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domingo, 11 de junio de 2017

Allí canta el ave. Ensayos sobre música yucateca, de Enrique Martín Briceño


Lo que más me gusta de la música yucateca es esa apacibilidad romántica de sus letras y la dulzura de sus interpretaciones. Pues muy mal enfoque. Eso no evidencia otra cosa que superficialidad y desconocimiento. Lo interesante es ver cómo en esta especie de música hecha de pétalos del Romanticismo hay una violencia constante. Sí, quieres decir que las rosas tienen espinas, ocultas y todo, pero que pinchan cuando se toman para estudiar el fenómeno con más profundidad. Seguro te fijaste que las canciones yucatecas son la expresión de una sociedad particularmente clasista y de su racismo. Los bailes tan lujosos de la mejor sociedad durante el Porfiriato, ésos trataban de imponer algo, una idea sobre su propio mundo. Los conciertos de música “refinada” se calificaban, a principios del siglo XX, como “exquisitos” y “distinguidos”. Aunque es evidente que gran parte del selecto público no tenía grandes intereses musicales cuando asistía a las veladas, sino que iba a ver qué pescaban o qué criticaban. Eso es más cercano a la realidad, y revisar la utilería del instante –la champagne, bombillas eléctricas y hasta una escenografía que simulaba las ruinas del Partenón– sirve para evidenciar lo que de verdad dice la música. Es sin duda esa manera de hacer estudios musicales, la que define este libro. Cambia bastante la idea de la música cuando se la ve unida a la su momento y a las ideologías contemporáneas. Como que el ramillete cotidiano de canciones pierde inocencia. Hasta la creación de un Conservatorio en Mérida (1873) se mira aquí desde el punto de vista de la confrontación política. Los blancos, que eran el más alto estrato de esa sociedad, buscaban diferenciarse de los mestizos. Sus bailes eran más lujosos y en ellos se tocaban valses, polcas y mazurcas. Nada que ver con los mestizos, que bailaban jaranas y los zapateados. Por supuesto que se trataba también de una sociedad cerrada a casi todas las nuevas influencias. Ante el bambuco (el género colombiano que se hizo popular en Yucatán hacia 1920) hubo muchas reticencias, lo mismo que ante el bolero, de origen cubano. Ricardo Palmerín fue el gran compositor de bambucos, en tanto que Guty Cárdenas lo fue de boleros. Es curioso que hoy sean los compositores yucatecos más populares, mientras que en su tiempo hayan representado la infiltración del extranjero para los músicos académicos. Toda esa placidez de la historia de la música en Yucatán queda fuera de estas páginas. El culpable es un sociólogo francés, Pierre Bourdieu, cuyas miradas a los temas aparentemente insignificantes han hecho que volvamos la vista hacia atrás para contar nuevamente una historia que creíamos concluida.

Enrique Martín Briceño. Allí canta el ave. Ensayos sobre música yucateca. Mérida, Gobierno del Estado de Yucatán. Secretaría para la Cultura y las Artes. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2014.

sábado, 3 de junio de 2017

Obra visual, de Violeta Parra

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Violeta Parra (1917-1967) dejó tapices bordados, pinturas y esculturas en greda. Fue algo espontáneo, una actividad que comenzó a desarrollar mientras se reponía de una hepatitis, en 1958. Seis años después, llevó su material al Museo del Louvre. Sin duda, fue el primer latinoamericano vivo que tuvo ese honor. Ese solo hecho habría consagrado a cualquier artista y le hubiera dado un prestigio definitivo. Pero no en el caso de Violeta. Frente a sus canciones y su trabajo de folklorista, han permanecido desconocidos sus alambres tejidos y sus grandes tapices. Su exposición había quedado como una anécdota en una vida trágica. Y luego, ella había regalado esa escultura, y aquel óleo había quedado en Bélgica… como era una vida errante la suya, su obra se había dispersado. ¿Te acuerdas de las obras de Violeta Parra?, ¿dónde habían quedado? Algunas las hizo en Ginebra, otras en París. Las hizo con el estambre que tenía a la mano, con los pedazos de periódico que quedaban en la casa, sobre un pedazo de madera. Cuando el hambre se instalaba, salía a la carnicería a pedir un poco de pellejos regalados para darle de comer a los gatos. Pero regresaba y preparaba un caldo para poder comer. Y hasta las semillas de frijoles que no se comía, los garbanzos y las lentejas, los usaba para decorar sus máscaras. Su ropa misma estaba hecha de cachitos. Como su madre había sido costurera, le había enseñado a hacer ropa con puros cuadraditos de tela. ¿Y cuál es su método? Ninguno. ¡Ninguno! ¿Y esas composiciones tan complejas, esos cuadros históricos y esas fiestas que se encuentran en sus tapices? Es que fueron ocho meses de reposo, contesta la artista. Como un día vio un trozo de tela, quiso bordar algo. Así que quiso copiar una flor, pero en vez de flor salió una botella y el tapón parecía una cabeza. Así que le puso ojos, nariz y boca. “La flor no era una botella; después la botella no era una botella, era una señora y esa señora me miraba”. Pero no dibujaba previamente nada, todo iba saliendo misteriosamente de los hilos, de los colores, de las manos que modelaban rostros en papel. He mirado largamente estas obras, que ahora tiene la Fundación Violeta Parra, y veo que representan almas. Sus personajes no tienen ningún rasgo personal que los pueda identificar, están desvestidos de piel. Y la artista, ella va acicalando a la casualidad. Es así como van brotando gatos, submarinos, aves o, bien, árboles de la vida, esos árboles que brotan del suelo, o de una cabeza, y que cubren la extensión de un tapiz. Es bonito pensar en esta apacible actividad que le dio ocupación a su neurosis, convirtiéndola en algo bello. Lo que ya no es nada agradable es extender la metáfora de la hilandera como productora de existencias. Violeta Parra como una creativa Parca que degolló su propio destino.

Violeta Parra. Obra visual, presentación de Gonzalo Badal, 3ª ed. Santiago de Chile, Fundación Violeta Parra-Ocho Libros, 2012.