En memoria de la maestra Ifigenia Martínez
No tengo más que la navaja de la conciencia para hacerme espacio en el mundo. Es mi manera de cortar esa realidad inconsistente de afuera de mí, para convertirla en objetos divididos. Para llamar a cada cosa por su nombre, aunque no todo pueda ser nombrado, sino que apenas voy discerniendo qué son. Yo mismo tengo una forma de ser que no está bien definida. Ha costado esfuerzo autoconstruirme. No sé hasta qué punto puedo decir que lo que pienso sale de mí o que alguien lo puso aquí dentro con algunos fines no conocidos por mí. Pregunto por respuestas a la filosofía, pero lo que verdaderamente necesito saber sólo puede salir de mí y de mi circunstancia precisa. Por eso, esta necesidad de saber algo, de verdaderamente actuar es algo que me toca resolver a mí mismo. No estará en ningún libro, no lo prescribe ninguna frase que comparten los amigos en las redes sociales. Mejor no caer en esas redes, porque llevan a una especie de nata mental que diluye los logros de mi pensamiento individual. Ya supondrán que todas estas palabras ni siquiera son mías, como todas las demás. Sólo estoy dando vueltas en torno a las reflexiones de Jean-Paul Sartre, presentadas por el filósofo inglés conservador Roger Scruton (1944-2020) en su libro Breve historia de la Filosofía moderna (1981). No ha habido otro pensamiento filosófico después del de Sartre que haya llegado a las primeras páginas de los periódicos, dice otro filósofo, Bolívar Echeverría. Quizás se deba a que fue una corriente de pensamiento que desembocaba en la acción política. Especialmente, nada de someterse a un orden “objetivo”, dado que ese orden sería una pérdida de libertad del individuo. Esa navaja de la que hablé al principio se ha usado para cercenar al individuo y separarlo definitivamente del mundo. Tomar conciencia del mundo consiste en dar el primer paso en libertad. Conciencia, ya sabemos. Ya la padecemos bastante, sobre todo si la buscamos con necedad. La buscamos para preguntarle quién sabe qué. Para interrogarla, esgrimirla. Sartre dirigió su pensamiento hacia la prensa, nuevo ágora, para manifestarse. Esta palabra debe de usarse en el sentido de Manifiesto, como el de Marx y Engels. Una manera de unir filosofía y acción. Opinión pública y reflexión. Es decir, la forma en que se unen la parte de sujeto y la parte de objeto que tiene cada individuo (como también ocurre en el amor, pero ése no es tema nuestro). O quizá sí lo sea, es importante el tema del amor, pero tal como lo presenta Sartre: de la misma manera en que presenta las relaciones humanas, como una lucha. El amor consistiría en una lucha para apoderarse de la libertad del sujeto amado, despojarla del sentido de libertad. ¿Pero no será la literatura asimismo un continuo acechar del pensamiento ajeno, de la libertad del lector para someterlo a las reglas y designios del autor? Esa incesante lucha entre el sujeto y su medio es central aquí. Decidirse es parte del proceso del compromiso, una parte que consiste en aclarar los conceptos, por lo que no es la sola intención de la fenomenología de detener el cauce de los acontecimientos en lo que decidimos qué significan los conceptos. El compromiso es la acción, aun la inmovilidad entendida como acción, pero acción consciente, en proceso de clarificarse. Tratándose de una elección, la moral se parece al arte. Y siendo una decisión moral individual, se parece a la idea nietzscheana de autorrealizar la vida como obra de arte. Extraigo todas estas consideraciones, como digo, del libro de Scruton, filósofo analítico, es decir, una parte de esta disciplina que por lo general se ha desinteresado de la Historia. Sin embargo, hay una línea constante que viene desde Descartes y se continúa hasta Wittgenstein, la idea de que el Yo fuera desplazado como punto de partida del conocimiento. Que sea más bien un punto de llegada. De este modo, los filósofos principales de Occidente irían agregando algo a este proceso. Por mi parte, debería de aprovechar la lectura de este libro para revisar algunos pasajes que conozco tan poco, como el caso de los ingleses del siglo XVII y XVIII, que tanto influyeron la Filosofía alemana y a los cuales les dedica un amplio espacio el autor. El obispo Joseph Butler (1692-1752) se distinguió por realizar descripciones de la naturaleza humana a la manera aristotélica, aunque problematizó algunos aspectos. Por ejemplo, cómo es que el hombre malvado actúa conscientemente contra la naturaleza, cuando en la antigüedad se pensaba que la maldad era producto de una mala percepción de las cosas. La concepción moral del hombre no lo determina. Me llama la atención que uno de los autores contemporáneos que lo retoman es Martha C. Nussbaum (La ira y el perdón, FCE, 2018), feminista a la que se le puede llamar aristotélica. Explica que Butler abundó en el tema de la ira, esa pasión que no sabemos si hay que controlar o no. Pero, a diferencia de Adam Smith, Butler hablaba de perdón y consideraba que el sufrimiento del perpetrador no sirve para restituir el daño que causó. Según él, el resentimiento es parte del narcisismo; y aunque abominaba de la ira, le daba el valor de expresar la solidaridad ante las injusticias. Esta aguda descripción pretendía construir una idea armónica del espíritu humano. Si bien Scruton considera que buena parte de la actual filosofía de la mente proviene de un pensador como Butler, también hay que agregar el aspecto que aparece en Nussbaum: cómo el entendimiento de estas pasiones, apetitos y emociones tiene consecuencias jurídicas e institucionales. La ira tendría que ir dejando paso a la justicia, para convertirse en una pasión anacrónica. Esta manera de ver al ser humano admite cambios en el espíritu. De acuerdo con los cambios en las condiciones sociales, el ser humano puede ser otro. Pero hay un salto realmente interesante en la idea de Butler con respecto a la moralidad griega, pues se nos decía siempre que encontramos la recompensa de hacer el bien en el hecho de realizarlo. Pero Butler desliza ese sentido, pues piensa entonces que no tendríamos nuestra recompensa en el bien, sino en el placer de practicarlo: es decir, en el placer. De tal manera que la moralidad sería hedonista. Habría entonces que hacer una larga reflexión para impedir que el hedonismo fuera la primera motivación de la moral, puesto que entonces fácilmente la moral se podría convertir en su opuesta. Es verdaderamente sorprendente la manera en que Butler desbarata este argumento, mirando detrás del placer. Considera que es una falacia, porque si uno tiene deseo de vino sólo obtendría placer de tomar vino. Eso quiere decir que el placer no es intercambiable, pues de otro modo sustituiríamos el vino por cualquier otra cosa y no es así. Tenemos un apetito específico de algo. Lo que quiere decir que ya no es el placer el determinante de la moral, sino una idea previa, una idea razonable y cognoscible. Además, cuando se reflexiona en torno a un apetito inmediato, el ser humano es capaz de saber si la satisfacción del placer entrará en conflicto a largo plazo con los intereses individuales. Hay pocos textos de Butler traducidos al español, pero el acercamiento de Scruton a sus ideas explica por qué David Hume le dedicó a este obispo su Tratado de la naturaleza humana, aunque dicen que para no ofender algunas de sus ideas, mutiló la obra original.
Roger Scruton. Breve historia de la filosofía moderna. De Descartes a Wittgenstein / Short History of Modern Philosophy: From Descartes to Wittgenstein (1981), tr. Vicent Raga, pról. Gregorio Luri. México, Planeta, 2024.
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