Otras entradas

sábado, 30 de marzo de 2024

El lugar, de Mario Levrero



El hecho de que Mario Levrero (1940-2004) llamara “involuntaria” a su trilogía hace pensar que sólo hasta que terminó la tercera sus novelas se dio cuenta de que había trabajado en un plan literario. Aparentemente, no se dio cuenta de que había caminado por ciudades que no existen, siempre en busca de una verdad interior. Casi todos sus lectores acuerdan que El lugar es la más gustada de estas novelas. No sabría decir por qué, pues para mí Levrero es la representación del trabajo del escritor que escribe sin saber por qué. Yo mismo, no sé explicar nada de mí. Sé que mi idea de infelicidad es una página en blanco, pero también ha sido motivo de sufrimiento el obligarme a escribir. No era algo que yo necesitara, pero he construido mi necesidad línea tras línea. En El lugar, el protagonista aparecer de pronto en una habitación oscura, sin saber cómo llegó ahí, pero recuerda que tiene una cita con una mujer. Así que busca la salida, hasta que da con una sola puerta que logra abrir. A partir de ahí, comienza una sucesión de habitaciones, idéntica cada una a la anterior, que el personaje recorre, abriendo cada una de las puertas que lo llevan a la siguiente. Cada habitación tiene la característica de que contiene una decoración similar: una cama y un comedor. A cierta hora, parece ser que a la misma siempre, cae invariablemente dormido, y, al despertar, encuentra la mesa servida. Lo más fácil es caer rendido, conformarse con quedarse en cualquier habitación, al fin que siempre hay luz y comida. Pero el personaje sigue y sigue, por una red de cuartos, algunos habitados por seres incomprensibles que hablan un idioma desconocido, y algunos deshabitados. Yo me apego fielmente a la pesadilla de caminar al lado del narrador, sin mirar más que su obsesión. Pero otros lectores que han hecho este camino con Levrero, han notado su pasión por el cine mudo, por las historietas, por el insomnio, por Carlos Gardel, por Kafka (¡principalmente!), por artistas casi desconocidos entre nosotros como Rosa Chacel… Tanto que decir de esta novela, pero no puedo decir lo que quisiera. Tal vez, que sería una magnífica serie de televisión: una agobiante serie cuyo laberinto desemboca en una playa y una selva. Y más adelante, en una posible escapatoria. Pero en Levrero ocurre que no sirve de nada llegar a la meta. Tan desolado queda uno mismo con las metas de la vida, que uno quisiera volver al desasosiego, a los viejos caminos que uno recorrió extraviado. Es cierto que hemos caminado ciudades, calles, estaciones del metro, aeropuertos… acompañados de personas que no recordamos, que no sabemos bien dónde quedaron. Que no encontraremos si regresamos nuevamente a los viejos recorridos en que quisimos encontrarnos a nosotros mismos. Por lo que veo, me he extraviado, en esta ocasión en mí mismo. Eso se debe a que quise respetar a este autor que aborrecía las interpretaciones de sus enigmáticos libros.

 

Mario Levrero. El lugar (1982), prólogo de Julio Llamazares, 2ª ed. Barcelona, DeBolsillo, 2010.

