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domingo, 27 de diciembre de 2015

Cuadros de costumbres (1840-1852), de Guillermo Prieto


 
Es muy raro que alguien viva lo que tiene que vivir. A juzgar por las esquelas y los discursos, la gente muere siempre cuando lo mejor está por venir. De Guillermo Prieto (1818-1879) se dijo, por el contrario, que había vivido mucho, que su existencia había atravesado el siglo XIX y que había llegado a una edad “venerable”. Eso no quita que hoy nos parezca que también haya que incluirlo entre aquellos que debieron de vivir un poco más, pues 79 años no son demasiados. Por sus famosas memorias nos explicamos la razón de que la salud decimonónica fuera algo tan pasajero, pues se acostumbraba comer cinco veces al día de manera sustanciosa. Para ello, las mujeres debían de pasar su vida entera en la cocina, bien preparando alimentos o bien supervisando a la servidumbre. Los hombres no tenían nada que hacer en esa parte de la casa reservada a la mujer, de ahí que la literatura del XIX sea masculina casi por completo. Los literatos tenían su gabinete para escribir, para reflexionar y llenar sus cuartillas, su rato libre para escribir sobra la vida y su fugacidad, naturalmente entre comidas, pues la doncella venía a avisar que estaba listo el chocolate, el estofado o las enchiladas. Bueno, Guillermo Prieto sí se metía hasta la cocina, las salas y las habitaciones de sus contemporáneos. Le gustaba probar todo aquello que le invitaran, escuchaba con atención las conversaciones de las familias, y vaciaba los diálogos en sus páginas, me imagino que prácticamente sin darles un reposado tratamiento literario –la digestión de los diálogos duraba lo mismo que de los alimentos. Ahora bien, escuchamos el habla de entonces desde atrás de las cortinas o desde la habitación en donde se esconde el cronista para no ser notado. La gente se comporta como si no estuviera siendo observada. Y Guillermo Prieto, no lo sabemos, quién sabe si tenía esa conciencia. Me imagino que sí, su actitud es la de exhibir a los capitalinos. Carlos Monsiváis, en el prólogo, escribe que tanto el ridículo como la exhibición de la tontería son “instrumentos de corrección”. Es cierto, ese cronista tenía la familiaridad con la gente, pero a diferencia de Sócrates, era bien recibido. Quizá porque no se proponía enseñar nada y porque moralizaba con la distancia que da la prensa escrita. Pero a diferencia de Monsiváis, lo que realmente me llama la atención de esta abultada obra –todavía incompleta, a pesar de sus 32 gruesos tomos– es el léxico inconsciente que fluye por sus páginas. Sentí, mientras leía estas páginas, la falta de tiempo, el tropiezo del ritmo, la prisa de la entrega, el cuarto de azotea en que escribía el cronista, rodeado de pájaros disecados (calle de los Rebeldes, hoy primera de Artículo 123), en la imprenta de Ignacio Cumplido, quien tenía a muchos de sus empleados viviendo en el edificio de su diario, El Siglo XIX. Más alto que las aves disecadas se escuchan las palabras de la calle: parapetos, pachulí, chapurrado, papanatas, cuchifleta… Me entero aquí de que quien cose canevá debe de contar los puntos del figuere. Y también, que la fritura se chillaba. El nuevo diccionario de la lengua no explica esta acepción. Pero sí el de 1780, en donde veo que es el sonido que hace alguna cosa cuando se fríe. No estoy seguro de que la obra de Prieto se use como fuente para nuestros diccionarios. Pero de lo que sí estoy seguro es que los diccionarios de hoy sirven poco para dialogar con los clásicos de nuestra lengua. Anotar las páginas de Prieto sería toda una proeza. De hecho, reunir sus obras lo ha sido. Me pregunto si a Boris Rosen, el compilador, se le ha hecho el reconocimiento merecido. Bueno, ni siquiera Prieto lo ha obtenido, pero no por eso debería de quedar a la zaga el estudioso que nos lo ha restituido.

Guillermo Prieto. Cuadros de costumbres 1, comp., presentación y notas, Boris Rosen Jélomer, pról. Carlos Monsiváis. México, Conaculta, 1993. (Obras completas, 2)

lunes, 21 de diciembre de 2015

El Ramón López Velarde de Alfonso García Morales



Naturalmente que tengo mi propio Ramón López Velarde, el que creo comprender. Ése cuyos versos recorro con seguridad pues pienso que he llegado al fondo de su intención. Pero he aquí que llega el poeta y dice: “Le regalo mi reloj a quien logre descifrar estos versos: y oír el soliloquio intranquilo / de la Virgen María en la Pirámide”. Sé que nadie reclamó el reloj del poeta, pero sé de varios que pudieron disputarlo a la hora de descifrar pasajes. Muchos volvemos a leerlo con la esperanza de fijarnos en lo que nadie notó antes. Esta edición está prologada y anotada por quien es considerado el mejor “lopezvelardista” fuera de México. Pero acerca de él, quiero decir que disputa este nombramiento aun si se le considera a la par de los especialistas mexicanos, generalmente obsesivos con estos versos oscuros, pues llama la atención sobre aspectos no muy comunes, como la influencia del poeta español Andrés González Blanco. Algo, la sustancia de esta obra poética, parece salir de dentro. Pero del fondo del lector. Algo que uno buscaba de sí mismo lo encuentra en esta obra. Esa sustancia hecha de “mexicanidad”, que según muchos también aparece en Juan Rulfo, brota aquí como el petróleo. No tienen esa misma impresión los lectores de otros países, y sería bueno saber qué encuentran ellos en esta obra, pero desafortunadamente no es algo que le interese al editor, quien se limita a decir que es un poeta poco conocido fuera de México. Me imagino que no trata este tema por la confianza que tiene en su calidad literaria y porque recurre al análisis de Octavio Paz, quien se refirió constantemente a la situación de este poeta en la literatura española y su relación con la poesía francesa. Sin embargo, quien lea el prólogo que precede esta edición, pensará que uno de los grandes enemigos de López Velarde fue otro poeta, el jalisciense Enrique González Martínez. Pensará asimismo que la obra de López Velarde ocurrió en un periodo llamado Posmodernismo, pero eso sucede porque se asume que González Martínez fue el poeta que terminó con el Modernismo en 1911. Sin embargo, creo que es una idea algo superada en la que no creían Octavio Paz ni José Emilio Pacheco, entre otros. Tanto González Martínez como López Velarde escribieron y vivieron en dos etapas del Modernismo, es cierto que desde posiciones algo alejadas. López Velarde se acercó a la provincia como tema, aunque la provincia aparece en él como algo lejano, evocado a la distancia. Y Fuensanta, su prima Josefa de los Ríos transfigurada en musa, es el complemento: el amor juvenil de “antes de saber del vicio”, como dice en La suave patria. González Martínez, no; apenas hizo un poema en que hablaba de una iglesia de pueblo. El autor de “Tuércele el cuello al cisne…” era un simbolista, a veces fue un “panteísta”, pero no fue un moralista, como se le califica en este prólogo. Me parece que este juicio es una repetición de las ideas de Paz, pero llevadas un poco más lejos, pues se le pinta como un autor que escribía llevado por la moda (“se instaló definitivamente en la literatura que tan buenos resultados le estaba dando”). Si se siguen las conclusiones de Paz, González Martínez aparece dueño de un prestigio incomprensible en ese panorama, como el autor envidioso que no supo ver la calidad de López Velarde. Es extraña esta idea, sobre todo si se piensa que juntos, López Velarde y González Martínez, codirigieron la revista Pegaso, en 1917 con Efrén Rebolledo. No pienso en González Martínez como un Paz avant la lettre, sino en un poeta con una relación bastante más compleja con López Velarde, pero de ningún modo interesado en ponerle el pie para hacerlo tropezar. La insistencia en González Martínez como el adversario me parece exagerada, y quizá también mi obstinación en el tema. Pero creo que hay que desbrozar el camino de ambos poetas, sin prolongar innecesariamente la animadversión de Paz contra González Martínez.

