No sé qué impresión llevarme cuando, después de mucho autodespojarme de todo tipo de palabrería, me doy cuenta de que siempre ha estado sumergido dentro de mí el pensamiento de Miguel de Unamuno. Como en esa pequeña novela, San Manuel Bueno, mártir, en que se muestra el bello lago glacial de Sanabria. Se dice que bajo sus aguas está un antiguo pueblo hundido. Don Manuel, el párroco del lugar, lo recorre cotidianamente, lo mira, se asoma a sus aguas, pero en realidad la profundidad está en él. El lago nada sabe de profundidades, es la vida apacible de don Manuel la que tiene una vieja ciudad sumergida. Allá abajo, detrás de la apariencia está la eterna angustia viva, respirando bajo las aguas. Sólo uno mismo, y no siempre, decide bucear para encontrar esa angustia inconfesable. Hay más, muchas cosas sepultadas, y esta metáfora de Unamuno es muy útil. Sirve para confesar sin confesarse. Sirve mantener oculta pero actuante la parte primigenia del pensamiento. Todo lo que tenemos fuera, mostrando a los demás, es una construcción racional, justificante de nuestro actuar, pero dentro: angustia irracional. Como si el mundo se construyera sobre eso. Pero debe de existir entonces una ruptura, pues si no: ¿cómo sería posible la serenidad, la fuerza de espíritu para construir una argumentación que permita vivir? ¿Cómo se sostiene sobre bases tan débiles como la angustia de uno mismo? No lo sé… tal vez porque es un lago, un bello lago de pensamiento, que no deja percibir la profundidad. Sé que una imagen así conduce a un principio irracional, instintivo. Esa Voluntad de la naturaleza sobre la que levantamos nuestro pensamiento pues no podría ser de otro modo, ya que la Voluntad nos pone en pie, aunque no queramos, y nos lleva hacia algún sitio que no vemos. ¿Somos sinceros? ¿Sabemos, aunque no lo manifestemos, qué vestigios iniciales yacen bajo nosotros? Es, claro, una definición personal. Es decir, un pensamiento construido sobre la individualidad. No es tan difícil adivinar que bajo estas aguas, no tan ocultos, están las ideas de Schopenhauer y Kierkegaard, no debí de mencionarlos, eran tan obvios. Esa obcecación en llevar la contraria, puede provenir del filósofo danés. Siempre estar en contra. “¿De qué están discutiendo, para oponerme?”, es una frase que escuché atribuida a don Miguel. Su irracionalismo consiste en asumir esa fractura entre razón y realidad, lo que lleva a una eterna persecución, ya que la realidad nunca terminará de ser apresada por el pensamiento. La realidad siempre saldrá movida en nuestra fotografía, en nuestra representación mental. Aun cuando le digamos que no se mueva, aun cuando ella sinceramente quiera salir bien en la foto. Porque nada le cautiva más a la realidad que saber cómo es. Comenzando porque no tiene ojos, es ciega de nacimiento. Los ojos para verse son nuestros. Muy bien, podemos hacerle un retrato hablado para que se conozca. No podemos decirle: “Conózcase a usted misma”, como aconsejaba el oráculo. Necesita de nosotros, pero cada uno de nosotros le entrega una descripción diferente. Si un día se pierde, nadie podrá encontrarla si depende de nuestras descripciones. Además, cuando la Realidad se percata de por qué persistimos en retratarla, se irrita. “Éstos lo que quieren es perdurar, trascender, retratarse ellos mismos”, dice de nosotros, que tenemos tan pocos recursos para aspirar a la inmortalidad. Salimos a vivir, que equivale a decir: a actuar, en el escenario de la vida. Una única vez, sin ensayo y sin repeticiones. Sin embargo, el teatro tiene la ventaja de que encarna una y otra vez, porque en el viejo teatro griego se representaron más que vidas individuales, mitos. Para mí, es fundamental. Insisto en leer la realidad con esos anteojos, así como antes que yo otros lo hicieron. Unamuno decide regresar, regresar por el camino del pensamiento, algunos cientos de años, para volver al momento en que la razón tomó un camino diferente del mito. Así que sus obras filosóficas y literarias coinciden, se erigen en el mismo punto del camino, porque no se han dividido aún. Llamar a Antígona, descolgarla del armario de personajes y sacarla a vivir de nuevo, pero en el escenario de España de principios del siglo XX, es algo que le da sentido a la Historia. Otros lo hicieron, por ejemplo Alfonso Reyes recurrió a Ifigenia; Martín Luis Guzmán, a la tragedia, pues como decía Carlos Montemayor, La sombra del Caudillo es una especie de tragedia griega, en que el protagonista se dirige a su destino fatal a pesar de que todo mundo se lo advierte. No hace caso del coro, que insiste en despertarlo. No es inútil seguir este método, pues enel caso de Unamuno, él logra llegar a ciertas categorías antropológicas para explicar los hechos que lo rodean. concluir que la civilización se funda sobre el incesto (Edipo y Yocasta) y el fratricidio (Polinices y Eteocles), los crímenes originales que se buscan ocultar. Meditar, meditar, que equivale a produndizar, rascar bajo tierra para construir un hormiguero. No se trata de colocar falsamente un mito sobre la Historia, para que los sucesos tengan un determinismo y se dirijan fatalmente a su destino. Por el contrario, se recopilan los relatos, los sucesos y se le pregunta por qué realizaron ciertas decisiones. Detrás de las decisiones, está el determinismo. Detrás del determinismo está la libertad. Son las dos caras de la moneda, mientras más se conoce el determinismo, más aflora la libertad. Eso también es algo muy dicho, pero no está de más reiterar, pues rápidamente se olvida esa condicionante de la libertad. Y Unamuno, él vuelve su pensamiento contra él mismo, por lo que llega a ser irritante. Profundamente, irritante. Siendo colaborador de los anarquistas y los marxistas, de pronto decide su conversión al jesuitismo. Me molesta bastante, no se queda quieto en ninguna idea. Además, siendo un hombre que murió en 1936, vuelve a irritar de nuevo, pues considera que la “posteridad” es una guerra entre vivos y muertos. Así que tomamos partido sin quererlo, imponiendo nuestras ideas contra los muertos, pero ellos siempre vencen. Determinan lo que somos, construyeron las armas intelectuales que esgrimimos. Los muertos crearon casi todo, y esa fabricación inmensal la confundimos con la vida. Nos dice esta frase: “Que no te clasifiquen: haz como el zorro que con su jopo borra sus huellas: despístales” (en Amor y pedagogía). Desfortunadamente, no hay sistema. Hay vida desesperada por no concederle autoridad a nadie. Es un pensamiento que no permite ser encerrado. Quisiera, al menos, aspirar a robarle algo, saquear alguna idea, llevarla a mi casa, enterrarla en la terraza, entre las plantas, a ver qué crece, qué frutos dará. Ha sido un maestro, Manuel Padilla Novoa (1939-2002) autor de un manual, el que me guió en esta ocasión por el pensamiento de Unamuno. Lo digo para coraje de don Miguel, que en los libros de Filosofía aparece encerrado entre incisos, citas bibliográficas y demás recursos de embalsamamiento que utiliza la academia. O para gusto suyo… porque es evidente que no descansa plácidamente dentro de este tipo de libros.
Manuel Padilla Novoa. Unamuno, filósofo de encrucijada, pról. Javier Sadaba Garibay. Madrid, Ediciones Pedagógicas, 2021. (Serie Historia de la Filosofía, 25)
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