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miércoles, 29 de julio de 2020

Lluvia fina, de Luis Landero


 

Esta novela trata acerca de la fiesta que tres hermanos –Andrea, Gabriel y Sonia– organizan para el cumpleaños número ochenta de su madre. Más precisamente, sobre las llamadas previas que entre ellos (y Aurora, la esposa de Gabriel) se realizan para llevar a cabo una cena que, en el fondo, es angustiante para todos. Aunque, pensándolo bien, se trata de la información que van arrojando cada uno de los personajes sobre sí mismos. Y, si lo pienso nuevamente, veo que la trama real tiene que ver con todo aquello que los personajes son incapaces de ver, cegados por sus propias verdades. ¿A qué estas vueltas sobre lo central de una historia? Al tratar de llegar al fondo de cualquier narración se atraviesan capas de apariencias. Uno, como lector, pretende penetrar en ellas para llegar a algo más, si es que eso es posible. Los personajes perseveran, cada uno, en su historia. Por ejemplo, el padre muerto, él es visto como un héroe, como el proveedor de una infancia feliz para sus hijos, les heredó historias, recuerdos, esperanzas en la vida. Bueno, visto desde cierta óptica, porque también pudo haber sido un hombre incompleto, dependiente de la fantasía e incapaz de afrontar la vida. Los coros en la literatura no tienen voces armónicas, sobre todo si están psicoanalizados. Aquí, quien parece estarlo es el autor, por lo que integra un concierto vocal lleno de huecos y contradicciones. Ya dije que los personajes sólo se escuchan a sí mismos. En eso nos parecemos, ya que por lo general escuchamos nuestra propia voz y creemos oír a los demás cuando en realidad perseveramos en nuestra sordera. La verdad no viene nunca de fuera, es un parto de las palabras que chocan consigo mismas. En el caso de esta novela, quienes chocan son las historias de los personajes, siempre dedicados a hablar de su vida. Si cada uno de ellos tiene su propia narración existencial, incompatible con las demás, ¿qué pasará el día del cumpleaños? Luego de no verse por tanto tiempo, sus historias habrán crecido, naturalmente, como maleza, y seguramente no dejarán sitio para las demás. Al único auricular al que no tenemos acceso es al de la madre, por lo que no podemos saber a qué historia se parece, si es una mujer sensata y trabajadora, o un monstruo destructor de destinos. Muy probablemente, es ambas. Es un acierto del autor no llevar a cabo la reunión (también habla de la sensatez de los personajes). La verdad de nuestra vida está hecha de nuestras palabras, las cuales nos protegen, y para hacerlo muerden hacia afuera para destruir a quien esté más cercano. Y de eso está hecho el amor, los retratos familiares que adornan el tocador con carpetas y recuerdos de viajes. En el fondo,Lluvia finatrata de la sordera y de la soledad, del placentero vacío interno al que son confinados estos personajes que gustan de hablar por teléfono.

 

Luis Landero. Lluvia fina. México, Tusquets, 2019.