Ramón López Velarde, La sangre devota. Zozobra. El son del corazón, ed., estudio introductorio y notas de Alfonso García Morales. Madrid, Hiperión, 2001. (poesía Hiperión, 401)

sábado, 12 de diciembre de 2015

El Romanticismo en la poesía castellana, de César Vallejo

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Intento representarme a los profesores que aprobaron esta tesis de bachillerato, encantados de escuchar a su adelantado alumno elogiar a don Marcelino Menéndez y Pelayo. Que la psicología de un pueblo es producto de su raza y de la naturaleza era la feliz ecuación que despejaba el proceso que culminaba en una literatura. Poco imaginaba a César Vallejo (1892-1938) engolosinado con la poesía romántica española, y llamar “gigantes” a casi todos los literatos que “han comulgado en el altar de la literatura romántica”. Por lo que se ve, en 1915, la academia todavía cultivaba la metáfora biológica: la literatura es una planta, si se estudia la tierra y la maceta se llegará a conclusiones asombrosas. Nada que reprochar. Diremos que es ciencia, pues ignoro si en Perú el Positivismo aún no tenía detractores (en México ya había sido derrotado en la academia, por los pensadores que encabezaba Antonio Caso). Se dice que al día siguiente de su examen bachillerato, este joven de 23 años leyó, para festejar, el poema “Primaveral” –su primer poema publicado– en un balcón de la plaza O’Donovan de la ciudad de Trujillo. Se trataba de un poema modernista con algo de influencia de Rubén Darío. Esto, según sus biógrafos, quiere decir más o menos que no había sido sincero frente a sus profesores mientras defendía al Romanticismo. En realidad, cuando se sintió libre acudió a leer un poema liberador, sobre la juventud y la naturaleza. Pero leyendo el poema noto que no es una ruptura tan grande con el Romanticismo… Alabar a la juventud en endecasílabos con rigurosos acentos en sexta no es tan liberador como parece. Tampoco sería tan cierto que los jóvenes de entonces, entre los que estaría Vallejo, rompieran con el Romanticismo. Por lo menos, pienso que los románticos nunca nos parecen viejos, a pesar de su tendencia a la “superstición religiosa” mezclada curiosamente con la “libertad del pensamiento”. Hay algo más, pues creo que se tiende a ver que muchos poetas de entonces odiaban a los románticos españoles, de la época de Espronceda, Zorrilla y Campoamor. Entonces, qué raro sería ver a un Vallejo, el autor de Los heraldos negros y Trilce, así como así celebrando a los odiados poetas castizos. Pero es que nuestros antepasados, por raro que parezca, no han heredado nuestros prejuicios. Porque los modernistas no se sintieron los destructores del Romanticismo, sino acaso sus continuadores, y más, sus culminadores. Era una idea de libertad que no se había llevado a sus últimas consecuencias. La prueba es que la forma poética de Vallejo estaba por liberarse. Yo no sé, pero tampoco sé si los conocedores del poeta peruano saben, qué pensó después de su ensayo de juventud. Sólo me llama la atención que escribiera que “la aparición del espíritu satírico ha sido siempre signo seguro de la decrepitud o decadencia literaria”. Aunque el espíritu satírico no me parece un mayor signo de decadencia artística que la seriedad.

César Vallejo, El Romanticismo en la poesía castellana. Madrid, Eneida, 2009. (Biblioteca Ensayo, 8)

domingo, 29 de noviembre de 2015

Barrio verbo, de Ingrid Solana



Barrio verbo es un diccionario de verbos, todos enunciados en un inmóvil infinitivo. Es un diccionario aunque no esté en orden alfabético. No está escrito entonces para buscar nada. Pero quizá para acomodar las experiencias de su autora, Ingrid Solana. Hay palabras como “comer” o “viajar”, pero la mayor parte del libro está compuesto de ensayos con asuntos más bien intelectuales, “dudar”, “leer”, “comprender”. Curiosamente, cuesta más trabajo acceder a la acción si se la detiene para observarla. De hecho en los capítulos de este libro hay cierta dificultad para acercarse a ella, es mejor no tocarla directamente. Siempre existe un sistema de citas que impide sentir la realidad. Se privilegia lo que dijo Barthes, lo que opinó Deleuze… El aforismo de una autoridad es el que permite que se toque el fragmento de vida. Son guantes con los que se toma el fenómeno. Entonces, la voz del texto se acerca a su objeto, pero hasta cierto punto. Sí, lo hace con sagacidad, como cuando aborda el tema de la fotografía de Octavio Fossey y la película de John Maybury sobre Francis Bacon. Pero siempre desde un punto de vista exterior. No me parece casual que el sentido privilegiado en el libro sea la vista. Ver películas, cuadros, muros, fotografías. Nada entra en su ser. Incluso la palabra “comer” es un verbo enemigo. “Abre la boca y traga” es la frase con que se relaciona la “cuchara enemiga”. Entonces, elaborar una serie de textos pero de tal manera que la realidad quede fuera, lejos. Aun en el ensayo en que hace una lectura aguda de Bacon, me parece distante de su objeto de estudio. ¿Será por los infinitivos que regresan a cada momento? Pintar es… Leer es… Se trata de la formulación atemporal de los fenómenos, los cuales se ilustran con experiencias. Dicho de otro modo: la experiencia concreta sirve sólo para comprobar el aforismo abstracto. “Los viajes son todos regresos”, escribe en la primera página. La realidad entonces, debe de ajustarse a la generalización. Miedo ante la realidad, demasiados juicios previos y muy poco de ideas surgidas de la experiencia propia. En el último texto, ni la muerte del abuelo es capaz de romper la cáscara de la teoría y el aforismo para llegar a la emoción. Habría que decir en qué lugar se encuentra exactamente la barrera primordial. Ésta me parece que es el lenguaje interpuesto entre el yo y el mundo. Y entonces qué podría decirse, si el instrumento principal de nuestro trabajo está impedido de conocer. Son mis reflexiones acerca de lo que pienso que impide a este estilo ir más allá. Se dice en este libro que leer y escribir son actos dramáticos, pero nada de ese drama se percibe. Quizá ésa sea la meta que uno esperaría como lector.

Ingrid Solana, Barrio verbo. México, Conaculta, 2014. (Fondo Editorial Tierra Adentro, 508)

viernes, 13 de noviembre de 2015

Las raíces del Romanticismo, de Isaiah Berlin

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Es bastante sorprendente que Isaiah Berlin haga residir el nacimiento del Romanticismo en el sentimiento de inferioridad de Alemania ante Francia. Alemania eran trescientos príncipes gobernando sus pequeñas comarcas, una enorme región sin metrópolis. Nada semejante a un París por estos sitios. Por el contrario, sólo oscuras personalidades, intimistas y misteriosas, artistas algo renegados, entregados a la religión y lejos de la mundanidad. Nada más lógico que la religiosidad alemana estuviera tan desligada de las formalidades católicas, de las ceremonias que demostraban el brillo de la exterioridad. Los pensadores alemanes concebían una vía personal de relación con la divinidad. De esto se puede sacar una conclusión: en ciertos periodos históricos, cuando la satisfacción de las necesidades le está vedada al hombre, éste vuelve la mirada hacia dentro de sí, tratando de construir ese mundo deseado en su propio espíritu. Eso sería más o menos el Romanticismo, la construcción de un ideal (individual o colectivo) como una oposición a la realidad exterior. Esa idea constante en la obra de este autor parece que fue aprendida de estos autores. Los alemanes serían los que de manera moderna postularon esa “libertad negativa”. Negativa porque es una oposición a la realidad. No puedo negar que es la idea de libertad que más me atrae, la que considero que está más cercana del arte y de mi manera de concebir la creación. Más aún, la forma en que se podría hermanar el concepto de arte. Ignoro qué relación tengan Herbert  Marcuse e Isaiah Berlin, pero en Eros y civilización (1955), del primero, ya se encuentra una idea que no es el todo a ajena a las conferencias que forman este libro, y que fueron pronunciadas en 1965. Marcuse habla del arte como un espacio en el que se depositan las ideas utópicas del hombre. De tal manera, que evasionista o no, el arte contiene las utopías, y la aspiración de un mundo en el que sea real la libertad. Los poetas –conservadores y revolucionarios– convergerían en la idea de considerar el arte una categoría por encima de la política. La construcción de ese mundo en el interior del espíritu aparece ya en Dos conceptos de libertad (1958), de Berlin. Aquí está muy desarrollada la idea, y se coloca como punto de partida del Romanticismo. Hay algo más: algo que la filosofía olvida generalmente, ¡y se precia de olvidar!, los aspectos típicamente humanos en la formación de la ideas. La Filosofía se ofende cuando le recuerdan este tipo de temas. Pero bien, Berlin se refiere a los orígenes sociales de la intelectualidad en Alemania y en Francia. Mientras que los alemanes provenían principalmente de las clases bajas, los franceses eran producto de la aristocracia y de la alta burguesía. Naturalmente, Francia es la tierra de la Razón, que justifica tan bien el orden de las cosas y juzga el mundo en términos más bien apacibles. Pero se podrá ver qué tan en desacuerdo estaban los alemanes con el orden racional que los condenaba a ser unos segundones en la repartición de condiciones favorables al pensamiento.

