Otras entradas

domingo, 30 de noviembre de 2008

Tepoztlán, una ciudad de rocas en terror


Carlos Pellicer tuvo una casa en Tepoztlán. En ella formó un museo de piezas arqueológicas y arte mexicano que hoy está detrás del convento del pueblo. Los ojos del gran poeta tabasqueño, hechos a mirar vertiginosos paisajes aéreos, se fijaron en los grandes montes que rodean la pequeña población. “Una ciudad de rocas en terror se subleva / y esa altura mortal se coronó de encinas”, escribió en 1949, luego de admirar el impresionante paisaje de sus alrededores.

Cuando la mecenas y escritora Antonieta Rivas Mercado pasó por este pueblo, en los años veinte, y miró la cima del Tepozteco, soñó con levantar en su falda un teatro al aire libre, a la manera de los antiguos griegos, para que los dramaturgos tuvieran la escenografía más bella. Tal vez por esa causa, gente de teatro, como lo hiciera Carlos Solórzano, pasa largas temporadas aquí, al amparo de la encina, el pino, el oyamel, el aile, el enebro, la enredadera, el framboyán, el maíz y el aguacate.


Montes y leyendas

Hay muchos montes, hasta donde alcanza la vista; el Ocelotépetl o “cerro del tigre”, el Tlahuitépetl o “pico de la lumbre”, el Cihuapapalotzin o “cerro de las piedras preciosas” y el Yohualtépetl o “vigilante nocturno”. Y, principalmente, el cerro del Tepozteco, que alcanza más de 3 mil 300 metros sobre el nivel del mar. Pero contrastando con estas alturas, profundas las cañadas descienden hasta quinientos metros desde las cumbres. En una de ellas, la cañada de Atongo, se supone que solía bañarse una antigua doncella tepozteca, en tiempos prehispánicos, a pesar de que se le advirtió que en esas barrancas le podría “dar un aire”. Pero la joven no lo creyó y sucedió que al mes de bañarse en ese sitio, resultó embarazada.

Claro que esto no le gustó a su familia. Así es que al nacer el niño, el cual fue llamado Tepoztécatl, su abuelo hizo todo lo posible para deshacerse de él: una vez, por ejemplo, lo arrojó desde gran altura contra unas rocas, pero el viento lo depositó suavemente sobre una llanura. En otra ocasión, fue abandonado entre unos magueyes para que muriera de hambre, pero las pencas se doblaron ante él para darle de beber aguamiel. El abuelo, sin cansarse, lo lanzó a las hormigas gigantes, pero ellas, en lugar de atacarlo, lo alimentaron con esmero. Fue entonces que una pareja de ancianos descubrió al bebé y lo llevó a vivir a su casa.

Cerca del hogar de estos viejos, vivía la serpiente Mazacóatl, la aterradora víbora de Xochicalco, la cual era alimentada con el sacrificio de los ancianos del pueblo. Pasado el tiempo, al padre adoptivo de Tepoztécatl le avisaron que sería sacrificado para alimentar a Mazacóatl. Pero el hijo se ofreció para sustituir a su padre y salió rumbo a Xochicalco; en el camino fue recogiendo pequeños pedazos de obsidiana que iba guardando en su morral. Cuando, finalmente, estuvo ante la enorme serpiente, ésta lo devoró; pero Tepoztécatl, utilizó sus obsidianas para desgarrar las entrañas de Mazacóatl.

Durante el regreso a su casa, pasó por un sitio en que se realizaba una celebración con teponaxtles y chirimías, es decir, con tambores y flautas. Tepoztécatl quiso participar en la fiesta y tocar estos instrumentos, pero nadie lo dejó acercarse. Así es que arrojó arena a los ojos de todos y, cuando reaccionaron, se percataron de que el niño había desaparecido con todos los instrumentos; pero, a lo lejos se escuchaba aún el murmullo de la música. Dicen que lo persiguieron y lo persiguieron y que cuando estaban a punto de alcanzarlo, Tepoztécatl orinó y así se formó la garganta que atraviesa Cuernavaca. Cuando el niño llegó a Tepoztlán, subió hasta el Ehecatépetl, pero como sus perseguidores no pudieron alcanzarlo, decidieron derribar el monte, cortando la base. Por esta causa es que se formaron los grandes corredores que lo atraviesan.