París, pero el de Mario Levrero


¡Cómo me gusta París! Pues bien, este libro no tiene nada que ver con esa ciudad. En realidad, habla de otra ciudad llamada de la misma manera, que está en el mismo lugar, pero en un tiempo diferente. De hecho, el narrador llega a esta ciudad después de un largo viaje de 30,000 años en tren. Curiosamente todo está igual, nada ha cambiado, París está idéntico. Al menos, eso parece, aunque las diferencias poco a poco ser irán notando. Hay algunos problemas literarios, como por ejemplo: la necesidad de plantear que el París en el que nos encontramos paseando a lo largo de esta novela es el mismo París, pero en un tiempo alterno. Sólo que por alguna razón se ha mantenido similar a sí misma a lo largo de 300 siglos. Será difícil, más bien imposible, explicar qué ocurre con esta ciudad. Creo que todas las calles están donde estaban, pero las cosas que ocurren ahí ya han pasado (algunas de ellas), otras no han ocurrido pero se parecen a las que ocurrieron (parece que vuelve a pasar la Segunda Guerra Mundial, pero de otro modo) y algunas más no ocurrirán nunca, como el vuelo de los ángeles sobre la ciudad –o una especie de seres alados que pasan por el cielo. ¡Por cierto, va a cantar Gardel en el Odeón, vamos! A eso me refiero, eso no tendría que estar ocurriendo. Para explicar lo que pasa en esta novela se me tendrían que ocurrir otras conjugaciones que no conozco, algunos tiempos verbales que sugieran que algo que pasa en este momento es similar a algo que no tendría que haber ocurrido antes. Es que Gardel murió en 1935, cuando todavía no existía la Segunda Guerra. O sea que se vuelve a representar una versión de la realidad que anteriormente no había pasado de este modo. Y yo, yo persisto, persisto en mi idea de no leer a Mario Levrero (1940-2004), como un autor lleno de símbolos y de alegorías. Ángeles caídos, mujeres simbólicas, formulaciones temporales, etc., etc., todo eso son como insectos en el parabrisas que entorpecen lo que quiero ver. Los académicos que explican esta literatura de ese modo, también son insectos que se irán en el momento en que encienda el limpiaparabrisas, sólo que no conozco el botón para prenderlo, y eso tal vez se deba a que no sé manejar. Así que tendré que mirar por el vidrio tratando de quitar el exceso de teorías, de guiños a otras literaturas. Este señor que escribió la novela a la que llamó París, tiene algunas ideas fijas, eso no se puede negar. ¡Vaya que las contagia!, a mí se me ha convertido en una idea fija, en un personaje tan grande como otros personajes de la literatura uruguaya que no mencionaré aquí porque eso nos lleva a otro tema tan extenso como inútil. Pero diré me entusiasma su manera de escribir, persiguiendo una pasión, continuando por caminos que tal vez no lleven a ningún lado, y que en efecto no llevan a nada. Pero la persistencia en el vacío, en el infierno cotidiano, en la costumbre de abrir diariamente la puerta del día siguiente, similar al día en que estamos, para siempre atrapados, es una manera de producir una literatura en que se asoma la tristeza, la melancolía por el amor inalcanzable, nunca del otro lado de la puerta. Las guerrilleras-prostitutas que forman parte de la Resistencia pueden ser símbolos, pero prefiero verlas como mujeres comprometidas con la defensa de París. Todo le parece extraño al personaje, pero al mismo tiempo todo está lleno de familiaridad. Además, París parece reconocerlo, tiene el secreto de su pasado y de su futuro, sólo que se va manifestando poco a poco, como si el destino lo fuera tejiendo imperceptiblemente. Olvidaba decir que el protagonista tiene alas, lo descubrió llegando al hotel. En realidad, él de pronto parece olvidar que las tiene, por lo que vuelve a cerciorarse de que existan. ¿Para qué están ahí?, ¿cómo se usan y cuál será el momento indicado? En cualquier momento, esas alas pueden desplegarse y él, huir de París, en poco tiempo estaría en cualquier lugar de la Tierra. Ha sido una mala idea regresar. Sin embargo, se deja llevar por los acontecimientos como por un río. He olvidado algunos aspectos al comenzar a referirme a esta novela de Levrero. Pero en realidad, todo lo olvido, todo es innecesario y todo puede recogerse de entre estas páginas para ser relatado nuevamente. En fin, quizás les interese saber que, al llegar a París, y bajar del tren, afuera de la estación estaba un taxista, sólo que murió cuando estuvo a punto de arrancar. Así que el personaje debió de tomar otro taxi, el cual le dio una larga vuelta por toda la ciudad antes de regresar a la estación del tren, en donde este segundo conductor también murió. Qué engorrosa situación. En cuanto los carabineros lo notaron por la ciudad, lo llevaron a un hotel, en cuya recepción se encontraba un cura. Le dieron una habitación y le prohibieron salir. Fue en ese hotel en donde comenzó a ver que estaban aquellas prostitutas a las que podía hablar, para que ellas le revelaran toda esta intriga. Todo esto pasó para que pudiera estar en este momento, aunque naturalmente he olvidado otros muchos aspectos de la historia. No sabría decirles qué es esencial a la narración y qué otras cosas no. Por ejemplo, olvidé que una persona lo reconoció en la calle y lo llamó, una persona llamada Marcel. Naturalmente que al prologuista no se le escapa que hay un solo Marcel en París, un solo Marcel en la literatura francesa, mencionado una sola vez por su nombre en los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido. Muy buena referencia, sólo que en esta ocasión no podremos dedicarnos a buscar el tiempo por ninguna parte, dado que además son muchos siglos los que se nos fueron mientras el personaje viajaba en el tren. Este Marcel es muy importante en esta narración, si lo encuentran en el libro, pongan una banderilla que les recuerde que más adelante será importante, que esta novela no es como un sueño que no conecta las partes de la narración y que cuenta pasajes que luego no se conectan. Al contrario, no llamaría ensoñación a París, porque toda esta realidad está muy bien unida, sólo que es misteriosa, envuelta por cierto tedio. Por si fuera poco, no sabemos bien a bien cómo percibe el protagonista su circunstancia, porque tiene la extraña facultad de estar despierto pero también dormir y soñar al mismo tiempo. Es raro, sí, pero la narración fluye con el personaje perfectamente consciente de su sueño y de la realidad circundante. ¿Estás seguro de que no olvidas nada más? No, por el contrario, sé que no podré recordar todo, pues es casi imposible saber por qué cada uno de los aspectos de esta narración se encuentran donde se encuentran. Sé que los espejos han desaparecido del hotel en que nos encontramos al principio, y que otro de los huéspedes está desesperado porque no sabe quién es. Incluso le han dicho que le crecen pelos en la cara, que camina en cuatro patas y que ha tratado de destrozar a la gente a dentelladas. Viéndolo bien, sí, tienen sus manos aspectos de garras. Pero no entiendo nada, cómo se ve que soy nuevo en París. Eso quiere decir que cada quién dirá lo que le interesa de esta novela, lo cual puede estar al principio, en medio o al final. Levrero insistió en que su obra era una investigación del alma. Y, como sabemos, el alma tiene forma geográfica, es un espacio sin forma que inútilmente tratamos de recorrer. Para mí, el gran momento de esta novela es cuando el narrador mira pasar una legión de seres alados, como ángeles, sobre París, pero no se anima a elevarse con ellos. Trescientos siglos para estar aquí, para presenciar el momento maravilloso en que uno puede unirse a la legión de ángeles, y dejar pasar la oportunidad. Yo también tenía una cita con la vida, pero estoy aquí escribiendo.