Isaiah Berlin. Las raíces del Romanticismo, ed. de Henry Hardy, tr. de Silvina Marí, pról. de John Gray. México, Taurus, 2015.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Discurso por Rubén Bonifaz Nuño


 
No tengo más merito para estar aquí, en esta tarde que es de tristeza y de fiesta, que ser un lector de Rubén Bonifaz Nuño. Ni siquiera soy uno de sus mejores lectores, por suerte tiene tantos que nunca faltaría uno que quisiera compartir su experiencia con una de las grandes obras de la literatura mexicana. Pero soy un lector que necesita compartir el gozo de leer. La vida prácticamente me arranca de los libros, porque si pudiera sólo tendría algo impreso frente a mí. Leyendo, se llega casi a invertir las prioridades de la vida. Y uno de los culpables de que así sea, es precisamente, Rubén Bonifaz Nuño, un poeta con una voz poderosa e inteligente, que sabe remover con su poesía los aspectos más íntimos de la vida y del espíritu. Entra su voz a los lugares más escondidos.
No quisiera hablarles de la importancia de la palabra ni de la poesía. Si no fuera importante, ni siquiera estaríamos aquí. Nos convoca la poesía. Es que hay cosas que no se pueden decir de otra manera, se tiene que decir en un poema. Así es y no puede ser de otro modo. ¿Pero qué es eso que nada más puede decir un poeta? ¿Qué es eso que las palabras de todos los días no pueden decir? Pienso que las palabras nuestras están hechas para ser dispersadas por el viento. Las palabras del poeta están hechas para perdurar. Son el testimonio de que vivimos y caminamos por el mundo. Muchas veces, un poema es la única manera de decir que estamos solos y que ojalá no lo estuviéramos. ¿Cuántas palabras podrían ustedes decir de otros tiempos? Casi siempre, esas pocas palabras son poemas. Paradójicamente, esos poemas que perdurarán expresan la angustia de lo que pasa y se pierde.
Al ingresar a la Academia de la Lengua (en 1963), Bonifaz escribió un espléndido discurso, Destino del canto. Se refiere a la búsqueda de las raíces más lejanas que tenemos, a la poesía latina y a la escrita en náhuatl. Los romanos, más soberbios, creían en la inmortalidad de Roma y de su imperio. Pero los mexicas no, veían con angustia que no habríamos de llevarnos nada de este mundo, ni siquiera las flores ni la amistad. No sólo no podemos llevarnos la amistad ni la pasión con nosotros al otro mundo: tampoco podemos llevar con nosotros la capacidad de la amistad. La poesía, para Bonifaz era esa capacidad de mirar a los ojos del otro sin vergüenza. Para que entre los amigos y la persona amada puedan tener un corazón firme, para buscar colectivamente la felicidad. La felicidad, dice Bonifaz, no se encuentra en la soledad. Y no hay otro lugar que la tierra para encontrar la felicidad, para cultivar la amistad. Estas ideas las encontró Bonifaz en los poetas antiguos. Nosotros cargamos esas ideas en el corazón. Así pensó Nezahualcóyotl y sus poemas quedaron sepultados en la tierra. Así creyó Nezahualcóyotl en su corazón y quedó sepultado en la tierra. En realidad, así quedó sepultado todo en la tierra. Cuando quedó sepultado el mundo antiguo, algo de nosotros quedó sepultado para siempre. ¿Qué parte de los seres humanos que somos ahora está sepultada, es una ruina sin sentido? Es necesario verse en ese espejo. Ese mundo es nuestro reflejo. Desenterremos las piedras, dice Bonifaz. Sólo las piedras tienen derecho a hablar. Todo lo que se ha escrito sobre ellas miente, porque lo han dicho los españoles, los criollos, los mestizos. El mundo de los indios originales nada más puede hablar el lenguaje de las rocas. Veámoslas. Quizá nos puedan decir algo de nosotros mismos. Somos los hombres un guijarro sin sentido. Sería deseable saber de qué vasija somos parte.
Rubén Bonifaz Nuño dedicó gran parte de su trabajo a encontrar ese lenguaje propio. Cuando dijo: interroguemos a las piedras, fue para quitarles esas palabras que pusieron los españoles y que han seguido adulterando ese pasado al cual tenemos derecho de conocer. Bonifaz, un hombre de palabras, se dirige a las antiguas ruinas, se estrella y se le caen de encima todas las palabras. Se queda de pronto, frente a la Coatlicue o frente a la Coyolxauhqui, sin palabras. Espera a que sean ellas las que hablen. Si se les sabe preguntar, hablarán. Es como el amor. Cuando uno ama, usa la palabra. El amor es una reciprocidad que se produce si es que uno sabe usar la palabra. Pero no todo es tan sencillo: antes de poseer a la persona amada, hay que saber mirarla. A lo largo de la poesía de Bonifaz hay toda una geografía de la amada. Se puede seguir la mirada del poeta y pasar por todos los lugares del cuerpo. Y una vez que se ha visto bien a la amada, se puede pasar a hablar, a seducir. Pues, ¿cómo se puede seducir sin conocer? Quizá se han dado cuenta que un poeta puede poner triste a sus lectores sin que éstos tengan motivo para estarlo. Si pueden provocar la tristeza, ¿podrán provocar el amor? Bonifaz afirma que no. Uno de sus favoritos, Píndaro, poeta del siglo V a. de C., se dio cuenta de que no podría producir el amor en la amada, así que mejor le promete la inmortalidad. Quizá por interés sí pueda consumar su cortejo. Pero no… la amada no cede ante nada, ni ante el chantaje. Pero hay algo que descubre Bonifaz: la musa no ama al poeta pero sí ama su poesía. La musa de Píndaro, Cintia, muere. Y como fantasma, le dice al poeta: “En los libros tuyos fueron largos mis reinos”.
La poesía es un regalo para la amada. La amada vive en el poema. Y vivirá por siempre. El poeta regala desinteresadamente sus poemas, porque sabe que no puede hacer otra cosa… Quizá la amada se enamore de otro. Qué importa. Los poemas sirven para que otros los vivan. El poeta dice: “Yo”. Pero todos cabemos en ese yo. Por eso Bonifaz es un poeta del amor. Pero no es un poeta de los enamorados. Esos van y vienen. Lo único que queda es el amor. Quedan los poemas. Pasan los enamorados y sus vidas. Todo eso es intercambiable. Pasamos para que otros puedan venir y amar. Cada quien su propia oportunidad. Siempre el aquí y el ahora. Estas palabras son las favoritas de los clásicos: cosecha el instante. Quiere decir que desde Homero, desde Catulo y desde Virgilio hemos dicho más o menos las mismas cosas. El amor de la poesía de Bonifaz no es sencillo: es como si tomara todas las palabras de amor y las condensara en un par de versos. Al mismo tiempo que escribía su poesía, Bonifaz se dedicó a traducir a los clásicos grecolatinos, desde Homero, que vivió hace ventinueve siglos, hasta Lucano, que fue contemporáneo de Cristo, pasando por Eurípides, Lucrecio, Catulo, Virgilio y Ovidio. De todos aprendió. Estas traducciones las publicó la UNAM a lo largo de cuarenta años, de 1967 a 2007 y sirven como libros de cabecera en donde los estudiantes de literatura conocen a los clásicos. Bonifaz aprendió que hemos aprendido a enamorarnos con las palabras de los antiguos. Que entre Catulo y José Alfredo Jiménez no hay distancia. Por eso, uno de sus grandes libros, Albur de amor (1987), es una suma del enamoramiento: son las palabras que vienen desde los griegos y que llegan hasta la música popular mexicana, llena de versos sencillos y bellos, y por eso elige como título el nombre de una canción del compositor Alfonso Esparza Oteo. Sus versos son extraordinarias combinaciones de cultura popular y alta cultura. Rubén Bonifaz, como ningún otro poeta, convierte el lugar común en momentos inolvidables:

No es en mi año. Alguien te tiene,
no es en mi daño. Y sin embargo
me daña en la duda lo que fuiste;
y así me acostumbro, y lo soporto,
y hasta parece que me place.