Sin embargo, el geógrafo Héctor Ochoterena, autor de estudios sobre el cerro del Tepozteco, se muestra escéptico ante esta versión y afirma que, en realidad, el cerro se formó por rocas sedimentarias después del Mioceno y antes del Plioceno superior, es decir, en el Plioceno inferior, lo cual ocurrió hace más o menos cuatro millones de años. Por su parte, las cañadas que atraviesan los montes de la zona se formaron en el Mioceno, cuando por ellas salía el agua del valle de México.

Lo característico de la región, pues, son las grandes erosiones que atraviesan los cerros. “Tepoztlán” es lugar de la piedra (tetl) quebradiza (poztli), y los pueblos prehispánicos lo representaron con un cerro atravesado por un hacha.


Fiestas, flores, adornos y bailes

Tepoztlán es un pueblo de fiestas. En honor de santa Catarina, se reúnen los habitantes de varios pueblos y, entre otras danzas, representan la de los Apaches; la danza de la Peregrinación se bailaba antiguamente con trajes parecidos a los de los aztecas y llevaban a sus espaldas mazorcas de maíz, jícaras y espigas de trigo; la Fiesta del Brinco, que dura tres días, tiene como número principal a los danzantes acrobáticos; y para celebrar al antiguo dios del pulque y de la embriaguez, se representan diálogos paródicos en náhuatl. También puede mencionarse que cada uno de los patronos de los siete barrios del pueblo tiene su día de fiesta; para ellos bailan los tecuanes, los pastores, los concheros, los apaches, los chinelos y los moros.

Desde 1852, el carnaval es la fiesta mejor guardada por los habitantes del pueblo. Antes de entrar en los días de mortificación de la Cuaresma, por todas las calles de Tepoztlán suena la música y pasan los danzantes. Pero el más famoso de los bailes, el que más colores tiene y más historias es el brinco de los chinelos. Esta palabra viene del náhuatl y significa “menear las caderas”. Los habitantes de Tepoztlán afirman que son “danzantes por vocación” y que sólo los oriundos del pueblo saben ejecutar correctamente el salto del chinelo. Antiguamente, los trajes representaban a los emperadores aztecas, a don Quijote o a Sancho Panza. Los danzantes también se pintaban la cara de color oscuro y se enchinaban el pelo para representar a los negros, y salían ataviados con una mascada de seda y una bandeja sobre la que hacían bailar una muñeca. Pero también ridiculizaban a personajes destacados en la sociedad, hasta que en una ocasión, las danzas fueron suspendidas porque entre los ridiculizados se encontraba el gobernador del Estado y don Porfirio Díaz.

Los chinelos se vestían con chaqueta de torero y con sombrero de fieltro. Pero hoy usan una larga túnica de terciopelo adornada con blondas de seda en las mangas y una larga capa bordada llena de abalorios. Cada danzante fabrica su traje y pone su estilo personal, hace sus propios botines de cuero, pinta sus plumas, cose sus guantes y elige sus mascadas y sus paliacates. Pero lo más característico es la máscara pintada con grandes cejas y bigotes y que termina con una barba puntiaguda. Sobre la cabeza llevan una espectacular sombrero adornado con pedrería, lentejuelas, plumas y espejitos.

Cada barrio tiene su comparsa de chinelos y se diferencian entre ellas por el nombre de su vecindario, por un sobrenombre y por el motivo que lleva en su estandarte. Las comparsas desfilan desde su barrio hasta la plaza y una vez que llegan comienzan a brincar en círculos, al ritmo de la música de la banda. Hay que decir que está estrictamente prohibido pronunciar cualquier palabra a lo largo del día de baile.

