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sábado, 9 de mayo de 2015

Artículos varios, de Mariano José de Larra

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Pável Granados

A Mariano José de Larra (1809-1837) lo recordamos por haber escrito una larga serie de artículos en los que retrataba a los españoles de su tiempo. Algunos lo recuerdan por sus obras teatrales y por sus poemas. Los especialistas en su obra se ocupan, pero no aconsejan la lectura, de sus artículos políticos, pues su realidad nos queda tan lejos que nos perderíamos entre cientos de nombres y de circunstancias. Resulta interesante saber que los artículos de Larra se leían y se comentaban en los cafés de la España de entre 1828 y 1836 (fue uno de los escritores más populares en esos ocho años). Anteriormente, se publicaban largos artículos que ocupaban amplias planas, y para leerlos se necesitaba mucho tiempo libre. De ahí que sólo los aristócratas y la alta burguesía tenía tiempo de hacerlo. Por el filósofo Walter Benjamin sabemos que la costumbre de leer las noticias y comentarlas en los cafés fue una de las grandes modificaciones de la sociedad europea del XIX. Para que eso fuera posible, se tuvo que pensar en mostrar muchas noticias en poco espacio, y artículos más o menos breves con opiniones actuales. Por la necesidad de hablar y de comentar, los cafés fueron el sitio de la conspiración (aunque se hablaba de todo, y los artículos de Larra se refieren lo mismo a las costumbres españolas que al teatro). Los españoles de entonces querían ver cómo eran sus contemporáneos, se divertían mirando los defectos de los otros. En ese sentido, no hemos cambiado mucho. Si acaso, se escriben muchos artículos más, pero la esencia de la opinión en las revistas o en el Internet es la misma. “El costumbrismo” se encuentra muy desacreditado, y realmente no pensamos si lo consumimos sin saberlo. Acaso es que pocos de los textos que podrían ser calificados de este modo tienen la calidad para ser considerados literarios. Larra describió su tiempo con ironía. Es decir, con una mirada que nos hace reír. Pero a él mismo, no lo sabemos. La ironía tiene muestra un lado y nos oculta otro. Difícil saber qué oculta en realidad. En este caso, una rotunda amargura. Acerca de los españoles, no se ríe de ellos ni con ellos, es decir, no comparte la diversión por más que sus lectores así lo supusieran. Lo que está fuera del alcance de la lectura es cómo se fue gestando la inconformidad. Quizá, porque fue un afrancesado que no pudo estar en Francia el tiempo que quiso. El día de muertos de 1836, su crónica trata de cementerios, y aún tiene fuerzas para reírse. No ocurre así unas semanas más tarde, en la Nochebuena de ese año. Larra se desdobla para entablar un diálogo imaginario con su criado. Lo que su álter ego le dice es irrebatible: “Tú buscas la felicidad en el corazón humano, y para eso le destrozas, hozando en él, como quien remueve la tierra en busca de un tesoro”. Sí, precisamente, como un cerdo. Lee noche y día, buscando la verdad entre los libros, sin encontrarla: “Ente ridículo, bailas sin alegría; tu movimiento turbulento es el movimiento de la llama, que, sin gozar ella, quema.” No sé si todavía publicó un artículo más, pero consecuente con su ideario, se suicidó poco después. Ya sé que fue por amor… pero algún modesto lugar ocupará en esta decisión su oficio de escritor costumbrista.

