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sábado, 31 de diciembre de 2016

Himno melancolía, un espectáculo de danza contemporánea


Foto: Jürgen Hörner

(Himno melancolía: dos bailarines en movimiento, otros cuantos personajes más bien en el papel de la utilería, unas sillas, grabaciones y música. Es una obra de danza pero que representa una historia. Con elementos de la industria –máscaras, muñecos, programas de televisión…– se crea una metáfora de lo natural y de lo mecánico. Pero no es precisamente una historia, sino algo más parecido a un poema. Lo que sigue son mis ideas, producidas primero, domadas después.)

Himno melancolía es una reflexión sin palabras. Aunque, cómo puede reflexionarse sin ellas. El arte lo hace con frecuencia, el arte no verbal, por medio de imágenes o de movimientos. Con la ventaja de que no se sigue un camino único sino una serie de divergencias que vuelcan a la mente en diferentes afluentes. El viento agita frecuentemente los árboles. En este caso, el cuerpo de los bailarines se agita y mueve el viento del pensamiento. Lo que quiere decir que: lo dirige. La obra comienza. Todo está perfectamente dispuesto. Pero algo se descompone. Lo que ocurre a lo largo de la representación es un mecanismo que no funciona como debería. Dije que no había palabras. Las hay. Uno de los bailarines (con rostro de conejo sonriente) las dice: [Bueno, aquí deberían ir. Son palabras de un programa de televisión que a mí no me dicen nada. En realidad no dicen nada, ya que lo que ocurre es que como en una grabación fracturada, se repiten sin sentido.] A un lado, sentados en cuatro sillas, cuatro borregos, expectantes. Aunque no exactamente expectantes, más bien indiferentes. En cierto momento representarán un papel, un papel que de papel no tiene nada, pues más bien sólo se levantan y caminan hacia el frente, o regresan y se sientan, mueven la cabeza, coordinados por los golpes de un tambor. Lo que estaba a punto de decir algo es el movimiento de una boca de la que sale el aire pero las palabras han quedado dentro, quizá disueltas antes de pronunciarse. Esto es una imagen. La uso para decir lo que no puedo decir pues el mecanismo de la puesta en escena es la puesta en escena de la mecanicidad. En el escenario: conejitos, borreguitos, ¡ah!, y un gatito. Todo muy adorable. Incluso harán un día de campo. Naturalmente, lo más a mano es comerse el gatito. Y cómo hasta el agradable acto de comerse un gatito puede resultar lúgubre, todo depende de la luz, de las presencias indiferentes de los borregos y las sombras en los rostros. ¿Pero cómo llegamos a este punto? Esperen… está un conejito siempre sonriente, están unos borreguitos, hay un día de campo, pero de dónde salieron estos elementos. Aristóteles decía: para comenzar, primero por lo primero. Pues bien, yo no. Ya que el mecanismo es precisamente lo descompuesto. Por esta razón, el principio ha quedado excluido. Es que hay algo que desde el principio ha estado en escena: un cuerpo sangrante, tirado en el piso y quizá sin vida. Será que la vida no ha huido del todo y que así como sale a gotas la sangre, la obra surge de una mente a punto de morir, como un escurrimiento del pensamiento, o el propio pensamiento como un escurrimiento. (Uno de los primeros cuentos de Samuel Beckett es el monólogo de un pensamiento en un cerebro muerto, atrapado, caminando en círculos). Si esto es así, entonces hay un doble desdoblamiento. En primer lugar, el alma del muerto (¿acribillado?) sale y se mira en el espejo. Su reflejo es su cuerpo pero con rostro de conejo. Bailan y se reflejan, pero al bailar y reflejarse también pelean, se contienen, y el conejo se independiza, me parece (nuevamente: el mecanismo del reflejo se descompone), para representar su propio papel y presentar su mundo, un mundo separado del real pero a la vez su metáfora. Si es una visión previa  a la muerte, tal vez sea la representación de la evaporación del pensamiento.

Colectivo Querido Venado. Himno melancolía, un espectáculo de danza contemporánea. Coreografía y dirección: Guillermo Aguilar y Sergio Valentín. (Foro Sunland, noviembre de 2016)

martes, 27 de diciembre de 2016

Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro

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Elena Garro (1916-1998), una madeja demasiado enmarañada. Su obra está a tal grado enredada en su vida que es inútil siquiera intentar separarlas. Les molesta mucho a los críticos literarios que la atención salga del mundo autónomo de la literatura. Pero el rostro de la Garro es enorme, sale como una luna a iluminar el cielo de su novela más importante. Es difícil saber cuándo se escribió Los recuerdos del porvenir, de qué manera se fue articulando la estructura y cómo decidió que fuera el pueblo mismo un personaje que contara su propia historia. La autora, pienso, noveló asimismo el proceso de creación. Lo que quiere decir que quizá no sabremos cuántos años dedicó a su escritura, si efectivamente fue concebida en su totalidad antes, por ejemplo, de que Juan Rulfo escribiera su obra. Ella, a veces decía que Octavio Paz leyó la novela llorando porque era mejor escritora que él y que entonces le pidió que la quemara. Según esta versión, la novela fue salvada del fuego de la estufa para ser llevada a la editorial. Pero la misma autora también contó, contradiciendo su propia versión, que fue Paz quien llevó el manuscrito a Joaquín Mortiz. Disfrazada de inocencia, Elena Garro fue reescribiendo su vida, nos fue dejando borradores sucesivos. ¿Y la verdad? Una versión más dentro de todo ese papelerío. No sé el lugar que se le ha dado a esta novela en la historia de la literatura. Sin duda lo tiene, prominente. Debe de existir una relación entre ella y Rulfo. Ignoro si se conocieron, si tuvieron alguna relación, si exploraron fuentes parecidas, y por qué tienen ambos la Guerra Cristera en sus entrañas. Y sin embargo, son opuestas sus visiones. En Rulfo, el Bajío es una zona castigada por su compromiso con las peores causas de nuestra Historia. La visión de la Garro es, por su parte, bastante conservadora: la condena tácita al gobierno, la idealización del pueblo y de su ideología. Esa voz narrativa que caracteriza el libro, por la que habla la colectividad, un nosotros que a veces es un yo, es voz de Homero o de La Biblia. Pero, ¿por qué esa característica aparece también en Cien años de soledad? La historia de América Latina contada en términos fantásticos. Ésa es otra cuestión. Por qué. El tema de la verosimilitud, las leyes de la narrativa llevadas hasta el límite. En el caso de García Márquez hay resonancias bíblicas. Y en la Garro, la supervivencia de la visión infantil. Conforme la trama se va tensando, el pueblo de Ixtepec se va asomando por las ventanas, mira con disimulo. Pronto, tendrá que ocurrir un desenlace, quizá trágico o inesperado, pero siempre memorable. Y lo que ocurre es la fantasía, lo inexplicable, aquello que suena a mentira, a historia antigua. En el caso de esta autora, toma el aspecto de una verdad irrefutable y admirablemente bella.  Las historias viejas de una familia cualquiera muchas veces estuvieron a punto de cubrirse de magia. Pero al contarnos las de nuestro propio pasado, casi nunca se tuvo el cuidado de dejar que permaneciera.

Elena Garro. Los recuerdos del porvenir [1963]. México, Joaquín Mortiz, 2010.

martes, 20 de diciembre de 2016

Novelas completas y otros escritos, de Anatole France


Casualmente, llevaba este libro con las novelas de Anatole France (1844-1924) durante un paseo por la catedral de Chartres, célebre por las miniaturas en sus asombrosos vitrales. En ellos, hechos vidrio a vidrio, aparecen personas de hace ocho siglos. Los fabricantes de toneles, los carpinteros, los zapateros y los alfareros que aparecen representados no nos miran desde sus paneles. No estamos ni a su alrededor ni en su futuro. Cuando volví a las páginas de Anatole France sentí que hablaba de estos personajes: vidas de la Edad Media cuyos pensamientos giraban en torno a los milagros, a las leyendas, a una moral ajena. Casi pude dialogar con ellos, pintados con palabras, me asombró la naturalidad con que miraban los milagros de los santos. Ahora bien, sé que este autor escribía con tinta color sepia, aspecto que lo vuelve más antiguo, más cercano al pasado remoto. Quisiera saber cómo era su estudio, si estaba rodeado de antigüedades, me imagino que sí, que dialogaba con ellas y que las interrogaba. Su labor fue traducir ese mundo al francés cotidiano de su tiempo, con pinceladas asombrosas, es cierto, pero cuyo deslumbramiento no duró tanto. Tiene más inmortalidad por haber sido retratado por Marcel Proust en el personaje de Bergotte, en En busca del tiempo perdido, el novelista que primero sorprende y después desilusiona. Eso me hizo buscarlo. Eso, y enterarme de que fue el novelista favorito de Alfonso Reyes y de Ramón López Velarde. Este último hasta compró a crédito sus libros para poder leerlos todos. Admirado por aquellos a quienes admiro, ¿será un vitral de dos dimensiones o tendrá algo que decirme? Pocas cosas. Fundamentalmente: que gran parte de lo que vivimos es creación del pasado, de los muertos. Los vivos hemos agregado poco al pasado monumental. Por más atractiva que sea esta sentencia, la hemos convertido en falsa. Porque la tecnología cambia la faz del mundo en pocos años. Ahora bien, yo prefiero la mistificación del pasado a la del presente. Y por eso leí con mucho agrado las páginas que fueron secándose entre mis manos conforme veía que las sentencias de su sabiduría eran poco provechosas. En La camisa (parte del libro de Las siete mujeres de Barba Azul), el rey que busca la felicidad es aconsejado para ponerse la camisa de un hombre feliz. Ya imaginarán que el único hombre feliz sobre la tierra no lleva camisa. Y ya que hablamos de felicidad, estas páginas no tienen una respuesta a ese problema, pero por lo menos aplazan la tristeza, la cual se encuentra esperando en el colofón.

