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domingo, 30 de diciembre de 2018

Nicolás Guillén, el tam-tam de su tambor


No me cabe duda: Nicolás Guillén (1902-1989) dio con uno de los secretos de la poesía. La suya canta con melodía propia, hace crecer la vegetación tropical en sus versos, representa la vida de los negros cubanos y sus ideales, así como la indignación que florece de su historia. Para logarlo, necesitó de una gran delicadeza literaria y de un conocimiento artístico muy notable, ya que en la poesía es necesario que todo –ideología, ritmo, color y tema– brote de una sola vez, en un solo “golpe de oído” (por decirle de algún modo a la intuición súbita de la creación). No se pone en el verso primero el contenido, luego la forma, ni al revés. Se necesita que la totalidad se manifieste de una sola vez. El aprendizaje literario de este poeta se cimienta en el Modernismo (Darío es omnipresente), a lo cual se le suma el conocimiento de la voz poética de Cuba: primero, el son, la música que representa la isla, pero luego, el largo monólogo poético del pobre, con sus reiteraciones, sus rimas insistentes. Pero también está la insistencia de la palabra: la reiteración que le da otros significados a un mismo término. A veces, sólo se encarga de disponer palabras, unas junto a otras, para que los significados cambien. La contigüidad crea una historia: el cañaveral, los negros, los yanquis, la tierra: para el poeta, la reunión de esos factores da igual a sangre, una sangre arrebatada. Es decir, que con los elementos de la vanguardia expone un fenómeno histórico. Y esta es una constante: la repetición de las palabras, la rima que es como el tam-tam de un tambor. Atraviesa por entre las páginas de su obra, la idea constante de terminar con el racismo en su patria, pero esto expresado de una manera literaria. Para ello, debió de “producir” un mestizaje en su poesía: poner en versos octosílabos el lenguaje de los cubanos (y de su mayor manifestación literario-musical, el son). Parecida operación literaria hizo en México –y casi al mismo tiempo– el poeta de Tlaxcala, Miguel N. Lira, quien hizo del corrido un género de gran altura poética con parecidos recursos. De tal manera que se puede medir un poco la trascendencia inicial de García Lorca en la poesía de América inspeccionando a estos dos poetas. El gran poemario de Guillén (no el mejor, pero el más popular), Motivos de son (1930), repercutió tanto que su rumor llegó a oídos de García Lorca, quien se lo comentó a Miguel de Unamuno. Ahora bien, que un tema llegue a oídos de este autor, y que le robe algo de su tiempo, es digno de atención. Don Miguel le escribió a Guillén en 1931: “La raza espiritual humana se está siempre haciendo. Sobre ella incuba la poesía”. En su tiempo, esta obra fue vista como la contribución de un pueblo a una solidaridad universal. Pensaba, al hacer una reseña de tan alta obra, volar un poco, pero sólo alcancé a deletrear el tema de la poesía y la hermandad entre poetas. La confusión del presente adquiere, vista desde la posteridad, la bella lógica de las confluencias.

Nicolás Guillén. Antología, selección de Guillermo Rodríguez Rivera y Nicolás Hernández Guillén, pról. de Guillermo Rodríguez Rivera. Madrid, Visor, 2002. (Col. Visor de Poesía, CDLXXVII)

sábado, 22 de diciembre de 2018

Todos estamos en peligro, de Pier Paolo Pasolini


Pier Paolo Pasolini (1922-1975) es uno de los intelectuales más extraños con los que me he encontrado. En esta reunión de entrevistas y participaciones públicas (de 1949 a 1975) va a asomando poco a poco su personalidad llena de contradicciones. Poco a poco, pues al principio habla con mayor seguridad, con verdades más absolutas, las cuales van siendo roídas por el paso del tiempo. Un personaje solemne que afirma que el humor es una manifestación de la burguesía. Y, si con los años, asoma el humor en sus palabras, se sonroja y admite que él también ha sido víctima del aburguesamiento. Encierra la realidad en las categorías de la lingüística, pero siempre llenándolas con un contenido de clase. Finalmente, es un intelectual italiano, de la patria de Gramsci y refugio de la Iglesia, país que produce especímenes extraños. Pasolini es una mezcla de marxista, cristiano y lingüista, ¡ah, y un artista exitoso!, un cineasta cuyas obras despertaban la expectación del público. Sus cintas son variadas, yo debería de haber visto más pero no lo he hecho desafortunadamente para mí. Sin embargo, admiten lecturas varias, como Teorema, que toca el tema de la posesión divina de una familia por medio de un joven que seduce a todos sus miembros. Mamma Roma tiene como escenario los nuevos edificios que sirven de casa al proletariado romano: la ciudad que destruye y tapiza el mundo del campo. Es que Pasolini es un autor obsesionado con el mundo antiguo, fascinado con su idea del campo mítico, el mundo rural de su infancia. ¿De modo que su utopía es una restauración de su infancia, del ambiente religioso e íntimo? Un mundo que, por otra parte, no le interesaba a los jóvenes que venían después de él. Y Pasolini, al encontrarse con ellos, se horrorizó. Para él, el movimiento estudiantil del 68 era una repetición de las maneras burguesas, la encarnación de un mundo burgués cuyas visión estrecha del mundo reencarnaba en la juventud. No, Pasolini no era comprendido entonces, y dudo mucho que lo sea hoy. Lamento hablar por mí mismo, pues me parece la parcela de marxismo más alejada de mí, la que creo que menos comprendió su momento. Qué fácil es hablar como lo hago, sin comprender la parte de dolor que le correspondió a un personaje comprometido como él. Hay mucho que decir, pero vale la pena recordar uno de esos momentos difíciles, cuando escribió el poema “¡¡El Partido Comunista Italiano a los jóvenes!!”, que decía: “Cuando ayer en Valle Giulia os pegasteis / con los policías, / ¡yo simpatizaba con los policías! / Porque los policías son hijos de pobres.” Los jóvenes, como se puede ver en este libro, se levantaron de la mesa de discusión y se negaron a hablar con él. Detestaron su determinismo y le citaron a Lenin: la doctrina del socialismo proviene de representantes cultos de las clases dominantes. Y Pasolini idealizó a los obreros, a los jóvenes campesinos que le despertaron un amor que se nota en sus películas. Una curiosa y dolorida estética que me gustaría degustar mejor.

Pier Paolo Pasolini. Todos estamos en peligro, ed. y trad. de Antonio Giménez Merino, Josep Torrell y Juan-Ramón Capella. Madrid, Trotta, 2018.

domingo, 25 de noviembre de 2018

La vida breve de Katherine Mansfield, de Pietro Citati



Katherine Mansfield (1888-1923) vivió sólo treinta y cuatro años. Temo decir que esta biografía de Pietro Citati no cumple cumple con los requisitos mínimos que impone la academia literaria. Luego de terminar su lectura, nos damos cuenta de que ignoramos todo de su familia, de sus relaciones amorosas (antes de casarse con el célebre crítico literario John Middleton Murry fue amante de algunas escritoras) y de su vida literaria en Londres. Ni siquiera sabemos si publicó o no sus numerosos cuentos ni qué dijo de ellos la crítica. En vez de ello, tenemos algo mejor, más delicado y tejido con gran sutilidad: un descendimiento al espíritu, una prosa casi vaporosa –la de Pietro Citati– que necesita de silencio para poder transmitir cada latido y cada idea que pasa fugitiva por la mente de la autora. La narración se centra en los últimos años de vida, luego de que se encontrara con su hermano Leslie en Londres, a principios de 1915, un oasis de felicidad en su vida porque poco después él moriría en el frente de guerra. Pero volvería como fantasma a poblar el mundo. Y ella, contagiada de tuberculosis poco después, iría de pueblo en pueblo buscando un clima salutífero y buscando desesperadamente la cura. Pero buscando también la tranquilidad para vivir y escribir. Su esposo permanecía lejos, en Londres, mientras ella pasaba el tiempo con la escritora Ida Baker, su amante pero también su sombra silente. El autor parece decirnos que hay algo mas importante que todo esto, el mundo de los pensamiento, que fluye silenciosamente, bajo tierra. Katherine: una mujer resignada a morir pero al mismo tiempo rebelde que se niega a aceptar la enfermedad. Siempre deseando vivir, y pensando en Chéjov, quien padeció la misma enfermedad así como la compulsión febril por escribir cuentos. En su caso, sentía la angustia de no escribir. Pensaba que las historias estaban ahí, esperando a que ella las atrapara en sus textos. Ya que el tiempo se le iba, su oficio consistía en hacerlo transcurrir en la escritura. Así que en sus historias se siente su paso por la naturaleza: la marea, el sol que camina por el cielo en su lento carruaje. Curiosamente es otra escritora italiana la que ha escrito la más bella biografía de Chéjov, Natalia Ginzburg, igualmente sencilla y exacta. Luego de probar esta prosa, qué delicia ha de ser leer sus biografías de Goethe, Kafka o de Leopardi: nada por entre ese mundo secreto de las emociones. Le pregunta a la escritora: “¿Te avergüenzas de ellas, por qué insistes en negarlas?”, y Mansfield le responde a través del tiempo: “No me avergüenzo en absoluto, pero las tengo guardadas en un cajón y las saco sólo de vez en cuando, como los tarros de mermelada muy especiales, cuando la gente que aprecio viene a tomar el té”.