A pesar de que el amor es la fuerza más fuerte, la verdad es que, desde el principio, la muerte es otro de los personajes de su poesía. Al principio es una abstracción, una presencia inquietante. Pero a los 80 años, Bonifaz publica su último libro, Calacas (2003), en donde la muerte es algo cercano y natural. Es cierto que tiene versos estremecedores, pero también tiene versos llenos de mexicana alegría y de relajo.
Rubén Bonifaz Nuño, el poeta triste, fue también un hombre feliz. Un escritor lleno de optimismo, de pasión por la cultura y de curiosidad desbordada. Creía que la cultura podría hacer consciente al hombre de su paso por el mundo. Cuando murió, hace 28 días, pensamos que se fue el último poeta indiscutible, el último poeta que reunía la admiración de todos.
Todos los universitarios sabíamos que en la Biblioteca Nacional de la UNAM está el cubículo de Rubén Bonifaz Nuño. Desde ahí, una pequeña oficina se tenía una vista maravillosa de las Islas, la enorme explanada de Ciudad Universitaria. Todos sabíamos que ahí estaba Rubén Bonifaz Nuño, el poeta, con la puerta abierta. Junto a él, Paloma Guardia y Silvia Carrillo, compañeras y amigas de años, al pendiente de todo. Recibía a los estudiantes para platicar, porque le interesaba saber lo que pensaban y lo que leían. Se vestía pulcramente, siempre; pero parecía vestir, sobre todo, con elegancia una frase de Julio Torri: “La biografía de un hombre está en su actitud”.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Por una nueva novela, de Alain Robbe-Grillet



Luego de leer Por una nueva novela, difícilmente alguna me parecerá nueva. Destroza tal cantidad de ideas fijas acerca de cómo valorar este género, que uno siente un poco de vergüenza. En realidad, se trata de la reunión de ensayos dispersos y militantes de Alain Robbe-Grillet (1922-2008), publicados a lo largo de los años 50. Son un parteaguas, un hasta aquí. Y donde este autor pone el dedo, se debería de poner muy seriamente una marca. No se puede escribir como si no hubiera existido esta corriente narrativa de la literatura francesa. Algunos se atrevieron, así que no estaba de más alguna polémica. Por ejemplo, la idea de que las cosas deben de estar descritas sin metáforas que las humanicen. Estaba bien decir que “el mundo es el hombre”, pero no que “la cosas son las cosas y el hombre sólo es el hombre”. Ya se ha dicho mucho que la selva tiene “un corazón”, y que el sol es “despiadado” como para que no exista detrás de todo esto un sistema metafísico. Arrancarlo del hombre, y que las cosas no lo acompañen en su tragedia, es uno de los aspectos de esta poética. Si el sol sólo está ardiendo en el cielo como un objeto, se dice lo mismo. Pero si es despiadado añade algo, se tiene que aceptar una voluntad. Olvidamos que esta sensación de un universo es sólo una idea, y que la sensación de humanidad del mundo no dura ni un milímetro más allá de nuestra piel. Más allá todo es un misterio, una indiferencia. Aunque mentimos al llamarle indiferencia, pues eso supondría que el universo nos conoce y nos ignora. En el fondo, no sólo la humanización del mundo es peligroso. ¡Deben de ser extirpadas todas las comparaciones! pues todas suponen un más allá. Disolver ese “pacto metafísico” que existe entre el hombre y el mundo. Su instrumento de pensamiento disecciona un par de novelas, no son cualquier novela, sino El extranjero de Albert Camus y La náusea, de Jean-Paul Sartre. Y concluye que el mundo tiene un papel más, como de personaje, en una medida en que sus autores no son capaces de admitirlo. La relación de fascinación y terror que los protagonistas respectivos establecen con las cosas dan idea de que el mundo tiene aquí también un más allá. Sin embargo, no es un ejercicio de destrucción de un género literario sino de continuación de las distintas búsquedas, las que proceden de un Balzac, y que sigue un Proust, o un Faulkner. Le interesa al autor que la novela sea una búsqueda. Yo sólo agregaría que el estilo crea gran parte de lo que investiga, ya que lo que no había enunciado no se encontraba más que en lo potencial. Tuve el honor de conocer a Robbe-Grillet y de hacerle un par de preguntas sobre su obra. Con toda mi admiración le acerqué un libro suyo para que me lo dedicara. Sacó su pluma. ¿Qué escribiría el gran iconoclasta? Como el Zorro sobre un muro, agitó la mano, y sólo dejó, sobre la primera página, una “R” grande y solitaria.

Alain Robbe-Grillet. Por una nueva novela, tr. de Pablo Ires, pról. de María del Carmen Rodríguez. Buenos Aires, Cactus, 2010. (Serie Perenne)

viernes, 6 de noviembre de 2015

Ferrusquilla



Qué personaje tan fascinante es José Ángel Espinosa Ferrusquilla. Fue el primero de los grandes artistas sinaloenses del siglo XX en llegar a la Ciudad de México. Antes que Pedro Infante, que Lola Beltrán, que Luis Pérez Méza y que Cruz Lizárraga. Fue casi fundador de la XEQ, en donde hizo el papel de Ferrusquilla, en la serie La banda de Huipanguillo, que escribía Pedro de Urdimalas (el creador de Nosotros los pobres). Ahí conoció a Blanca Estela Pavón, de quien se enamoró. Cuando ella murió, los 24 años, su madre le dio la foto que estaba sobre el ataúd y le dijo: "Consérvela, ella lo quiso mucho". Ferrusquilla tiene el don de la imitación. Desde siempre supo copiar todas las voces que escuchaba. Y en una ocasión, durante una prueba radiofónica, hizo un diálogo de cinco minutos con 19 voces. Emilio Ballí, funcionario de la Q, aprovechó un viaje del gerente, Enrique Contel, para terminar con el programa de La banda de Huipanguillo. Casualmente, Ferrusiquilla se encontró a Contel, al regres de su viaje, en los vapores del Hotel Regis. Así que se metió al cubículo contiguo e improvisó un diálogo, él solo haciendo las dos voces: "Oye, compadre". "¿Qué te pasa, compadre?" "Esos zonzos de la Q quitaron el programa de La banda Huipanguillo, hombre." "No la amueles, pero si gustaba mucho." "Pues ya lo ves, alguien metió su cuchara". Ferrusquilla se fue a su casa y espero a que sonara el teléfono. Al rato sonó: por órdenes de Contel, el programa volvía a pasar al aire. Desafortunadamente, ni uno solo de esos programas se grabó. Así que nos tenemos que conformar con lo que nos cuentan de él, que era un de los programas más divertidos y geniales de la radio de antes. En el Teatro Lírico, Ferrusquilla era famoso por imitar la voz del presidente Ávila Camacho. Desafortunadamente, un inspector de teatros le prohibió continuar con su imitación. Al día siguiente, Ferrusquilla subió a un taxi, y se encontró con que el pasajero anterior había olvidado su cartera. Era nada menos que de el teniente coronel Luis Viñals Carsi, jefe de ayudantes del Presidente. Ferrusquilla fue a Palacio Nacional a devolver la cartera, y el general le ofreció una recompensa. Le pidió que hablara con Ávila Camacho para permitirle seguir con su imitación. A partir de ese día, Ferrusquilla continuó haciendo la voz del Presidente. Desde siempre componía canciones, pero sólo hasta que entró al Conservatorio (en donde conoció a Manuel M. Ponce y a Silvestre Revueltas) pudo dedicarse seriamente a la música. Pedro Infante le grabó A los amigos que tengo, y Lola Beltrán, La pena míaÉchame a mí la culpa llegó cuando él iba manejando rumbo a su casa en la calle de Gabriel Mancera 1714. La fue apuntando en los altos del semáforo. Al otro día, se la cantó por teléfono a Juan Mendoza el Tariácuri. Le gustó tanto que le habló a su hermana Amalia para que la escuchara. Pero Amalia no aguantó las ganas y le habló a Mariano Rivera Conde, director musical de RCA, y también se la cantó por teléfono. Y así la Tariácuri conoció su mayor éxito. Un éxito único, con una canción que un día recibió los elogios de Carlos Pellicer. Herberto Sinagawa Montoya se encargó de platicar con Ferrusquilla y de escribir su vida. El resultado es una época vista por uno de sus espectadores privilegiados. Desafortunadamente, a veces pesa más la época en el libro que el compositor, quien nace hasta la página 100, y desaparece completamente por largos pasajes. Las páginas anteriores hablan de Sinaloa, y en las posteriores apenas se habla de las decenas de sus películas, en las cuales trabajó al lado de personajes como Boris Karloff y Liz Taylor. Acabo de leer este libro que apareció hace bastantes años, por las ganas de conocer a Ferrusquilla. Como en México tenemos la larga tradición de dejar pasar a los mejores testigos de las épocas sin hacerles una sola pregunta, trabajos como el de este autor son ejemplares. Es que fíjense bien en la realidad. La tocamos y es dura, hasta parece que no se puede destruir. Y sin embargo, más adelante será necesario el testimonio de alguien para demostrar que existió.