Pero pasan los días de carnaval y las calles se vacían de danzantes. Pero no debe importar, nada queda vacío, los colores de los chinelos son sustituidos rápidamente por los de la Semana Santa. Aquellos días en que al viajero norteamericano Frances Toor le pareció ver “un jardín viviente”: “un conglomerado de hombres y mujeres que venían a bendecir palmas, laureles y flores” en medio de la inmensidad el paisaje.

(Crónica para un libro no publicado sobre Tepoztlán, basado en crónicas de antropólogos)

sábado, 1 de noviembre de 2008

"Imaginario de voces", de Julio Cesar Felix


No sé hasta qué punto el poeta puede tocar la verdad, tampoco sé si se trata de una pregunta pertinente, ya que por lo general no se hace un cuestionamiento acerca de la relación del artista con su obra. ¿Es dueño de hacerla “significar” en el sentido en que “significar” pueda entenderse como una acción pasiva? Ya que la poesía se escapa en la misma medida en que el inconsciente se evade del yo, y éste tiene que ser ayudado para perseguir y alcanzar las motivaciones que se encuentran fuera de la conciencia, ¿se dejará el poeta ser ayudado? y sobre todo ¿se dejará ser ayudado para qué? Pues de ninguna manera el poeta colabora, el poeta siempre grita: nadie puede tener razón, ni yo mismo, acerca de mis intenciones. Como si delegara sus intenciones en el poema, así actúa el poeta ya que no puede hacerlo de otro modo. Esto se debe, muchos lo han escrito, a que los ideales no tienen un lugar preciso. Yo no soy capaz de agregar nada nuevo, aun cuando piense que los ideales literarios están sujetados como constelaciones sobre el cielo, por las manos del Súper Yo, de un Súper Yo sumamente agresivo que se le presenta al poeta como una autoridad inapelable. ¡A cualquiera puede cuestionar el artista menos a sus ideales puesto que una de las principales funciones es la de hacer creer al individuo en su propia libertad! Es tan sugerente esta idea que no ha faltado quien construya la idea de belleza sobre la base de la libertad, como si ella estuviera antes que la belleza, como si antecediera el mundo, no parece que se haya tenido que luchar contra la misma libertad para poder ejercerla.