 

Mario Levrero. París (1980), prólogo de Constantino Bértolo, 2ª ed. Barcelona, DeBolsillo, 2010.

sábado, 23 de marzo de 2024

La ciudad, de Mario Levrero


 

Escribió Oscar Wilde: “El misterio del mundo es lo visible, no lo invisible”. Parece ser que no se necesita más teoría para sumergirse en una obra narrativa. Pero es quizá la teoría más compleja de todos, porque se trata precisamente de no sumergirse en las profundidades del inconsciente o de la ideología. Aunque las obras parezcan metáfora de otra cosa (y quizá lo sean), el reto es mantenerse siempre en la superficie, en el fenómeno. Y lo más fácil para referirse a un libro como éste, de Mario Levrero (1940-2004) tal vez sea considerarlo una metáfora de la vida: una especie de viaje que comienza por una razón cualquiera y lleva a una ciudad de la que no se puede escapar, y además, ¿para qué escapar?, ¿hacia dónde escapar? Tampoco supimos nunca de dónde venía el personaje, sólo que al principio de la novela estaba en una casa extraña y húmeda. Quién sabe para qué quisiera el protagonista volver. Sin embargo, pretende salir de esa ciudad a la que llegó por azar. Si no mal recuerdo, buscaba un estanquillo para comprar querosene, pero comenzó a llover, además la ciudad estaba oscura, y se subió al primer camión que pasó, el cual lo dejó abandonado a la mitad del campo. Y de ahí caminó, siguiendo a una mujer, hasta llegar a esta ciudad. Toda la historia consiste en ejecutar un plan que se pospone y se pospone, consistente en abandonar salir de ahí. Pero cómo… En esa ciudad no hay medios de transporte. Eso se debe a que nadie tiene intenciones de llegar o de irse. Hay cerca, pero imposible saber dónde, una estación de tren. Sólo que será muy difícil llegar a ella, ya que los habitantes de esta ciudad no son muy confiados con los forasteros y lo más probable es que no revelen fácilmente su ubicación. Por otra parte, nada garantiza que haya trenes o que vayan al lugar que uno quiere. Además, es muy noche y no se puede estar vagando libremente por las calles, el reglamento lo impide. Un reglamento impreciso que nadie ha visto, pero parece que todo mundo sigue en esta ciudad. Es extraño, porque la ciudad consta de unas cuantas casas… Así que lo mejor es aceptar la hospitalidad de uno de los habitantes, Giménez, que parece tener cierta jerarquía en este lugar. Sólo que por alguna razón desaparece por las noches. Y esta casa… algo ocurre con ella, similar a los sueños: que sólo se mantiene constante aquello en lo que fijamos la atención. Pero lo que queda a nuestras espaldas, se modifica. Los espacios de un lugar onírico parecen quedar muy lejos. Pareciera que no hay consecuencias de una acción sobre otra… Y, sin embargo, desde el principio, el chofer que manejaba el camión por el cual llegó a esta ciudad ya tenía prisa, ya tenía un compromiso oficial a que lo obligaba el reglamento. Los habitantes de esa ciudad siguen las reglas que dicta dicho reglamento, quién sabe si se pueda llegar a leerlo. Pero aun cuando se pueda, quizá esté escrito en el mismo idioma en que están escritos todos los libros de esta ciudad, en una tipografía que es imposible descifrar. Ni siquiera una letra se puede comprender. Hay un mecanismo que parecería onírico que mueve esta realidad; parecería si no fuera porque el protagonista está despierto. El tema central de esta novela pareciera ser el viaje, el pretendido viaje de regreso (aunque no sea exactamente un regreso, pues el punto de partida era igualmente extraño). Podría uno decir: en realidad, el viaje es el destino. Pero me parece que explica más esta novela la idea de que el destino tiene forma de viaje, aunque parezca inmóvil a lo largo de muchos tramos.