Anatole France. Novelas completas y otros escritos. Tomo III. El Jardín de Epicuro (Le jardin d’Epicure) / Sobre la piedra inmaculada (Sur la pierre blanche) / Cuentos de Dalevuelta (Les contes de Jacques Tournebroche) / Bajo la advocación de Clío (Clio) / Yocasta (Jocaste) / El gato flaco (Le chat maigre) / Historia de cómicos (Histoire comique) / Las siete mujeres de Barba Azul (Les sept femmes de Barbe-Bleue) / Baltasar (Balthasar) / El estuche de nácar (L’étui de nacre) / El pozo de santa Clara (Le puits de Sainte-Claire) / Abeja (Abeille) / Los cuentos de hadas  / Notas marginales (Notes écrites par Pierre Nozière) / Excursiones (Promenades de Pierre Nozière) / Rabelais (Rabelais), tr. y pról. de Luis Ruiz Contreras, 2ª ed. Madrid, Aguilar, 1968.

lunes, 19 de diciembre de 2016

Ensueños y armonías y otros poemas, de Pedro Castera


De las 540 páginas de este libro, las notas abarcan alrededor de 150. Lo que quiere decir que sólo la Torá ha de haber sido tan comentada como Pedro Castera (1846-1906). El autor se habría sorprendido y seguramente estaría muy agradecido por tal deferencia… o no. Tal vez en todos estos años, ya se habría arrepentido de haber publicado sus poemas íntimos. Se habría quizá avergonzado de ver la paciencia con que la editora (que hizo un magnífico trabajo) cotejó los versos, fue a revisar las influencias, corrigió las erratas y comprobó las lecturas de autores alemanes. Quizá habría entrado en un estado de ansiedad al notar que, en efecto, sus críticos tenían toda la razón en pensar que no tenía que haber dado a la imprenta esos versos impresentables. ¿Ansiedad? ¡Más que ansiedad! Quizá una recaída en el psiquiátrico a causa de los nervios (el autor pasó una larga temporada en el psiquiátrico). Al ver el cuidado que los diseñadores de la UNAM pusieron en formar cada una de las páginas con miles de notas al pie, estoy seguro de que Castera hundiría la cabeza entre sus manos para no acordarse de los apuros que tuvieron que pasar Juan de Dios Peza, Manuel Gutiérrez Nájera y José Martí, elaborando silogismos para justificar los poemas de su amigo y editor (ya que el autor de Ensueños y armonías era director del periódico La República). Y luego, todo eso colocado en un volumen tan elegante, como los que forman la colección Al siglo XIX ida y regreso… Quizá no tendría valor de ir a la presentación del libro a escuchar elogios inmerecidos, o bien señalamientos de superioridad póstuma, como muchas veces les pasa a nuestros autores decimonónicos. Nadie que lea estos poemas querrá continuar con su prosa. Y eso que tiene unos cuentos notables sobre minas y mineros. No, ni Pedro Castera podría pasar la mirada por estas páginas sin que sus mejillas enrojecieran. La tempestad rugiendo bajo el cráneo, / la duda desgarrando el corazón… Y aún falta la otra mitad de la estrofa, la cual empieza casi repitiendo lo de la tempestad y lo del cráneo: de la tormenta el soplo en el cerebro, / y el alma… agonizando de pasión. Se diría entonces: ¿Cómo pude pasar tantos años poniendo armando estos versos que a mí me parecía que contenían una verdad?  Ahora bien, si se espiga bien el libro, se encuentra un poema, un solo poema que puede dialogar con nosotros (una disculpa por este juicio: naturalmente cualquier lector puede intercambiar impresiones con los poemas que desee). Me refiero al texto “A los materialistas” (1878), una divertida defensa del idealismo en que pretende reducir al absurdo los que piensan que hablan de la materialidad del alma, aquellos que dicen que “es fósforo el talento”. Yo extraería este poema de aquí para agregarlo a las historias literarias. Por otra parte, esta colección de la UNAM tiene un grave problema con las notas al pie, una maleza que a veces esconde el texto. Yo dividiría las notas en dos: las que tienen que ver con el contenido, y las pondría al pie de página; y las que consignan las variantes de las distintas ediciones. Ésas las pondría al final del volumen, en un apéndice, y así los lectores las podrían arrancar y aligerar la lectura.

Pedro Castera. Ensueños y armonías y otros poemas, ed., notas y estudio preliminar de Dulce María Adame González. México, UNAM, 2015. (Col. Al siglo XIX ida y regreso)

sábado, 17 de diciembre de 2016

Greguerías, de Ramón Gómez de la Serna



¿Qué es la greguería?, ¿de dónde viene su nombre?, ¿cuál es el método para elaborar una de ellas? Lo supe mientras leí este libro, pero lo olvidé una vez que salí de sus páginas, un poco agotado y convencido de que era un mar tan inmenso que varias de ellas habían aparecido un par de veces en el volumen. Comencé a cazar greguerías por todos lados, mientras leía las noticias, mientras caminaba por la calle o mientras oía un discurso importante. Así que este tipo de arte es un hábito mental enloquecedor. No las colocaría dentro de la poesía ni dentro de la filosofía, no es un ensayo en miniatura. O quizá, las greguerías son todo esto, pero en dosis mínimas. Son las hermanas del aforismo. Pero a diferencia de este género cultivado por grandes moralistas y pensadores, las greguerías no transmiten ninguna sabiduría. Combinan lo sublime con lo insustancial. ¿Y tienen alguna utilidad? Sirven para roer el pensamiento serio. Ahora bien, dije que no eran una filosofía, y cualquiera que las lea podrá ver que no es así. En el fondo, tienen una visión del mundo con varias vertientes. Por las greguerías podemos ver que todos los seres de la creación conviven de manera constante, los números son animales, los signos tipográficos tienen mucho de humanidad, pero al mismo tiempo las personas comparten muchos aspectos con lo inanimado y con lo mecánico. Son cómicas porque imponen lo mecánico en lo humano. Y así se puede uno pasar la tarde, degustando greguerías como cerezas, hasta que nos atragantamos con un hueso. De pronto, este terreno en que coexisten los seres del mundo comparten el breve espacio de una greguería con la muerte. “Nuestros gusanos no serán mariposas”. Me gustan por impostoras, están a punto de decir algo trascendente, pero no lo logran. Es cierto, se puede seguir el tema de cada una de estas frases, se las puede continuar y desarrollar un pequeño tratado de filosofía moral. Pero se distinguirían de esa disciplina porque éstas no llevan a ningún lado, no desembocan en una ley general. Por eso siguen siendo tan modernas, porque le roen los calcetines a la eternidad, la cual se presenta ante nosotros de manera ridícula. Por eso en su humor, son desencantadas. “Nada retorna, pero todo se parece”. Entonces, para qué queremos volver si seremos sustituidos. Qué absurda la idea de renacer en el mundo, volver para encontrar no sólo que todo sigue igual, sino que nosotros mismos estaremos repetidos. Qué cansancio el de este mundo en el que nada nuevo hay bajo el sol. O casi nada. Y lo nuevo no lo es tanto, sólo es parecido. O quizá, lo mejor es leer este libro como un tratado de filosofía, un compendio de graves sentencias filosóficas. Sí, eso es mucho mejor. Darles la dimensión de verdades trascendentes. “Todos los chorizos se ahorcan”. Y si lo hacemos así, pasaremos con tristeza ante las tragedias suicidas de los chorizos, de las moscas que mueren ahogadas en la leche, y del murciélago, ese mandadero que no encuentra al que tiene que dar el recado.