Pietro Citati. La vida breve de Katherine Mansfield / Vita breve di Katherine Mansfield (1980), tr. de Mónica Monteys. Barcelona, Gatopardo, 2016.

domingo, 18 de noviembre de 2018

Algunos caminos de la memoria



          El pretexto. Virus tropical (2010) es una novela gráfica realizada por Power Paola, dibujante ecuatoriana, cuyo primer tomo ha sido publicado por Sexto Piso en México. Son los episodios de la vida, desde la concepción hasta la adolescencia, hasta el día en que la autora decide conducir su vida hacia el dibujo. Está el padre, un ex sacerdote que oficia misas a escondidas en casa, la madre que aprende a “leer el dominó” y que se hace de clientes en Quito, las dos hermanas y sus respectivas vidas personales. En apariencia es un libro fácil: pintar la vida propia, pues el tema nos ha sido obsequiado. Sin embargo, no lo es tanto. La vida nos ha sido dada en bruto, sin tratamiento estilístico. Para contarla se tiene que poner algún orden, además de una perspectiva y se tiene que seleccionar una pequeña cantidad de hechos. Qué palabras usar y qué partes esconder. “Power Paola” es un seudónimo y parece que la autora ha intentado sin éxito borrar su nombre real. Y me imagino que, aunque las situaciones sean reales, las personas reales tienen una máscara. He pensado en lo difícil que puede ser para las personas reales convertirse en material de la literatura –del arte en general. Es una nueva responsabilidad, pues la primera fue vivir y actuar. Y ahora, actuar pero para los demás, para un público de quien se desconoce su composición, sus intenciones y sus criterios para juzgar una vida. Apenas yo me construyo y puedo tener responsabilidad de mí. Y no mucha, dejo ver demasiado. En este caso hay una especie de sinceridad manifiesta: una naturalidad para enunciar cada pasaje de la vida propia. Además, un estilo engañosamente naïf, pues deja ver detrás de este estilo infantil una realidad bastante menos amable: los adolescentes colombianos susceptibles ante las balaceras de los narcos, las jóvenes que miran con total indiferencia su trabajo de “mulas” –las que atraviesan las fronteras con cápsulas de droga en su interior. La autora cuenta como si nada, lo que me parece casi extraño. Como si nada, pero explayarse en la vida íntima implica un paso sin regreso. ¿Y a qué viene esa reticencia? ¿No habíamos pasado eso antes? ¿No ha sido un ejercicio constante de varios siglos de autores? Y ahora vienes tú a esconderte dentro de una concha esperando que nadie se fije en ti. Power Paola divide la primera etapa de su vida en trece capítulos, trece temas. Está bien, picaré algunos, dos o tres, para ver mi valor, o mi falta de valor, o mi absoluta cobardía para ver mi vida en el espejo. Creí que había leído este libro con aparente desapego, y resulta que me sirvió para tratar de forjar mi propio espejo.
          La familia. A uno de mis hermanos le gusta el título del libro de Gerard Durrell: Mi familia y otros animales. Quizá le hubiera gustado escribirlo. Salir de uno mismo, tomar la suficiente distancia para mirar la propia familia desde lejos, como una exótica especie de crustáceos. Vista así, cualquier familia es atractiva, extraña. Es decir, aquello que uno no puede ver, como la familia es la creadora del lenguaje personal, hasta que uno toma conciencia sabe que se trata de una herramienta propia. Padre veterinario, madre pedagoga, dos hermanos (escritor y politólogo), infancia rodeada de tíos, dos abuelos y tres bisabuelas. Primos, ninguno, el primero nació cuando yo tenía siete años. Pero por alguna razón, hasta ahí llega mi reflexión escrita que tiene el papel de pensamiento en voz alta. Mi familia, que es una entidad que prefiere quedarse en la sombra, se ha convertido en una voz. Es la voz que me habla y me guía. Es la voz que me dice: No lo hagas, no hables de ti mismo. ¿Dejaré de escucharla? No, no es posible. La voz de la familia no deja de escucharse. Pero no es tan fuerte, tiene una bocina que la vuelve ensordecedora. Sin bocina es una pequeña voz casi inaudible. Es una cicatriz que llevo como aquella que tengo en un dedo meñique, en la que reparo de vez en cuando, que llevo desde una ocasión en que se me estrelló una botella en la mano, a los cuatro años. La voz de la familia dice invariablemente: No estás solo, pero ante ese monólogo hay dos interpretaciones: la de la solidaridad y la del miedo. Romper esa voz que habla y habla es como salir de un cascarón para poder vivir.
          Las despedidas. Vivía en la casa de junto, se llamaba Carla. No supe nunca su apellido, y ahora se me disuelve su rostro y su circunstancia. Pero fue la primera despedida de mi vida. En general, mi espíritu era trágico en esas situaciones, hasta que fue encontrando el gusto por decir adiós. Era un pequeño departamento que rentaba en su casa don Tomás, el vecino, dueño de la tienda de junto. Ahí vivía Carla con su hermanas menores, Diana y una bebé de brazos, además de sus papás. Aunque su papá salía a trabajar todo el día. Yo trataba de estar todo el tiempo posible con ella, platicando con su mamá y con su hermana. No sé si me gustaba o hacía como que me gustaba. Tampoco sé si tenía yo diez años u once. Pero recuerdo que iba en la colonia había dos primarias, y ella iba en la otra, creo que íbamos en el mismo año. ¿Cómo era? Casi no la recuerdo, el pelo castaño, ondulado, blanca y de cara redonda, con una voz grave. A mí, que me aferraba por retener en la memoria cada instante con ella, se me esfuman los momentos; casi no la recuerdo. Pero sí que un día mis amigos de la calle dijeron: “Carla se va a ir”. Y yo enloquecí, y pasé la noche llorando porque se iba de pronto, y porque era intempestivo. Decían mis amigos: “El papá de Carla encontró a su esposa con uno de los vecinos. La golpeó y decidió cambiarse de casa. Además, consiguió un trabajo en Puebla”. Traté de prepararme para la despedida, pero no sabía cómo hacerlo. Muchas noches me asomaba a la ventana de mi cuarto: Carla vivía detrás de la pared que yo podía ver. Me angustiaba saber que se iba. Y sí, de pronto se fue… Pero sólo a la calle de junto. Todavía la vi, la visitaba, hasta que un día se fue definitivamente. Trato de pescar en la memoria pero no pica ningún recuerdo más. A veces pienso que podría ir a esa escuela en que ella estudiaba, al archivo, debe de existir y seguramente hay una foto, y puedo ver su nombre, quitarle la neblina al rostro que guardo, pero para qué. Qué se podrían decir dos personas que compartieron casi nada. Además, sólo hay algo peor que la nostalgia y es la decepción.
          Los trece años. Cuando yo nací, mi mamá tenía diecinueve años, mi papá veinte. Así que viví más cerca de mis abuelos, ya que mis padres trabajaban y estudiaban. Recuerdo de entonces productos Polaroid que había por la casa, porque mi papá trabajaba en esa empresa. Recuerdo un poco más, pero lo importante es que acabé la primaria viviendo en casa de mis abuelos paternos. Y que mis papás compraron un departamento en un lugar cercano, adonde tuve que ir a vivir pues había que entrar a la secundaria. La vida entrega algunos secretos y oculta otros. No sé si necesariamente uno puede elegir. Pero a mí me entregó los de la lectura. Fue por entonces que mi papá me compró una “biblioteca del terror”, editorial Forum, texto a doble columna, capitulares “góticas”, estremecimiento garantizado. Y Bram Stoker, H.P. Lovecraft, Peter Straub, ¡ah!, y la gran Ann Radcliffe, la más increíble de las narradoras. Afuera de los libros, algunas imágenes pasan como en fuga: los cómics de El hombre araña, los juguetes de Star Wars en montón, excursiones al rio (hay un río en la calle de abajo) y un beso fallido porque los compañeros del salón me mandaron a darle un beso a una de las niñas. Y mis papás, que una noche me dieron un regalo, un extraño regalo: un libro que se llama El pequeño libro rojo de la escuela. Qué raro, así llegó el marxismo a mi vida, ahora que lo pienso: quejarse de la disciplina, evaluar a los maestros, meterse a la cama con quien uno quiera para pasarla bien. Estudié bien ese libro, tan bien que a las pocas semanas organicé una revolución contra el director de mi secundaria, el maestro Manuel Vidales Lucatero. ¡Qué emoción, se le movía la peluca de un lado a otro del puro coraje cuando se enteró de que había organizado a toda la escuela en su contra! Y yo salí expulsado de la escuela mientras se asomaban todos a los pasillos. La maestra de inglés me dijo: “comunista”, con un gran desprecio. No estuvo tan mal. Bueno, fue malo para mi papá, que se arrepintió de ese regalo. Él, que trabajaba en el Colegio Militar como profesor de inglés, no sabía que El pequeño libro rojo no era tan buena idea. Pero regresar con la memoria al pasado es tentador, se puede seguir la madeja de los recuerdos. Pero entonces, se abriría una caja como la de Pandora, que no se puede cerrar. Recordar es como una caja de Pandora. Y Pandora, se sabe, es la mujer más bella y la más maligna, de tal manera que es el “bello mal”, el que uno es feliz de recibir. Y la Memoria se le parece. Es mejor encerrarla en su caja, esperando que no tenga por qué despertarla de nuevo.