Mariano José de Larra, Artículos varios, 2ª ed. revisada; edición, introducción y notas de Evaristo Correa Calderón. Madrid, Castalia, 1979. (Clásicos Castalia, 70)

lunes, 4 de mayo de 2015

Tres visiones de Carlos Monsiváis



Para unas predicciones retroactivas
Desde el 19 de junio de 2010 no he dejado de voltear hacia atrás, como buscando una respuesta al presente. Es la costumbre oracular de encontrar en sus textos una respuesta a cada momento. Cada mirada retrospectiva ha sido un asedio, una esperanza de arrancar una palabra nueva a una obra literaria detenida para siempre. Supongo que no soy el único, y que Carlos Monsiváis es cantera generacional, ya que su obra abarca tantos ámbitos y se dirige hacia tantas direcciones. En muchísimos aspectos, su trabajo fue una empresa absolutamente solitaria: de no haber existido su aproximación total a Salvador Novo (Lo marginal en el centro, 2000, aumentada en 2004), habríamos perdido un documento único para entender un contexto cultural y una lectura privilegiada de un personaje escurridizo y cuya explicación depende de la constancia en su estudio. Apenas pienso en Monsiváis, y la esperanza de comprenderlo vastamente se diluye, porque considero casi imposible un libro similar pero enfocado en la obra de Monsiváis, puesto que se desbordaba sin término –y su afán ordenador fue, paradójicamente, el causante del caos que lo rigió. Y eso que tenía rituales, como todo caos, porque compraba obsesivamente fragmentos precisos del pasado, porque sus lecturas eran un misterio: un laberinto mental muy bien trazado para poder perderse gozosamente. Todo en Monsiváis era un proyecto personal desconocido: una serie de intuiciones, de experiencias apretadas lo suficientemente como para funcionar simbólicamente, reflexiones que sólo se mostraban en su forma final, nunca como un proceso. Pues el autor de Amor perdido acudía a los fenómenos y los contemplaba, pero se cuidaba de no revelar el proceso de construcción de sus ideas: prefería la forma final del aforismo, y también: un procedimiento que consistía en hurgar en el pensamiento ajeno, desarmarlo, volverlo a armar con su voz y ponerlo a funcionar nuevamente de tal manera que todo fuera autoparodia. Citar y contextualizar. Para que el acusado pronunciara la condena: sus propias palabras. Todo su estilo y sus recursos estaban armados por el cemento de su personalidad. Me parece central la afirmación de Carlos Fuentes: que Monsiváis creó un género literario mezcla del ensayo y de la crónica. Observador privilegiado por el solo motivo de que la realidad se peleaba para desfilar ante él y ser desnudada por su mirada. Ya eso representa cierto voyeurismo intelectual que lo definió, es cierto. También es cierto que pensar la realidad es transformarla, agredirla para convertirla en algo distinto, y Monsiváis, al pensar ciertos fenómenos les dio una forma irrenunciable: ni Juan Gabriel, ni Siqueiros, ni Revueltas, ni Benita Galeana, saldrán fácilmente de esos nichos fabricados de palabras en que los depositó Monsiváis, pues cristalizó momentos claves de estas existencias y dinamizó ideas incomprensibles para los lectores (el desentrañamiento de la retórica priista del periodo clásico, la reinterpretación del mal gusto del cine mexicano como conquista estética, por ejemplo). Y aun estos artefactos de palabras, tan efectivos, son sólo una parte de su actividad, pues no cubrió de palabras gran parte de su plan intelectual –que, como dije, era prácticamente desconocido– y en muchos casos fue un flâneur, una mezcla de Walter Benjamin y del nuevo periodismo (y del antiguo periodismo también, pues pienso en un Guillermo Prieto altamente teorizante). La colección resguardada por su museo, El Estanquillo, puede dar fe de los temas que pudo haber tratado y que sólo pueden ser observados en las vitrinas de lo potencial.
Vuelvo con frecuencia a Monsiváis. Es inevitable, pues ciertas realidades (como la política y su retórica) muchas veces tienen sólo el atractivo de haber sido escrutadas en sus textos. Otras, como el espectáculo –los movimientos ciudadanos– siguen vivas porque comparten la pasión del cronista que se involucra y se mezcla hasta donde le era posible, ya que nunca dejaba de ser conciencia corrosiva. Discurso aglutinador: coleccionista de citas tristemente célebres, barroquismo estructural, polemista armado de una enorme infraestructura cultural… El resultado es, paradójicamente, una notable falta de diálogo: la derecha en muy pocas ocasiones estuvo a su altura (Javier Sicilia trató de defender ante él la idea de que la mujer no debe de trabajar). Pero la academia también ha mostrado una falta capacidad de diálogo con su obra: quizá porque tiende a desmontar su discurso y a discutirlo a partir de marcos teóricos demasiado particulares (la crítica literaria, la sociología). O la academia norteamericana, que ha querido hacerle un lugar ¡al lado de los autores marxistas del siglo XX (a Monsiváis, un autor tan pronunciadamente antimarxista)! Prefiero incurrir en el error de compararlo con Sartre. ¿Recuerdan que Sartre se sentía capaz de enfrentar el pensamiento marxista con solo su método personal de pensar? Un papel similar jugó Monsiváis en México: no estuvo fielmente cerca de ningún pensamiento, aunque llevó nota de las principales manifestaciones civiles durante más de medio siglo.
