Recuerdo vagamente Praga, como dentro de una alucinación de absenta, con el fuego del alcohol quemándome el estómago, los edificios como enormes pasteles que se perdían en la noche, el cementerio judío con la tumba del Rabbi Judah Loew (Judá León para los borgistas), las obras de arte de Jan Švankmajer que encontramos por accidente… La casa donde nació Kafka estaba exactamente enfrente del hotel (nunca lo supe), el castillo y el vidrio cortado, el jazz gitano de la plaza y el reloj astrológico a un lado, el mal humor checo y las estatuillas del gólem que a veces reaparecen en mi casa, sin que sepa dónde vuelven a esconderse. Ésa es mi breve Praga, tan distinta de la de Mozart (1756-1791). ¿Volveré a verla? Me prometo más curiosidad. Un poco de tiempo para inspeccionar las esculturas en el Puente Carlos. Más atención para enterarme de que es el más antiguo de la ciudad. De entre los miles y miles de libros sobre Mozart, éste fue escrito por una crítica checa experta en el Barroco. Así que nos enteramos de que el genio de Salzburgo se identificó más con esta ciudad del reino de Bohemia que con su propia ciudad natal. Aquí escribió, fue admirado y estrenó obras que atesora esta ciudad tan sobrecargada de patrimonio y de riqueza estética. ¿A qué se deberá esta diferencia entre ambas ciudades? Curiosamente, Salzburgo es luminosa, las montañas se cruzan a la mitad de la calle, se quitan la casa de la cumbre como un sombrero y saludan. El río Salzburg es azul impecable y se puede contemplar desde la terraza de un café, acompañado de pastel de chocolate. Pues esa ciudad que pareciera una representación del espíritu alegre y de aire limpio como el de Mozart, no fue precisamente su mejor refugio. Fue Praga, a la que conoció cinco años antes de morir, la que lo aplaudió con emoción. Allá, le decían al joven músico, se baila al ritmo de tus obras, se cantan y se aplauden tus arias, si vas verás que la admiración a tu nombre es unánime. Una ciudad en que pocas décadas antes se había impulsado el barroco arquitectónico y escultórico. Según Marie-Françoise Vieuille, la autora de este volumen, hay más semejanza de Mozart con los escultores barrocos de Bohemia que con la estética vienesa; son iguales porque “la rapidez del gesto irradia con fuerza el compromiso intelectual”. Cincuenta años antes de que naciera Mozart, el conde Franz Anton von Sporck construyó un jardín alrededor de su palacio en que el escultor Matthias Braun utilizó las piedras del terreno para cincelar figuras de ermitaños. Varias de las esculturas que adornan el Puente Carlos, a las que no apreciamos cuando pasamos por él, fueron realizadas por otro de los grandes artistas que decoraron la ciudad, Ferdinand Maxmilián Brokoff. No le diremos nada a la anfitriona que nos pasea por la ciudad, pero Mozart no tiene nada que ver con esa escultura voluptuosa, enamorada del volumen antes que del color. La música de Mozart está vestida de un verde profundo y de un azul acariciante. La luz forma escalas de peldaños firmes y dorados por los cuales se sube y se mira una ciudad hermosa, perdida en el tiempo y llena de gente que deambula por entre las plazas escondidas. No sabría decir si el joven músico, consentido por Praga, estaba más enamorado del Barroco o de la Ilustración.
Marie-Françoise Vieuille. Mozart. La libertad indómita / Mozart ou l’irréductible liberté (2001), tr. Jordi Terré. Barcelona, Paidós, 2006. (Testimonios, 37)
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