domingo, 14 de octubre de 2018

Café Titanic (y otras historias), de Ivo Andrić



“La poesía de los panteones”. Sin duda la tienen, lo he notado pues soy gran aficionado a visitarlos. Me gusta tener conversaciones frente a las lápidas y hablar de cosas sin trascendencia. Aunque ante una tumba, el tema que sea es intrascendente. Lo maravilloso del autor yugoslavo Ivo Andrić es que afirma que los panteones no nos hablan de la muerte sino de la vida. Se trata de un breve libro de cuentos, sin embargo está precedido por un bello capítulo dedicado al panteón judío de Sarajevo. A los judíos que fueron expulsados de España en 1492 y que buscaron una tierra en qué asentarse. Durante siglos llevaron su lengua, se encerraron en sus costumbres y formaron un pequeño mundo. Guardaron su lengua, la siguieron hablando como en el siglo XV, y a pesar de las circunstancias nada los aniquiló ni les quitó el buen ánimo. Miro las fotografías de este cementerio, y sí, efectivamente, las lápidas parecen una manada de pequeños bisontes blancos bajando por la colina. Pero los cementerios también mueren, dice el autor. Es una reliquia de otros siglos, de un pueblo que ya no existe, exterminado en unos cuantos meses de 1941. El pueblo judío de su infancia, el barullo de sus calles, el olor de sus patios. Todo eso “nos fue extirpado”: lo dice con esta frase dolorosa, como si le hubieran quitado un miembro a la ciudad de Sarajevo. Siendo un breve libro de historias dispersas, uno puede pescar ciertas cosas profundas. Como la mezcla de amor, humor ríspido y odio. Todo eso convive, pues estos judíos tienen esa inquietante mezcla. Mientras que unos hablan para cubrir no sé qué vacío, otros callan profundamente. No puedo decir mucho más, pero el cuento que da título al libro cuenta de la llegada de los nazis a la ciudad. Sarajevo de pronto vacía, el miedo cubriendo las calles: y el encuentro entre el dueño del miserable Café Titanic y un ustacha (como se llamaban los terroristas croatas aliados de los nazis), que culmina en una escena grotesca y como salida de una obra expresionista. Las historias de este libro parecen elegidas de entre un montón de vidas, salvadas azarosamente. En la colina de la muerte de Sarajevo hay más nombres que cuerpos, eso se debe a las tumbas vacías con el nombre sólo puesto testimonialmente ya que sus dueños fueron asesinados en los campos de concentración. En lo alto de la colina hay una pirámide en honor de los judíos muertos por el fascismo. Es un símbolo, una pequeña muralla para detener los crímenes en contra de la humanidad. Pienso si México, con 37 mil 485 casos de desaparecidos reconocidos oficialmente (de los cuales sólo 340 han sido identificados), debiera de tener un monumento dedicado a las personas de las que no sabemos su paradero. Aunque sea que, en la memoria colectiva, los últimos tres gobiernos no gocen de impunidad.

Ivo Andrić. Café Titanic (y otras historias) (1950) / Bife “Titanik” i druge priče, tr. de Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek. Barcelona, Acantilado, 2008. (Col. Narrativa del Acantilado, 144)

sábado, 13 de octubre de 2018

Lo irreparable, de Paul Bourget



Tengo en mí una Francia imaginaria, hecha de prejuicios literarios y de generalizaciones, como debe de ser. Construida con las lecturas que frecuento. Lo que significa que no se parece a la real, y que si se parece a algo real, hace mucho que dejó de serlo. Se va poblando con los autores que conozco, a los cuales les doy un lugar más o menos establecido. Mientras que algunos son pasiones constantes, como Proust y Maupassant, otros me repelen, como Gide y Mauriac. Quizá no debería ni decirlo, pero la literatura de estos últimos, formada con culpas cristianas, se derrumba rápidamente. Quiero salir de sus páginas, y lo hago, aunque por alguna razón vuelvo y persisto. Paul Bourget (1852-1935) fue conocido por un breve tiempo, pero su celebridad no debió de exceder los años 40. ¿De qué lado debe de estar?, ¿entre los aquejados por el olvido injusto? Para mí estuvo casi a punto de colindar con los elegidos. En el barrio del estilo, sería como el vecino pobre de Proust. Bourget fue por un tiempo considerado el “psicólogo de la aristocracia”, de ahí que su narrativa se explaye en consideraciones abundantes acerca del más mínimo acto de sus personajes. Paradójicamente, eso hace que sean para nosotros unos desconocidos. Psicología poco individualizada y que tiende a generalizar para penetrar en el alma de los lectores. Pero veamos, ¿de qué tratan estas breves novelas que gustaban en el París de 1890? En Lo irreparable, el conde Hurtel, un experimentado libertino intenta seducir a una joven llamada Noemí, que siempre se encuentra acompañada de su madre. La maquinación del conde para poseer a esta joven es invitarla junto con su madre a su castillo, preparando antes la presencia de otros invitados, entre ellos un joven interesado en seducir a la madre y así deshacerse de ella. El conde se dirige al cuarto de Noemí, habla con ella, la envuelve en sus palabras, pero la joven se resiste y logra entrar al cuarto de su madre… el cual está vacío y con la cama sin deshacer. La madre es la que ha cedido antes que la hija, pero esta pequeña ironía desemboca en el suicidio de la joven páginas más adelante, muerte relatada, por otra parte, sin ironía alguna. Por un tiempo fue un conocido crítico literario, y hoy tiene también un modesto sitio entre los precursores científicos pues en esta novela se refiere al inconsciente años antes que Freud: “En nosotros se oculta una criatura a la que no conocemos, y de la que jamás sabemos si no es precisamente lo contrario de la criatura que creemos ser”. Sin embargo, más interés me despierta la vida del traductor, José Ferrel, hijo de un viejo maderista y tío de la escritora Aline Petterson. Murió joven, hace muchos años, y si existen sus papeles de escritor y de traductor, quizá tengan algo que mostrarnos.

Paul Bourget. Lo irreparable / L’irréparable (1884) [seguido de Segundo amor (Estudio de mujer), 1883], trad. de José Ferrel. México, América, 1946.

viernes, 21 de septiembre de 2018

Las tres estaciones, de Eric Nepomuceno


Eric Nepomuceno (1948) no tenía, para mí, rostro ni biografía. Y sus cuentos aportan poco, pues ocurren en lugares sin nombre, sus personajes tienen biografías comunes y un abanico de anécdotas intercambiables, pues lo que cuenta es muy posible que también le haya ocurrido a sus lectores. Si no es por uno de sus cuentos, en el que se hace una referencia a su país, no se sabría que la narración ocurre en Brasil. Si bien las historias no tienen fecha, se deduce que no ocurren en el presente. De hecho, pasan en la memoria. Y el cuento “Las tres estaciones”, en que alguien le da al protagonista el teléfono de una antigua amante, borda las suposiciones en torno a lo que ha ocurrido con la vida de esa mujer a lo largo de los años. Sin embargo, el volumen se organiza de acuerdo a las edades de la vida, pues comienza con la infancia y concluye con la madurez. Los personajes: de ellos puedo decir que no tienen rostro ni se les podría reconocer en la calle. Parecen, incluso, accesorios de una historia. De todo se puede prescindir en este libro pero no de la anécdota. Bueno, un poco, sí. A veces es la reflexión al respecto de un sucedido lo que le interesa a este autor. O el aroma que una historia deja en el espíritu. Es que conforme las historias se van alejando de la persona que las vivió, se van diluyendo las aristas de la realidad dejando sólo una imprecisión habitada de sonidos y de colores, quizá de esencias. Hay un cuento, “Dicen que ella existe”, que en realidad es una serie de apuntes en torno a la solidaridad. Uno de ellos no es más que una frase, la que alguien pronuncia ante la muerte del padre: “Debes de saber que ese dolor nunca se te va a pasar, que ese recuerdo va a tomar por asalto cada uno de los minutos de cada uno de los días que te queda por vivir”, frase que alguien me dijo hace años y que se comprueba cotidianamente. “Telefunken” es un magnífico cuento, digno de una antología sobre la radio, en que un niño habla de este aparato, con los silogismos delirantes propios de la infancia: “Ahora que crecí un poco, o sea, ahora que estoy mucho más grande que cuando era chico, ya sé cómo funciona esto del radio”. Curiosamente, mientras leía este libro, se me presentó ante los ojos el nombre del autor, firmando una crónica sobre el incendio del Museo Nacional de Brasil. Con pocas palabras, se me figura el mejor texto al respecto: la breve enunciación de lo que la humanidad ha perdido y la criminal anécdota que relata cómo Michel Temer redujo el presupuesto de este museo a menos de la tercera parte. La indignación hace que las pluma sea ligera para escribir, para hacer el inventario de la destrucción. Y esa moraleja dolorosa que nos dice que para escribir los logros culturales del Neoliberalismo es más pertinente tomar la goma de borrar y aplicarla sobre el rostro de las naciones.

Eric Nepomuceno. Las tres estaciones, trad. de Paula Abramo. México, Almadía, 2018.

viernes, 7 de septiembre de 2018

viernes, 24 de agosto de 2018

Obrar mal, decir la verdad, de Michel Foucault


Ayer murió Huberto Batis, el maestro que acumulaba toneladas de publicaciones en su casa de Tlalpan. Se le podía encontrar detrás de una muralla de papeles en su escritorio del diario Unomásuno. Acostumbraba dar libros para reseñar a los colaboradores que iban a verlo, porque éste es un género para aprendices y para maestros. Reseñar es participar en una justa contra (o a favor) del autor. Desde los años 60, Batis reseñaba; de pronto en las páginas de una vieja revista encuentro alguna nota suya. Si se reunieran todas formarían un mar literario sobre el cual se podría navegar cómodamente. De hecho, mantuvo una sección por décadas sólo dedicada a “los libros del día”. No, no me alejo de mi tema. Desde los días de sus clases pensaba yo en llevar un recuento de mis lecturas. Sólo que no sabía cómo hacerlo, quizá escribir reseñas sea también como llevar un diario espiritual. Batis nos dijo que Alfonso Reyes se dedicaba a las reseñas literarias para sobrevivir en Madrid. Michel Foucault (1926-1984), en estas conferencias dictadas en 1981, en Bélgica, enseña que desde tiempos antiguos los filósofos aconsejaban hacer un autoexamen diario, todas las noches, antes de dormir. Siglos después, esta costumbre daría paso a la confesión. La mía sería una larga lista de notas y subrayados con los cuales pretendería sustituir la vida. Pero confesar es realizar una afirmación acerca de uno mismo. Sigue entonces el paso de someterse ante los demás con base en esa declaración. Decir: “Yo soy”, para convertirse en ése que uno expresa. Siempre ante el Otro, en quien uno se construye, donde uno se ve. ¿Ven por qué esa proclividad a huir, a escaparme como anguila de entre las manos ajenas? No asumir nada. Bien, no importa, esto acaba de ser una confesión. Mejor ver la verdad de cerca. ¿Qué es? Tiene dos caras: la interna, la que habla del proceso de fabricación de la verdad: ésa no nos interesa. Es la otra, la exterior la que nos dice cómo es que esa verdad gana espacio en el mundo a la que se refiere el filósofo. De hecho, hay una maquinaria legal dedicada a exprimir confesiones. Ésa es la encargada de castigar, y para ello ha desplazado hasta cierto punto “el hecho” para privilegiar “la verdad del infractor”. El Yo tiene que hablar de sus motivaciones, sus intenciones… ¿Será a causa de ello la disolución del Yo, el cual pretende descomponerse en partes, presentarse a sí mismo como una ilusión, para poder evadirse de ese poder? En fin, lo que importa es la extracción quirúrgica de la confesión. Se supone que en ella estamos contenidos, y con eso basta pues es la que nos sujeta al poder como un grillete.

