí. Novo era muy inteligente, eso lo dice Monsiváis. Lo pone por las nubes. De los Contemporáneos, el máximo es Novo para él. Pero mi libro va a decir que no. Y es verdad, porque Novo era muy rectilíneo. Rectilíneo, ¿me entienden? Rehuía y yo nunca pude tratar bien con Novo porque era rechazante en cierto modo.

Este libro está hecho como un tercer libro autobiográfico. Después de mi Diario mágico, de mi Odisea de la Virgen morena, viene este tercer libro, porque aquí están mis ideas, las ideas del ambiente mexicano. Y ahora ya incido más, metiéndome en una parte de los intelectuales, que voy a voy a publicar próximamente, como 135 páginas las dedico a hablar de Villaurrutia, de los Contemporáneos, otras muchas gentes como el doctor Garibay, que fue gran amigo mío. El doctor Garibay se hizo muy amigo mío, ¡un señor canónigo! ¿Por qué? Porque cuando yo lo fui a ver me hace dos notitas en el editorial de Novedades. Y aun más, un día que lo voy a ver con una amiga me dice: “Ya me regañaron los señorones”. Creo que en la Academia –él era académico. “¿Por qué, padre?” (Yo le decía padre, no le decía señor). Porque él me había escrito dos articulotes en Novedades: “Y porque le estoy dando beligerancia a Quiroz”. “¿Y qué les contestó?” “Pues que no se espantaran. ¿Ustedes no hacen lo mismo con sus amigos?”. “Ay, qué barbaridad”, yo me voy de espaldas. Para mí, para un pequeño como yo… Y ahí quedamos. Era como un san Pablo, tenía cara de san Pablo: sus barbas, era de un corazón abiertote. Si les contara todo lo que me dijo, no puedo yo, contaba cuentos colorados, era un corazón abierto. ¿Cómo no va a ser abierto si era un grande indiscutiblemente de la religión, canónigo, un grande de la universidad, un grande de la cultura mexicana? Porque antes de él la cultura mexicana era una y después de él es otra. Pues esa situación de ese señor me la tributa a mí, defendiéndome. Pues es la cosa. Ahí está la lógica, amigos míos. Es ilógico querer a uno a quien le cae bien. Y muchas veces en el amor es uno rete ilógico. Porque muchas veces los padres de uno: “No andes con fulana”, y uno ahí está…

 

4.    La flor y nata de los intelectuales

Tengo todos los Contemporáneos convividos conmigo, menos Jaime Torres Bodet porque se fue a Europa, en 1929 o 30. Yo vine a estudiar a la preparatoria en 25 y 26. Me regresé, estuve un año escaso en mi tierra, ya con la picada de la araña literaria. Y que me regreso para hacer mi carrera de escritor. Dejé trabajo y de todo: “No se vaya. Le vamos a aumentar”. Trabajaba yo allá con los zapateros. Me rogaron: “No, mire, yo me voy a estudiar. Estoy muy martajado, quiero estudiar muchas cosas y servir después si regreso acá a mi patria chica”. Pero es que un amigo que se llamaba Juárez, en paz descanse, me había mandado decir ciertas cosas que me prendieron y me vine con 40, 50 pesos. En mi casa me dijeron: “Te vas y dejas trabajo, no te vamos a poder ayudar”. Ya después me mandaban… Trabajé en comercio, mecanógrafo, cajero. Y luego me di cuenta de que ahí lo matarían a uno: me explotaban demasiado. Salía cinco minutos antes: “Quiroz, ¿a dónde fue? Todavía no es hora”. Yo ya quería ser escritor, que me salgo. Y… ¡bendito gobierno!, es una de las veces que yo defiendo al gobierno. El gobierno, mal que bien, ayuda y ha ayudado a los escritores. Yo, en el gobierno, no pude encontrar mejor realidad. Nunca hice carrera de burócrata, nunca traté de ser doctor en letras. A mí me ofrecieron un Departamento en Bibliotecas. He tenido la ventaja de que yo conozco a la flor y nata de los intelectuales en México a partir de 1926, porque ya cuando yo vine a estudiar ya conocí a García Formentí, al Tlacuache, que también son importantes, pues tienen sus cuentos y son figuras muy importantes en la vida intelectual: Germán de Campo. Conviví con gente muy joven, que era la que más se codeaba conmigo porque estaba en la prepa, en San Ildefonso. Conocí a López Mateos cuando andaba de orador, compitió en el antiguo Teatro Hidalgo que estaba en Regina. Allí eran los concursos de oratoria de El Universal, ahí se presentó López Mateos y ahí lo conocí. “¿Quihubo, mano?”,  y yo también: “¿Quihubo, mano?”, y ahí todos nos codeábamos, “vente, mano, al café”. No fui compañero, compañero, pero sí tuve convivencia en aquellos relajos intelectuales de gente joven. He tenido suerte, sin querer. Cuando yo me iba a venir de León, tenía un amigo que no sé si ya se haya muerto, cuando yo trabajé en el Palacio Municipal, ayudante del Presidente. Allí me encontré a un compañero que gustaba mucho leer, ya leía más que yo. Y él me dice cuando ya sabía que me venía: “Mira, Quiroz, te vas a encontrar con que fulanito es esto –Valle Arizpe–, a menganito le dicen esto –Nardo–, bueno, me dio como quince nombres de gente famosa entonces, concluyendo con Villaurrutia. Eso es suerte porque ya desde allá me estaba dando el pitazo, comprobé todo lo que me dijo mi compañero. Yo le llamo suerte.