Herberto Sinagawa Montoya. Ferrusquilla dice: Échame a mí la culpa, presentación y edición de José Gaxiola López. México, Siglo XXI-El Colegio de Sinaloa, 2002.

domingo, 11 de octubre de 2015

Músicas del Caribe, de Isabelle Leymarie


 
Este mar espolvoreado de islas es tan complejo como parece. Se puede naufragar en su historia tanto como en su literatura y su música. Así que la autora intenta, hasta donde es posible, poner un orden para más o menos comprender la variedad de una región en donde han querido implantar su cultura los países de Europa y de Asia. Pero inconstante como las olas fue también el paso de algunos países, pues hubo islas que un tiempo fueron habitadas por españoles y luego arrebatadas por los franceses o bien por los daneses o incluso los suecos. Y el rudo trabajo del cultivo ni siquiera se lo reservaron los colonizadores, sino que trajeron para ello a los negros de África. Así que cada isla tiene una cultura propia, la que resulta de combinar la cultura nativa con los distintos pueblos africanos, sometidos a su vez por los europeos. A veces, los nativos fueron exterminados, y en mayor o menor grado, tuvieron presencia en la mezcla de las culturas africanas con las europeas. Aunque la autora subraya lo inexacto de utilizar la palabra “identidad” para esta zona de alta migración, se puede decir que hay cuatro grandes regiones: la hispana (en donde se incluye la costa atlántica de América Central, excepto El Salvador en donde los negros fueron excluidos por la constitución), la francófona (con la Guayana), la anglófona (con Belice y la Guyana), y la neerlandesa (con Surinam). Los negros no volvieron a sus países de origen, pero iban conservando los ritmos de los antepasados, que simbolizaban la vida y la muerte. Según la función de la música, se usaba cierto tipo de tambor, y los nombres de los tambores se traspasaban a los bailes. Ese significado secreto sólo conocido por los labriegos o campesinos era observado desde lejos, pero con gran curiosidad por los europeos. Y con mayor suspicacia, por la Iglesia. Los primeros grandes musicólogos fueron los sacerdotes pues debían de conocer para discernir qué bailes era mejor prohibirlos y cuáles no. En varias regiones se permitieron ciertos bailes los domingos luego de misa, siempre y cuando no fueran licenciosos. La iglesia católica permitía mejor la danza que el canto. A diferencia de la protestante, que privilegió el canto en sus servicios religiosos. Todo se hizo laico con el tiempo, los ritmos europeos y los africanos se fueron tocando poco a poco, primero con la punta de los dedos, y luego en libre contoneo. Decía que la brevedad es la enemiga de este pequeño breviario. Algo nos dice, cuando la escuchamos, que es música del Caribe, aunque no sepamos definir su esencia con exactitud. Cada pequeña subtrama de esta historia tiene una moraleja propia. ¿Cuál será la que exprese lo que ocurre en esa región? Tal vez, que conocemos la mínima parte, y que sólo un puñado de géneros han inundado el mundo, secando las oportunidades de un enorme mar musical.

Isabelle Leymarie. Músicas del Caribe / Musiques caraïbes, tr. de Pablo García Miranda. Madrid, Akal, 1998.

martes, 6 de octubre de 2015

Prosa, de Enrique González Martínez



El reinado de Enrique González Martínez en nuestra poesía va de 1911 a 1916. Es decir, los años que van de la muerte de la Revista Moderna de México a la aparición de La sangre devota, el primer libro de Ramón López Velarde. Para los lectores de entonces, el futuro de la poesía era un enigma. Por ejemplo, Julio Torri se preguntaba quién sería el poeta de mañana, ya que el de ayer había sido Manuel José Othón, así como González Martínez era el poeta del día. Fue célebre porque, en un soneto, se decidió a matar al cisne, símbolo de la poesía parnasiana. Aunque mataba dos pájaros de un tiro: también el ave negra del Decadentismo. Así que este autor le dio continuidad a la poesía en un momento de indecisión. En vez del poema como un artefacto que ayudaba a leer el mundo como un gran símbolo, planteó una poética que usaba el símbolo, pero lo hacía para explicar la vida íntima, la autocontemplación. Para ello tuvo que leer la poesía de su tiempo, ser una especie de pararrayos. Al leer a Rubén Darío vio que había dos poetas: uno bueno y otro malo. El malo era aquel que llenaba la expresión de adornos inútiles. Y el bueno, el que usaba la poesía como medio de conocimiento del mundo. Nos preguntamos con frecuencia qué grado de conciencia poética tenía González Martínez. Puesto que a nosotros la tradición se nos presenta con más orden, pero también con menos complejidad gracias a la cantidad de autores que nos ha aplanado el camino, deberíamos de tener una respuesta pronta. Pero lo cierto es que casi nadie ha sabido plantearla. El simbolismo de González Martínez fue aprendido de la moderna poesía francesa, la que también se alejó del ocultismo y se acercó al ensimismamiento. Había en esa poesía en francés (que incluía a los autores belgas) un apego a las cosas, a las pequeñas propiedades y a los paisajes nativos, que no fue compartido por González Martínez. No escuchó ese canto de las cosas, de los armarios, de ese modesto vaso de agua que se toma al mediodía. Como quiera, tampoco fue un poeta de manifiestos, así que lo que encontraremos aquí es el mensaje incompleto de una actitud poética. Es más fácil seguir ese pensamiento en la totalidad de su poesía y no tanto en su crítica literaria o en sus prólogos. Pero ya sea pensamiento u obra poética, lo que me importa es preguntarme por su obra y por la poca suerte que ha tenido. No todo puede ser culpa de los editores o los críticos, sino también de la poca curiosidad de los lectores. Su ideal nos aparece desvencijado. Sus versos, poco audaces. Sus ideas literarias, incomprensibles. Él todo, como un lejano señor con el que es un poco aburrido dialogar. No opinaban lo mismo jóvenes como Xavier Villaurrutia o José Gorostiza, encantados por su voz. La escucharon por un tiempo, hasta que tomaron otro camino. Me temo que los lectores tenemos la mala costumbre de leer, de los ríos de la poesía, sólo el afluente que conduce directamente a nosotros.

Enrique González Martínez. Obras. Prosa, II. Novelas, cuentos y crónica. Crítica literaria. Discursos y conferencias. Prólogos, ed. comp. y notas de Armando Cámara Rosado. México, El Colegio Nacional, 2002.

domingo, 27 de septiembre de 2015

El otro Efraín. Antología prosística de Efraín Huerta

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Esta antología muestra a un autor que es un equilibrista entre la poesía y el periodismo. Efraín Huerta tenía que ir de sus poemas descarnados a sus artículos cotidianos. Y para ello se transformaba en otra persona. Bueno, eso me pareció al leerlo. Menos militante de lo que pensé, más centrado en discurrir sobre el cine o sobre la ciudad. Un lector generoso al que le gustaba hablar bien de las obras y un poco también de sus autores. Casi no aparecen aquí la columnas dedicadas a los libros y tampoco las últimas que escribió, mucho más anecdóticas. Por ahí están los textos periodísticos hechos de aforismos que seguramente tomaron la forma de los poemínimos más adelante. Están sus inquietudes, pero las del diario. Quién sabe si con ellas se formarán convicciones. Comenzó siendo el adversario de los Contemporáneos, hasta que los aludidos fueron a quejarse con el director del periódico. Claro que tuvo que desdecirse porque poco a poco comprendió esa poética individualista que chocaba con sus ideas nerudianas. El extremismo de la juventud se fue transformando en generosidad con los años. Entonces vinieron las columnas sobre libros, gracias a las cuales se trasluce su casa, seguramente llena de novedades, de dedicatorias. En el volumen está la constancia periodística, contenido que me llena de desesperanza porque las grandes frases se combinan con las que no tienen sentido para los lectores futuros. Frases lapidarias metidas en la página 25, segunda columna, y que no concluyen, pasan a la página 34, cuarta columna, debajo de un anuncio. Aunque sin embargo, seguro llegaron a su destino, como cuando fueron la crítica sin atenuantes contra el Indio Fernández. Pero lo mismo están los elogios sin reservas a Rosaura Revueltas o María Félix. Una columna profesional de cine, hecha por un conocedor y un crítico que tiene ideas propias sobre la categoría que debería de tener el cine mexicano. “Por fuera, el cine es un paraíso de magia y sueños; por dentro, el cine es un infierno de caprichos y de necesidades del tipo más mortífero”. Sí, el afuera le pertenece a la poesía, Blanca Estela Pavón, los sueños y todo eso. El adentro le pertenece al periodismo. Pero ¿y la ciudad? Ésa tiene un adentro y un afuera. Pero el poeta une el sueño y la realidad como el tallo une la flor al suelo. Hay un momento de este autor que se parece tanto a Ramón López Velarde, cuando hace periodismo “poético” sobre la ciudad de México, casi las versiones periodísticas de sus poemas a la ciudad. Hay algo casi lírico en sus descripciones de Chapultepec o de las sinfonolas. Orfeo perdió la batalla contra la RCA, y se pierde en la lejanía. Así, de la ciudad de este poeta se van los antiguos dioses y quedan los camiones y las prostitutas mal maquilladas. El volumen casi se desborda, pero tiene un prólogo comprensivo y abarcador. Si hubiera sido menos amoroso con el autor, habría quedado un volumen más pequeño. Pero me dio la impresión de que había que aprovechar la oportunidad de los cien años, celebrados en 2014. Me pregunto si tendremos la oportunidad de saber más de ese “otro Efraín” que ignorábamos, o si la costumbre editorial seguirá del lado de la poesía.