domingo, 26 de julio de 2020

Desde la Nueva España. Autores y textos (Siglos XVI-XVIII), de Margarita Peña



La lectura de este libro estuvo acompañada de cierta melancolía porque conforme avanzaba en ella, me iba despidiendo definitivamente de una amiga. A Margarita Peña (1937-2018) la conocí porque le pedí a un amigo, el filósofo Josu Landa, que me la presentara. Numerosas conversaciones, encuentros fortuitos, una tarde en Jalapa, en una comida con Miguel Capistrán, José Emilio Pacheco y Sergio Pitol. Al terminar me pidió que escribiera un texto sobre la Universidad novohispana, que le entregué y que me hizo el favor de citar en este libro. Recuerdo que se trataba de la vez en que se pidió, a finales del siglo XVIII, que se instalara en la Real y Pontificia Universidad una cátedra de lenguas indígenas, más provechosa que las de latín y griego, que entonces se daban. También escribí de las corridas de toros y los vendedores de fritangas que se ponían a la entrada, en la plazuela del Volador, impidiendo la entrada de los doctores y la quietud de las clases. Tengo la impresión de que, en general, la curiosidad de los especialistas en la Nueva España ha creado un cúmulo de conocimiento endógeno que no ha salido más allá del diálogo de conocedores. A Margarita Peña le interesaban especialmente algunos temas de aquellos tres siglos: el petrarquismo, los testimonios de la superstición, la creación literaria de las monjas y, especialmente, aquel fantasma que fue Juan Ruiz de Alarcón, el cual abandonó sin nostalgia este territorio y llegó a un reino que no terminó de aceptarlo. Su obra ingresó a un caudal de compilaciones teatrales que, a lo largo de siglos, promovió las obras en lengua española pero que, a la vez, borró las fronteras de las atribuciones autorales. Las obras de Ruiz de Alarcón fueron confundidas con las de Lope de Vega o las de Tirso de Molina. No importa, tuvieron repercusiones inusitadas. Si Corneille lo imitó, en 1644, en su obra Le menteur, lo hizo pensando que se inspiraba en Lope. Más adelante, el comediógrafo francés rectificó y escribió: “No es de Lope, es de Juan Ruiz de Alarcón”, lo que provocó que la crítica francesa del siglo XIX se mostrara interesada en el autor novohispano. Quizá nos sorprenda, y esta sorpresa se da a causa de nuestro desconocimiento en torno a la porosidad de las tradiciones literarias. Calderón de la Barca, por ejemplo, fue a dar a Alemania, donde lo leyó Schopenhauer. En el caso de Ruiz de Alarcón, hay algo que queda un poco suelto, porque los críticos del siglo XX, con cierta culpa, voltearon a examinar qué rasgos nativos quedaron en aquel ser que anduvo errante sin patria (cuando no existía el término). No tiene mucho de nosotros, aunque quizá sí tengamos algo de él, esto es: de su manera de ser más sutil, más corteses. Hay algo en lo que medito después de leer el libro de Margarita Peña, algo que me tiene que ver con ella particularmente como estudiosa de un largo periodo: su interés en documentar los pasos por el mundo de sus personajes. Está ese manuscrito que encontró, titulado Flores de baria poesía, el mayor corpus petrarquista de la Nueva España. No importa qué tanto circuló (aunque hoy su lectura sea restringida, sin duda es mucho mayor de lo que se conoció en el siglo XVI). La Colonia era un mundo nuevo, se acababa de destruir un imperio, y ya sus poetas regaban florecillas líricas inspiradas en Italia. Francamente, no me puedo imaginar ese mundo que tanto apasionó a esta notable estudiosa: por un lado, indígenas que lamentaban su mundo recientemente devastado, sacerdotes urgidos de implantar sus nociones, españoles ávidos de enriquecerse; y, por otro, poetas que buscaban reforestar con sonetos un mundo perdido. Tiene, sin duda, su extraño encanto. 

 

Margarita Peña. Desde la Nueva España. Autores y textos (Siglos XVI-XVIII). México, UNAM, 2016. (Col. Estudios de Cultura Iberoamericana Colonial)