Michel Foucault. Obrar mal, decir la verdad. Función de la confesión en la justicia. Curso de Lovaina, 1981, ed. original establecida por Fabienne Brion y Bernard E. Harcourt, ed. en español al cuidado de Edgardo Castro, tr. de Horacio Pons. México, Siglo XXI, 2016

lunes, 2 de julio de 2018

Museo Yucateco



La revista Museo Yucateco se publicó a lo largo de 1841 y 1842 (aquí sólo me refiero al primer año), impulsada por Justo Sierra O’Reilly. Yucatán entonces se había proclamado República en protesta por las leyes centralistas promulgadas por Antonio López de Santa Anna, por lo que esta publicación era un intento por plantear una identidad histórica y social para este joven y transitorio país. Narraciones con el mundo novohispano como tema, crónicas de las ruinas mayas (en ese entonces, abandonadas y muchas de ellas dentro de haciendas particulares) y un interés en divulgar documentos históricos concernientes a la península. Hay una elogiosa semblanza de Lorenzo de Zavala, el intelectual y político que había muerto en 1836, y que había sido presidente de la República de Texas, separada de México por la misma razón: como protesta contra el centralismo de Santa Anna. Al leer estas páginas, leemos inevitablemente otro mundo: los editores del Museo Yucateco se dirigían a dos tipos de lectores, a los señores de entonces, cultos, interesados en su Historia, y a sus esposas e hijas. Casi tenían esas mujeres su propia sección: en ella se les exhortaba a no ser coquetas, a dedicarse a su hogar, a depositar su vida bajo la protección de su esposo. Pero eso no debe de sorprender, los editores del Museo sólo son un síntoma de aquellos tiempos. Más bien, nos imaginamos una publicación que llegaba a los hogares y que se preocupaba por la lectura femenina, sector que podía pasearse por las demás páginas. Tantas décadas después, varios aspectos literarios llaman la atención. Por ejemplo, el extenso examen de la obra de Víctor Hugo, autor que apenas tenía 39 años, es un texto pionero. Quién sabe por qué medios llegaban entonces las noticias internacionales, quizá por revistas europeas que viajaban pasando por Cuba. Quizá lo más notable, desde el punto de vista del cuidado del estilo sean: el cuento de Washington Irving, publicado en el número de diciembre, y la narrativa de Justo Sierra. Este último, yerno del gobernador Santiago Méndez, quien logró la estabilidad de la península pues gobernó durante cuatro años (1840-1844): sólo hay que ver que entre 1829 y 1840, Yucatán tuvo veinte gobernadores. Sierra tenía una prosa amena, eficaz para darle vida a escenas situadas en los siglos pasados, espíritu de novela de folletín, pues es seguro que entonces no podía ser de otro modo. De algún modo, la publicación tuvo acceso a los papeles de un juicio llevado a cabo en 1810, por el cual sabemos que Juan Gustavo Nordingh de Witt, el presunto espía enviado con fines sediciosos por José Bonaparte. Este agente fue tomado prisionero, juzgado y fusilado el 11 de noviembre de 1810, es decir, pocos días después del levantamiento de Miguel Hidalgo. Esta historia, podría ser tema de una novela. En fin, esta revista salió en 1841 y llegó a mi escritorio 177 años más tarde. La abrí y se sentía, curiosamente, un agradable olor a nuevo.

Museo Yucateco. Tomo primero, enero-diciembre de 1841, presentación de Arturo Taracena Arriola. Mérida, Gobierno del Estado de Yucatán. Secretaría de la Cultura y las Artes. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2014.

jueves, 28 de junio de 2018

2018: ¿AMLO Presidente?, de José Antonio Crespo



A este libro le quedan horas de vida, pues el sentido manifiesto de su escritura es hacer un pronóstico acerca de las posibilidades de Andrés Manuel López Obrador de llegar a la presidencia. Así que su utilidad tiene una fecha límite, lo que significa que después del día de elección dejaremos este libro en el estante, en el mejor de los casos, pues lo más seguro es que nos deshagamos de él. Sin embargo, ¡un momento!, hay algo que no quisiera pasar por alto, pues generalmente, en los libros coyunturales tendemos a mirar hacia donde nos dice el autor que miremos, hacia el fenómeno. Pero en este caso, me gustaría revisar el instrumental con que lo hace. Unas incisiones aparentemente limpias sobre la realidad, un método impecable que mide el presente y lo somete a la experiencia histórica. De hecho, el autor volvió a insistir en las ideas centrales de su libro en su columna de El Universal (25/06/2018): el crecimiento de la popularidad del candidato de Morena se debe al hartazgo acumulado por el PRI, la discutible división del electorado en dos bandos (morenistas y sus adversarios), la ventaja de AMLO ha sido no sólo su prolongada campaña sino sus constantes salidas de tono, etc., etc. Muy bien, nada que objetar. Incluso, su predicción más sugerente llama la atención: que el voto útil depende de quién vaya en segundo lugar en la recta final. Los panistas tenderían a votar por el PRI para frenar a López Obrador, en tanto que los priistas preferirían votar por el candidato de Morena. Desafortunadamente, parece un poco inoperante en estos momentos, pues el segundo lugar es tan difuso que las encuestas no se ponen de acuerdo. Muchos han dicho: votaré por el que vaya en segundo lugar para impedir la tragedia del triunfo de López Obrador. Ojalá tengan buena puntería, pues es difícil que atinen con ese posible segundo lugar, lo cual es grave, ya que es un sector que votará en esta ocasión con una convicción negativa. Y además, el objetivo se mueve bastante. En fin, eso en realidad no me importa. Es otra cosa: ese ideario asumido que rodea las consideraciones del autor, una red de pensamiento que hunde sus pies en la ideología, en el lugar en que las ideas dejan de verse a sí mismas para tomar la apariencia de verdades sagradas. ¡Un ideario político, qué emoción! Momento, detén ese entusiasmo, no es para tanto. Es más bien decepcionante, pues el académico del Colegio de México y de la Universidad Iberoamericana intenta construir con ideas una construcción más bien endeble. Nos da un contexto para comprender a AMLO y a su movimiento. Nos dice que hay dos tradiciones filosóficas: el realismo y el idealismo. Es un poco raro, ya que estamos acostumbrados a que los filósofos nos digan que quienes en realidad se enfrentan es el materialismo con el idealismo. Pero está bien, aceptemos esta división por un momento. El realismo tendría como supuesto que el hombre tiene una naturaleza egoísta (Maquiavelo, Hobbes, Madison, Weber), mientras que los idealistas (Platón, Rousseau, Marx, Bakunin) reconocen la existencia del egoísmo humano, aunque cierto tipo de organización social y política logrará que los hombres se transformen en personas altruistas, solidarias y felices. Es el caso del “hombre nuevo” de san Pablo: aquel que se “reviste del amor”. Naturalmente, no tiene nada que ver con el término de “hombre nuevo” del marxismo, pues esta filosofía piensa que el hombre es el resultado de las relaciones sociales en que vive, y que el cambio de relaciones sociales implicaría un “hombre nuevo”. Esta extraña asociación de nombres que realiza el autor de este libro es resultado de que, en el fondo, tiene una sola idea del hombre: un esencialismo que considera que el ser humano puede tener una naturaleza buena (o una mala). Está bien que lo piense, pero no que le atribuya un pensamiento tan extraño, por ejemplo, a Marx. En tanto que Hobbes y Rousseau son dos caras de la misma moneda del esencialismo, el materialismo histórico considera que el hombre no tiene esa esencia, sino que su individualidad se construye como resultado de las relaciones sociales en que se produce. En este libro observo que el autor pretende que dialoguemos con una sola tradición filosófica, pues a los que llama realismo e idealismo no son más que dos formas del esencialismo. Quien saque conclusiones a partir de este libro, hará de Marx un Frankenstein que camina sin sentido por la historia del pensamiento. En fin, no tengo por qué seguir tampoco yo ese camino, pues el autor niega que exista otra idea de hombre. ¿A dónde conduce con este razonamiento? Nos pone a elegir entre dos programas políticos, todo depende de la idea de hombre que elijamos. Por un lado estarían los realistas, que buscan dentro de las limitaciones de esa esencia del hombre las soluciones más pertinentes, las más sensatas, las que se pueden alcanzar respetando siempre ese hombre inmutable, es decir, se trata de la justificación del conformismo. Por otra parte, se encontraría una larga fila de filósofos a los que alumbra la insensatez, pues sólo imaginan programas imposibles de aplicar y cuya búsqueda sólo provocaría males mayores que los que busca solucionar. Con el pretexto de crear mejores hombres, los sistemas políticos matan a los peores, a los débiles. De modo que ésta es la verdadera relación que hace de Cristo, san Pablo, Rousseau, etc., precursores de Stalin y sus purgas. Así que en el corazón de esa palabrería fraterna anida el huevo de la serpiente. Sólo el conformismo con la condición egoísta del hombre nos puede salvar, por lo que se ve, ya que ese pensamiento sí conoce “la auténtica naturaleza humana”. Puesto que la Historia es un recetario que nos dice qué pasará fatalmente, podemos ver que los intentos de mejorar las condiciones de vida han fracasado. Eso se debe a que no existe la libertad en el ser humano, pues como ya se dijo, tiene una esencia, y la Historia vuelve a repetirse. La misma serpiente mordiéndose la misma cola, eternamente. Y aquellos que pelean por mejorar al hombre quieren decir: “Lo haré a costa tuya, aunque mueras”. Sólo que no nos lo dicen, pero son desenmascarados en este pequeño volumen. Los “amorosos” no lo son en absoluto. Y los otros, bueno, nos conocen y nos perdonan, han creado el Neoliberalismo para nosotros (aunque nos confunden un poco: son tan maravillosas sus consecuencias para la humanidad que casi parece un modelo idealista). Es cierto que los ricos cada vez lo son más, y lo mismo ocurre con los pobres. Pero al final de ese camino viene la verdadera Edad de Oro, la cual no está en el pasado, sino en el futuro. Y este candidato persevera en presentarnos la imagen del pasado. ¿Qué no basta con que este libro lo haya desenmascarado? 