Ramón Gómez de la Serna. Greguerias, ed. de Rodolfo Cardona, 17ª ed. Madrid, Cátedra, 2014. (Col. Letras Hispánicas, 108)

viernes, 16 de diciembre de 2016

Los muchachos de zinc, de Svetlana Alexiévich

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El tema de la guerra… Qué delicado. Hay demasiado sufrimiento, demasiadas vidas desperdiciadas, demasiados conflictos personales porque el destino colectivo entra en conflicto con el destino individual y lo que uno buscaba de la vida es resuelto por el destino de una manera inesperada que no admite reparos. La cantidad de testimonios que aparecen aquí son una especie de muro. Si criticas este libro, estarías relativizando este dolor que casi puedes tocar. De hecho, lo puedes tocar. Los jóvenes, cuyos cuerpos regresaban de la guerra en Afganistán en ataúdes de zinc, son los protagonistas. Sus sueños, sus vidas segadas en la guerra, la locura del contacto con la muerte, en fin, todo eso que reflejan los testimonios recogidos durante años por la escritora bielorrusa. ¿Qué mayor objetividad que la suma de todas estas subjetividades, tejidas con esmero? Si tú te atreves a decir algo estarías vulnerando este dolor colectivo, tejido tan apretadamente que si vulneras uno, vulneras a todos. Sin embargo, me atreveré a hacerlo, ya que la autora se presenta como una interlocutora que se interesó por todos ellos y puso al frente el mérito de estas vidas, y porque me parece que manipular el significado de ese periodo es igualmente grave. En primer lugar, se afirma que los hombres pierden su valor y que se les arrebata al ser sacrificados por algo como una guerra que ni les va ni les viene. Muy bien, nada que oponer. Así que se destaca un coro de voces individuales que nos explique qué estaban haciendo cuando fueron reclutados, qué sueños tuvieron que abandonar. Lo individual en primer plano. Muy bella idea. Sólo que a partir de ahí, no entendemos nada. Todo el tejido del mundo se deshace entre nuestras manos. Sólo nos es dado contemplar el horror de la guerra. Pero no nos atrevamos a pensar en el Horror de la Guerra, no es tan abstracto, ah no, permítame, nos interrumpe la autora: es el horror de la guerra del comunismo. De hecho, no es tanto el horror de la guerra, sino el horror del comunismo. Todo lo que sirva para adjetivar al comunismo se vuelve espantable. ¿Qué, el capitalismo no tiene los mismos componentes de horror? Quizá, pero ése no es nuestro tema, lamentablemente. Los libros de historia, sin embargo, nos han hablado de que detrás de esa frontera, por entre esos inhóspitos caminos del desierto hay una República Afgana, y que los talibanes tienen unos planes bastante terribles y son apoyado por los Estados Unidos. Qué pena, pero ése tampoco es el tema de este libro. De hecho, y para no confundir al lector, mejor no se menciona siquiera la palabra “talibán” o términos como “República Afgana”. Son testimonios de un sufrimiento circular, sin progresión narrativa y con una estructura formal francamente pobre; y su efectismo sentimental, aunque nunca se habla de eso, no está desprovisto de fines políticos.

Svetlana Alexiévich. Los muchachos de zinc. Voces soviéticas de la Guerra de Afganistán / Cínkovie málchiki, tr. de Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González. México, Debate, 2016.

lunes, 12 de diciembre de 2016

Álbum de zoología


 
El poeta Jorge Esquinca tuvo varias espléndidas ideas (me imagino que son suyas). La primera, elegir de entre los poemas de José Emilio Pacheco aquellos en los que se refiere a los animales y clasificarlos de acuerdo al medio en que viven: tierra, aire, agua y fuego, pues la salamandra y el ave fénix pertenecen a este medio. Otra más, compaginarlos con las ilustraciones de Francisco Toledo, en que los animales se muestran como nuestros hermanos liberados. Está tan bien pensado este libro que pareciera que es uno nuevo de Pacheco, con una idea preconcebida de lo que sería un poemario hecho intencionadamente. No son, sin embargo, poemas de una sola etapa, aunque gran parte de ellos pertenecen al libro No me preguntes cómo pasa el tiempo, de 1969. Es inevitable recordar que José Emilio fue el amanuense del libro Bestiario, de Juan José Arreola, y que caminó con el escritor jalisciense por los caminos del zoológico de Chapultepec, en diciembre de 1958, libreta en mano, y anotó en ella lo que iba brotando de la boca del autor de Confabulario. Pero ese libro de poesía en prosa, emparentado con los franceses decimonónicos, no se parece al bestiario que sale de los poemarios de Pacheco. Arreola pronunció ante los animales presos discursos encomiásticos sobre la antigüedad ilustre de ellos y sus reminiscencias medievales. Y de los versos de Pacheco salen alimañas, es decir: animales en confusión, erizos, cangrejos, moscas, arañas, pulgas, caracoles, babosas. Míralos bien, se nos parecen. También ellos crean arquitectura destinada a ser destruida mañana y también ellos volverán a comenzar de nuevo. También ellos guardan los recuerdos de su pasado infinitamente repetido, y también ellos han olvidado todo a fuerza de dar vueltas en círculo a la existencia. O mira, esa extraña arquitectura sin autor, un caracol. Levántalo a ver si nos puede decir algo de nuestra existencia. ¿No tiene autor? Míralo: se arrastra, parodia del artista, es la babosa creadora. No es propiamente un creador. Ha secretado su obra. Más o menos como nosotros que secretamos el pensamiento pero sus obras adquieren formas menos simétricas. Yo no recordaba nada de su pedagogía. En el fondo del mar, un erizo: flor armada de indefensiónisla asediada de lanzas por todas partes. Enseñan. Bueno, enseñaban. Porque muchos de ellos se han ido porque la ciudad los ha ahuyentado. Como esta fauna rodea la mirada del poeta, hay dos categorías: los que se alejan de nosotros porque prevén nuestra ruina (como las aves) y los que aprovechan nuestras ruinas para instalarse en ellas (como la araña). No podría decir cual de las dos me causa más simpatía.

José Emilio Pacheco y Francisco Toledo. Álbum de zoología, selección de Jorge Esquinca, 2ª ed. corregida, 3ª reimp. México, El Colegio Nacional-Ediciones ERA, 2007.

domingo, 4 de diciembre de 2016

El mariachi: Aprendizaje y relaciones



El gran mariachi, el que sueña con trompetas, estentóreo, ése no es el tema de este libro. Su asunto es otro, el mariachi tradicional –es decir, sin trompetas–, que suena todavía por los campos de Jalisco, Colima y Nayarit. Sería bueno no usar la palabra “todavía”, pero es que no sé con exactitud sobre la vitalidad de los mariachis tradicionales. Sé qué personajes como los investigadores Chris Strachwitz y Johnny Clark han visitado los campos del bajío buscando los sonidos del mariachi antiguo que siguen sonando por estos rumbos. En sus viajes, han grabado sus sonidos. Gracias a ellos supe que hay mariachis que cantan en náhuatl. Hace años, en Guadalajara, supe también que el mariachi campesino de hace un siglo se formaba por un cuarteto de cuerdas: guitarrón, guitarra y dos violines. Incluso tuve la suerte de ver a un cuarteto similar, por las calles de la ciudad, porque durante un Festival de Mariachi, se logró encontrar a cuatro viejos campesinos que todavía guardaban la antigua tradición de los cuartetos. Sé que en algunas zonas, el mariachi usa una tarima sobre la que se baila para para marcar las percusiones. En algunos casos puede fabricarse con madera, pero en otros, se puede usar la enorme concha de una tortuga y bailar sobre ella. Es una de las reminiscencias indígenas, una de las varias que tiene el mariachi. Si se piensa que el mariachi es una formación musical de cuerdas –tañidas y frotadas–, entonces se puede documentar en una zona tan grande que va desde California hasta Oaxaca, en distintos periodos. En algunas regiones se trata de agrupaciones campesinas o indígenas. Y los viejos sones que sobreviven y se interpretan, son delicias para el oído de los musicólogos y de los antropólogos que los beben como colibríes. Cada año se reúnen los expertos a contar sus descubrimientos. Hablan de que el mariachi tiene influencia de la cultura negra, que estos grupos se afinan según la sensibilidad de los músicos, y que las piezas para mariachi de contenido religioso se llaman minuetes, los cuales emocionan cuando se tocan en las iglesias. Que el mariachi es alegre y es festivo, sólo es una verdad a medias. También es triste y antiguo, melancólico a veces. No siempre habla de las festividades de las haciendas, también –si se le sabe escuchar–, cuenta las tristezas de los campesinos. El día que conseguí este libro, durante un encuentro de mariachi tradicional, uno de estos grupos se me acercó y me tocó algunos sones antiguos. Si algún día tengo suerte, y vuelvo a escuchar uno de estos mariachis, espero pedirles que toquen El súchil, que me gusta tanto, por su poesía indefinible: “Usted que conoce el súchil / y las hojas de laurel, / usted que mira más lejos / será mi amorcito aquel.”