El que mucho ambiciona va bien. Yo tuve muy buena suerte: iba yo en la secundaria cuando cayó en mis manos el Quijote, editado por la Secretaría de Educación Pública de Vasconcelos, libro precioso en impresión de Calleja. Lo conservo todavía porque allí puse dos apotegmas o aforismos que después han tenido mucho que ver con mi trayectoria. Ésa es suerte. Allá cuando estaba en la secundaria, por el 22. Luego, en mi casa, mi madre le pidió a unas viejitas que vivían al otro lado –viejecillas ya como de 70, 68, de aquellas viejitas de allá por los 20–, el Dante, interesada ella en leer lo del Infierno, que es lo más famoso en todos sentidos de Dante. Todo mundo va leerlo, pues yo también. Pues qué me iba a mí interesar el Cielo. Lo de los condenados que están asándose en mercurio y azogue. Esas cosas que son fantásticas para un chamaco. Y me cayó re bien Dante. Yo le llamo suerte. Luego, por acá me encuentro por Xavier Villaurrutia, a Stefan Zweig. Tres maestros, un libro maravilloso como biografía y como concepción biográfica, me hizo un impacto. La biografía de Isidora Duncan, lo mismo, una biografía tremebunda que se baten los autores. Yo la leí en un día. Estoy contestando libros de verdadero impacto. Luego, Dostoyevski. No cito a otros españoles que también van colindante: los Luises, santa Teresa. Efrén Hernández “Tachas”, Cipriano Campos Alatorre y yo nos dedicábamos por las noches, ya cuando salíamos del trabajo a hacer nuestras tertulias, tres cuatro amigos, leíamos y comentábamos, porque ésas eran verdaderas sesiones de muchachos jóvenes que querían ser escritores. Estábamos bien empapados de nuestros clásicos en literatura española, pero al mismo tiempo estábamos leyendo rusos. A Anguiano le ha de constar que también estaban de moda allá por los 20 y los 30 los rusos, Dostoyevski, Bakunin, Gogol y todo eso. Todo nos los devoramos con verdadero amor, no crean que con superficialismo. Tachas, Villaurrutia, Cipriano Campos Alatorre… Villaurrutia era de lecturas bastantes diferentes. La lectura para ellos y para nosotros era como quien toma leche, biberón. Discutíamos: “¿qué te parece?”, Romulo Gallegos, luego Martín Luis Guzmán en 1933, lo leí en León, porque yo fui a dar clases en León dos años, se murió mi padre. Y una de las cosas de alto impacto, El águila y la serpiente. “Ya vente a comer, son las tres y media”. “Ya voy”. “Ay, Dios, esos escritores”. No lo acabé de leer, todavía me faltaron 40 a 60 páginas, hasta las cinco de la tarde. Salí de clases a las once, me ponía a leer. Pues no, señor, El águila y la serpiente. A mí la Revolución siempre me ha interesado porque soy hijo de la Revolución. Qué locura para leer, con qué locura, con qué furia, con qué amor furioso esos libros. Dostoyevski fue uno de mis maestros. Cervantes me parece maravilloso, mi tatarabuelo literario. Me acuerdo que nos reíamos porque lo leíamos dos o tres muchachos, lo de la zurrada aquella, éramos unos mocosones de preparatoria. Vacilábamos leyendo, pero nos interesaba sobremanera. A mí me interesaba mucho santa Teresa. Rómulo Gallegos, autores franceses e ingleses. Yo en 24, 27, compré un Joyce en inglés… imposible. No que me voy a dedicar al inglés con tal de leerlo. No pude. Es un libro dificilísimo en español. Uno de los que me prestaron libros en inglés fue Jorge Olvera, que es ahora antropólogo. Tuvimos una cultura muy importante, muy sólida. Devorábamos franceses, rusos. Fundamentalmente, porque tampoco va uno a devorarse toda una literatura y menos cuando está joven, no le alcanza el tiempo. Pero lo principal de los autores sobre todo franceses. Ahora no, los nuevos no conocen las cosas hispánicas, no conocen la gramática ni la sintaxis. Los remito a la realidad. Yo ya por ahí les lanzo una pulla en una entrevista. Les digo: qué pena es ver a los jóvenes que lo que buscan es epatar. Las obras que no epatan no quedan. Yo estoy epatando sólidamente porque estoy más bien impactando. Y yo tengo una labor literaria como para tres libros publicada en revistas, no la he recogido, pero tengo. Me ha costado mi trabajo leer muchos libros mexicanos y latinoamericanos para conocerlos, porque muchos hablan de la literatura latinoamericana y mexicana sin leer los libros. Nomás leen las críticas de los libros de los autores y de ahí se basan para atacarlo a uno o para criticarlo. ¿Qué clase de autores son ésos? ¡Falsarios! No puedo hablar de un autor si no lo conozco. Yo de Monsivais, cuando hablo es porque lo he leído. No todo, porque no necesito leerlo todo. Menéndez Pelayo no leía todos los libros que criticó: los ojeaba, dos tres, cuatro, ocho capítulos, cinco, y hacía su crítica. Bastante. No necesita uno leerse las doscientas o trescientas páginas para dar una crítica buena de un libro, me leo cinco o diez capítulos, seis, ocho, para muestra basta un botón: diez botones hacen un ramo. Un ramo es una crítica.