A los dos años de su muerte, yo sólo puedo erigir un lugar común: que Monsiváis fue una tradición en sí misma. Creó un lenguaje, una mirada de ver, una notable actividad intelectual en torno a un personaje dinámico y cambiante (la ciudad) y a sus actores (los mexicanos). Parecía que era un momento de la cultura y, fundamentalmente, se trataba de una actividad solitaria que elevó el nivel de la discusión de ideas en el espacio público durante años.

Cronista
¿Hablar sobre Carlos Monsiváis? Está muy bien. Mientras no haya sido hablar ante Carlos Monsiváis. Porque eso me causaba un nerviosismo casi incontrolable. En vida de él, ni pensarlo. Ninguna de las dos posibilidades. En ese entonces, su obra era lo más parecido a un ser vivo. Cada manifestación de la realidad le provocaba una reacción más o menos apasionada. Era la respuesta extremadamente analítica a los sucesos culturales, sociales y políticos. Una reacción sintetizadora que al mismo tiempo desmenuzaba minuciosamente los fenómenos, las interpretaciones, las declaraciones de los políticos. El rompecabezas de la realidad es incomprensible. De ahí que Monsiváis lo destrozara de unos cuantos golpes y lo volviera a unir. No es que la hiciera más comprensible. Pero por lo menos, pretendía decir que las cosas no eran sencillas. Los discursos que se repiten, la ideología dominante que sale a cada momento por la televisión… contra eso estaba dirigida su obra, casi totalmente. Por eso fue una continua batalla. Los argumentos de hoy resurgirán mañana, en la edición del periódico, en el noticiero de la noche. Contra eso no había tregua. Leer un texto de Monsiváis era como aparecer de pronto en un mar: palabras suyas hacia todos los horizontes. Como escribió sobre todos los temas, no estuvo mal elegir esta imagen, la del mar. Era como una ola que se llevaba todos los residuos y los lanzaba fuertemente sobre una playa. Curiosamente, un hombre siempre es de su época. Esta verdad tan obvia se revela extrañamente. Apenas un día después de su muerte ya la realidad asumía formas tan distintas que me parecía imposible saber con qué comentario reaccionaría frente a los últimos años del gobierno de Calderón. Siento que los festejos del Centenario no se realizaron porque Monsiváis no realizó la crónica que consumara los festejos de frivolización de la Independencia y de la Revolución. Falta su visión de las elecciones de 2012. Falta su visión de los fenómenos del Internet (en los cuales, por otra parte, fue pionero). Siempre se dice que el estilo es el hombre. Pero pienso, en el caso de Monsiváis, que la actitud es el estilo. Y que, en su caso, el “punto de vista” no es un punto de partida. Es por el contrario: el lugar de llegada. Para poder observar la sociedad, fue primero necesario conseguir el lugar privilegiado, reunir los materiales, construir una teoría, documentar el optimismo. De otra manera, estaría destinado a ser desbancado. Y la suya fue, quizá, la más consistente de las visiones y la más amplia. Sin los aires metafísicos de la obra de Octavio Paz, Carlos Monsiváis realizó mejor una “fenomenología” que partía de la experiencia y que desembocaba en categorías instantáneas y que se diluían, tal como debe de hacerse con el conocimiento: diluirlo en el devenir. Ha sido necesario, para mí, adquirir una distancia crítica con respecto a su obra, para poder voltear y mirarla. Puesto que me eduqué en su lectura, y me contagió su pasión por los temas de la cultura mexicana, era necesario desligarme y diferenciar lo suyo de lo mío. Y ahora pienso que de su obra permanecen, entre otras cosas, la actitud. Lo contingente se desvanece. Bueno, no es tan cierto. Para que “lo fugitivo” permanezca es necesario que se aferre a un sistema, a una interpretación total. Pareciera que Monsiváis se centró su mirada en lo instituido. Tal vez. Pero buscaba en todo eso la presencia de lo que se desvanece. Las manifestaciones culturales que hay que cazar porque de otro modo, se van para siempre. Uno no se puede quedar en su hogar, fabricando teoría porque la realidad no esperará. No