Luis Ku (coordinador). El mariachi: Aprendizaje y relaciones. XII Encuentro Nacional de Mariachi Tradicional. Zapopan, Jalisco, El Colegio de Jalisco. Secretaría de Cultura. Gobierno del Estado de Jalisco, 2014.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

El socialismo traicionado, de Roger Keeran y Thomas Kenny


Más o menos, lo que tratan los autores en este libro es dar una nueva interpretación de la caída de la URSS, disuelta oficialmente el 31 de diciembre de 1991. Según ellos, la intervención de los Estados Unidos y el crecimiento del neoliberalismo no tiene la trascendencia que generalmente se le atribuye. Por el contrario, hay que acudir a buscar las causas en un proceso interno del comunismo soviético, en una tendencia económica que los propios intelectuales rusos no supieron ver en sus estudios. La economía planificada de las repúblicas soviéticas suponía un aparato burocrático enorme, y quizá por esa misma causa, lento, que no con toda la rapidez podía solucionar el abasto y las necesidades de sus habitantes. Para construir una casa había que esperar a que llegaran los materiales, había que hacer filas y llenar papeles. Por esta causa, algunas personas comenzaron a aprovechar su situación. Por ejemplo: el conductor de un camión de gobierno, podía usar sus ratos libres para alquilar sus servicios como chofer, el encargado de los materiales de construcción podía venderlos por su cuenta a personas que los necesitaran para sus casas. De algún modo, resolvían problemas inmediatos de algunas personas, y por eso el gobierno toleró esta segunda economía. Sin embargo, ésta fue creciendo, y con el tiempo agravó los problemas que trataba de solucionar, cuando llegó a ser tan grande que en realidad pasó a ocupar la principal ocupación de muchas zonas: la ocupación de saquear al estado, la cual fomentó además la creación del crimen organizado que se dedicó a controlar estas actividades. La legitimación de este proceso (el bujarinismo) beneficiaba a la pequeñoburguesía que desde comienzos de la URSS se inclinaba por mantener aspectos del capitalismo como la propiedad privada y los incentivos del lucro. A la muerte de Stalin, tomó el poder de la URSS Jrushov, un bujarinista, que se dedicó a hacer del descrédito de su antecesor una política de estado. Los autores aseguran que es necesario volver a la figura de Stalin, sepultada por la propaganda de Jrushov. Gorbachov, es la tesis central del libro, es el gran traidor, un dirigente que se dedicó a desmantelar el socialismo. Los diplomáticos estadounidenses se asombraban al darse cuenta de que los enviados de Gorbachov cedían a sus peticiones aún antes de que se las hicieran. Es decir, entregó la URSS al capitalismo sin ninguna necesidad, ante una cúpula comunista debilitada que no tuvo la fuerza de detener el derrumbe. Naturalmente, el último secretario general del PCUS, fue un héroe de Occidente, ganador del Nobel de la Paz. Una anécdota de este galardonado: desde 1979, el gobierno revolucionario afgano de Mohammad Najibulá, en guerra contra los señores de la guerra y los talibanes,  fue apoyado por la URSS. Con el pretexto de una reconciliación con EU (la glásnost), Gorbachov se retiró incondicionalmente de Afganistán (sin siquiera pedir a Bush que dejara de apoyar a los muyahidines). Abandonado, Najibulá se refugió en la sede de la ONU en Kabul, hasta que los talibanes lo capturaron y lo castraron públicamente. Muchas de las mujeres alfabetizadas durante el periodo de la república popular fueron asesinadas por los talibanes. Por cierto, en la obra de la Nobel Svetlana Alexievich, Los chicos de zinc, en que trata este periodo, no se menciona una sola vez la palabra “talibán” ni se hace referencia a la república afgana.

Roger Keeran y Thomas Kenny. El socialismo traicionado. Detrás del colapso de la Unión Soviética, 1917-1991 / Socialism Betrayed (2010), tr. de Alba Dedeu. s/l, El viejo Topo, [2014].

La señora Craddock, de William Somerset Maugham



Tenía ganas de leer a William Somerset Maugham (1874-1965) porque sabía que fue el novelista mejor pagado de su tiempo. Me encontré con una novela muy convencional, lo cual no debería de sorprenderme demasiado, ya que las novelas más leídas de una época quizá lo sean precisamente por su capacidad de ser comprendidas por muchos lectores. La señora Craddock cuenta la historia de Bertha, una joven de clase acomodada de la última década del siglo XIX, que, ¡cediendo a Los impulsos de la pasión física!, se casa con un granjero de su pueblo. Conforme avanza la novela se observa que el matrimonio, como era de esperarse, no funciona. Él es un hombre conservador que no entiende nada de exquisiteces espirituales, y ella, una especie de Emma Bovary que no sabe cómo salir de las estrechas paredes de su mundo. Cree que teniendo una hija atraerá más la atención de su esposo, pero éste no ve en ese hecho nada trascendente. Un parto como ve diariamente entre las vacas. Al igual que la novela de Flaubert, la protagonista está al borde del adulterio. En realidad, Flaubert va mucho más lejos en todos los sentidos: en el moral y en el estético. Aquí el adulterio no se consuma. Hay ciertas críticas a la moral victoriana (no muy profundas) y a la religiosidad sin espiritualidad que practican los vecinos de la señora Craddock. Esa religiosidad que muchas veces consiste en frases de escándalo. Quizá lo mejor logrado de la novela es el episodio que protagoniza el esposo granjero: de ser menospreciado por los vecinos pasa a ser un aspirante a la política local. Así que se atreve a integrarse al bando conservador del pueblo, para lo cual se atreve a dar un discurso a los vecinos. Qué terrible momento para su esposa, la cual presencia una perorata llena de sentimientos vulgares, retórica barata, frases huecas mezcladas con ignorancia y jactancia y, sobre todo, lenguaje pomposo. En qué momento acabará, los segundos torturan a Bertha, se imagina las miradas censoras de todas sus amistades. Pero he aquí que finalmente ha terminado. Y para sorpresa de ella, su esposo cosecha aplausos encendidos y se gana finalmente la admiración del pueblo. ¡Qué bien, habíamos juzgado muy duramente a Bertha, pero ahora vemos que se casó con un hombre sensato! Toda semejanza con las recientes elecciones de los Estados Unidos debería de causarnos desasosiego. Se abre aquí el espacio para la meditación, no sobre la novela sino sobre la sociedad de todos los tiempos. No obstante, el autor nos señala que se trata del retrato del fin de una época, la Inglaterra agrícola que se acabó con el siglo XIX. Los pequeños detalles, que me gustan mucho, no se le escapan a Maugham: a las mujeres de entonces les gustaba presumir su cintura de 45 centímetros, no existía el esmoquin y sólo los jóvenes más elegantes usaban chaleco blanco. Ah: y el automóvil todavía era considerado un sueño del futuro.

William Somerset Maugham. La señora Craddock / Mrs. Craddock (1902), tr. de María Faidella Martí. Barcelona, Alba Editorial, 2000.

sábado, 12 de noviembre de 2016

París, de Eugenio D’Ors




Para Uriel Vides

A veces, algo suena en el corazón y entonces hay que sacarlo del pecho y consultarlo como a un reloj de cadena. Abrirlo y ver hacia dónde señala la manecilla única de su brújula. Hay veces en que no señala a una persona o una idea fija, sino una ciudad. Bueno, ni modo, hay que hacerle caso porque de otro modo seguirá sonando insistentemente la misma hora, la hora de partir. Y si esa terca rosa de los vientos indica hacia París, entonces la inquietud es mayor. Me refiero fundamentalmente al viaje espiritual, ése que ni siquiera necesita de conocer París y lo convierte en una idea. Y la idea de París es necesariamente una empresa intelectual elevada, pues necesita de operaciones intelectuales vastas. Eugenio D’Ors (1881-1954), el filósofo catalán tuvo varias etapas en esa ciudad, las cuales comenzaron en 1906 y se continuaron por décadas. Su objeto de estudio se lo dio la experiencia: caminar por las calles y mirar la torre Eiffel, ir al teatro o bien asistir a las clases en la universidad, las cuales eran centro de reunión de la sociedad más elegante. El conocido método de descubrir lo eterno en los datos de la experiencia, y lo profundo en lo superficial. Basta con mirar la ciudad por arriba, los tejados, para saber algo de París. Ver la torre Eiffel y saber que se trata de un edificio republicano, que es el más alto de una ciudad que ama a la realeza. Lugar de descanso para los reyes, en donde en otro tiempo volaron sus cabezas. ¿El documento filosófico que mejor nos habla de esta ciudad? ¡La guía turística! Ella nos dice en dónde se pone esta tarde una obra de Aristófanes. ¡Vamos enseguida! No nos podemos perder la reacción de la sociedad más elegante ante la vieja comedia helénica. He aquí que incluso la acomodadora ha cedido al encanto de Aristófanes y ríe alegremente de Sócrates. De donde se extrae la certeza, ¡nuevamente!, de la eternidad de los griegos. Eternidad, palabra que, en París, forma parte de la sección de sociales. La Eternidad se muestra, llega vestida a la última moda, deslumbra como es su costumbre y es reseñada para deleite de los lectores. París es, sobre todo: reuniones, oportunidad para la murmuración y para el debate. La Universidad, llama la atención, es otro centro de reunión, a donde acuden lo mismo los turistas que los sacerdotes. “París aplaude”, “París enloquece”, “París va a comer”, ciudad siempre retratada como un gran Leviatán. Los acontecimientos (por lo menos en ese París de Eugenio D’Ors) se visten de gala para aparecer en sociedad, pues es ese monstruo de los mil catalejos el que determina el éxito social. Los Reyes títeres del colonialismo francés y los anarquistas que ponen bombas para exterminarlos, lucen bien peinados para la foto de estas crónicas en que el humor es la verdadera ética.