José Antonio Crespo. 2018: ¿AMLO Presidente? México, Grulla, 2017.

miércoles, 27 de junio de 2018

Dos mil doscientos millones de rostros


Facebook fue lanzado al público en 2006 con un objetivo principal: que sus usuarios compartieran su información mutuamente. En principio, sonaría como algo abstracto. Pero al vivir dentro de su lógica, lo difícil es concebir un mundo sin la estructura mental que permite esta red social. Declarar la existencia de la experiencia individual si es que ésta se comparte. Lo demás sería efímero, vano. Extender fe notarial de la experiencia ajena, la cual se transfiere a un grado imposible de medir. Facebook estrelló la noción de fama de una vez y para siempre. Por primera vez, se abrió el telón y en el escenario estaba colocado un gran espejo. Nada en el escenario, sólo el público mirando. ¿Es que eso era la celebridad? ¿Nosotros mismos viéndonos eternamente? Está bien; puede ser entretenido el solipsismo, la soledad ocupada por nuestra propia vanidad. La celebridad al desnudo. Y bien, ¿qué es la celebridad? Es esta puerta por la que cualquiera puede pasar, pero mira bien: sólo es la puerta. Una vez que entras, también sales. Tú eres célebre porque hiciste una mueca, tú porque tomaste video a tu perro que habla, tú porque te caíste en un río, tú porque hiciste el ridículo en una fiesta. Si todo cabe en la fama, desde el héroe que salva vidas intrépidamente hasta la una señora gritando a sus hijos, quiere decir que el secreto de la fama es que no tiene secreto. Y ese gran monstruo que se mira obsesivamente el ombligo, hipnotizado, cambia de ánimo a cada instante. De ahí que sus observadores (él viéndose a sí mismo, en realidad) digan con recurrente metáfora: “Las redes están nerviosas”. Mira este chisme banal. ¿Qué tema tan tonto, no es así? ¡Y tan pequeño! Quién iba a decir que sirviera para alimentar a millones de pirañas que ahora duermen satisfechas. No, espera: no somos pirañas, en realidad somos como millones de moscas atrapadas en esta red social. Estamos los vivos y los muertos. Y cada uno de nosotros en este momento, nos debatimos por decidir si continuamos aquí o decidimos suprimir nuestra existencia virtual. Los muertos y los vivos. Da igual. ¿Podrías tú decir quién de nosotros sigue vivo?, ¿cuál ha muerto? En nuestras fotos seguimos tan sonrientes como en la semana pasada. Como nada de lo que decimos o hacemos es inocente, como cada ¡click! es un testimonio de nuestra conciencia, sobre nosotros se encuentra una araña salivando, mirando al acecho. Darle “like” a un meme que nos da los buenos días, compartir una cita (falsa, seguramente), guardar una foto con una sonrisa promisoria: todo dice algo de nosotros. Cerramos la máquina con la conciencia tranquila de quien ha ejercido su libertad, y dormimos mientras nuestras acciones son escrupulosamente contadas y clasificadas. Para saber quiénes somos, apenas despertamos volvemos a Facebook. Para ello tenemos varias herramientas: las apps, las cuales nos preguntan seductoramente: ¿Quién fuiste en tu vida pasada?, ¿Cómo serías si fueras del sexo opuesto?, ¿Qué ciudad eres? Un oráculo… ¡qué bien! Démosle “aceptar”, aunque eso signifique que, en términos prácticos, el moderno autómata penetre en nuestra existencia virtual (nuestros datos valen oro, literalmente), mire cada escondite y dicte un juicio. “¡Eres París! Eres elegante y lleno de calles hermosas.” A veces nos miramos en unos ojos, otras veces tomamos un café en una conversación íntima. Y en otras ocasiones vamos al psicoanalista a decir algo cuyo significado ignoramos. De pronto nos preguntamos: ¿Qué miran en nosotros que nosotros mismos no podemos ver? En nuestras palabras, el “Yo” ocupa un lugar modesto, ¡no te creas tan importante! Y hace poco nos enteramos que nuestra vida virtual, la cual es monitoreada intensamente, dice de nosotros mucho más de lo que podríamos imaginar. Quiénes nos espían saben de nosotros más que nuestra pareja, que nuestro psicoanalista, que nuestra conciencia, que nuestro Ángel de la guarda, incluso. Bueno, ése hace muchos siglos que no sabe nada, ya que además ni siquiera ascenderemos al Cielo, sino que nos quedaremos vagando en el mundo virtual. No habrá Juicio Final, y si acaso seremos convocados cuando se teclee nuestro nombre en Google. No hace mucho, Umberto Eco dijo de nosotros: “Las redes sociales le dan derecho de hablar a legiones de idiotas”. Qué triste manera de hacer mutis de este mundo. Antes de irse nos confesó que no aprendió, o que no estaba dispuesto, a leer en las páginas de esta eterna biblioteca. Estas millones de voces que se escuchan, las “legiones de idiotas”, aturden en efecto. Pero existe un secreto. ¿No lo sabía? Qué raro. A esa silueta que habla, no hay más que interpelarla para saber que no existe, que es un espejismo más en el escenario (véase arriba), que al pedirle a ese fantasma que se detendrá, se desvanece. Nos quedamos entonces solos, relativamente solos: detrás de esas voces están los mismos oráculos de siempre, las Esfinges de la Ideología, diciendo eternamente lo mismo. ¿No lo sabía el semiólogo italiano? Qué raro. Hubiera tenido un fructífero diálogo con estos sordos en medio de ninguna parte. Nos habría dicho, quizá, que detrás de nuestras amistades, de nuestros contactos, habla la misma voz: la de Las Mismas Pocas Ideas. Y lo digo yo, que no estoy seguro de estarlo diciendo, pues no me atrevo por el momento a levantar mi máscara y saber si dentro de mí no hay nadie enunciando algo cuyos efectos no alcanzo a ver. Y sería entonces, como en esos cuentos de Samuel Beckett, en que una voz es lo único corpóreo en un universo vacío.

sábado, 9 de junio de 2018

María Conesa, de Enrique Alonso




La vida de María Conesa (1892-1978) se resume en un libro de pasta dura con fotos evocadoras de otros tiempos, escrito por el más devoto de sus seguidores. Me temo que, para que brille de nuevo, para que algo le diga a este mundo de un siglo después, se necesita una nueva narración. Hace algo más de sesenta años, el tiempo de Porfirio Díaz despertaba una dulce nostalgia. De hecho, María Conesa se atribuía el renacimiento de esa época, pues se supone que se tenía que montar una obra y ella propuso una evocación llamada En tiempos de don Porfirio (1938). El primero en oponerse fue el actor Joaquín Pardavé, sin saber que gran parte de su popularidad sería recreando el Porfiriato. Hoy, nuestros neoporfiristas, ¿disfrutarían esas obras llenas de frivolidad y desenfado? ¿Cómo entonces volver a formular ese mundo para deleite nuestro? Yo, naturalmente, no tengo ninguna respuesta. Pero me llama la atención que el mundo de los cuplés volvió a interesar cuando Sarita Montiel lo encarnó en la cinta El último cuplé (1957, con un éxito no calculado: un año en cartelera, en México). Los viejos cuplés (del francés: coplas), se interpretaban con las voces nasales de las jóvenes cantantes, eróticas hasta la desmesura, tanto que los historiadores españoles llamaron a la primera época de los cuplés como “Género ínfimo”. Poco a poco, se hizo decoroso, y las cupletistas eran incluso llamadas a la alta sociedad. En México, la voz igualmente nasal y desaliñada de María Conesa encantaba a Porfirio Díaz, luego a Madero. Y donde ellos se sentaron, también estuvieron más adelante, Zapata, Villa y Obregón. (Huerta no, que María estuvo en España durante el Huertismo, y me imagino que fue entonces cuando se organizaron procesiones a la Villa de Guadalupe para pedir que María regresara a nuestro país). En 1909, las actrices más famosas del teatro ganaban alrededor de mil pesos mensuales. Y bien, María –sonrisas, mejillas frutales y ojos promisorios– fue contratada por tres mil pesos, la actriz mejor pagada de su tiempo. Así que compró un terreno en la nueva Colonia Roma, y construyó la casa de Monterrey 193, en donde recibió toda la vida, y junto levantó varias casas para rentar (toda la acera entre San Luis Potosí y Querétaro). Viejas casas de la Revolución que todavía hoy están formadas, apretaditas, viendo pasar los coches. Los rumores la rodearon toda la vida. Por desgracia, los rumores tienen corta vida, son olas pequeñitas y sólo mojan las olas del pasado. Si el nombre de la actriz más célebre no dice nada ahora, de sus rumores no llega ni el rumor. Por años, se le relacionó con la Banda del Automóvil Gris, famosos asaltantes de la vieja ciudad de la Revolución. Y María pasó años desmintiendo, incluso en la corte, que fuera la lideresa de esa agrupación. El libro tiene un prólogo en que Carlos Monsiváis hace arqueología del gusto para resolver la incógnita del erotismo antiguo. Ojalá haya voyeuristas retrospectivos que sientan curiosidad por María Conesa.