hay que perder el tiempo, mejor hacer teoría mientras las cosas ocurren. O mejor aún: que la teoría nazca junto con las apreciaciones. Cuando él murió, Elena Poniatowska dijo que Carlos no nada más veía la ciudad, sino que miraba y meditaba al mismo tiempo, es decir que hay mucho de periodístico, pero también de literario y hasta de filosófico. Cada aspecto es insustraíble de los demás: no puede decirse “el literato” ni “el pensador” o “el cronista”. Quizá, eso se deba a que buscamos dividir por el hábito de poner los textos, según nos ha enseñado la academia, al servicio de la división de géneros, según lo enseña la teoría europea. En México nunca ha sido así, los críticos dividen para darse cuenta de que los textos no caben en las categorías. Aquí, los textos de Prieto y Altamirano aprovechaban los diarios para relatar y meditar. Lo mismo Juan Bautista Morales, en El Gallo Pitagórico. Fernando Benítez fue, en el siglo pasado, el mejor exponente. El autor en el que periodismo y arte se confunden. Más bien, ni siquiera se piensan como elementos separados. En dos libros, Monsiváis vuelve a esa historia para dos causas distintas, para restaurar la secuencia del pensamiento que legitima el Estado laico (Las herencias ocultas). Y para fundamentar la crónica como género equidistante de la literatura y el periodismo (A ustedes les consta). En la “Nota preliminar” de este libro, escribe: “crónica: reconstrucción literaria de sucesos o figuras, género donde el empeño formal domina sobre las urgencias informativas”. Monsiváis subraya la palabra literaria, porque es fundamental la técnica y el estilo. Y porque las crónicas seleccionadas por él son memorables. Entre otras cosas, este libro establece el espacio en el que convive un gran número de escritores notables y a los que une esta forma precursora de la non fiction. Ésta es su plataforma, y va desmenuzando los distintos componentes de la crónica y sus postulados. Cómo, en el siglo XIX, s principal función fue una necesidad de tipo urgente: el conocimiento del país, en un tiempo sin caminos. Nervo, Guzmán, Novo, Benítez, Revueltas, Garibay, Poniatowska, Pacheco… En este espacio mental que defiende, ¿cuál será la actuación del Monsiváis cronista? Porque releo a Carlos con frecuencia y porque busco directrices en sus textos, sé que su estilo es ante todo, una actitud (véase arriba) y una forma de zurcir las experiencias personales. Ante todo, Monsiváis siempre está en escena. Nunca la naturalidad. Para qué. Eso no. Bajo ninguna circunstancia. Siempre, la puesta en escena de un estilo. Y de un estilo nada sencillo. De hecho, uno de los estilos más complejos de la literatura mexicana. Muchos lo han descrito, y si lo hago nuevamente es porque de su forma brotan los contenidos. Puesto que el caos en realidad es la manera en que se muestran las leyes del universo, su estudio requiere de una metodología que capte sus regularidades. El caos, escribe Carlos, se explica en gran medida por el consumo. El consumo cultural, de contenidos en los medios, de productos indispensables. El consumo crea celebridades, mitos, y actitudes ante los mitos. El caos es la manifestación exterior de una estructura profunda de la sociedad. El aparente caos de su estilo es una representación articulada de la realidad. Por un momento pensemos en Carlos Monsiváis como un espectador de la sociedad mexicana. Eso equivaldría a decir que de sus obras saldría un retrato fidedigno y unívoco. Pero nada más lejana su obra de ese retrato. Sale otra cosa muy distinta. En boca de sus personajes, las palabras no dicen lo que dicen sino lo que quieren decir, es decir: lo contrario de las intenciones de las palabras. Cuando un político es citado por Monsiváis… algo pasa, qué extraño, una angustia pasa por su rostro, el verdadero significado de su discurso se revela sobre el papel, y las palabras revelan en lugar de ocultar. Las crónicas de Monsiváis están disfrazadas de definitividad. Parecen dar una versión permanente de los fenómenos. En sus textos jamás una elaboración de una idea: siempre es