Eugenio D’Ors. París / Gloses al viure de París; Paris, Scenes and Secrets; Glosari, traducción de Carlos D’Ors e Isabel Lacruz Bassols, edición literaria, prefacio y selección de Carlos D’Ors. Madrid, Funambulista, 2008. (Col. Literadura)

sábado, 22 de octubre de 2016

Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y de lo sublime, de Immanuel Kant


Ésta es La Razón. Aunque, en rigor, no debe de ser femenino bajo ninguna circunstancia. No se la deben de figurar con faldas por ningún motivo, ya que no se ha dado la circunstancia de que este personaje las haya usado nunca. Sí los cabellos largos, pues en su debut en sociedad llevaba unas pelucas largas y cenizas, como ya las han visto en las películas. Pero La Razón, ante quien ha comparecido la Historia entera, así como la Religión, tiene un criterio masculino. Aun más, ya han de haber adivinado sus rasgos fisionómicos: completamente europeos. Mr. David Hume ha tenido la cortesía de invitar a todo mundo a que presente un solo ejemplo de un negro que haya demostrado talento. Los hallaremos con otras características, dice el autor:  “Los negros son muy vanidosos, pero al modo de los negros, y son tan habladores que han de ser separados unos de otros a palos”. Las mujeres, bueno, ellas tienen otras virtudes, para qué vamos a mentir. Ellas tienen una inteligencia bella, en tanto que el hombre tiene una inteligencia profunda. Nada de confundir, haríamos daño a este bello sistema kantiano. Incluso les sienta mal estarse llenando la cabeza de griego y de filología. Bien pudieran entonces llevar barba ese tipo de mujeres. La Razón es ese autómata que tiene la capacidad de marcar las divisiones entre las emociones y las virtudes humanas, puede decirnos gracias a sus conocimientos geométricos qué es la cortesía, qué la amabilidad y qué el honor, virtudes que se despliegan gráficamente sobre el mapa del alma humana. Bellamente fijas como las estrellas en el firmamento. Éstas son las nociones del profesor Kant (1724-1804) para explicarse su entorno, una especie de estrategia para conocer al ser humano: el alma ha de parecerse al mundo natural que miro diariamente, inmutable. De donde se desprende que no ha de haber tenido ningún éxito social. Por el contrario, toda esta cartografía es posible nada más por el desconocimiento de los seres concretos, por una falta de capacidad por comprender a los demás. “Es que eran otros tiempos, hay que reconocer el esfuerzo de Kant por intentar hacer del alma humana algo comprensible en términos abstractos”, dicen los estudiosos de la obra de este filósofo. Claro, no somos tontos, entendemos eso. Pero ya que lo hemos comprendido, no nos habremos de quedar a medio camino en el camino de la justificación. Lo más notable del prólogo es la capacidad de su autor de no darse cuenta de nada de lo que dice el autor que estudia: elogia su claridad estilística, lo compara con Newton y hace notar sus aspectos antropológicos. Y, fundamentalmente, hacer como que no pasa nada cuando los prejuicios logran colarse en la tertulia del conocimiento.

Immanuel Kant. Observaciones acerca del sentimiento de lo bello y de lo sublime / Beobachtungen über das Gefühl des Schönen und Erhabenen (1764), introducción, traducción y notas de Luis Jiménez Moreno, 3ª ed. Madrid, Alianza Editorial, 2015. (El Libro de Bolsillo, F38)

jueves, 20 de octubre de 2016

Las musas de Darwin, de José Sarukhán


 
¿Mi científico favorito? Charles Darwin (1809-1882), definitivamente. Tiene, a mi modo de ver, muchas cualidades. En primer lugar, le gustaba el piano, estar con su familia, conversar, leer novelas y recibir amigos. Pero también, la paciente investigación y recolección de especímenes, con el fin de construir los pequeños escalones que llevan a la construcción de una teoría. El ánimo viajero, que no todos los científicos poseen, es otra de las cualidades de este naturalista, pues hizo un viaje por el mundo y no se negó a conocer ninguna evidencia. Por el contrario, todo le llamaba la atención, los corales, las aves, las tortugas, las montañas, los insectos y los fósiles. Incluso los humanos, los cuales son algo menos interesantes  y complejos que los sedimentos rocosos. Asimismo, la meticulosidad con que podía asociar los pequeños fenómenos biológicos y hacer una proyección a gran escala, lo que le permitió, por ejemplo, narrar la evolución de una célula cualquiera hasta su conversión en un ojo, miles de generaciones después. Decía: “Mi teoría sirve para explicar estos fenómenos biológicos, y no niego nada de lo que esté más allá, ustedes pueden creer tranquilamente en lo que deseen”. Pero al hacer este corte, en el momento de concebir su teoría, le dio un fuerte golpe a la Teología, un golpe del cual aún no se repone, ni se repondrá. Es que si se puede explicar la vida sin la hipótesis de Dios, bien a bien no se puede explicar la persistencia de este personaje por aparecer en todos lados. El origen de las especies (1859) es uno de los libros más emocionantes que hay. Es la historia de un muro altísimo que a simple vista no tiene fin. Pero con método, estudiando las especies a lo largo del mundo, se logra ver una dirección al devenir de la vida. Cada pequeña mutación aleatoria de los organismos tienen una repercusión enorme porque ayuda o perjudica a una especie entera. Las musas de Darwin cuenta todos estos aspectos, con el añadido de que lo hace amenamente, como una novela. Y además convierte las teorías científicas en hombres. Aquellos que inspiraron a Darwin tenían recelos y ganas de figurar. Malthus, a quien la Historia no trata muy bien, pues la literatura inglesa se dedicó a burlarse de sus cálculos sobre el hambre en el mundo (porque decía que la humanidad crece en número mayor que los alimentos), aquí es tratado con bastante comprensión. Yo no sabía que nació con el labio leporino y que con su inteligencia se sobrepuso a esta condición. Hasta da gusto leer el episodio de su casamiento. Con respecto a Darwin, se narra el viaje por el mundo que le dio los elementos para poder enunciar su célebre teoría. Lo que hizo que el capitán del barco se enfureciera a muerte, pues no sabía que su viaje gestaba una teoría que contradecía las verdades de la religión. Y la escena cumbre: ver a Darwin en las islas Galápagos, el lugar que guardaba tantos secretos sobre la vida. Darwin mirando de frente a las legendarias y enormes tortugas. Le quitó algo de sublimidad el enterarme que el gran naturalista no resistió la tentación de comérsela en un delicioso caldo.

José Sarukhán. Las musas de Darwin (1988), 6ª ed. México, FCE, 2013. (Col. La ciencia para todos, 70)