En mis tiempos de hábil me gustaba mucho la natación. La agricultura: yo actualmente tengo una modesta casa con un pequeño jardín. Pero mi sueño ahorita, quisiera que me dijera López Portillo: “¿Qué ambiciona?” “Señor: una modesta casa y unos álamos, pero con un buen járdin”. Mis abuelos, en San Pancho, eran agricultores. Y luego mi padre fue un tanto cuanto agricultor: vendía maíz, semillas, sembraba. Y recaló en comerciante. Y él quiso que yo fuera comerciante. Yo me rehuí, él insistió. Y se molestó porque se daba cuenta que yo estaba rehuyendo la directriz paternal. Y a mí me lastimaba en el fondo, pero pues el destino lo va aventando a uno. Yo estudié para zapatero un año. Digo estudié porque después de la primaria el destino me aventó. Éramos más o menos pobres, gente con posibilidades muy menudas. Y tenía un tío que tenía un buen taller. Y me dice mi madre: “Te vas allá con Nacho, con tu certificado, de zapatero”. Nunca fui brillante, no fui fanático de la enseñanza. Y Nacho: “¿Qué quieres, cortador, cosedor?” Pues lo más elegante… Ya lo traía yo porque soy medio catrín, sin polendas. “No, pues cortador”. Agarré la mesa, corte y corte con unas navajas de unas chavetas, los moldes…