Enrique Alonso. María Conesa, prólogo de Carlos Monsiváis. México, Océano, 1987.

sábado, 28 de abril de 2018

Acerca de un chaparrito con cara de foca y de su ritmo, el mambo

En los años 40, las rumberas fueron como una ola enorme que inundó la Ciudad de México. Su iconografía es más o menos básica: una mujer en exhibición, hagan de cuenta como un santo en su nicho, con los brazos abiertos, a punto de acoger un ritmo, en el momento preciso en que inicia el temblor rumbero de las caderas. A sus lados, la escenografía del pecado, las desventuras de la virtud. Porque el argumento general del cine mexicano tiene cierta simplicidad: es una sociedad que se escandaliza con el pecado, que se horroriza de contemplar el pecado, para luego darse cuenta de que es ella misma la que baila desenfrenadamente. Eso a lo que le llamamos: la doble moral, personaje central en nuestra vida, ingrediente de la receta para cocinar lo que se conoce como “la Identidad Mexicana”. En el cine mexicano, los ricos y los pobres están relacionados de una manera misteriosa: muchas veces los ricos son hijos de los pobres, y los pobres de los ricos. Las familias ricas son aburridas, y las pobres cantan canciones rancheras, se divierten como nadie y viven más intensamente. Las madres virtuosas, que dan todo por sus hijos, ignoran que a la vuelta de la calle hay burdeles, en donde el ambiente se hace un poco más espeso, hay una marquesina que anuncia a la rumbera de moda, quien quizá sea la muchacha que vive en la misma vecindad, tal vez sea una joven conocida, que dice que tiene que trabajar para mantener a su familia, o incluso… puede que sea… ella misma. ¿Será posible que ella, madre virtuosa, sea al mismo tiempo una sicalíptica? Oh, eterna anagnórisis de la vida mexicana, en la cual siempre se está descubriendo la verdadera identidad de alguien, el auténtico parentesco, para al final darse cuenta de que todos estamos hermanados, y que todos somos parientes del disfortunio, del pecado o de la fatalidad. El cine es ante todo un espacio mental, un hábito cotidiano, el lugar en el que se aprende de moda, de idiosincracia, de música, de baile. Y todo se encuentra formando una trama apretada. Hubo una película, Distinto amanecer, de 1943, que contaba la historia de una familia normal: un matrimonio. O eso parecía: en realidad, al llegar la noche, el marido volvía a su casa, con su esposa verdadera. Mientras tanto, la esposa se cambiaba de ropa para ir a su trabajo auténtico: prostituta en un centro nocturno. Ya repetí demasiadas veces las palabras: falso, verdadero, auténtico, escondido. Porque la vida mexicana es de apariencias, familias enteras ocultando un secreto. Lo que quiere decir que el goce de la vida, la música, el erotismo y el acercamiento sensual al otro, todo eso se tiene que vivir a escondidas. Todo se puede, pero que nadie se entere o que todos hagan como si nada ocurriera. Pero siempre, esa verdad del amor tiene que emerger, no se puede mantener oculta por mucho tiempo. Así que las mortificaciones de la censura tienen sentido. Por un lado, el gobierno mexicano tiene funcionarios con tijeras, que miran y miran películas, y deciden qué le conviene ver a las familias mexicanas. De preferencia, ombligos no. El ombligo es un centro erótico, así que detengan la cinta, que el censor va a quitar algunas escenas. La infidelidad, el pecado: sólo si se castigan. Y si al final gana la virtud, entonces pueden permitirse más cosas. Ahora sólo falta que la cinta sea vista por la Legión Mexicana de la Decencia (y no Liga de la Decencia, como dicen algunos libros). Este grupo de nombre tan sonoro y digno, fue formado por los Caballeros de Colón en 1935, y funcionaba de la siguiente manera: si el público se sentía ofendido por alguna escena pecaminosa, si algún espectador sentía que la mirada de Ninón Sevilla hacía peligrar su ingreso al Paraíso, entonces la Legión podía mandar cartas a los periódicos, a las revistas y a la radio, para pedir que se quitara de la cartelera. Esta institución acudía a los puestos de periódicos a comprar las revistas con fotos de rumberas. Luego de analizarlas concienzudamente –tenían un sacerdote dedicado a leerlas–, decidieron ir a quemarlas a la Alameda Central de la capital. Con el mambo, los conservadores añadieron nuevos incisos a sus nociones de pecado y gracias a él la gente decente adquirió nuevos conocimientos de Anatomía. ¿Saben? Todos vivían en concordia: justos y pecadores. Los justos se suscribían a las revistas inmorales, escuchaban todos los boleros que hablaban de infidelidades, iban al cine a registrar todas las coreografías de todas las rumberas. Y al final, dictaminaban en contra de cada una de ellas. En todas las iglesias aparecía el boletín de la Legión Mexicana de la Decencia, y todos los fieles sabían qué canciones no había que aprender y qué cines había que evitar. Ahí la llevaban, hasta que llegó Pérez Prado, de un “¡uh!!” y una patada los borró de la faz de la tierra. De pronto, las coreografías cambiaron, se terminaron esos bailes de pareja eróticos pero contenidos para dar paso al exorcismo de la música, obra del mambo brotó el demonio que todos traíamos dentro, los contoneos sexualizados, los cuerpos que parecían atravesados por una descarga eléctrica, todo eso apareció en el cine y en el teatro. Las mujeres no trabajaban, ni siquiera podían votar. Bueno, sí trabajaban: podían coser ajeno, planchar, salir al mercado. Mientras tanto, las rumberas, qué ligeritas, y bailaban bajo el peso de todos los estigmas, bajo toneladas de condena moral. Y aún así, qué piernas, qué movimientos, qué manera de mover el esqueleto. Yo me asomé a otros tiempos, y pude ver a Dámaso Pérez Prado. Como que sentí que podía estar por ahí, a punto de gritar o de indicar que los metales explotaran en una armonía asombrosa, de esas que cimbraron la música como un cañonazo de los de Chaikovski. Un cañonazo muy certero, por otra parte, ya que cayó en medio de esta sociedad que acabo de describir. Como la marea, cada tanto la moralidad de la sociedad mexicana dejaba ver esa tensión social que pedía que algo se derrumbara. En los años 20, las tiples del teatro de revista, que salían al escenario sin medias. En los años 30, la llegada de las rumberas. Y el mambo, junto con la voz de María Victoria, anunciaban un momento nuevo, una necesidad. Lo mismo los movimientos de Tongolele, que le imprimió a la región inferior del cuerpo movimientos propios de la gelatina, como dijo el escritor Salvador Novo. Si nos fijamos bien en esas escenas del cine, veremos que lo principal es la exhibición del cuerpo, como en un escaparate. En los años 50 no existía aún una cultura juvenil, lo que vendría quizá hasta los tiempos del rock and roll, pero el mambo le perteneció a la juventud, aunque no había algo distintivo. En las escenas de baile, no hay una moda particular, algo que dijera: somos jóvenes. Lo qué hay es una búsqueda musical. Hoy da igual que sea o no mambo, porque mambo es una palabra que esconde muchas cosas: Pérez Prado hizo mambos pero creó muchos otros ritmos. Y hoy que los escuchamos, somos incapaces de decir si son o no mambo o suby o pau pau o culeta. A Prado se lo tragó el término del mambo. Y se extendió por una época, por varias regiones, hasta volverse un fenómeno universal, pues la exactitud de la palabra es aquí cierta: si pensamos que hasta Japón bailó con el mambo. Curiosamente, en Japón han gustado también Los Panchos, la salsa y el tango argentino. He puesto todo este contexto porque considero que el mambo es música mexicana. En general, la música de México es una apropiación. Y el mambo dio con algo central de la Ciudad de México. Prado se fue involucrando con la capital de México, grabó “Lamento gitano” de María Grever, y más adelante, con la voz de Benny Moré, convirtió en mambo “Tú, sólo tú”, de Felipe Valdés Leal. Grabó a Memo Salamanca, un extraordinario músico veracruzano. Entre todas las maneras de tocar el mambo, hay una quizá un poco relegada: el bolero, pues Prado hizo grabaciones con cuatro de las mejores voces en la historia del bolero: María Luisa Landín, Fernando Fernández, Avelina Landín y María Victoria. La genialidad de Prado se muestra porque cambió la textura del mambo, la hizo dulce y logró que fuera todo un fenómeno. De pronto, Pedro Vargas, Toña la Negra, Ana María González, Eva Garza, los cantantes de boleros, se dedicaron al bolero mambo. Prado también le cantó a al Politécnico, a la UNAM, al mercado de la Merced, a la calle de Tacuba y a los taxistas mexicanos: “Yo soy él icuiricui. Yo soy el macalacahimba. Yo soy el ruletero. Yo soy el chafirete.” Pensaba que esta última palabra era una aportación de Pérez Prado, pero encontré que existe un primer registro en 1932. “Chafirete” es una manera afectuosa en diminutivo para referirse a un chofer, quizá a un chofer chafa. El novelista Mariano Azuela fue el primero en usarla en una novela. Así que se trata de un mexicanismo incluido en un mambo. Agustín Lara y José Alfredo Jiménez, los dos mejores del siglo XX, fueron grabados por Pérez Prado, igualmente: “Cucurrucucú paloma” de Tomás Méndez, “La borrachita” de Tata Nacho, “Estrellita” de Manuel M. Ponce, “Frenesí” y “Perfidia” de Alberto Domínguez y “Quién será” de Luis Demetrio y Pablo Beltrán Ruiz. Ya lo sé, no basta con esto para decir que Prado hizo música mexicana. Se trata de arreglos musicales, pero fueron parte de las entrañas de la capital. Una de las parejas de Agustín Lara, Clarita Martínez, me dijo: “Todavía me acuerdo de cuando llegó Pérez Prado a México. Yo trabajaba en el ballet de Chelo La Rue. Y me acuerdo aún de cuando pusimos los bailes para el mambo.” Y yo pensaba que era mentira de ella, aunque cada vez veo que precisamente Chelo La Rue fue la que acompaña al Rey del Mambo en sus películas. Lo central es pensar que el mambo se entrelazó con México, es decir, con su vida cotidiana. Comenzó una de las maneras de la desinhibición: desde el mambo no ha habido vuelta atrás. Es un escalón para ascender en el contenido artístico, pues la libertad que propone de algún modo era esperada por todo el mundo. Pero en México, aunque me imagino que en muchos otros lados, causó desagrado, que es lo que más me gusta. Agustín Lara quiso hacer un mambo, pero salió una canción desafortunada, lo mismo Gonzalo Curiel. Luis Arcaraz también intentó el mambo, con menos mala suerte, pero lejos, muy lejos, de la orquesta de Prado. El “Álbum de oro de la canción”, una publicación que dirigía el periodista “Gastrófilus”, hizo una encuesta en 1950, cuando el mambo estaba en auge. A Juan Bruno Tarraza le gustaba el mambo porque decía que era la síntesis del son cubano con las influencias armónicas estadounidenses. El maravilloso pianista Armando Domínguez, el autor del bolero “Miénteme”, dijo: “Me gusta el mambo por su ritmo principalmente, pero de la manera en que lo están choteando con tantos arreglos mal hechos, creo que pasará de moda rápidamente”. Juan García Esquivel, un músico comparable con Prado, dijo: “Me gustó el mambo desde la primera vez que lo oí pues me identifiqué con la idea, ya que desde hace tiempo he usado en mis arreglos y en mi orquesta acordes a la Kenton… Comprendí la idea del mambo, porque Pérez Prado combina los efectos y las armonización netamente estadounidenses con ritmo cubano y le dio al clavo, pues a nosotros los mexicano nos gustan ambas cosas, las estadounidenses y las cubanas.” Entre estos músicos hay dos a los que no les gustaba el mambo, aunque lo tocaron. Uno de ellos era Ismael Díaz, quien dijo: “A mí en lo particular francamente no me gusta y espero que pase pronto la furia de ese ritmo para dejar de tocarlo”. Venus Rey no destacó como gran músico, sino como gran corrupto pues era el líder de los músicos por muchos años: “Como toda la música en que predomina el ritmo, el mambo está predestinado a introducirse en el gusto de la mayoría del público o inculto… En cuanto a mí en lo personal, no comulgo con el mambo por carecer de la calidad artística, pero como músico comercial, tengo obligación de empaparme de todo para hacer mis arreglos con cuestiones que le gusten a todo el público”. Qué curioso, precisamente el mambo es lo contrario de lo que afirma Venus Rey: El mambo hoy dialoga con Beethoven y con Leonard Bernstein: es más que una época y que un estilo. Es una actitud y un resultado estético. La manifestación de una ruptura social, como la estridencia que se escucha cuando la moral de un tiempo sufre un ataque de pánico. Además de lo que ya dije, añadiría que aportó mucho a la tendencia general del arte que busca demoler el muro que separa la cultura popular de la alta cultura. Imposible decir si Prado es patrimonio del pueblo o gusto intelectual. Pérez Prado y el mambo es mucho más que eso: es un fenómeno que tiene que ser valorado desde todos los ámbitos de una época: desde la música, la literatura, la lingüística, la poesía, la filosofía, la idea de lo social, desde el erotismo y los códigos sociales. 