Peras y olmos. El pensamiento poético de Octavio Paz



He atravesado por numerosas etapas como lector de Octavio Paz (1914-1998), y actualmente me encuentro en una extraña, no pensé jamás en mis tiempos de estudiante que la transitaría. Es la nostalgia por sus textos. Pero necesito delimitar esta idea, no es nostalgia por su ideario filosófico o el político. Ni siquiera por la teoría literaria que organiza sus comentarios en torno a la literatura. Tampoco por la maquinaria idealista que articula sus pensamientos en torno a la historia de la literatura desde el Romanticismo hasta hoy y que se dirigía básicamente en contra de la tradición. Para él, tradición parecía un peso muerto, un lastre. Algo ante lo cual necesitábamos rebelarnos. Ezra Pound decía, por su parte, que la tradición no es ese fardo al que estamos condenados arrastrar: sino una colección de cosas bellas que queremos conservar. Pero Paz exaltaba todo aquello que se oponía a ese río muerto de la tradición, la tradición verdadera –decía– era la de la ruptura. Aquella serie de rebeliones cuyo hilo conductor era precisamente la rebeldía. Como poética personal es interesante, a través de su ojo crítico (el ojo de la aguja) pasa el hilo sin trama de las rebeliones artísticas. Ese pensamiento que me parece un enorme e incomprensible cascarón metafísico, no hace mucho estaba vivo y servía para medir los productos poéticos. No obstante, me atrae de su pensamiento todo aquello que le dedicó a la lectura de la poesía. Aunque nuevamente debo de hacer reparos. Borró de sus intereses y de su comprensión prácticamente todo aquello que ocurrió entre la muerte de sor Juana y la aparición de Salvador Díaz Mirón. No supo apreciar a Góngora, lo cual me parece más incomprensible. ¿Cervantes? No recuerdo casi ningún comentario suyo sobre él. De esos grandes afluentes del español, se embarcó en Quevedo. Parece que dejo poco de su pensamiento para dialogar, sin embargo me parece suficiente. Yo tengo muchas más limitaciones, pero recorro con la mirada amplias obras. Sobre los extensos campos crecen hombres, olmos estériles. Sólo el poeta da frutos. Contrario a la sabiduría popular, se le piden peras al olmo. Eligió bien Paz su imagen ya que los olmos producen nada atractivas inflorescencias. El poeta, feo árbol; la poesía, su bello fruto. Se parece a aquella imagen que escribiera Díaz Mirón en los días de encarcelamiento acerca de la poesía: perla rica en las babas de un molusco. Pero la diferencia se encuentra en que la imagen propuesta por Paz no se da en la realidad. Se tiene que torcer la naturaleza para que el olmo produzca peras. ¿Para qué mirar eso tan despreciable que es un poeta? Mejor mirar sus frutos. Es una teoría de la realidad y también de la poesía, pero es una teoría que no se asoma al misterio de la creación. Quizá es que el poeta protege su misterio, y quizá es que no lo hay tanto. Experimentaciones, combinaciones de palabras, puesta en práctica de una receta. Quién sabe. Pero al gustar de esta referida pera se niega una época. Por suerte no es una manzana lo que estamos comiendo, dado que entonces tendríamos más problemas. Se trata de una jugosa pera, pero aparece de todas maneras la tentación. La tentación de gustar el fruto y desentenderse de todo ese jardín que aparentemente estábamos mirando. Al probar de este fruto, ¿estamos gustando el sabor de otra época, o bien sólo la poesía en su inalterable sabor? Es difícil saberlo, ya que Paz no extrema su imagen. Eso lo hago yo, incapaz de describir un sabor. Pero es que de pronto, ya no hay peras ni olmos: un jardín de estatuas. Al menos dos de los poetas que reconozco al pasar por estas páginas dejaron fríos monumentos. No tan fríos, dice Paz que mantienen una chispa encendida, producto de la colisión de dos frialdades. Son Díaz Mirón y Othón. Hay otro, González Martínez, pero para comprender su efigie escultórica hay que entrar en ella, para entender sus arquitecturas interiores. El Modernismo, o cierta parte del Modernismo, parece aquí una serie de esculturas a las cuales la selva sentimental no termina de cubrir. Hay algo en la percepción de Paz en torno al Modernismo que no me deja satisfecho. Él lo mira como un mundo en retirada, algo que se acabó antes de llegar López Velarde o Tablada, algo que se acabó con González Martínez y que quedó “del otro lado”. Para citar a un contemporáneo de entonces: “no es agua ni arena / la orilla de mar” (Gorostiza). Aunque parezca un detalle, me parece importante, ya que López Velarde o Tablada quedarían “del lado de acá”. No habría problema en considerarlos como posesiones de la modernidad poética (no sé qué es modernidad poética, lo lamento, por más que lo reitere Paz). Pero Nervo o González Martínez, contemporáneos estrictos, están sumergidos en ese Modernismo. González Martínez “lo cerraría”, sería aquel que clausure ese mundo. Le pondría candado al jardín callado del Modernismo. Pero no lo considero así. Creo que Paz persiste en hacer del Modernismo algo desvencijado, consistente en crear belleza autocomplaciente, ignorante de su realidad. O bien: belleza que se complacía en mirarse reflejada en el espejo que le ponía su propio mundo. Si mi metáfora era acuática, insisto en elevar su marea. La prolongaría a 1916, a 1921, todavía los productos poéticos de esos tiempos son modernistas. Es complejo, porque la teoría literaria de bastantes años después siguieron pensando en el Posmodernismo, sin decir claramente si se trataba de algo distinto al Modernismo o sólo una prolongación indefinible. A veces, pienso, el idioma permite giros insospechados, descubrimientos de caminos nuevos alumbrados por las posibilidades reflexivas del idioma: caminos que aparecen de pronto en virtud de una frase. Es nuestra obligación recorrerlos. A veces llevan a sitios nuevos, creados por aquel que los descubre. En otros casos, no. Es necesario regresar, no importa: el camino quedó recorrido, y si arroja belleza no fue infructuoso. ¡Infructuoso!, de nuevo esa palabra. Quedamos en que no hay nada infructuoso. Con López Velarde, la poesía descubrió la provincia. Pero Paz invierte la frase para ver si puede descubrir algo nuevo: “La provincia descubre en la poesía de López Velarde a la capital”. No es del todo inexacto, pero creo que le faltó puntería. O por lo menos, contexto. Quisiera completar esta idea de Paz. En un texto, un crítico de hace muchos años, el AbateGonzález de Mendoza, escribió que entonces hubo un resentimiento que hizo difícil contacto entre el hombre de ciudad y “el hombre del agro”. La provincia se jactaba de haberse revelado ante Huerta, cosa que las ciudades no hicieron. De ahí que la frase “la provincia es la patria”, resonara por un tiempo. Algunos fueron “provincialistas” –como lo fue López Velarde– porque en sus vivencias íntimas y localistas vibraba el patriotismo. Otros se evadieron en el tiempo. Me llama la atención la manera en que Fernando Benítez interpreta el reverso de esta moneda de la poesía de la provincia, el “Colonialismo”, que cultivaron Genaro Estrada, Alfonso Cravioto y Artemio de Valle-Arizpe: “La colonia es el árbol genealógico del mexicano, la única manera de ennoblecerse y por esta razón, cuando millares de mexicanos se enriquecieron, su primer cuidado consistió en vivir de la manera en que habían vivido los ricos de la colonia”. La gran ciudad es moderna y es colonial, es pecadora y mojigata. Pero es siempre un descubrimiento. No hice más que remover algunas pocas frases de este libro. Los comentarios son como líquenes que salen a las piedras, pero logran, al cabo de años, cambiar la percepción del paisaje.

