El exilio como categoría filosófica. Por desgracia, entenderlo para mí supone un ejercicio enorme de imaginación. Dejar repentinamente todo, para no tener que dejar la vida es una decisión que se adelanta a cualquier reflexión filosófica. Ante todo, hay que escapar y ya luego se podrá meditar en todo lo que se quiera. Todo es a posteriori, y con una parte propia que quedó en otro sitio. Libro que se quiera consultar, está ausente. Persona con que se quiera intercambiar alguna idea, ha sido arrancada. Edificios con los que se desea continuar un diálogo, ya se borran en la memoria. Casi no recuerdo otro autor que haga del exilio la columna vertebral de su obra, como la uruguaya Cristina Peri Rossi. Uno de sus libros se llama Estado de exilio, lo que significa que “exilio” es algo más que un estado de ánimo, más que una situación. En algún momento el continuo vagar por varios sitios deja de ser un cambio de lugar, para convertirse en una situación existencial. La circunstancia se traga al ser y lo absorbe con el fin de ser un exiliado. Parecen los exiliados una comunidad, sin que realmente lo sean, tantas son las circunstancias que los mantienen unidos y tan azarosas, que es probable que pronto dejen de estar juntos. Sin embargo, los une esa evocación continua de su tierra de origen, divagan, la miran en la lejanía, sin saber que a la distancia se transfigura, y que evocan algo que ya no existe. Caminan, deambulan, pero sin destino. Antes que una categoría existencial, me parecen los exiliados una figuración literaria semejante a los cronopios, los famas y las esperanzas, taxonomías propuestas por Julio Cortázar luego de examinar caracteres y de reivindicar la locura como salvación en una sociedad enferma. Los exiliados son evasivos, difíciles de conceptualizar, las ciudades ajenas no los conocen bien. Su vida es, al mismo tiempo, un descenso existencial, porque exilio y muerte son estados colindantes. Me intriga la manera en que la autora manda el mensaje de su vida. Parece que deja pintas en las paredes, recados perdidos en los vagones del metro o bien poemas con apariencia de antiguas inscripciones epigramáticas. La vieja escuela cirenaica (en la actual Libia, para más señas) desmenuzó el placer a partir del examen de los sentidos. Pero uno de sus miembros, el filósofo pesimista Hegesías, llegó al centro del placer y descubrió que estaba hueco, que los placeres de la vida no suplen el sufrimiento. Aconsejó el suicidio, por lo que el rey egipcio Ptolomeo II cerró su escuela y lo exilió de la ciudad. Así que este filósofo sumó a su lista de pesares el exilio. No quedó de él nada escrito sino las historias y su fama de mal orador. Lo mejor es no nacer, es cierto. Pero ya que cometimos ese error, lo mejor es no ser un exiliado. Es la respuesta de la autora “A los pesimistas griegos”. Porque si miramos de cerca esas ideas, podemos ver que de cualquier experiencia que contradiga los consejos de Hegesías podemos extraer derivaciones alentadoras. Así que el exilio tendría una doble cara, la apariencia de una aventura, el descubrimiento obligado del otro. Eso le ocurrió a la autora al conocer, en 1972, a Ana María Moix, la escritora, una noche en un café de Barcelona. Ana María habló de un amor desesperado por una muchacha de Cadaqués. Y Cristina contestó con una larga conversación en forma de poema, sólo para dejar constancia de que en ese lugar de la Plaza Molina (no conozco) se instaló la historia de un amor por una muchacha de Cadaqués. Nunca Ana María quiso responder a esta propuesta de entablar una correspondencia poética, no se sentía capaz de escribir con ese grado de intimidad. “El espejo se negaba a reflejar”, escribió muchos años después Cristina, cuando Ana María murió. El único diálogo constante de la escritora, el único reflejo dispuesto a devolverse es con ella misma. Todo el libro son notas escritas desde los años 70, papeles sueltos, el largo monólogo interrumpido que es un poemario. Si los andenes del metro de Barcelona están abandonados en la noche, y sólo se mira a una mendiga dormir entre cartones, a un tipo fornido meando contra la pared y a una chica punkie fumando un porro tras otro, mientras esperan el último vagón. ¿Qué es la autora frente a este escenario? Un ser envuelto “en la nube de la soledad”. Alguien que podría pasar la vida sólo mirando. Recuerdo a Gabriela Mistral, exiliada a su modo, lejos de un país que la había arrojado sin miramientos. Tuvo que construir su mérito literario fuera de Chile. Y con los años, hecho de gente ausente, le fue brotando un país como una niebla que la rodeaba. Esa nube o niebla que aleja a los exiliados del mundo que está a su alrededor, refugiados en su propia realidad ausente. Está bien, no lo puedo asegurar. Extraigo la imagen del exiliado de estas páginas. Entiendo que aman las imágenes de los barcos. Que se asustan con la merma de la memoria y que en su mente están las aves y los ríos y los cielos de otro país. Es fácil sistematizar imágenes, pero es difícil exponer la vida real que se encuentran dentro. Quizá por el carácter fragmentario de los poemas, por esa sensación de papeles encontrados en una bolsa. Hasta cierto punto, me recuerdan todos estos textos una poética que parece nacida del recuerdo de Cortázar (no conozco la historia, ¿se habrá enamorado el escritor argentino de esta autora uruguaya?): manuscritos hallados en bolsillos, paseos nocturnos por el metro, los vagabundos y los solitarios que parecen una comunidad impenetrable. Pero hay un miedo central, previo al exilio, o que pudo aparecer en el momento de partir (en barco, desde Montevideo, el Giulio Cesare, bandera italiana): el exilio como castración. Pero contra toda posibilidad, el exilio pidió palabras. Es lo que dice la autora sobre esos días de los años 70, en que la dictadura uruguaya mataba ciudadanos, destruía archivos, bibliotecas. Frente al gobierno de Juan María Bordaberry, que habla con mayúsculas y en primera persona del plural, para prohibir libros y canciones; frente a ese discurso asesino, sólo el amor: “Nuestra venganza es el amor, Veronique”. Nuestra venganza es, nuevamente, vagar por la noche, en el frío. El destierro da una opción, no menor ni desdeñable, que es el amor. Es posible amar, pero no sin mandar a la mierda a algunos cuantos hijos de puta. Es un poco de compañía, pequeña, íntima, conservada en ámbar, la de estos poemas. Y sin embargo, de los versos de esta obra también emana pesimismo hacia la literatura, pues se piensa que no sirve para detener a los asesinos, a los verdugos y a los genocidas. Acaso, sirve para consolar al torturado que logra escribir un verso en las paredes de su cárcel. Aquí, tendría que detener un poco a la poeta y al viejo Hegesías. Decirles que mediten un poco sobre las ganancias totales del arte. Sí, hay un misterio, porque el asesino y el genocida necesitan del arte, al igual que cualquier persona común. Es una ganancia, además, que forma un arco mayor que la existencia individual, y por esa razón, no está aquejada de tiempo, como nosotros. Es cierto, no se borra el desgarramiento del exilio, del adiós. Pero al menos no daña. La poesía forma parte central de la fórmula para la cura del mundo.
Cristina Peri Rossi. Estado de exilio, 2ª ed. Madrid, Visor, 2003. (Col. Visor de Poesía, 515)
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