domingo, 1 de abril de 2018

Se llamaba Vasconcelos. Una evocación crítica, de José Joaquín Blanco



Al hablar del peculiar estilo de José Vasconcelos para exponer sus ideas filosóficas, el autor de este libro dice que su programa cultural no se apoyaba en investigaciones científicas, que escasamente existían en sus tiempos: “se improvisaban con el método de la exaltación de la ‘poesía’… de ahí que Vasconcelos propusiera ese método, el único entonces eficaz: la síntesis emotiva: ‘La sinfonía como forma literaria’.” Frase que me hace darle vueltas y vueltas. Quiere decir que entonces, los intelectuales suplían la falta de conocimiento científico con retórica. O, en el mejor de los casos, con teorías personales hechas de empirismo. Esos espantajos puestos a la mitad del camino, tienen palabras en vez de paja, se desploman porque tienen demasiada ideología, y volvemos a ellos no para admirar sus frases admonitorias, sino su talento literario. Tienen mucha vida escondida, curiosamente. Llama la atención que esas palabras hayan convocado multitudes que les dijeran a dónde dirigirse. Qué hacer. Palabras que recuerdan tempestades, imponentes cañones solitarios, marejadas sin control. Entonaciones que podría usar Moisés al entregar la Tabla de los Mandamientos o un orador en sesión solemne. A eso se le llamaría “literatura sinfónica”. De hecho, no muy lejos de aquí murió el poeta Joaquín. D. Frías (vivía en una casa de huéspedes en la colonia Roma), quien tanto admiraba a José Vasconcelos. Inspirado en él escribió varios poemas sinfónicos, con sus allegros y sus moderatos. Los firmaba por allá por Coyoacán, en donde pasaba sus días, en los años 20. Esto lo pongo aquí para llamar la atención sobre la influencia que pueden tener las palabras. Para tener claro lo que significó Vasconcelos hay que pensar también en aquellos a quienes influyó. Lo mismo pienso de este libro al cual podemos llamar “clásico”. Lo sería en dos sentidos: clásico porque es el resultado de la pasión de un escritor joven (José Joaquín Blanco tenía 26 años cuando se publicó), y también por la pereza de las generaciones posteriores, que no han contribuido con un libro similar. El estilo consiste en gran medida en la concatenación de brillantes aforismos (quizá la falta de espacio, la prisa por avanzar) que dejan del personaje un retrato en movimiento. Pero hay algo más, es notoria la presencia del estilo, o del magisterio, de Carlos Monsiváis. Lo cual me interesa mucho, pues me hace pensar en el problema del estilo. Yo mismo, al comenzar a escribir, parecía haber naufragado en el mar de su estilo. No sé bien cómo habrá resuelto José Joaquín Blanco esta etapa, apenas creo haber leído un libro con sus crónicas y alguna de sus novelas, más publicaciones suyas en revistas. Me gustaría saber si él ha escrito o ha reflexionado personalmente sobre ese problema. Uno se puede revelar a un estilo, o bien lo puede llevar a sus últimas consecuencias. De todas maneras, es el traje que uno viste por algún tiempo. Pero es también un as bajo la manga, un recurso, un truco de magia que uno utiliza cuando está aparentemente arrinconado. El estilo ajeno como una posesión propia, el goce de conocer íntimamente una manera de construir el lenguaje. Un fuego artificial que brilla sorpresivamente en la noche de nuestros largos excursos.


José Joaquín Blanco. Se llamaba Vasconcelos. Una evocación crítica [1977], 5ª reimp. México, FCE, 2013.

domingo, 25 de marzo de 2018

Los cuentos más breves del mundo. De Esopo a Kafka, de Eduardo Berti



Mientras leía los numerosos cuentos que forman este libro, no dejaba de pensar cuánta ignorancia tenía de todos estos autores, chinos, griegos, latinos, indios, persas… y me sentía decidido a profundizar en todos ellos una vez que acabara su lectura. Pero de pronto escuchaba sus voces, hablándome en una voz imprecisa como de muchedumbre: “Piensas que cada una de estas historias que hicimos son incompletas piezas de un gran rompecabezas. Pero no es así, cada pequeña historia es como la pieza única de un museo. Como esos enigmáticos fragmentos de esculturas en que los arqueólogos pueden leer una cultura entera. Aparentamos ser pequeños trozos pero leernos es iniciar una reflexión que quizá no tenga para cuando acabar. Eso se debe a que no diferenciamos la belleza, está pegada a la filosofía y a la moral. Quizá tengamos biografía, pero no importa. Como captamos algo eterno, podemos disolvernos. Nuestra obra es nuestra trascendencia. No tenemos nada que decirnos: si entraras en nuestro mundo quedarías mudo, y a nosotros, por nuestra parte, no nos interesa escucharte.” Como es natural, no les hice caso a estos autores desenfocados. ¿Qué autoridad moral pueden tener, si lo que ya dijeron lo seguirán diciendo por siempre? Así que me asomé en la vida de la escritora china Sei Shōnagon, que transcurrió en el siglo X, pero pudo haber transcurrido tranquilamente en cualquier otro siglo y para mí sería igualmente misterioso su tiempo. Apenas pude saber que las mujeres de la corte se entretenían entonces contando historias populares. ¿Cómo habrán sido? Algo me dice que si las pudiera escuchar, reconocería alguna de sus historias, y hasta habría jurado que ocurrió hace poco cerca de aquí. Por ejemplo, el cuento del perro que estaba aprendiendo a no comer y que casi lo logra, pero se murió… aparece aquí, en esta antología, sólo que atribuido a un autor griego, o latino, o no importa de dónde. Hasta cierto punto, estos cuentos esconden la sabiduría milenaria, que sabiamente eligió meterse a vivir en ellos. Pero de cierto momento para acá, la literatura comenzó a faltarle el respeto a esos viejos autores. En el siglo XVIII, la narrativa breve comenzó a burlarse de las moralejas, así Lessing, hace a un burro decirle a Esopo: “Si vas a publicar otro de esos cuentitos en que aparezco yo, haz que diga algo sensato y razonable”. A lo que él fabulista le responde: “¿Algo sensato tú? Entonces se dirá que eres tú el maestro de la moral y yo el burro”. Pronto desaparecerán las moralejas y la única lección consistirá en crear un artefacto bello. Dice el compilador que es muy difícil separar “poesía en prosa” de “prosa poética”. Pero en este punto sí tengo algo que decirle: por alguna razón, el poema en prosa tiene una vida propia en la literatura mexicana, y hasta una modesta tradición. Prosa en que la narrativa se encuentra relegada en un rincón, y que se cultivó desde los tiempos de los modernistas. Incluso, nacieron al mismo tiempo: poema en prosa, ensayo poético, verso libre y prosa poética. Tendría más que decir sobre este tema, pero no lo haré, por deferencia a la brevedad, la homenajeada en esta ocasión.