 

Octavio Paz. Las peras del olmo (1957). México, Booket, 2018. 

sábado, 18 de julio de 2020

Por Álamos, el pueblo de Alfonso Ortiz Tirado



Estuve en Álamos, Sonora. Lo recuerdo como un aire fresco en un desierto luminoso. Venía en camioneta y, junto a mí, el pianista Andrés Sarre, que me explicaba la técnica de canto en tiempos del doctor Alfonso Ortiz Tirado (1893-1960). No recuerdo todo, pero la manera de enseñanza de entonces, a principios del siglo XX, ponía el acento en el estilo personal, en el desarrollo de una manera peculiar y única. Por eso la voz de Ortiz Tirado se distingue desde la primera palabra: acariciante, profunda y cálida. Son sólo palabras, no sirven para describir una voz en su totalidad, es mejor escucharla. “Era una técnica italiana”, me dijo Andrés. Con razón la voz de Tito Schipa, que en México fascinaba. Tito Guízar lo idolatraba, por eso se puso “Tito” y contaba que había, incluso, tomado lecciones con el gran cantante italiano. Bueno, pero ¿y dónde vivía el tenor? Quién sabe, ¿no quieres ir mejor a la casa de María Félix? Tiene un museo en las afueras. Pero no, quise ir a buscar una casa que me dijeron, era la del médico cantante. Dicen que es ésta, pero no se sabe bien. Otros dicen que es otra. Una casa del siglo diecinueve a un paso de la plaza, pero me dicen que no se sabe con exactitud dónde pasó su infancia el cantante. La atribución parte de una leyenda, como en el caso de algunas otras casas. En realidad, la presencia de Ortiz Tirado no es tanta, le da nombre a uno de los festivales de canto más importantes de México, pero quizá se ha relegado a un papel modesto. Es como si en realidad estuviera en esa casa decimonónica viendo desde la ventana su pueblo, un poco aterrado del mar de gente que viene a escuchar a las grandes voces, a ciertos debuts y presentaciones que después serán históricos. Todo esto –festival, multitud en la calle–, comenzó siendo una modesta velada musical organizada por sus admiradores en 1985. La llamaron “Remembranzas”, y alguien leía una semblanza del doctor, hasta que cuatro años más tarde se decidió convertirlo en un Festival (un festival que cuenta con su cronista, Carlos Moncada O., quien no sólo lo organizó en cinco ocasiones, sino que publicó una crónica detallada de sus mejores momentos, en 2009). Desde la azotea del museo, la noche de la clausura, pude ver de lejos a Los Ángeles Azules tocando con sinfónica. En el centro, muy cerca, está el museo de Ortiz Tirado: unas cuantas salas que tienen sus cosas personales, las caricaturas que se hicieron durante sus viajes a Sudamérica, varias fotografías, su ropa. Está todo desde hace tanto tiempo que preocupa el estado de los discos que se encuentran expuestos, como son copias únicas se deberían de digitalizar. Todo, es decir: incluso sus recetas y los frascos en que seguramente preparaba las sustancias que recetaba. Su especialidad era la ortopedia (fue quien operó y atendió a Frida Kahlo por una temporada), pero se acostumbró a mezclar, como en un menjurje de droguería, su voz y su especialidad. Viajaba como cantante pero aprovechaba sus giras para conocer los hospitales de aquellos países que visitaba. En una ocasión, en Argentina, fue a la Escuela de Medicina a entrevistarse con el director, Óscar Ivanissevich, quien por su parte era cirujano y futbolista. Esa tarde Ortiz Tirado dijo que él en realidad cantaba sólo para juntar dinero para hacer una clínica. Era cierto, las ganancias de su carrera las destinó para hacer un hospital infantil en la Colonia Doctores, que donó al pueblo de México. Ivassevich le dijo que precisamente tenía una revista mexicana de Medicina, con un artículo muy interesante sobre el tratamiento de la osteomielitis. Pidió la revista y, cuando la trajeron, vieron que el autor era el doctor Ortiz Tirado. En 1936, durante su primera visita a Buenos Aires, que parecía destinada al fracaso, decidió regalar un concierto a