Efraín Huerta. El otro Efraín. Antología prosística, edición y selección de Carlos Ulises Mata. México, FCE, 2014. (Col. Letras Mexicanas)

jueves, 24 de septiembre de 2015

En los andamios del teatro. Las escenografías de David Antón



A diferencia de la literatura, con el teatro nos tenemos que conformar con tener un conocimiento muchas veces fantasmal. La historia literaria casi siempre conserva los textos celebrados en otros tiempos, y es relativamente fácil llegar a ellos. No pasa lo mismo con el teatro, pues las representaciones son comentadas por críticos que las presenciaron, que dan cierta idea de ellas, y hablan de las cualidades de los actores o del director. Pero la imaginación sufre un poco pues todo se le escapa cuando trata de tomar algo con sus manos. Por suerte, este libro reúne una muestra de los bosquejos de uno de los grandes escenógrafos de México –y uno de los más prolíficos. Son ejemplos de 62 años de trabajo, de más de seiscientas obras. Entonces, la imaginación ya no sale de las cuatro paredes que le imponen estas elegantes escenografías. Como que se engolosina paseando por sus patios y sus habitaciones, por los espacios de La bohème, de Salomé, de Mame. Ignoro casi todo de la historia del teatro, pero alcanzo a vislumbrar que los autores especializados acaso abordan la dramaturgia e indican cuándo se estrenó la obra, en qué teatros y cuántas representaciones alcanzó. Las puestas en escena, ésas pasan muchas veces sin ser recreadas. Aquí, por ejemplo, se ponen los bosquejos, fotografías, maquetas, pero sin contar las historias. No importa, sirven como momentos, puntos en un camino, que esperan ser narrados. Me detengo en varios de ellos, para tratar de evocar las puestas que no pude ver. Por ejemplo, Yo y mi chica, puesta en el Teatro de los Insurgentes por Manolo García, con Julio Alemán, en 1987. La crítica de teatro Malkah Rabell fue a verla y escribió que la escenografía llegaba “en paquete” con la obra, desde los Estados Unidos, pero que David Antón no dejó de recrearla. Esas obras trasnacionales que se contratan, que son una especie de franquicia, ¿dejarán espacio a los escenógrafos mexicanos?, ¿a los diseñadores de vestuario? Es un fenómeno que vale la pena contar. En 1997, David Antón se encargó de la escenografía de Fama. No se aprecian en las imágenes del libro los movimientos de los paneles, la variedad de cambios. Traer espectáculos similares a los de Broadway, con elenco latinoamericano, con versiones en español. Ahora bien, no le gusta a David Antón ser el protagonista, pues dice que el escenógrafo no es la estrella de la obra. Pero sopla el tiempo por el teatro y disuelve las representaciones que muchos vieron. Y quedan los trazos que estaban detrás. Y entonces, se invierten los papeles. La escenografía sale a escena a decir su papel protagónico. ¿Qué se puede decir de ellas y de su papel principal? De las escenografías salen todas las historias. Detrás de una de sus puertas va a salir una mala noticia, o una salvación. Deben de saber todo del futuro, porque contienen todas las posibilidades para los personajes. Nada las debe de tomar por sorpresa. A veces, son un estado de ánimo. Y por eso son recurrentes en los sueños y en las evocaciones. Si los espacios se deforman es porque también son un mensaje que se extrae de la propia obra. En gran medida, el teatro mexicano ha tomado realidad gracias a la incansable perfección de David Antón.

En los andamios del teatro. Las escenografías de David Antón, presentación de Édgar Ceballos. México, Escenología Ediciones, 2013.

domingo, 20 de septiembre de 2015

Karl Marx, de Jonathan Sperber




El autor de esta biografía dice una breve frase controversial: afirma que Marx es una “figura de una época histórica pasada, una que cada vez es más distante de la nuestra”. Es una frase que ningún biógrafo debería de permitirse. En este caso, está dicha como una provocación, me parece, pues es como decir que Marx y su mundo cada vez nos tocan menos. Pero, independientemente de lo que se piense del personaje y de su ideario, se puede decir lo anterior de cualquier personaje así como la idea completamente contraria. ¿Jesucristo? Un personaje que se aleja. ¿Confucio? Otro personaje en retirada. O al revés. Eso se deja en manos de las interpretaciones. Pero es que, especialmente, en Marx hay una especie de juicio histórico a posteriori que nos dice que las consecuencias del marxismo han sido negativas. Pero eso, desde el punto de vista de la metodología histórica debería de ser falso, pues el biógrafo se dedica a revisar a su biografiado entre dos fechas inamovibles. De hecho, no hay mucho material en la biografía para hacernos ver al Marx “cada vez más distante”. Por el contrario, deja ver a la persona que era un poco periodista, un poco académico, otro poco un filósofo y, finalmente, un activista, fácilmente equiparable con los modernos pensadores críticos. Es presentado con sus contradicciones, evidentemente. Un pensamiento que cambia sustancialmente: el joven liberal (anti-socialista), el hegeliano, el comunista, e, incluso, el positivista (pues Engels destacó las grandes analogías del pensamiento marxista con los filósofos positivistas (aunque Marx llamó “mierda positivista” al pensamiento de Comte). Hay un aspecto que me inquieta de esta biografía. No se trata del aspecto personal, tan poco escandaloso, contrariamente a lo que a veces se piensa. Es más bien, una discusión que desde entonces a ahora se da entre el proteccionismo y el libre mercado. Para Marx, el proteccionismo es una política reaccionaria, resabio de la Edad Media. En cambio, el libre cambio es la política propia del capitalismo. Naturalmente, se trata de una característica que lo lleva a una crisis. Las conquistas del proletariado se las debe de ganar él mismo, y no recibirlas del poder. Es decir, el proteccionismo retardaría la llegada de una crisis, y lo que se desea es provocarla. De hecho, Marx estuvo a la caza de la gran crisis con potencial destructivo del capitalismo, y como nadie, vio venir la de 1847. Pero el advenimiento de la crisis debía de estar acompañada de la formación de un sujeto histórico, es decir, de la conciencia proletaria. De ahí la importancia de las revoluciones de 1848, que no llevaron al comunismo, pero le dieron a Marx material de análisis y de experiencia histórica. En algún momento, se dio cuenta de que el movimiento comunista se alejaba de Inglaterra y se trasladaba al oriente, en Rusia. Fundamentalmente, la experiencia de Marx y Engels les decía que la lucha de clases era “la gran palanca de la convulsión social moderna”. En eso, el autor de El capital fue firme hasta el final. Ahora bien, no me parece cierta la idea de que el pensamiento de Marx es difícilmente trasplantable a nuestro mundo. Pero por desgracia, la idea contraria –la aplicación automática de su pensamiento a nuestro siglo– es quizá más difícil y requiere una jardinería filosófica mucho más compleja.