viernes, 7 de octubre de 2016

Sobre Lenin y Marx, de György Lukács

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Cuando murió Lenin –en 1924–, el joven filósofo húngaro György Lukács (1885-1971) tuvo cierta desesperación. Así que sin grandes aspiraciones teóricas (aunque las alcanzó), escribió un texto sobre la coherencia del pensamiento del dirigente ruso. Ya antes, Marx había tomado los términos filosóficos de la filosofía de Hegel y los había convertido en categorías económicas. Lenin, por su parte, tomó esas categorías económicas y las usó siempre con fines políticos. Cada día leía la prensa, siempre con un fin estratégico: saber la actualidad de la revolución. Todos los hechos eran vistos minuciosamente desde ese punto de vista. Mientras leía este texto de Lukács, me preguntaba acerca del compromiso, sobre la constancia de un personaje, golpeando diariamente sobre los hechos para hacerlos colapsarse. Los miles de artículos de la prensa actual son textos que hablan sobre la Coyuntura. Ese ser que no tiene una vida prolongada, tiene sólo unos días de vida, quizá meses. Y sin embargo está siempre, consume la tinta de los diarios. Los textos de Lenin son coyunturales por definición. Pero no de la misma manera, siempre están dirigidos a un fin estratégico. En cambio, el periodismo de todos los días trata de acomodar las piezas pequeñas a unas leyes eternas –las de la supuesta democracia– que no pueden ser cambiadas. ¿Es posible llevar hasta las últimas consecuencias este ideario, el de estar acechando los hechos para tomar por las orejas a la realidad y obligarla a modificarse? Idealmente, sí. ¿Pero Lenin? Aparece en estas páginas algo idealizado, me parece. Al mismo Lukácz así lo juzgó, por eso, al final de su texto agrega unas palabras escritas en 1967. Ahí redondea su apreciación de Lenin. Cuenta que el líder ruso fue escondido en Suiza, en un hogar proletario. En una de las comidas, un trabajador elogió la calidad del pan. Entonces, Lenin, hijo de un funcionario imperial ruso que jamás conoció la indigencia, se dio cuenta del esfuerzo que hacían esos trabajadores por hacerle llevadera su estancia. El mismo pan –nada para Lenin, un lujo para los trabajadores– tiene dos puntos de vista: es la base de la lucha de clases. Un pedazo de pan al que se llega por un complicado rodeo teórico, pero del cual se concluye que es el asunto por el que se enfrentan las clases sociales. Aquí nada de “con su pan se lo coma”, aunque cada quien remoje el pan en la realidad, para absorberla. Incluso hasta el mendrugo más insignificante tiene un significado. Es una teoría y una actuación totalizante. Lukácz presenta el pensamiento de Lenin como una especie de abstracción extraída de una actuación. No hay planteamientos sueltos, desligados de la realidad, ésos que tanto nos gustan abordar cuando vamos a una cena. Todo es una totalidad, un flujo constante entre el actuar y el teorizar, porque no existe teoría de Lenin suelta, apartada de un hecho político. Lo que quiere decir también que no hay tranquilidad en este personaje, los hechos más pequeños lo van a despertar, a quitarle el sueño. Como aquella princesa del cuento que no puede dormir porque tiene bajo el colchón un pedacito de pan (o un guisante, lo mismo da). Por otra parte, no hay nada tan bello como la Appassionata de Beethoven. Lenin la escucha con absoluto fervor, piensa en acariciar las cabezas de los hombres, hablar con placidez de la belleza. ¡Pero qué error!, le dice a Máximo Gorki: no puedo acariciar cabezas, pues me cortarían la mano de un mordisco. Aunque Lenin esté en contra de la violencia contra el hombre (idealmente), todavía falta un largo camino para lograr esa paz deseada. Antes hay que golpear muchas cabezas, sin piedad. El texto de Lukácz es ideal para una tarde de descanso.

György Lukács. Sobre Lenin y Marx, estudio preliminar y notas de Miguel Vedda, traducciones de Karen Saban, Miguel Vedda y Laura Cecilia Nicolás. Buenos Aires, Gorla, 2012. (Col. Latencias. Serie Teoría Crítica)

sábado, 1 de octubre de 2016

Los “San Lunes de Fidel” y el “Cuchicheo semanario”, de Guillermo Prieto


 
¡Un nuevo libro de Guillermo Prieto! Aunque, en realidad anduvo por ahí rodando más de ciento treinta años. Ni siquiera lo vio Boris Rosen, el compilador de las obras completas de este cronista. Son textos que escribió para la revista La Colonia Española en 1879, casi esclavo del editor que le dio casa y trabajo, Adolfo Llanos. Con razón de este año casi no se sabía nada del escritor de la Ciudad de México. Tenía que estar semana tras semana meditando de qué escribir. No era poca cosa; yo no sé bien contar ni medir textos, pero calculo que eran más de treinta cuartillas a la semana. La mitad de ellas (o sea, el “Cuchicheo semanario”), eran noticias de actualidad, con lo que pasaba en los teatros, en las editoriales y en la sociedad poblana. ¡Qué aburrido! Subrayé un dato con el fin de comentárselo al autor, si es que me lo encuentro por ahí, en las calles, siempre buscando qué escribir. Tal vez la otra semana, ahí quedará el número de la revista. Quizá el otro mes. Van muriendo los meses, los años y los hombres. Quién sabe dónde quedaron las generaciones y sus inquietudes. ¡Ya ni las revistas aparecen! Es una tristeza, pues este autor ponía mucho empeño en el porvenir. Sus crónicas de costumbres eran una carta a sus lectores, que se querían ver reflejados en este espejo que destacaba defectos, ¡rarísimo gusto!, allá ellos. Pero también eran una carta al porvenir, para satisfacer la curiosidad de nosotros, por un mundo desaparecido. ¿En dónde se habrá extraviado esa curiosidad? Ya no la encontramos, en algún cambio de siglo se nos habrá caído. Eran desde el principio, artículos de colección. De hecho, se vendían aparte, como cuadernillo de esta revista, un tesoro para los lectores. Hay leyendas prehispánicas, poemitas satíricos sobre nuestros defectos, noticias históricas de la ciudad de Puebla y de México, y sobre todo (esto es lo más preciado): retratos de personajes, viejas mochas, hombres que logran ser ilustres quién sabe por qué. Es el caso de “La rifa de santos”, crónica en que una serie de devotas se reúnen a rifar entre ellas el santo que las cuidará ese año. Y el de “Facundo Persaltum”, un asombroso retrato de un hombre que logra ser ilustre sin ser inteligente, o más bien, justo porque no es inteligente. La compiladora de este volumen cumplió un viejo deseo mío: ponerle notas a las crónicas de Guillermo Prieto. Aunque a veces se excede en poco. En algunos casos nos hace una llamada a una nota para indicarnos que Homero fue un poeta griego de la antigüedad o Benito Juárez, un importante presidente mexicano del siglo XIX. Es por eso que la intuición debe de trabajar más que la erudición en un oficio como éste. Las ediciones de la colección Al siglo XIX ida y regreso me han vuelto un experto en notas al pie, al grado de que podría dar una conferencia sobre el tema. Pero por suerte no es mi tema. Me llama más el tema de las palabras, las numerosas palabras que surgieron por un tiempo y que se extinguieron sin que uno sepa bien a bien de dónde vinieron. Quién sabe por qué un “gregorito” es una broma pesada, pero en este sentido usa esta palabra. Veo que ya en 1879 se usaba la palabra “revolufia”, pues creía que era una manera de referirse a la Revolución Mexicana. Y “escarabajear” es escribir mal, haciendo rasgos mal formados. ¡Qué fantástico! Es eso exactamente lo que hacen mis pensamientos cuando los pesco para traerlos de las patas y ponerlos en mis textos.

Guillermo Prieto. Los “San Lunes de Fidel” y el “Cuchicheo semanario”. Guillermo Prieto en La Colonia Española (enero-mayo de 1879), edición crítica, estudio preliminar e índice, Lilia Vieyra Sánchez, con la colaboración técnica de Carlos Alberto López Villegas y Arturo David Ríos Alejo, presentación de Guadalupe Curiel Defossé. México, UNAM, 2015. (Col. Al siglo XIX ida y regreso)

domingo, 18 de septiembre de 2016

Goethe. La vida como obra de arte, de Rüdiger Safranski

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Ascender la montaña de la vida de Goethe (1749-1832) es una actividad que requiere condición. Vivió muchos años, y todos atiborrados de vida. De hecho, el biógrafo, que en otros textos ha sabido pelar muy bien la cáscara de la existencia para entregarnos la idea, aquí por lo menos ha batallado bastante, y al final ha dejado muchas minucias dentro de su libro. Quizá se deban tantos pasajes vitales a que su conclusión es que Goethe no quería conocer el conocimiento sino conocer el mundo. No se fue a encerrar en el fondo de su ser a conocerse, sino que estuvo siempre en contacto con la realidad. Entró a él mismo, es cierto, pero lo hizo para exteriorizar lo que encontró allá dentro. Aprendió de la vida y devolvió ese conocimiento. Lo que tenía que decir fue de gran interés para sus contemporáneos, quienes se fascinaron con él desde Werther, su libro de juventud. Fundamentalmente, según Safranski, el célebre suicidio del protagonista de esta novela conmocionó porque era una formulación sobre la libertad. Hasta entonces, la exteriorización del alma era un asunto que se tenía que consultar con la iglesia y la moral. Y Werther se expresa, efectivamente, con una gran intensidad, pero escribe instalado en el tedio. Y tedio es “la imaginación paralizante”, según Goethe. Porque fijémonos bien en lo que nos dice Goethe, sugiere el biógrafo: más que el amor imposible por la amada Lotte, lo que le aterra a Werther es perder la imaginación, la fuerza capaz de crear mundos. Una situación posible, ya que incluso el amor, que se nos presenta como lo imprevisible en la vida, puede caer en la repetición y el aburrimiento. Una situación que, de hecho, le pasó a Goethe, cliente cotidiano de la pasión. Pero la demasiada familiaridad con el amor, dicen, permite ver que es repetitivo, por lo que hace malabares con pocos recursos, para entretener. Para ello es necesario ver que la vida es como una rueda y que nada de lo que contiene está fijo, todo cambia. Es cierto que las cosas buenas no durarán, pero tampoco las malas, y hasta el tedio vital, bien mirado, es algo que pasará. Esa conciencia plena de la vida, concepción que dice que el todo es el mundo y viceversa. Spinoza había enseñado que Dios no era más que el conjunto de lo real, una idea de consistencia y de totalidad, idea que asimiló el autor del Fausto. Por su parte, Leopardi, el poeta, muchos años más tarde dijo que el tedio era sublime porque indicaba que ni todo el universo era capaza de llenar con sus sorpresas el alma humana. ¡Absurdo!, eso no podría ser pensado por Goethe; en todo caso el tedio es un defecto que impide conocer. Aquellos que se aburren porque ya lo vieron todo, ya lo experimentaron todo, son unos enfermos. Mejor tomar conciencia de que en su paso, la vida nos va despojando. Renunciar a todo es la única manera de poseer algo. Esta conciencia luminosa le dio a Goethe la constancia para vivir. Es cierto que el destino nos puede quebrar como varita, pero mientras tanto proyectar el futuro y vivirlo es una buena ocupación.