las madres. Fue tal su éxito que, a partir de entonces, la música mexicana fue buscada en Sudamérica. Ortiz Tirado fue el que abrió a puerta a los cantantes que lo siguieron al sur. Se dice que grabó discos en casi todos aquellos países: Venezuela, Colombia, Chile, Brasil, Argentina… El colombiano Jaime Rico Salazar, historiador del bolero, se dedicó a seguir los pasos del doctor Ortiz Tirado por América y publicó en edición de autor un libro que vino a presentar en la Fonoteca Nacional en 2015 (Dr. Alfonso Ortiz Tirado. Embajador lírico de la canción mexicana). No hago más que entresacar algunos de sus comentarios respecto a este personaje que un día fue cuestionado, en Nueva York, por los empresarios fonográficos: “¿Por qué, con todo lo que gana, nunca tiene dinero?” Ortiz Tirado, ofendido, citó a los funcionarios de la RCA Victor en una dirección al día siguiente: era una tienda de artefactos ortopédicos. Avergonzados, luego de que el doctor les dijera que todo lo que ganaba era para montar su clínica, tuvieron que darle un cheque para apoyar su labor. Los discos de la RCA Victor tenían la etiqueta negra, pero también existía una serie de color rojo: los destinados a las voces más selectas. Ortiz Tirado le pidió a los productores que no lo pusieran en esa serie, quería que sus discos los comprara la gente con menos dinero. Sin embargo, Rico Salazar encontró unos discos de 1933 que supongo aún más caros pues tenían impresa una fotografía del doctor en toda la cara, sobre los surcos: Llora, campana, llora Sentir gitano. El otro cantante que tuvo impresa su fotografía sobre sus discos fue José Mojica. Naturalmente, son de los discos más difíciles de conseguir de su extensa discografía. Hay un disco que debería de existir y que no existe: el compositor yucateco, Guty Cárdenas, tenía el compromiso de grabar su canción Caminante del Mayab, pero fue asesinado, a los 26 años, el 5 de abril de 1932. Se dice que incluso había estado en los estudios de la Peerless, ensayando con la orquesta. Ortiz Tirado pospuso una gira programada a La Habana, para poder estar presente en el sepelio. Guty no pudo escuchar el mejor homenaje: Ortiz Tirado le cantó la que consideraba su mejor canción Rayito de sol, a cuya voz se sumaron las de Pedro Vargas, Juan Arvizu, Néstor Mesta Chayres, Fanny Anitúa y Paco Santillana. Caminante del Mayab, la canción que inició todo un género de evocación maya en la trova yucateca, fue compuesta por Guty Cárdenas y Antonio Mediz Bolio, se cuenta que en una sola ocasión en que se encontraron y se sentaron junto a una ventana a platicar y a cantar. Fue Ortiz Tirado el que la grabó por primera vez, en 1937, con la orquesta de Julio Cochard. La marca de toda la vida fue: RCA, sin embargo, lo que grabó en Peerless en los años 40 es lo que más se conoce, acompañado de la orquesta de Noé Fajardo. Antes, mucho antes, en 1927, grabó unos discos en uno de los primeros sellos mexicanos, Olympia, entiendo que en un camerino del Teatro Lírico. Hay un misterio entre esas grabaciones, pues algunas de esas canciones aparecen grabadas con una “Elvira Luz Reyes”. Hasta hoy no se sabe si se trata de Lucha Reyes cuando aún cantaba repertorio “clásico”. Bueno, era un misterio. Yo hablo como en los tiempos en que no había redes sociales. Me entero de que Elvira Luz Reyes fue una cantante tlaxcalteca, de Huamantla, y que era llamada “La voz más hermosa de México”. Otro misterio menos: ahora se sabe, gracias a que la RCA Victor ha hecho pública la lista de sus grabaciones en 78 rpm, que Ortiz Tirado grabó con esta marca 81 canciones entre 1929 y 1939. La primera de ellas, Abre tus ojos, de Tata Nacho; y, de otro lado, Flor de mayo, poema de Amado Nervo musicalizado por Mario Talavera. Sería magnífico que el libro se pudiera editar en México; así como Ortiz Tirado viajó haciendo canciones populares, Jaime Rico viajó recogiendo en su maleta todo lo que al doctor se le olvidó.

