De los críticos literarios, me gustan los que llevan
el poeta al mundo del lector. Los que saben dialogar con él. Los que disciernen
entre los versos y extraen la belleza. Pues no hay que olvidarla nunca. En la
vida eso es lo que hay, poetas contemplando el mundo y tratando de crear una
visión peculiar, una poética, un ritmo en el que la vida se refleje viva.
Después de leer largamente una época, se podrá extraer una constante, algo que
tal vez los propios poetas no ven, algo que los atraviesa a todos. ¿Qué será?
Quizá lecturas comunes, circunstancias históricas generacionales, la misma
noticia leída en el periódico, un profesor con grandes ideas en su cátedra… A
esas constantes las podemos llamar “época”, “escuela” o “estilo”. Aunque esta
última palabra es peligrosa, ya que estilo puede ser, también, lo contrario. Es
decir, los recursos con que un poeta, de manera dulce o desesperada, intenta
distanciarse de lo común. Las grandes palabras como “Neoclásico”,
“Romanticismo” o “Modernismo”, serían consecuencias, construcciones históricas
que los propios autores o sus críticos posteriores imponen o combaten. Se va
construyendo de abajo hacia arriba. De lo particular a lo general. Aunque lo
general no siempre sirva para todo, y se deba de pulir de manera constante. No es lo que
existe en este libro, desafortunadamente, el cual se estructura en grandes
periodos históricos (Neoclásico, Romanticismo, Modernismo, Vanguardia) para dar
paso a otros periodos temerariamente bautizados por el autor (Neorromanticismo,
Posmodernismo y Anfiguardia). Una vez que se establecieron estas categorías inamovibles
viene el divertido intento de hacer caber a los autores en ellas. Díaz Mirón
tiene que encajar en el Modernismo completito, sin importar que tenga una etapa
romántica en su juventud. Hay demasiadas inexactitudes en la argumentación como
para confiar en que el autor conoce bien los periodos que trata (no menciona a
la Arcadia, hace contemporánea la Academia de Letrán de El Renacimiento de Altamirano, omite a Manuel Carpio y a José
Joaquín Pesado pero le da un significativo lugar a Antonio Plaza, asegura que
López Velarde dedicó La sangre devota a
Salvador Díaz Mirón, da mal los datos biográficos de Amado Nervo, sugiere comparar
la poesía de Gutiérrez Nájera –muerto en 1895– con la de Francisco González León
–cuyas obras representativas sólo se escribieron hasta 1917–, etc.). A pesar de todo,
página tras página, el autor nos dice cuál es la lectura correcta de una época
o de un autor. Si a nosotros nos gusta, por ejemplo, un poema de Salvador Díaz
Mirón por su sonoridad, erramos lastimosamente. Eso se debe a que no sabemos
que el mejor Díaz Mirón es el de los poemas más “íntimos”. Algunos poemas de
Juan de Dios Peza “aún se dejan leer”. Eso quiere decir que si preferimos
otros, estamos completamente desencaminados. Y se enuncia todo en una tercera
persona impersonal para que parezca más científico todo. Se necesitan críticos de
poesía, se dice en el prólogo. No lo niego. Pero la crítica que se propone aquí
es la vieja preceptora con una regla en la mano para castigar a los que leen lo
que no se debe: “¿Cómo es posible que te guste ese autor que nada aporta al acto sémico?” ¿Y cuáles son las ideas
fundamentales del libro? Básicamente: que las grandes obras de la poesía
mexicana no lo son tanto. Son más interesantes las menos ambiciosas. Me parece
desproporcionado preferir a ciertos poetas actuales que a Ramón López Velarde.
Por cierto, a este último no le va muy bien en este libro. Se dice que murió
con su tiempo, que sólo se le lee para comentar su estilo y no para
disfrutarlo. Yo, sin embargo, lo disfruto como a muy pocos autores, y no pienso
que se haya muerto con su tiempo. Me cuidaré de admirar a mis poetas favoritos,
lejos de una crítica que me dará un reglazo si me sorprende en culposo deleite
poético.
Rogelio Guedea, Reloj
de pulso. Crónica de la poesía mexicana de los siglos XIX y XX. México,
UNAM, 2011. (Col. Poemas y ensayos)