Muchos años escuchando acerca de Eugene O’Neill (1888-1953), esperando el momento de conocer sus obras dramáticas. Y con grandes expectativas, pues quienes lo recomendaban eran Xavier Villaurrutia, Juan José Arreola y Fernando de Paso, entre muchos otros. Mi cita con él se dio tarde, muy tarde. Y, pues bien: fue además decepcionante. Las luces se fueron apagando, dieron la tercera llamada y los personajes fueron mostrando los lugares comunes de la clase media, los dramas convencionales que afligen a cierta clase de personas que no pretenden perderse demasiado en sus propios problemas. Antes bien, quisieran salir edificados del teatro. De preferencia, con una escena de intensa devoción. O que los personajes rectifiquen el camino, encuentren los ideales de su juventud. En fin, que no desentonen con la cena, pues de aquí nos iremos a un buen restaurante a digerir los parlamentos. Bueno, buscando entre las obras se pueden encontrar experimentaciones que pueden sorprender. Como el señor Loving, de Días sin fin (1934), que tiene dos personalidades: una, que lo lleva hacia el ateísmo y la perdición existencial, y otra, que es el ser que ojalá se salve al final de la obra, justo a tiempo para que prendan las luces. De hecho, el señor Loving está representado por dos actores que comparten el escenario durante toda la obra. Sólo que el actor que representa el mal sólo es visto por el personaje que sufre, el señor Loving, que además es un escritor frustrado. ¡Ah!, poco a poco nos daremos cuenta de que su novela, aquella novela que escribe a solas en su oficina y que lo hace sufrir, revela el deseo de engañar a su esposa. Tiene la escena particularmente incómoda en que nos damos cuenta de que la señora Loving presume con su mejor amiga la fidelidad de su esposo, para darnos cuenta poco después de que precisamente es engañada con esa gran amiga. Pero mi opinión, como de costumbre, no capta lo importante de este autor. Es mejor evocar que O’Neill significó para el teatro mexicano un momento fundamental para la liberación artística. Olvidaría todas mis críticas si pudiera ver la representación que de Ligados que se hizo en 1928, en el Teatro Ulises de la calle de Mesones. En el escenario aparece, Eleanor, una bella joven, tendida sobre su chaise-longue. Intempestivamente, entra su marido, a quien Eleanor se figuraba de viaje. Se abraza, se besan y hablan de cuánto se aman, cuando, de pronto… tocan a la puerta, y se presenta Darnton, un amigo de la familia. Qué sospechoso. ¿Por qué fue sabiendo que su mejor amigo estaba de viaje? Fue lo primero que se representó de O’Neill en México, traducido por Salvador Novo. Pensándolo bien, no me hubiera gustado ver a Antonieta Rivas Mercado, Gilberto Owen y el propio Novo intercambiando estos parlamentos. “¡Enorgullezcámonos de nuestra riña! Nació hace cien millones de años, cuando una célula se dividió en tú y yo, dejando un anhelo eterno de convertirse en una misma vida de nuevo.” No me quiero imaginar a estos admirados artistas en esa situación. Más adelante, Julio Bracho montó Lázaro rió en el Teatro Hidalgo con 200 actores, todos con máscaras diseñadas por Germán Cueto. Eso sí me gustaría ver… Aunque no la conozco, pues mi volumen no tiene esa obra, y no sé si también me desilusionaría. Seguramente sí. Mejor arranco todas las hojas del libreto y me imagino los momentos fundacionales del teatro moderno sin obras que arruinen este momento.
Eugene O’Neill. Viaje a la noche [pero no viene en el libro] y otros ocho dramas [pero el libro sólo trae cinco], tr. León Mirlas, 3ª ed. Buenos Aires, Sudamericana, 1960.
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