domingo, 5 de julio de 2020

Radio. Poema inalámbrico en trece mensajes, de Kyn Taniya



Para Susana Kin Taniya

 

Me interesa el Estridentismo, quisiera leer acerca de sus poetas y de su tiempo. No sé, sin embargo, si existe el libro que quiero leer. Tal vez sí, pero no lo tengo entre mis próximas lecturas. No sé si lo buscaré la semana entrante o el mes que viene. Y debiera de darme el tiempo aunque sea para visitarlos, pues fueron entre nosotros quienes se atribuyen haber tenido nuevas sensaciones, la emoción de la tecnología. ¡Contemplar la maquinaria para la construcción, mirar un aeroplano, prender un radio! Hoy que ya no recibimos los frutos de la técnica con encendidas loas poéticas, sino con una profunda desconfianza, volvemos al Estridentismo con una arqueología de nosotros mismos que nos hará meditar cómo es que la ciencia y la poesía deberían de tener una mejor relación. Dicen que Edgar Allan Poe llegó temblando de emoción a presentar su nuevo libro a un editor, un libro que hoy no lee nadie, llamado Eureka, y cuyo tema es la conmoción estética por la ciencia, en su caso por la Astronomía. Volvamos, si me permiten, al asombro de los años 20. Es interesante revisar su instrumental técnico para captar el pasmo. Como se ha dicho antes, sólo que quiero recordarlo aquí, la metáfora fue para ellos la vieja jubilada de la retórica. La imagen –la enunciación de realidades posibles al interior del poema– es la joven que estrena sus encantos. No sé en qué momento esta distinción dejó de ser pertinente, pero todavía sirvió en tiempos de Octavio Paz para organizar aquello que se decía en torno a la poesía. En fin, entremos un poco a Radio (1924), de Luis Quintanilla (1900-1980), porque sus trece mensajes inalámbricos tienen algo que decir. En primer lugar, que es importante saber que en el aire hay voces, en la atmósfera nos sobrevuelan, y allá, lejos, conversan entre sí. El autor del prólogo le da una importancia a esta literatura que con el tiempo se le ha restado. Pero tiene razón, estas voces en la atmósfera, la radio que apenas en 1923 había hecho sus primeras transmisiones comerciales en la Ciudad de México, inauguran la idea de la simultaneidad. Tantas cosas que pasan a la vez. Por ejemplo, mientras camino por esta noche, la luna baila un fox-trot en Nueva York. El viento tiene una densidad invisible, abrumado como está de voces. Sólo que no las captamos, ahora sí gracias a las antenas. De ahí que la imagen del poeta como pararrayos celeste (Rubén Darío) se actualiza para convertirse en antena. ¿Qué es lo que capta? El vértigo de las civilizaciones. Sólo que, desafortunadamente, eso ha quedado un poco superado, ya que la velocidad de la sorpresa y su consecuente horror viaja más rápido que el ánimo poético. En el inmenso cuadrante tratamos de sintonizar almas, las buscamos a través de los átomos y los anuncios comerciales, tendremos nuestros programas de quince minutos para figurar, seremos “mariposas espirituales”. Disgregado en pequeños versos, casi mágicos, se encuentra este poeta, en una especie de monólogo (monólogo de bolsillo). Me hubiera gustado conocerlo, hablar con él de este breve libro que es un testimonio de los buenos tiempos del optimismo.

 

Kyn Taniya. Radio. Poema inalámbrico en trece mensajes(1924), pról. Alejandro Palma. México, Malpaís, 2014. (Col. Archivo Negro de la Poesía)