Rüdiger Safranski. Goethe. La vida como obra de arte / Goethe , Kunstwerk des Lebens (2013), tr. Raúl Gabás. México, Tusquets, 2015. (Tiempo de Memoria, 107)

sábado, 17 de septiembre de 2016

Martín Lutero, un destino, de Lucien Febvre


Me llama la atención que en el título de este libro se use la palabra “destino”. En una obra como ésta, en que cada palabra se discute, no deber de estar puesta porque sí. Quiere decir que por más que la Historia se haga más compleja, tenga más herramientas para abordar la realidad, no deja de chocar contra un término inamovible como éste. El destino… Veamos. Debemos de preguntarnos si estamos de acuerdo con éste término al enfrentarnos con una biografía. Ya saben, eso de que el Destino ya ha escrito algunas cosas que no podrán ocurrir de otra manera por más que tratemos de romper los cimientos del mundo. Esto sería un poco tramposo si lo pensamos así. Porque, por un lado, el destino sería entonces muy poco imaginativo como argumentista, ya que la mayor parte de las cosas que ocurren son persistencias de los hechos. Es cierto, algo cambia por ahí. Una hambruna, una rebelión, un descubrimiento científico que altera todo. Pero se nos diría entonces que eso tampoco escapa al destino, que si buscamos las raíces que traen pegados los sucesos, daríamos con el origen de esa aparente anomalía. Debemos reformular entonces el carácter monolítico del destino, y ahora nos lo figuraremos como producto de fuerzas en conflicto, con lo cual le quitaremos el carácter de Todopoderoso. Ahora bien, ya que hemos avanzado en ideas demasiado abstractas, podemos mirar abajo, al mundo de lo particular. Acerca de la época del libro, el inicio del siglo XVI, el autor lo sabe todo, lo ha leído todo, pero sopla delicadamente sobre toda la hojarasca de la erudición y deja ver un mundo, la Alemania de entonces, formada por pequeños reinos con ciudades esplendorosas. Frágilmente esplendorosas porque toda su riqueza se gastaba en defenderse y en cuidarse de sus vecinos. Mientras que las ciudades francesas –nos dice Lucien Febvre (1878-1956)– iban irradiando orden a su alrededor, las ciudades alemanas eran egoísmos furiosos en guerra. He aquí que apareció Martin Lutero (1483-1546) en este mundo, un hombre que pensaba que no tenía segundas intenciones, empujado por Dios para decir su palabra. Los burgueses de entonces, enriquecidos, que no nada más vivían bien sino en la abundancia, no se sentían plenos con una iglesia que les impartía una moral para pobretones. Entre alemanes dispuestos a matarse a mordidas, surgió Lutero, pensando que el mundo lo seguiría. Su idea era hacer lograr que la Iglesia volviera a sus fuentes primeras. No se imaginaba, él, que no era de este mundo, que los príncipes saludarían sus ideas y lo reverenciarían. En vida suya diez países arrojaron el poder del Papa. Poderes que se derrumban, furias de Papas, terremotos de reinos. Qué pena: nada de eso me llega. Ah, sí, la pequeña brisa de un libro que cierro.

Lucien Febvre. Martín Lutero, un destino / Un destin: Martin Luther (1927), tr. Tomás Segovia, 1ª ed., 12ª reimp. México, FCE, 2013. (Col. Breviarios, 113)

miércoles, 14 de septiembre de 2016

El verso y el juicio. La poesía desde la Academia Mexicana de la Lengua


 
Al hacer la ficha bibliográfica de este libro hay que poner forzosamente "et al.", como recomienda la academia. Lo malo es que entre ese montón van Rubén Bonifaz Nuño, José Gorostiza, Salvador Novo... y otros. Entre esta compañía sí se siente bien la poesía. Incluso hasta se pavonea, pues es tomada en serio, como tema importante del día. Ignoro cómo son las sesiones de la Academia de la Lengua, si los académicos de mayor edad toman una siesta de dos horas, si entretienen el tiempo haciendo sonetos sobre lo aburrido de las intervenciones de los lingüistas (o si eso ya no se acostumbra desde los tiempos de Salvador Novo), o bien, si en el orden del día tocará examinar las oraciones subordinadas. Sé que antes, el sobre del dinero lo daban al final de la sesión como un modo de combatir el ausentismo. Se toca una campanilla, se anuncia a la poesía, se abre la puerta y entra, con toda la pompa del caso. Ya en pocos lugares es tan bien recibida, por lo que no desaprovecha la ocasión. Aquí sigue siendo la invitada de honor, aun cuando se la quiera analizar como a un elefante en la Sociedad de Zoología. Bien a bien, no entra caminando; más exactamente se posa sobre las cosas. Ay, entonces será un asunto difícil de tratar y la sesión durará un poco más. Don José Gorostiza (los académicos dejan los títulos en el perchero al entrar y se ponen un austero "don") hace la observación de que la poesía, al penetrar en la palabra, la descompone y la abre a todos los matices de la significación. Esto hace que la poesía sea una investigación de ciertas esencias que encontramos en nosotros mismos. Alzo la mano para intervenir, tímidamente, sólo para agregar que pienso que la poesía crea aquello que investiga. Ahora bien, si investiga su propia creación, indaga sobre las consecuencias de sus palabras. El poeta arroja sus versos pero no tiene tiempo de perseguir las ondas que su palabra produce en el lago del lenguaje. Incluso, lo que de por sí no pretende la poesía, lo puede obtener, pues no es pensamiento sistemático, pero quién sabe si pueda no serlo. La poesía, a la que le gusta carcomer lo eterno y diariamente estrenar algo nuevo, puede incluso colaborar en la construcción de una filosofía. Por ejemplo: “El lago sin fondo / del hoy…” Son versos de Miguel de Unamuno, analizados por Muricio Beuchot en su conferencia. La poesía comparte con el hoy esa profundidad que se puede explorar sin fin. Los académicos tienen, o pueden tener, como profesión, el asomarse a ese lago. Margit Frenk se asoma a la lírica mexicana en su discurso de ingreso (¡mi capítulo favorito!). ¿Sabían ustedes que en las coplas populares hablan los seres de la naturaleza, se dicen verdades eternas, las cuales se contradicen entre sí, acerca del amor y de las mujeres? Gestas y Dimas, Cupido y Venus, una paloma y un avión, el cielo y el mar… En su geografía, el río Jordán corre por entre la Huasteca. En sus disparates, hay profundidad. El entramado secreto del mundo y las voces estridentes de sus cosas. Sin embargo, ninguna de estas coplas viene de más allá del siglo XVIII. La poesía también necesita el antídoto académico contra ilusión de la falsa antigüedad.