Y he aquí que las ideas están donde están pues en caso contrario, otra idea estaría en su lugar. No se dejan espacio, colindan entre sí, se frotan. No son puras, como si no hubiéramos visto a muchas de ellas procrear hijos con sus adversarios. Y el poeta las deposita, les busca un lugar a sus propias ideas, pero al hacerlo lucha para desestabilizar todo lo demás. Pero es que no sé aún si es que el poema puede tocar la verdad, ni siquiera si quiere hacerlo. Quisiera saber si con “su” verdad le basta. O es que pretende salir de sí mismo el poema, ¿quiere nacer con ojos? He pensado en todo esto desde que leí Imaginario de voces de Julio César Félix, y me imagino que he sido libre de hacerlo, que no ha habido ninguna coacción que me obligue a hacerlo, aunque sé que no tengo ninguna libertad puesto que los poemas modelan mi pensamiento, o por lo menos lucha contra él para poder decirme algo, y para que los escuche debo hacerles espacio. Claro que no lo hago por mí propia voluntad puesto que mi voluntad (o la voluntad de mi voluntad) es escucharme a mí mismo siempre, y siento una música íntima en mí que me hace salir de mí mismo (como le gustaba a Nietzsche: salir de sí), una música que me conduce a la muerte –no a la vida, de nadie, no sólo a la mía–. Pero el poeta sugiere, no puedo decir qué es lo que sugiere, pero puedo anticipar que practica la acción de “sugerir” porque al hacerlo tiene una dosis de influencia garantizada, ya que nadie convence con argumentos (Emerson) y sí con sugerencias. Un buen demagogo nos dice: “Cómo tú bien dices”, aunque nunca hayamos abierto la boca. Julio César Félix ha dicho: “Me gusta verme morir, / aprendo a matizar / los colores del ensueño, / a distinguir verdades / en la libertad del aire.” Y tengo la sensación de que ya lo había yo pensado antes, o siento que me ha ganado una idea, como si anteriormente hubiera visto contrastes y en el camino de la muerte hubiera aprendido a matizar. Pero es que no quiero aceptar de manera consciente la presencia de la muerte, no en mí, aunque veo que, en efecto, comienzo a distinguir verdades. ¿Será que las distingo o las invento? ¿Es que Julio César me quiere decir una verdad?
Lo que encuentro, cada vez más, es que Julio César viene creando un sistema literario, y lo sé porque he venido siguiendo sus poemas. Y sé que ha decidido describir imágenes, desde su primer libro. En este momento, me atrevo a ver cierta complejidad mayor, pues es que esas imágenes están en lugar de otras, o me remiten a otros lados: “Tengo en el alma / siete vidas / un gato / y un espejo roto”. No hay una síntesis, cada poema va uniendo elementos, los cuales se mantienen reunidos a causa de un concepto que los ata, ya que si el alma del poeta abre la mano, se sueltan y salen corriendo –por lo menos el gato que está en el alma. Mientras permanecen juntos, se frotan; aunque en este caso también se separan ya que las siete vidas del gato han salido de él, y el gato a su vez parece que ha vivido dentro de esa alma de la que en realidad no se nos dice nada. Como si el alma fuera en realidad un espacio que contiene ciertos objetos en su interior. ¿Qué pasaría si el poeta abriera ese espacio? Pues parece que el poema para Julio César capta un instante en el que las relaciones entre los sujetos de su realidad se relacionan con cierta armonía. Como si se tomara una fotografía a cierto instante interior y se entregara a los demás, los cuales preguntan: ¿Qué hay en el alma además de vacío? Pero los elementos cambian una vez que se han detenido para ser captados por el poema-fotografía. “Y no busco / la semilla creadora / de artificios, / sino la tierra azul / de gaviotas que reposan / en el celaje / esperando / el atardecer construido / con sus propias alas.”