 

5.    Mis oficios me han servido para escribir

Muchos presumen de que “Ay, yo he sido cargador, alijador”, no sé qué cosas. Como que han vivido una vida muy complicada. Pues yo la he tenido muy complicada: he sido seminarista dos años. Me ha servido mucho. Luego, la zapatería un año, un poquito más de un año, porque después de la zapatería de un año, ¿sabe qué hice? Pues yo soy industrioso y organizador, por eso alabo mucho a Lucas Alamán. Es uno de los grandes organizadores Lucas Alamán, digan lo que digan. Entonces, como ya lo traigo de chico y en la sangre, ¿saben qué hice cuando tengo la experiencia de la zapatería? Pues que me digo: ¿por qué no ir más allá de la cosa profesional mía, reducida, del cortador, y le digo a uno: “Oye, voy a comprar unas pieles yo, con mi dinero”, porque a mí siempre me ha gustado concretar lo que yo gano. Y compré dos, tres pielecillas de becerro. Lo importante es esto: el poco dinero que gané, le dije a mi mamá, “voy a hacer que fulano o mengano –dos de los zapateros–, que hagan lo que llaman creo maquila, o algo así, no sé cómo se llama eso, que me hiciera unos zapatos que yo le iba a cortar. Es decir: iba a ser empresario en pequeño. Y compré las dos pieles y corté en casa de mi tío. Todo y hice y dije: “Oye, tú, a ver cuánto me cobras”. Salieron como tres docenitas, algo así. Entonces se usaba mucho que ahí donde estaba lleno de gentes, así en llano, salían con sus zapatos, por las tardes a vender a las grandes tiendas, a los almacenistas.

Es mucho muy interesante el tema del zapatero. Prometo escribir aunque sea un cuento, porque ya en novela no lo abordaría. Con el tiempo me di cuenta de que no era mi ala la cosa industrial. De repente me decía mi madre: “No, señor, a la secundaria”. Y como mi madre no era muy autoritaria, me agarró de la manga, he de haber tenido como quince años, y a la secundaria. “Quiero que hagas una carrera”. Fíjese cómo ahí viene el destino. Al acabar la secundaria, un maestro me dice una tarde: “A ver, Quiroz, ven acá, ¿qué vas a hacer?, ¿a qué te vas a dedicar ahora?” “Pues, padre –era clérigo, el padre González–, ya estoy trabajando”. Como nos enseñaron en la secundaria: mecanografía, taquigrafía y contabilidad. Cuando yo salí, me hice contador porque era lo mejor. La dejé porque luego ese padre me dijo: “Tú tienes mucho talento”. El santo padre que en paz descanse, media hora (no me fue desagradable porque me estaba elogiando) pero prendió de tal modo la mesa diciéndome que yo tenía mucho talento como para quedarme de contador, que pues llegué con la mecha prendida a mi casa. Y mi mamá la agarró; mi papá no, para que vean, un hombre de comercio. Mi papá decía: “Ya no te apoyo, ponte a trabajar, sigue tu contaduría. No quiero científicos pendejos en mi casa”. Y mi madre sí agarró la onda. Y un mes después, gracias a mi madre y al padre González estaba yo en la capital. Nada más. ¿Ven cómo el destino sí avienta? Eso es muy bonito porque yo era como todos los muchachos. Somos inexpertos, aunque traemos mucho juego por dentro, somos inexpertos. Ya ganaba yo creo que ochenta pesos. A principios de 26. Y eran unos pesotes así, maravillosos, de plata, eran pesos por su propia presencia metálica. No era un tiendón, era una tienda más o menos modesta. Pero, oiga usted, para un joven, yo estaba apenas recibiendo mis boletas… Yo ya tenía tres meses de estar ganando ochenta pesos. Me dijo mi padre: “Necesito tu quincena.” Cuarenta pesotes. Esto me parece fantástico para los jóvenes. Porque imposible para ustedes que puedan tener idea de lo que pasaba hace cuarenta o cincuenta años. Es muy difícil. Por eso lo hago.