Mauricio Beuchot et al. El verso y el juicio. La poesía desde la Academia Mexicana de la Lengua. México, Academia Mexicana de la Lengua, 2014. (Col. Lengua y memoria)

lunes, 12 de septiembre de 2016

Cuentos completos, de Antón Chéjov

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Creo que Antón Chéjov (1860-1904) ha tenido la mala suerte de ser leído por cazadores de recetas. Se ha dicho tanto que para escribir el cuento perfecto hay que seguir todos aquellos consejos que emanen de sus historias. Sin embargo, sé que Chéjov era reacio a dar consejos, quizá ni él mismo se ponía a sistematizarlos. Y pienso que toda esa poética que se ha formado a su alrededor fue formulada por un pobre escritor que no sabía qué hacer cuando le preguntaban algo sobre su obra. Sus consejos eran desconcertantes, pero los resultados son historias inolvidables. Decía, por ejemplo: "Descanse y después escriba". Pienso que lo más emocionante de sus cuentos es el hecho de que tenía la capacidad de encontrar algo particular en cada una de las existencias. Cada uno de los rusos de su tiempo tenían una historia, así como cada uno de nosotros. Sólo que quizá esos rusos no estaban tan convencidos de que sus vidas fueran importantes. Todo lo contrario de las frecuentes personas que a veces escuchamos: “¿Tú eres escritor? Con mi vida podrías hacer una novela.” Pero Chéjov prefería encontrar sus historias de otro modo, quizá con la experimentación directa, apuntando peculiaridades poco personales, más bien circunstancias excepcionales. Aquellos que tanta importancia se dan en la vida, se desilusionarían si se vieran retratados en las narraciones de este autor. Entre todos estos cuentos (naturalmente no están completos, ya que las ediciones actuales son enormes), no hay nada extraordinario. Quizás eso le fastidiaba, todas las historias son comunes, intrascendentes. No retrata caracteres como lo haría un autor realista. Por el contrario, los hombres aquí están como despostillados, algo desgastados por el uso. Lo que le interesa es aquello que ocurrió en alguna ocasión, no podría o precisar cuándo ni a quién. Esa preocupación que esa anciana tenía, pero no recuerdo bien cuál era, es más interesante la preocupación en sí. Hacia el final del libro, cambian un poco los cuentos. No sé si hay un orden cronológico (no se aclara), pero se va viendo una preocupación más interesada en el mundo. ¿En el mundo? ¿así de abstracto? Sí, en el mundo que por alguna razón ya no es igual, una naturaleza que sólo le comunica un mensaje triste al hombre, una humanidad cada vez más indiferente ante los demás. Sólo que de eso se dan cuenta los personajes más humildes. Aquella princesa que va a visitar su orfanatorio, fruto de su carácter virtuoso, no se da cuenta de que su visita anual causa la angustia de todos los trabajadores, que intentan ocultar la miseria en que viven. Cuando el médico del pueblo se lo hace notar, la princesa huye aterrada pero sin hacerse consciente de la realidad. Pocos cuentos en la vida me han impresionado como “Una bromita”, esa historia en que una muchacha sube muerta de miedo al trineo, sólo por saber si el “la amo” que escucha en su oído fue pronunciado por el viento o por el muchacho que quiere y que va sentado detrás de ella… Hay tal belleza en esa pequeña historia, que me hubiera gustado que Chéjov no soltara a ese grado las amarras que unen sus cuentos con la realidad. Le hubiera preguntado, su pudiera: ¿en dónde ocurrió en verdad esa historia? Él voltearía y con un gesto algo indiferente, señalaría a Rusia, y diría: por ahí.

Antón Chéjov. Cuentos completos, versión directa del ruso por E. Podgursky y A. Aguilar, prólogo de J.E. Zúñiga, con 10 ilustraciones. Madrid, Aguilar, 1957.

sábado, 10 de septiembre de 2016

El prisionero de Zenda, de Anthony Hope

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Fue en las clases de la Universidad. Un admirado profesor nos dijo que si no habíamos leído literatura juvenil en nuestra adolescencia, ya no habría tiempo para llenar esa carencia. Así que volví a mi casa, a buscar entre los libros que mi papá les había comprado a mis hermanos. Eso tiene muchos años, y he leído varias de esas novelas. ¿Tienen algo en común? Parecidos muy sorprendentes entre Mark Twain, Robert Louis Stevenson y Anthony Hope, entre otros. Por ejemplo, los reinos lejanos y de localización imprecisa. Pero fundamentalmente, el hecho de que los gobernantes tengan un doble (recuerdo una novela breve de Nerval en la que también ocurre esto mismo). Me he quedado pensando por qué esta coincidencia entre los dobles (o los personajes que se ocultan cambiando de sexo, como en La flecha negra, de Stevenson, lo que crea una extraña ambigüedad sexual), y también en el hecho de que los reyes abandonen su corte para salir a investigar cómo es en realidad el mundo que los rodea. En el caso de esta novela –un clásico en Inglaterra, inspiradora de numerosas películas–, el nuevo Rey de Ruritania es secuestrado por su hermano justo antes de tomar posesión de la corona. Casualmente, un noble inglés, pariente lejano que asiste a la coronación, es idéntico al Rey secuestrado. La trama es semejante a una partida de ajedrez porque a cada acción por salvar al Rey corresponde otra de parte de su hermano. Naturalmente, la historia se tensa capítulo tras capítulo. Hope no se imaginaba el cine cuando la escribió (en 1894), pero sin duda sus escenas de espadachines pedían a gritos una película. Por alguna razón, estos reinos de la Europa oriental tenían la virtud de hacer despertar a los ingleses de su abulia y de su cómoda existencia. Tal vez, esas fronteras que cambiaban de vez en cuando como las riberas de los ríos, o las nacionalidades tan poco afirmadas. El tren que lleva a ese mundo tan cercano como exótico. Naturalmente, todo esto pasaba antes de la existencia de las revistas de sociales. Antes, el poder vivía en una barrera infranqueable y los ciudadanos no tenían la menor idea de quién era el rey. Mark Twain retrata como un verdadero suceso cercano a la locura, cuando el pueblo ve de lejos y por unos instantes a su Rey. Pero desde hace décadas que nos dedicamos a estudiar hasta el menor gesto de la aristocracia. Y Zenda tenía el añadido de que asistíamos a la historia del poder en su ámbito secreto. Eso sí no ha cambiado, nos seguimos inclinando reverentemente ante las publicaciones políticas, para saber aunque sea asomados a la ventana, lo que ocurrió en la última reunión o cómo se sofocó la traición que estuvo a punto de cambiar la historia. Ahora pienso que el poder ejerce una atracción tan grande que incluso los gobernantes tienen la tentación de desdoblarse para saber cómo se ve ese mundo desde fuera. Recomiendo este libro a todos aquellos que ya se han desilusionado de espiar a los decepcionantes poderosos de nuestros días.

Anthony Hope. El prisionero de Zenda / The Prisionero of Zenda (1894), tr. de Alberto Jiménez Rioja y Elena Giménez Moreno. Madrid, Altaya, 1994.

jueves, 25 de agosto de 2016

El jardín de Rama, de Arthur C. Clarke y Gentry Lee




No sabía, al comenzar a leer esta novela de ciencia ficción, que se trataba de la tercera parte de una tetralogía. Así que me pareció un logro estilístico comenzar la historia con una pequeña familia atrapada en una inmensa nave espacial –llamada Rama–, volando por el universo con dirección desconocida. Ya después inferiría que anteriormente, Rama había aparecido en la Tierra y algunos humanos habían subido en ella para inspeccionarla. Dentro habían hallado una réplica de una enorme ciudad terrestre, aunque los edificios no eran sino grandes masas sin espacios interiores. Años después (los niños irán creciendo), llegarían a una inmensa base espacial en donde un águila humanoide artificial les explicará por qué fueron arrebatados a su planeta. A los personajes no se les permite ver quién es esa raza suprema que va por el universo buscando vida inteligente. Pero la protagonista de la novela logra tener un contacto visual con un ser de otra galaxia: una especie de gusano que nada en una solución transparente. La sorpresa es el sentimiento universal de la inteligencia, parecen decir los autores. Pero olvidaba lo fundamental: que la Ciencia Ficción es el género literario hecho para hacer quedar mal a la especie humana ante ella misma (ya que no está pensada para el mercado extraterrestre). El Águila les informa a los personajes que algunos de ellos deberán de viajar a la Tierra a buscar una muestra de mil habitantes para que regresen a las profundidades del universo, con el fin de ser estudiados por los misteriosos constructores de Rama. Naturalmente, esta pequeña sociedad reproduce los defectos del ser humano. No es más que un brote de la Tierra en otra parte. Lo que quiere decir, aunque me imagino que es lo más notorio de este género, que la imaginación científica no se corresponde con una idea compleja del hombre. Por el contrario, entre más esencializado sea el hombre más funciona en esta teatralidad. No sólo hace falta la profundidad psicológica, sino la sociológica. Por alguna razón, muchas de las grandes novelas de la ciencia ficción no son más que demostraciones de que el hombre será como es hoy a pesar del progreso. Una refutación del progreso en una narrativa que desea anticiparlo y que se engolosina con él. Pero, ¿y la perfección humana? Ésa es vista como algo místico, lo más viejo de las supersticiones pervive, porque entonces los extraterrestres son “sabios”, seres iluminados y más perfectos que nos supervisan, que quieren conocer “nuestra naturaleza”. A lo mejor, la Ciencia Ficción es una forma de la Sociología muy pobre pero presentada con mucho efectismo. Es curioso que el género que se presenta como el más científico colinde con el espiritualismo más básico.

Arthur C. Clarke y Gentry Lee. El jardín de Rama / Garden of Rama (1991), tr. de Adolfo Martín. Barcelona, Ediciones B, 2010. (Col. Zeta Bolsillo, 208)