una colección de aforismos. Monsiváis, el lector de novelas policiales, nunca dirá cómo llegó a sus conclusiones. Siempre es el detective que deslumbra porque convirtió las pistas en una conclusión inesperada. En su voz hablan otras voces. Pero la seriedad con que las cita es, asimismo, aparente. En la red de referencias que arma, sólo hay un pegamento: la sospecha. Ante la realidad, la desconfianza. Desconfiar hasta del mínimo movimiento de la menor pestaña del interlocutor, escribió en su Autobiografía. Ante sus palabras, ¡cuidado!, no se confiar demasiado. Los mexicanos tenemos que educarnos estéticamente, sin pedir permiso, porque nadie nos lo enseñó y tenemos un gusto autoesculpido. Para inscribir esta “educación estética” en la lógica del choteo, Monsiváis escribe: “no importa que ese gusto sea producto de la importación o de la sustitución de importaciones”. Los proyectos políticos nacionales no contemplan la salida del subdesarrollo. El público, en su obra, es el espejo en el que se contemplan las celebridades. Me llama mucho la atención el papel del pueblo (las masas, la sociedad civil) en la obra de Monsiváis. Pienso que sus crónicas, en gran medida, tienen como tema la transformación del pueblo en sociedad civil. Y la “sociedad civil” como un concepto liberal que utiliza para burlarse un poco de la academia marxista (como lo hace ver en Entrada libre) pues Monsiváis sugiere que los cambios sociales pueden lograrse a través de las luchas civiles. La sociedad de masas tiene como contraparte a las celebridades. Quizá esté detrás del planteamiento de Monsiváis la obra de C. Wright Mills, el autor de La élite del poder, la más lúcida descripción del poder norteamericano. Desde aquel libro, el mundo de las celebridades es básicamente neutralizado y considerado un distractor para que el verdadero poder pueda esconderse del escrutinio público. Monsiváis muchas veces es implacable contra este tipo de personajes: las celebridades que son famosas porque son conocidas. O aquel payaso de la televisión que menciona en Entrada libre, que: “es famoso porque fue famoso”. O los ídolos de la lucha libre, en Los rituales del caos: que son ídolos porque “muchos pagan por verlos”. La celebridad es una tautología. Un espejo frente a otro espejo. La vanidad frente a sus admiradores. No hay escapatoria. No la hay mientras la sociedad sea una reproducción de la ideología de la sociedad de masas. El personaje más acabado de las crónicas de Monsiváis es la sociedad civil, la que surge con el sismo de 1985. La desobediencia contra el presidente Miguel de la Madrid, quien pidió a la gente que no saliera a ayudar en los días del sismo. La solidaridad de la gente. La autoorganización social. Las conquistas civiles. Una sociedad que había sido obligada a callarse sus opiniones es la que describe en sus libros. La inercia social y la riqueza cultural son sus motores permanentes. Todo esto que escribo son mis conclusiones preliminares. No es la primera vez que lo hago. Trato de escribir sobre Monsiváis con frecuencia, buscando ideas nuevas, puesto que me eduqué leyendo su obra con obsesión, porque esperaba los lunes para leer Por mi madre, bohemios y porque me irritaban las opiniones de Octavio Paz sobre esta columna política. A Carlos Monsiváis, a quien considero mi maestro en la escritura, le pido disculpas por estas impresiones fragmentarias sobre su obra.

La construcción verbal
Carlos Monsiváis resucitó al día siguiente en forma de causas políticas vigentes, de reconocimientos públicos y de polémicas. Noto en algunos sectores una prisa por leer su epitafio y continuar. En aquellos que dicen: “No dejó una herencia intelectual”. Me parece bien que no la recojan y que no la reconozcan. Pero me opongo a que se dé el paso siguiente, negarla o impedir su reivindicación de parte de cualquiera de sus lectores. Se divertirán entre escombros, no extraerán nada, parecen decirnos si pretendemos leer su obra. Todo me parece, menos que se trate de un enigma resuelto, de un estilo superado o de una visión sobreseída de la realidad.