Jonathan Sperber. Karl Marx. /Karl Marx. A Nineteenth-Century Life, tr. de Laura Sales Gutiérrez. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2013. (Col. Círculo de Lectores)

viernes, 11 de septiembre de 2015

El Don apacible, de Mijaíl Shólojov




Hace muchos años decidí tomar el reto de leer las mil seiscientas páginas de El Don apacible, la novela de Mijaíl Sholojov (1905-1984). Y hace poco, cumplí con ello. Frente al desbordamiento, las grandes llanuras, la estepa rusa, frente a los miles y miles de muertos que sembraron el paisaje de esta novela, me avergüenzo de no poder escribir ni tres cuartillas. En esta novela mucho más que monumental se abren las flores, se mueven las constelaciones, se miran crecer los potrillos hasta hacerse caballos aptos para morir en la guerra. La maquinaria de la naturaleza y la de la historia se mueven conjuntamente. Asimismo, la del amor. No sabría decir qué mueve qué, ni en qué proporciones lo hacen. Los años pasan, de tal modo que se comienza a mirar los ciclos del tiempo. Los ciclos del amor también se dejan ver claramente: el enamoramiento y la enfermedad de amar que tiene el protagonista, Grigori Melejov, por una mujer ajena, Axinia. Todos en el pueblo lo saben y disimulan perfectamente esta pasión imposible. Incluso Natasha, la esposa de Grigori, que sufre el incontrolable deseo de su esposo por Axinia. Pero así como los vientos se mueven lejanamente, hendiendo las nubes, la Historia se acerca a Tatarski, el lugar en que viven estos personajes. Acecha sus existencias, y muy pronto les hará ver que los soviéticos han derrocado al zar. Se trata de una población de cosacos que mira con odio al nuevo gobierno; sus habitantes, cuando pueden, incluso matan con odio a los soldados comunistas. Toda la novela está narrada desde el punto de vista de los cosacos, pero la mirada del autor –prodigiosamente amplia– no traspasa los límites de esta ideología, siempre está situada muy cerca de Grigori o de su familia. Siempre, en las historias más inmediatas. Algo me parece muy extraño en esta novela: que sea considerada como la gran obra del Realismo socialista, es decir, del grupo de escritores más cercanos a la ideología de Stalin. Sin embargo, hasta el final el autor persiste en su intento de comprender a los cosacos. El personaje que encarna al comunismo dentro del poblado de Tatarski es Mishka Koshevoi. Este personaje, que es el asesino del hermano de Grigori, es también su futuro cuñado, pues se casa con Dunia, la menor de la familia. Pero representa también el odio revolucionario, el desprecio por los cosacos y la incapacidad de perdonar. Que todos aquellos que estuvieron en contra del poder central mueran sin demora. Mishka espera la oportunidad de vengarse de su cuñado en cuanto los soviéticos lleguen por fin al Don. Y Grigori sabe a qué atenerse. Faltan pocas páginas para que acabe esta historia. Han muerto casi todos y el pueblo está desolado. Pronto llegarán los soviéticos, a quienes se les atribuye la desolación. Quien haya llegado a estas páginas espera el giro que justifique el poco aprecio que se le tiene a Sholojov, el Nobel sumiso a Stalin. Pero eso no ocurre. Por el contrario, el pueblo persiste en su miedo al comunismo. Y Grigori, él toma la decisión de buscar a Axinia, de huir del pueblo y dejarlo todo. Al fin que a estas alturas de la historia, ambos son viudos. Se toman de las manos y dejan todo atrás. Pero como suele ocurrir, la vida de ella se le escurre de las manos cuando la esperanza se mira tan cerca. Que la naturaleza siga su marcha, lo mismo que la Historia, el corazón se pasma en esta escena y se detiene. Una escena de cuya belleza no podría decir menos que se trata de uno de los grandes momentos de la literatura y de la vida.

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Mijaíl Shólojov. El Don apacible, 4 tomos. Moscú, Progreso, 1975.

domingo, 30 de agosto de 2015

Reloj de pulso. Crónica de la poesía mexicana de los siglos XIX y XX




De los críticos literarios, me gustan los que llevan el poeta al mundo del lector. Los que saben dialogar con él. Los que disciernen entre los versos y extraen la belleza. Pues no hay que olvidarla nunca. En la vida eso es lo que hay, poetas contemplando el mundo y tratando de crear una visión peculiar, una poética, un ritmo en el que la vida se refleje viva. Después de leer largamente una época, se podrá extraer una constante, algo que tal vez los propios poetas no ven, algo que los atraviesa a todos. ¿Qué será? Quizá lecturas comunes, circunstancias históricas generacionales, la misma noticia leída en el periódico, un profesor con grandes ideas en su cátedra… A esas constantes las podemos llamar “época”, “escuela” o “estilo”. Aunque esta última palabra es peligrosa, ya que estilo puede ser, también, lo contrario. Es decir, los recursos con que un poeta, de manera dulce o desesperada, intenta distanciarse de lo común. Las grandes palabras como “Neoclásico”, “Romanticismo” o “Modernismo”, serían consecuencias, construcciones históricas que los propios autores o sus críticos posteriores imponen o combaten. Se va construyendo de abajo hacia arriba. De lo particular a lo general. Aunque lo general no siempre sirva para todo, y se deba de pulir de manera constante. No es lo que existe en este libro, desafortunadamente, el cual se estructura en grandes periodos históricos (Neoclásico, Romanticismo, Modernismo, Vanguardia) para dar paso a otros periodos temerariamente bautizados por el autor (Neorromanticismo, Posmodernismo y Anfiguardia). Una vez que se establecieron estas categorías inamovibles viene el divertido intento de hacer caber a los autores en ellas. Díaz Mirón tiene que encajar en el Modernismo completito, sin importar que tenga una etapa romántica en su juventud. Hay demasiadas inexactitudes en la argumentación como para confiar en que el autor conoce bien los periodos que trata (no menciona a la Arcadia, hace contemporánea la Academia de Letrán de El Renacimiento de Altamirano, omite a Manuel Carpio y a José Joaquín Pesado pero le da un significativo lugar a Antonio Plaza, asegura que López Velarde dedicó La sangre devota a Salvador Díaz Mirón, da mal los datos biográficos de Amado Nervo, sugiere comparar la poesía de Gutiérrez Nájera –muerto en 1895– con la de Francisco González León –cuyas obras representativas sólo se escribieron hasta 1917–, etc.). A pesar de todo, página tras página, el autor nos dice cuál es la lectura correcta de una época o de un autor. Si a nosotros nos gusta, por ejemplo, un poema de Salvador Díaz Mirón por su sonoridad, erramos lastimosamente. Eso se debe a que no sabemos que el mejor Díaz Mirón es el de los poemas más “íntimos”. Algunos poemas de Juan de Dios Peza “aún se dejan leer”. Eso quiere decir que si preferimos otros, estamos completamente desencaminados. Y se enuncia todo en una tercera persona impersonal para que parezca más científico todo. Se necesitan críticos de poesía, se dice en el prólogo. No lo niego. Pero la crítica que se propone aquí es la vieja preceptora con una regla en la mano para castigar a los que leen lo que no se debe: “¿Cómo es posible que te guste ese autor que nada aporta al acto sémico?” ¿Y cuáles son las ideas fundamentales del libro? Básicamente: que las grandes obras de la poesía mexicana no lo son tanto. Son más interesantes las menos ambiciosas. Me parece desproporcionado preferir a ciertos poetas actuales que a Ramón López Velarde. Por cierto, a este último no le va muy bien en este libro. Se dice que murió con su tiempo, que sólo se le lee para comentar su estilo y no para disfrutarlo. Yo, sin embargo, lo disfruto como a muy pocos autores, y no pienso que se haya muerto con su tiempo. Me cuidaré de admirar a mis poetas favoritos, lejos de una crítica que me dará un reglazo si me sorprende en culposo deleite poético.

