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sábado, 20 de julio de 2024

Manifestaciones religiosas en el mundo colonial americano, de Clara García Ayluardo y Manuel Ramos Medina (coords.)

 


Haré algo que nos ha prohibido, entre otras ciencias, la de la Historia: calificar de histeria y locura los caracteres comunes de los habitantes del mundo colonial. Ya sé que denota falta de familiaridad con la época, poca sensibilidad y conocimiento, así como insuficiencia para entender que nuestra manera de seccionar el espíritu es completamente diferente. En fin, los santos de otros tiempos me perdonarán la insolencia, pero tratándose de una sociedad reprimida por todo tipo de ordenanzas y mandamientos, cualquier escape mínimo traía consigo manifestaciones un poco escandalosas. Sé que los académicos que fueron convocados para hablar de la religiosidad de aquellos siglos nos piden comprensión. Pero qué pensar de aquel santo peruano, Francisco Solano, que interrumpía las obras teatrales con un crucifijo en la mano para llamar al público a abandonar la representación y arrepentirse. A esa locura colectiva que entonces se llamaba la normalidad, la caracterizaron la venta de reliquias de santos y la compra de indulgencias (para pasar poco tiempo en el Purgatorio). Con los dedos de los santos o con partes de sus pies, se hacían preparados milagrosos que se bebían con la debida fe. La devoción religiosa continúa arrojando sus restos sobre las playas del presente. Hay devocionarios hallados en las piedras de los templos y oraciones que mantienen las momias entre sus manos rígidas, pero que arrebatan los historiadores. Las oraciones eran esparcidas abundantemente sobre todos los días del año, varias veces al día. Y no había pecado secreto, porque una de las obligaciones de todo buen cristiano era espiar y delatar. De este modo, los sacerdotes iban concentrando a través de la confesión los secretos sexuales de la sociedad. Sólo se podía pedir comprensión a la grey celeste si se prometía sumisión total, entrega absoluta. Quizás a cambio los santos cumplan alguna venganza, quizá hagan el mal al prójimo, pero lo harán por bondad. La aparición de la Virgen por aquí y por allá era cotidiana, con suerte se te aparece en un día próximo, con sus flores y sus esclavos. ¿Quién será más milagrosa, la Virgen de rostro más doloroso, la santa que eligió como hogar una cueva inhóspita o la mártir que más veces ha visto al Diablo? No sabría qué capítulo de este libro dedicado a la devoción colonial, tiene más personajes extravagantes. La relación de prácticas relacionadas con la Virgen María que relata Pilar Gonzalbo causa un perdurable horror. Subrayé con alegría muchos personajes supurantes. Llegué a compartir con ellos su alegría por cada llaga. La virtud tuvo entonces una acepción bastante escatológica. Y creo que el historiador David Brading fue feliz al descubrir la vida de Juan Antonio Pérez de Espinosa, varón del siglo XVII. Espinosa despertaba a las dos de la mañana, tres veces a la semana se hacía azotar y dormía con frecuencia en un ataúd. Usaba anteojos de vidrios verde oscuro, para ver siempre el mundo en tinieblas. Le gustaba dormir bajo un esqueleto para no olvidar nunca que habría de morir. Y hay por estas páginas una mujer (la he perdido en mi amontonadero de penitentes subrayados) que dormía con las manos abiertas para ni siquiera sentir su propia piel y no caer en la tentación de los tocamientos. Pensaré tantas cosas de ustedes, antiguas existencias virreinales, menos que la locura permitía el aburrimiento dentro de las paredes de sus cuerpos.

 

Clara García Ayluardo y Manuel Ramos Medina (coords.). Manifestaciones religiosas en el mundo colonial americano. México, INAH-Condumex-UIA, 1997.

 

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