A Monsiváis lo empobrece la clasificación de cronista, ya que no sólo narra –en muchos casos, la narración es algo marginal– sino que comparte las reflexiones que la realidad le sugiere. En este sentido, toda su obra es preliminar, ya que es work in progress, nada está dicho por última vez, y si el autor regresa a lo mismo, a tratar lo mismo, tal vez sea para decir casi lo mismo, lo cual es decir ya otra cosa. La realidad le produce una sensación de perplejidad, puesto que sus manifestaciones ideológicas más superficiales (las declaraciones de los políticos, la ideología de la clase media, las letras de los boleros, los comics) colaboran para hacerla más incomprensible. La ironía es el mazo que permite romper la cáscara de la realidad, paradójicamente rompiendo el mazo y no la cáscara, ya que Monsiváis se sitúa del lado de las consecuencias; si los ideólogos persisten en sus apreciaciones de la realidad, la realidad dará la razón a las apreciaciones (de ahí la ventaja de irse a vivir a las declaraciones de los políticos o de plegar el destino del país a los argumentos de las telenovelas con la confianza de esperar la redención final en el sufrimiento). Su objeto más recurrente es la ciudad de México, la categoriza pero no en términos sólo de conocimiento; si así fuera, se podrían extraer sólo conclusiones “sociológicas” o “filosóficas”, por llamarles de algún modo. Pero se extraen asimismo conclusiones literarias, con ello quiero decir que pertenecen al orbe de la creación –y no de la descripción de una realidad. Concibo el estilo como un método; el estilo le permite al autor crear su objeto –y no sólo: conocerlo–, y hay veces en que los autores no terminan de conocer lo que crean. En el caso de Monsiváis, las construcciones verbales son convincentes, la creación literaria que superpone a su Tema a Tratar se confunde con él, se convierte en una versión indiscutible (o discutible) de la realidad, pero indiscutiblemente es una versión eficiente de la realidad. Y poderosa. Ya que sirve como reproducción de una idea de ciudad. En ella se da la idea de coexistencia (el metro de la ciudad contradice la ley de que no puede haber dos cuerpos en un mismo espacio, afirma Carlos) y de todos sus derivados y consecuencias. La tolerancia y la convivencia son dos consecuencias de sus textos, pero así mismo lo son la extrañeza y la rivalidad. En última instancia, Monsiváis plantea una idea de “sociedad civil” clásica, regida por un Estado modelado a base de logros civiles. Lo cual no evita la tensión en su obra, la tensión de opuestos, la realidad en movimiento. La ciudad de México que se extrae de su obra –personajes, sitios, experiencias– es la ciudad de Monsiváis, en el sentido más estético que se le pueda dar a esta expresión, ya que ése es precisamente el margen de creación que puede tener un ensayista.
Todo está bien mientras no aparezca la ironía, como veo que afirman algunos, porque entonces ¡ridículo!, seguramente no hay nada adentro de esa frase, algo suena en su interior, pero no será seguramente una idea, tal vez sean sólo ocurrencias, para parafrasear una frase ocurrente, la verdad de las cosas, aunque ésta sí, con cierta fortuna. Será que ha servido para ahorrar el trabajo de pensar. Algo así se quiso hacer contra Salvador Novo: despojarlo de la posibilidad de tener un ideario. Eso es lo central, me parece, en Lo marginal en el centro, el libro dedicado a Novo: la reivindicación de un escritor en un medio intelectual que cree que es posible escribir sin ideas. Existir sin ideas… Qué enternecedor de parte de la crítica postular la pura pirotecnia verbal como un acto sin ideas, como una reducción al mínimo de parte del pensamiento, en tanto que la facilidad verbal juega por su lado a sorprender sin sentido. Sin embargo, a mí la obra de Monsiváis me parece la lúcida formulación de una constante relación con un sujeto inabarcable (la ciudad, la realidad, sus manifestaciones sociales) por la que se siente un inmenso amor (correspondido), así como un inmenso odio (igualmente correspondido).