Rogelio Guedea, Reloj de pulso. Crónica de la poesía mexicana de los siglos XIX y XX. México, UNAM, 2011. (Col. Poemas y ensayos)

miércoles, 26 de agosto de 2015

Segundo despertar y otros poemas





Hace muchos años me preguntó José Emilio Pacheco que cómo me imaginaba a Enrique González Martínez, “el hombre del búho”. Le contesté que silencioso y algo triste. “Era todo lo contrario: le gustaba que lo invitaran los poetas jóvenes a salir de noche, le gustaba jugar al billar y bailar. Y siempre cargaba con una novela policiaca, algo visto muy mal entonces”. Como siempre, nada que ver entre el autor y su obra. Más bien, se tiene que hilar muy fino porque uno es el autor de unos poemas y otra la persona que los escribe. En el caso de este poeta, ¿qué pensar? Desde siempre dejó la vida fuera de la poesía. Todo lo transformó en metáfora o en símbolo. Nos dejó un detallado paisaje interior y una moraleja para la vida: que a toda experiencia se puede quitar lo contingente, algo así como desplumar un pollo, y dejar sólo lo esencial. Una vez realizada la operación de quitar lo accesorio, todas las vidas se parecen sorprendentemente. Incluso, están un poco de más los enfrentamientos políticos. Al ver sombras sin rostro y sin historia se percibe qué tan absurdos son los afanes individuales. Para apresar un poco la vida se tiene que pensar en términos algo más generales. Uno termina siendo algo como un alma o un corazón, y el exterior puede ser un bosque, un mar, una corriente. Y las adversidades, una roca a la mitad del camino. Al principio fue una actitud explicable sociológicamente. En medio del naufragio histórico, volver hacia adentro era una forma de recuperar la libertad. Ahí, en el alma, florecían unas flores bellas y fragantes. Afuera, todo estaba aniquilado o en proceso de estarlo. Al convocar estos símbolos universales estaba el peligro de parecer algo despersonalizado. Era una actitud ética encomiable. La poesía como terreno común. Sólo había que desprenderse de la máscara de la personalidad y arrojarla lejos. Se correría bastante libremente por los campos de la experiencia poética. Y sin embargo, cuán cierta y cuán honda fue la vida, se dice el poeta. Ahora ya no vale la pena regresar a recoger oportunidades perdidas. Éste es el poeta que perdió un hijo y a su esposa, y que ahora intenta despertar a la vida, a los 74 años. A despertar otra vez. Incluso se siente la alegría y hasta un nuevo amor. No tienen estos versos la forma de la confesión. Atravesé sonetos enigmáticos, pues lo que me transmitían no eran experiencias concretas. Tanto se había dedicado a ocultarse este poeta, que quizá ni queriendo podría compartir sus vivencias. Pero la poesía no se ha hecho para eso, parece decir, contra todo romanticismo, el autor, simbolista de oficio. En medio del paisaje apretado de símbolos, parece que este libro me pregunta si de verdad es posible confesarse en los textos. Haz la prueba de releerte y saber si tú dejaste algo verdaderamente tuyo en todo lo que escribes, me sugiere. Bueno, sería cosa de voltear la vista atrás, como los que se vuelven estatuas, sabes bien que no lo haré, pero a cambio, dejaré de quejarme de aquellos que prefieren no tenernos la confianza de contarnos sus secretos.

Enrique González Martínez. Segundo despertar y otros poemas. México, Stylo, 1945. (Col. Nueva floresta, I)

miércoles, 29 de julio de 2015

José Revueltas y la angustia de la palabra



Revisando la obra de José Revueltas –pero sólo la de tema político– encuentro una constante angustia por encontrar interlocutor. Una angustia “extratextual”, pero que en muchos casos se manifiesta abiertamente. Un no saber acerca del destino de cada texto. Muchos fueron rescatados del bote de basura, otros de viejos montones de legajos, porque la gran mayoría no fueron publicados. “Reproducido del original mecanuscrito”, dicen gran parte de las notas al pie. Rechazado por revistas, o tal vez ya ni siquiera se decidía a enviar varios de sus extensos textos. Y se resignaba a compartir sus ideas en los cafés, en las conferencias, en las discusiones teóricas. Aunque quién sabe si publicarse en revistas clandestinas era mejor destino para sus textos. Dije antes: textos sólo de tema político. Pero tampoco sé si el aspecto literario tenía mejor suerte. Me imagino que no. Era un continuo trabajo de hablar y dirigirse a un público incapacitado o tal vez: desinteresado. La lucidez cocinándose en su propio jugo, todo el tiempo. Mientras las ideas no se hacen públicas y no se discutan, uno las trae arrastrando consigo como una condena. Más desesperante si se trata de ideas que en gran medida no se quieren escuchar. Y mientras, las ideas de Revueltas maduran, se nutren de la realidad, de la filosofía alemana, de la experiencia política, del trabajo de partido. Ahora bien, el método dialéctico no es cualquier cosa. Aparentemente habla de temas que nos interesan a todos, pero cuando la argumentación da un rodeo para situar el problema en lo universal, la voz del autor se va tan lejos que el lector piensa: qué pequeño se ve, ha perdido su pertinencia, cuando en realidad el autor intenta conectar la circunstancia con la totalidad para que pierda su condición de aparente. Ese ir y venir, en cuyo transcurso las ideas se transforman. Lo que hace del ideario de Revueltas una masa casi intratable porque no se queda quieta, es una especie de voz que se escucha, ya que si no es escuchada se convierte en su propia interlocutora. Esa corona de palabras que se deposita sobre la cabeza de la realidad y la alumbra. José Revueltas en la cárcel, 1968, 1969, las autoridades carcelarias permiten que los presos comunes entren a las crujías de los presos políticos y los agredan, y en plena desesperación el autor de Los muros de agua escribe largamente a Arthur Miller, buscando un agujero en la pared, para intentar ver algo más allá, verse a sí mismo, conceptualizarse. Quién sabe si estará destinado a ser leído. Pero está destinado a hablar y a develar su propio pensamiento. Porque no siempre el pensamiento se revela con las palabras. Generalmente, se oculta a sí mismo. Y Revueltas decidió liberarse a sí mismo mientras algo mejor no ocurriera. Nada bueno ocurrió después. Este escritor fue expulsado una vez. Y luego otra vez. Hasta que fue a caer con los estudiantes del movimiento del 68, quienes a su vez estaban expulsados de la mecánica de la Historia, puesto que el Partido Comunista no los apoyó cuando debió de hacerlo. Al caer, el pensamiento de Revueltas se fue despojando de sucesivas capas. Siempre en esa relativa soledad de la que ya hablé. Primero, hablando de la necesidad de terminar con la idea de los dogmas en el proceso revolucionario. Es decir, que el Partido formule el pensamiento que conduzca a los obreros a la revolución, pero sin que se independice como un poder libre de la crítica. Basta de ese pensamiento transmitido por revelación. Y luego, los años de crisis. El exilio del Partido Comunista, la esperanza de volver. La acusación diversas herejías –revisionismo, existencialismo– de las que sintió gran culpa –una culpa alimentada por la mayor herejía de todas: su inherente catolicismo, cultivado desde su infancia. Siempre, el mártir. El que se dejaba herir para salvar a los estudiantes. Después de intentar definir la noción de Partido como liberador del proletariado, como cabeza de la revolución, para declararlo inexistente. Es decir: de existencia aparente (como lo formuló en diversas ocasiones, siguiendo a Hegel). Pero se debía de construir, de erigir teóricamente para que luego la realidad pudiera vestirse con esta idea. Pero su desilusión lo fue alimentando. Quizá después, a finales de los 60, se centró en otra idea. Una idea, qué les diré, ingenua… no… algo así como dotada de excesiva confianza. Bueno, la diré y ustedes le colocan un adjetivo pertinente. La idea de la universidad autogestiva como instrumento de conocimiento. Es decir, la concepción de la Universidad como una comunidad formada por interesados en el conocimiento como instrumento de la liberación. La universidad sin académicos interesados sólo en sus puntos académicos, sin alumnos enfocados sólo en subir los peldaños de la burocracia. Nuestros congresos, nuestras constancias, y luego, disculpe, ¿ya tiene su boleto para la comida?, será en la Casa Club del Académico. La connotada Doctora hablará y se otorgará constancia. Luego, es natural, usted podrá hablar, y podrá ser debidamente citado para a su vez volver a citar a sus colegas, y de esa entusiasta proliferación de sentencias brotará un puntaje que organizará por categorías a los investigadores. Ese gran Leviatán que camina sin rumbo es el gran temor de Revueltas. ¿Qué se pretende con esa Universidad entretenida en sus procesos burocráticos sino una de-socialización del conocimiento? Esa concepción de la Universidad requirió de un cambio teórico en Revueltas, ya que la palabra “autogestión” es opuesta al funcionamiento del Partido. Es un rompimiento con el leninismo. Es una palabra de la que no sé su alcance en su momento histórico. Pero proyectada al futuro, es una respuesta distinta y poco atendida sobre el papel de la izquierda. Es una manera de decir: hablar por uno mismo, sin estructuras que pretendan asumirse como liberadoras. Una palabra que comenzaba a replantear políticamente la realidad. Revueltas murió antes que su palabra. Bueno, eso se debe a que su palabra está continuamente naciendo.