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domingo, 30 de agosto de 2015

Reloj de pulso. Crónica de la poesía mexicana de los siglos XIX y XX




De los críticos literarios, me gustan los que llevan el poeta al mundo del lector. Los que saben dialogar con él. Los que disciernen entre los versos y extraen la belleza. Pues no hay que olvidarla nunca. En la vida eso es lo que hay, poetas contemplando el mundo y tratando de crear una visión peculiar, una poética, un ritmo en el que la vida se refleje viva. Después de leer largamente una época, se podrá extraer una constante, algo que tal vez los propios poetas no ven, algo que los atraviesa a todos. ¿Qué será? Quizá lecturas comunes, circunstancias históricas generacionales, la misma noticia leída en el periódico, un profesor con grandes ideas en su cátedra… A esas constantes las podemos llamar “época”, “escuela” o “estilo”. Aunque esta última palabra es peligrosa, ya que estilo puede ser, también, lo contrario. Es decir, los recursos con que un poeta, de manera dulce o desesperada, intenta distanciarse de lo común. Las grandes palabras como “Neoclásico”, “Romanticismo” o “Modernismo”, serían consecuencias, construcciones históricas que los propios autores o sus críticos posteriores imponen o combaten. Se va construyendo de abajo hacia arriba. De lo particular a lo general. Aunque lo general no siempre sirva para todo, y se deba de pulir de manera constante. No es lo que existe en este libro, desafortunadamente, el cual se estructura en grandes periodos históricos (Neoclásico, Romanticismo, Modernismo, Vanguardia) para dar paso a otros periodos temerariamente bautizados por el autor (Neorromanticismo, Posmodernismo y Anfiguardia). Una vez que se establecieron estas categorías inamovibles viene el divertido intento de hacer caber a los autores en ellas. Díaz Mirón tiene que encajar en el Modernismo completito, sin importar que tenga una etapa romántica en su juventud. Hay demasiadas inexactitudes en la argumentación como para confiar en que el autor conoce bien los periodos que trata (no menciona a la Arcadia, hace contemporánea la Academia de Letrán de El Renacimiento de Altamirano, omite a Manuel Carpio y a José Joaquín Pesado pero le da un significativo lugar a Antonio Plaza, asegura que López Velarde dedicó La sangre devota a Salvador Díaz Mirón, da mal los datos biográficos de Amado Nervo, sugiere comparar la poesía de Gutiérrez Nájera –muerto en 1895– con la de Francisco González León –cuyas obras representativas sólo se escribieron hasta 1917–, etc.). A pesar de todo, página tras página, el autor nos dice cuál es la lectura correcta de una época o de un autor. Si a nosotros nos gusta, por ejemplo, un poema de Salvador Díaz Mirón por su sonoridad, erramos lastimosamente. Eso se debe a que no sabemos que el mejor Díaz Mirón es el de los poemas más “íntimos”. Algunos poemas de Juan de Dios Peza “aún se dejan leer”. Eso quiere decir que si preferimos otros, estamos completamente desencaminados. Y se enuncia todo en una tercera persona impersonal para que parezca más científico todo. Se necesitan críticos de poesía, se dice en el prólogo. No lo niego. Pero la crítica que se propone aquí es la vieja preceptora con una regla en la mano para castigar a los que leen lo que no se debe: “¿Cómo es posible que te guste ese autor que nada aporta al acto sémico?” ¿Y cuáles son las ideas fundamentales del libro? Básicamente: que las grandes obras de la poesía mexicana no lo son tanto. Son más interesantes las menos ambiciosas. Me parece desproporcionado preferir a ciertos poetas actuales que a Ramón López Velarde. Por cierto, a este último no le va muy bien en este libro. Se dice que murió con su tiempo, que sólo se le lee para comentar su estilo y no para disfrutarlo. Yo, sin embargo, lo disfruto como a muy pocos autores, y no pienso que se haya muerto con su tiempo. Me cuidaré de admirar a mis poetas favoritos, lejos de una crítica que me dará un reglazo si me sorprende en culposo deleite poético.

Rogelio Guedea, Reloj de pulso. Crónica de la poesía mexicana de los siglos XIX y XX. México, UNAM, 2011. (Col. Poemas y ensayos)

miércoles, 26 de agosto de 2015

Segundo despertar y otros poemas





Hace muchos años me preguntó José Emilio Pacheco que cómo me imaginaba a Enrique González Martínez, “el hombre del búho”. Le contesté que silencioso y algo triste. “Era todo lo contrario: le gustaba que lo invitaran los poetas jóvenes a salir de noche, le gustaba jugar al billar y bailar. Y siempre cargaba con una novela policiaca, algo visto muy mal entonces”. Como siempre, nada que ver entre el autor y su obra. Más bien, se tiene que hilar muy fino porque uno es el autor de unos poemas y otra la persona que los escribe. En el caso de este poeta, ¿qué pensar? Desde siempre dejó la vida fuera de la poesía. Todo lo transformó en metáfora o en símbolo. Nos dejó un detallado paisaje interior y una moraleja para la vida: que a toda experiencia se puede quitar lo contingente, algo así como desplumar un pollo, y dejar sólo lo esencial. Una vez realizada la operación de quitar lo accesorio, todas las vidas se parecen sorprendentemente. Incluso, están un poco de más los enfrentamientos políticos. Al ver sombras sin rostro y sin historia se percibe qué tan absurdos son los afanes individuales. Para apresar un poco la vida se tiene que pensar en términos algo más generales. Uno termina siendo algo como un alma o un corazón, y el exterior puede ser un bosque, un mar, una corriente. Y las adversidades, una roca a la mitad del camino. Al principio fue una actitud explicable sociológicamente. En medio del naufragio histórico, volver hacia adentro era una forma de recuperar la libertad. Ahí, en el alma, florecían unas flores bellas y fragantes. Afuera, todo estaba aniquilado o en proceso de estarlo. Al convocar estos símbolos universales estaba el peligro de parecer algo despersonalizado. Era una actitud ética encomiable. La poesía como terreno común. Sólo había que desprenderse de la máscara de la personalidad y arrojarla lejos. Se correría bastante libremente por los campos de la experiencia poética. Y sin embargo, cuán cierta y cuán honda fue la vida, se dice el poeta. Ahora ya no vale la pena regresar a recoger oportunidades perdidas. Éste es el poeta que perdió un hijo y a su esposa, y que ahora intenta despertar a la vida, a los 74 años. A despertar otra vez. Incluso se siente la alegría y hasta un nuevo amor. No tienen estos versos la forma de la confesión. Atravesé sonetos enigmáticos, pues lo que me transmitían no eran experiencias concretas. Tanto se había dedicado a ocultarse este poeta, que quizá ni queriendo podría compartir sus vivencias. Pero la poesía no se ha hecho para eso, parece decir, contra todo romanticismo, el autor, simbolista de oficio. En medio del paisaje apretado de símbolos, parece que este libro me pregunta si de verdad es posible confesarse en los textos. Haz la prueba de releerte y saber si tú dejaste algo verdaderamente tuyo en todo lo que escribes, me sugiere. Bueno, sería cosa de voltear la vista atrás, como los que se vuelven estatuas, sabes bien que no lo haré, pero a cambio, dejaré de quejarme de aquellos que prefieren no tenernos la confianza de contarnos sus secretos.

Enrique González Martínez. Segundo despertar y otros poemas. México, Stylo, 1945. (Col. Nueva floresta, I)