No puedo entender el estilo sino como un “método”, puesto que el estilo permite a su constructor “ver” ciertos aspectos negados a otros “estilos”. Y por eso es necesario aferrarse a ellos, pues nutren al lector de un instrumental por el cual se pueden contemplar los objetos que de otra manera no podrían ser observados. Sobre todo en la poesía ya que en este caso los objetos ni siquiera existirían por sí mismos y estarían condenados sólo a “ser”, ya que no es necesario existir para ser y el poeta necesita hurgar en el desván de lo potencial. En este sentido, Julio César ha buscado con cierto método en ese lugar desconocido para la experiencia. Afortunadamente, porque no podemos esperar nada de la experiencia, pues la experiencia sólo tiene el umbral de lo que se repite, no ve ni más alto ni más bajo. De la experiencia sólo podemos esperar, si nos va bien, que nos deje en el mismo sitio en el que nos encontró. Yo a la experiencia sólo puedo pedirle que me abandone en cualquier sitio, ya la conozco muy bien y no puede dejarme en ningún otro sitio, como es ciega va a rastras. Aunque yo he visto a gente muy confiada dejarse conducir por la experiencia ajena. Pero lo que pretendo decir es que Julio César utiliza una serie de elementos menos tangenciales, pero los toca con el lenguaje a fin de hacerlos aprensibles e incluso objetuales. Es el caso de la “nada” ya que aparece como un personaje en la sección titulada “Nada es así”. Puesto que la nada es un hoyo negro en donde el lenguaje se comprime hasta dejar de existir, se le nutre de cierta corporalidad de forma que aparezca en ninguna parte. Me parece que la versión de que Dios extrajo el ser de la nada ha dejado de ser divertida para los poetas –al menos para cierto tipo de poetas aburridos del creacionismo cristiano– y tiene más posibilidades concebir el mundo del ser eterno en cuyo centro se abrió la nada como una angustia. El hombre tiene en su centro la angustia de la nada, pero esto no lo he dicho yo, también es una idea con mucha historia, y también comienza a parecer aburrida. El ser y la nada se frotan, tal vez emerge uno del otro, o se confunden por un momento; no sé, pero la nada es el único refugio de Dios, quien no existe en el Ser. Puesto que filosóficamente a Dios se le ha arrojado a la nada, donde tal vez esté vagando hasta hoy, podemos dejar el tema de lado. Incluso puedo separarlos, como Dios cuando separó la tierra de las aguas. Vi que era bueno relegar a Dios y lo hice. El poema “Alguien” tiene como espacio ese borde mínimo en el que la nada y el ser se unen, o más bien colindan, porque en Imaginario de voces los elementos literarios no se unen, siempre tienen una frontera delimitada, precisa. Ninguno de estos poemas toma partido en el devenir, no nos dicen si Dios está en la nada. “No podía permanecer allí, / y no podía continuar” (Beckett), equilibrista del instante, como si tuviera algo de fantasmal, aunque en realidad el instante sea la única realidad del tiempo, pero juega a ser inaprensible, como si el ser y el no ser apretaran al poeta en el instante para que estalle su voz y se rompa. Como si la voz del poeta entrara por los huecos que se encuentran en las palabras, las cuales no se unen nunca pues al contrario, parecen ser más ellas mismas y estar plenamente cargadas de sentido. Ya que todo ocurre dentro de la colindancia, da igual qué colinde con qué puesto que la lógica ha decidido dar un salto mortal de concepto a concepto. En ese sentido, no me parece la obra de Julio César como “creacionista” sino que procede descomponiendo la realidad para luego relacionar las partes sin volverlas a unir del todo. Hay en todo caso una voluntad de concebir cada uno de los elementos de la realidad bajo una misma categorización: Dios, nada, algo, olvido, tren, libertad, todo, mar; y entonces frotarlos. Como dije antes, ha renunciado a tratar el “devenir” y por tanto no presenciamos el momento en el que de tanto frotarse las palabras dejan de ser rugosas hasta que se vuelven lisas y el poeta tendría que aventarlas de nuevo al caos, para que se hundan sin remedio. “El olvido / abanica las vías del tren / muero entre las venas / de tus lunes y tus lunas”. Cuando se salta de un concepto a otro algo del primero queda en el segundo, y lo transforma, ya que las palabras se parecen y aparecen unas en otras, como si algo de tierra quedar en los zapatos cuando se pisan nuevos caminos. No tengo claro cómo es que llega a tener movilidad, pero cada poema tiene movimiento; parece que se debe a una intuición del tiempo: todo está de cierta manera porque es la culminación de una potencia: “el decaimiento del rey sol / ha dejado una estrella iluminada / por los astros nocturnos”. Pero a la vez existe una superposición de tiempos, no como: sucesión, tal vez como tiempos inmutables que se proyectan sobre el lector, como una especie de película, pues todos sabemos que cada escena es inmutable y el movimiento es una ilusión producida por el movimiento. Como si el cine le diera la razón a los filósofos que creen que el universo es creado instante con instante. Aunque debo darles la razón, cada instante de este libro es una creación voluntaria que sucede al anterior: escenas que en conjunto dan una apariencia de movimiento: “Todos los tiempos / son diferentes tiempos / y son el mismo tiempo / que ahoga al mundo / en el caos / de lo incierto / y la podredumbre”.

(Presentación del libro de Julio César Félix 25 de julio de 2008, en la Casa del Poeta, Revista Acequias, 45)