Euardo Berti (ed.). Los cuentos más breves del mundo. Volumen I: De Esopo a Kafka. Los precursores del microrrelato, 2ª ed.  Madrid, Páginas de Espuma, 2009.

domingo, 11 de marzo de 2018

Diego Rivera, luces y sombras. Narración documental, de Raquel Tibol




Desde 1911, Diego Rivera (1886-1957) tenía la intención de cubrir los muros de México con sus frescos. Para conocer la técnica de los maestros del Renacimiento, viajó por Italia, en 1920, y volvió a París con 325 dibujos, que le sirvieron como base experimental para luego pintar escenas mexicanas. Que quepa México entero en esta obra es algo ambicioso, pero posible. Algunos han medido en metros cuadrados los muros que Rivera pintó, otros han descrito los temas favoritos. Así se podrá saber qué le faltó, qué aspectos quedaron fuera. Y el cometido de la crítica Raquel Tibol (1923-2015) es hacer que quepa su personaje con su obra en estas páginas. Para eso hay que fajarlo, medida temerosa, fajar a Diego, que nada se salga, inmenso como es. Porque además, las ideas políticas no son consistentes, ni las artísticas si se observa bien. El método de la autora consiste en establecer periodos, confrontar con las ideas políticas del pintor y comentar obras selectas. Me quedan claros dos aspectos de Rivera, los cuales me llaman la atención. La mirada de conjunto en primera lugar, el asombroso punto de vista. Desde su juventud, ver el mundo desde un sitio quizá privilegiado, siempre novedoso. Esa especie de aleph, por llamarlo de algún modo, que le permite tener una visión amplia de la vida mexicana, aunque (si se hace el recorrido con la autora) se mira que representa a los hombres trabajando, de acuerdo a su función en el mundo. Salvo en sus inicios cubistas, la obra de Diego no tendría por qué alarmar al público por su técnica o sus procedimientos, aun cuando en tiempos de Vasconcelos en la SEP, eran llamados monigotes los personajes retratados en sus murales. El segundo de estos aspectos, la pasión documental, lo que nos recuerda que no todo debe de mirarse, ni todo se debe de plantear en todos lados. Como por ejemplo, la historia de México. Hay banquetes que se interrumpen, señoras que ponen el grito en el cielo, gente decente que prefiere salirse, antes que presenciar aquello que de manera abstracta incluso defiende. En el mural Sueños de un domingo en la Alameda (1947) todos los personajes representados sueñan, de ahí que la historia de este tradicional espacio de la ciudad aparezca en una apretada síntesis. Nos gusta a todos la muerte, en cálida y afectuosa cercanía con los paseantes. Lo que ofendió entonces fue la frase “Dios no existe”, aproximación a la que en realidad pronunciara Ignacio Ramírez “el Nigromante” al entrar a la Academia de Letrán, en 1836, pomposo nombre para una reunión de estudiantes pobres. Con gusto la borraría, pero se encuentra de por medio la Historia de México, dijo el pintor. Lo que nos recuerda que las instituciones (los homenajes, las retrospectivas) tienden a desactivar el pasado. Ahora mismo, en 2018, el Nigromante celebra sus 200 años. Nació en San Miguel de Allende, una ciudad que preferiría celebrar otras cosas menos comprometedoras. Y si bien no era mi tema, nada le gustaría más a Diego Rivera que el espíritu del Nigromante saliera a espantar a los modernos Caballeros de Colón, que en otros tiempos pretendieron quemar este mural.

Raquel Tibol. Diego Rivera, luces y sombras. Narración documental. México, Lumen, 2007.

miércoles, 7 de marzo de 2018

El jugador, de Fiódor Dostoyevski


La ruleta, al girar, crea una fuerza centrífuga, lo que no evita que atraiga intensamente la atención de los jugadores. No es exagerado decir que el corazón de los jugadores gira a la misma velocidad que este artefacto. Pero, ¿cómo transmitir esa emoción a los lectores, muchos de los cuales no tenemos idea de las angustias qua pasa un jugador? Esta novela gira (¡exactamente como una ruleta!) alrededor de unos personajes ambiciosos, los cuales juegan a la ruleta. Más precisamente, uno de ellos, el general, apuesta lo que tiene y lo que no tiene, pues está en esos momentos esperando su inminente herencia, pues de un momento a otro espera la noticia de la muerte de su abuela, la cual le dejará toda su fortuna. Pero lo que baja del tren no es esa noticia, sino la misma abuela, completamente sana, dispuesta a investigar qué es eso de la ruleta. ¡Y la pasión que en ella despierta es lo que se contagia! Cómo se arriesga a jugar la herencia de la que dependen todos los acreedores de su nieto, y la vida misma de él. Nosotros, que nos encontramos mirando este mundo desde la ruleta, que ocupa el centro temático, sólo lo miramos pasar vertiginosamente a nuestro alrededor. Fuera del libro, el novelista también jugaba una peligrosa apuesta: había firmado un contrato con su editor para entregarle una novela en un mes o de lo contrario, perdía los derechos de toda su obra. Además, recorre la historia el tema del amor. ¡Ay, otra apuesta con la vida! El recuerdo de Polina, la joven que abandonó al autor por un médico español. De tal manera que el vértigo no abandona al narrador ni a los personajes. A lo que debe de sumarse que lo que se apuesta, en el caso del protagonista, no es el dinero sino el destino. La ruleta es la puerta a una vida posible, a un amor que puede ser. Esta novela es una meditación sobre las distintas nacionalidades: en Roulettenburg (la ciudad en que ocurre la historia), se reúnen ingleses, rusos, franceses y polacos. La peor parte se la llevan los polacos y los franceses, mientras que los ingleses merecen una opinión más favorable. Los rusos, bueno: son hombres que se abisman en el espíritu propio para saber a dónde es posible llegar. Y algo más: si se gana en estas apuestas, el dinero no servirá para cimentar nada, sino para gastarse en lujos. “¿No sabes que un mes de esa vida vale más que toda tu existencia?” Eso le dice al narrador su nueva amante. Es completamente cierto, uno no vale todo eso. El valor propio está en no ser un engrane en la máquina del capital. Lo mejor es apostar de manera metafísica. Las fichas se ponen sobre la cartera y se apuestan para conocer la opinión que el destino tiene de uno mismo. Quizá sea susceptible de reconocer la audacia. Y por eso, el narrador ve escaparse el dinero como arena entre los dedos. Si el dinero ha cumplido su función, bien se le puede ver con indiferencia.



Fiódor Dostoyevski. El jugador / Igrok (1866), tr. y nota preliminar de Juan López Morillas, 3ª ed. 4ª reimp. revisada. Madrid, Alianza, 2015.

domingo, 25 de febrero de 2018

Lemuria [cuentos extraños y malditos], de Karl Hans Strobl


Esa literatura de horror que tanto nos gusta, toma en este libro un camino inesperado. Estamos acostumbrados a los autores que tienden a sublimar sus miedos, y convertirlos en llamadas del más allá, en amenazas de otros planetas o en resurrecciones de los muertos. Pero K.H. Strobl (1877-1946), escritor en lengua alemana nacido en la ciudad checa de Jihlava, depositó sus miedos a lo extraño en una combinación de espectros y extranjeros. Sé que muchos de los personajes de este tipo de literatura (vampiros, zombies, momias) representan el horror de los países colonizados. Pero por suerte, la ideología de sus autores por lo común no pasa a mayores, por lo que casi no nos causa terror. Strobl se afilió al Partido Nazi, deseoso de que la República Checa se anexara a Alemania. Sus cuentos son muy cercanos a nuestro modernismo y bien hubieran podido ser ilustrados por Julio Ruelas. De hecho, las ilustraciones de la revista literaria que dirigió, El Jardín de las Orquídeas. Páginas fantásticas (Der Orchideengarten. Phantastische Blätter, 1919-1921) tienen algo de los tiempos del Decadentismo, y se antojan exquisitas: caracoles babeantes, jardines con humanos minúsculos, espectros dieciochescos, mandrágoras… ¡Qué miedo! ¿A qué le temían tanto esos lectores alemanes? Bueno, se trata de la primera revista dedicada a la literatura fantástica, así que se publicaron cuentos de Poe, Maupassant, Dickens, etc., pero Strobl tenía una fantasía muy centrada en aquello que no era precisamente alemán: los africanos, los pueblos indígenas de América, los gitanos. Todos ellos son mostrados como seres irracionales, que esconden intenciones homicidas, caníbales o demoniacas. Me llama la atención este fragmento, al inicio de un cuento que transcurre en los bosques de Rumania (“Take Marinescu”), se describe del siguiente modo a los gitanos: “Creo que los gitanos de esos bosques tienen que salir del claustro materno con esos gestos pedigüeños; todos los reflejos, todos los impulsos de la voluntad desembocan en ellos, duermen con ellos, y si los enterraran vivos por un casual y despertaran en la tumba, lo primero que harían sería extender la mano mendigando.” Es casi idéntico al inicio de La gitanilla, una de las Novelas ejemplares de Cervantes:Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana del hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte.” Naturalmente, no es mi intención comparar el terror que causa en Strobl el mismo pueblo que divierte a Cervantes, pues los separan además, tres siglos. Pero llama la atención las terribles consecuencias de una idea cultivada durante siglos.

Karl Hans Strobl. Lemuria [cuentos extraños y malditos], tr. José Rafael Hernández Arias, il. Richard Teschner. Madrid, Valdemar, 2016.