 

Mario Levrero. La ciudad (1970), prólogo de Ignacio Echeverría, 2ª ed. Barcelona, DeBolsillo, 2010.

lunes, 18 de marzo de 2024

Elena Garro: Los recuerdos sin porvenir, de Laura Ramos



La última editora de Elena Garro escribe su experiencia con la autora de Los recuerdos del porvenir. Para conocer su obra inédita y revisar los manuscritos, fue invitada a entrar al pequeño infierno personal de la novelista. Transcribe todo lo que ella cuenta, sus tormentos, remordimientos y rencores. En su rosario de maldiciones va surgiendo el nombre de su familia y de Octavio Paz, en quien deposita las peores traiciones e intrigas. Voy leyendo todo, pero nada me sorprende, no le creo nada a este personaje que se consume en las llamas de su pensamiento, por más que la considere genial. Aun cuando su conversación sea también hipnótica. ¿Qué, de todo lo que leo, dijo en realidad? Me gustan sus imágenes: se consideraba una Coatlicue a la que enterraron y resurgió de las entrañas de la tierra, descuartizada y fatal. Los monólogos de su condenación quizá serían escalofriantes y tendrían buena taquilla, pero nadie se acercó lo suficiente a tomar notas… Coatlicue desmembrada por el escenario, rodeada de gatos, cigarros y Coca Cola, mientras declama su verdad; el auricular del teléfono en una de sus manos mutiladas, esperando cualquier voz, en especial la del poeta. Demasiado destino amontonado como para que la crítica sea benévola. Las fotografías y los manuscritos son guardados en bolsas de basura por la escritora y su hija. ¿Dónde se encuentra hoy todo ese material? Tampoco me interesa, es mejor alejar la vista de toda esa desesperación, de su familia, de los académicos que la acosan y de quienes pretendían saquearla. La cocción del pensamiento es una receta interesante, se prepara una reducción de ideas y se sirve sobre el mundo en general para destruirlo, para concentrar los odios y dejar de ver la complejidad de la vida. El extenso monólogo vital de Elena Garro sirvió para minar su propia voz, contradiciéndose y victimizándose. Pero hay que hacer un corte metodológico, porque el delirio de su mente, en cierto punto se convierte en una de las voces más poderosas de la literatura. No le ayuda nada este libro ni sus editores. Hay erratas en cada página, listas sin sentido y ese exquisito delirio de la reacción mexicana que parece heredado de esta escritora: culpar hasta del cambio del color del mar al presidente López Obrador, tal como ocurre en la página 177 en que la autora se une al desplegado de la “deriva autoritaria” firmado por intelectuales de la derecha. El desvarío de la novelista homenajeada se torna contagioso, no hay forma de cercarlo. No me considero conocedor de la obra de Elena Garro, tampoco de su amante, Adolfo Bioy Casares. Pero soy dado a buscar pistas en las obras literarias. Incluso en éste, con mayor detenimiento, podrían encontrarse puertas que lleven a sitios llenos de interés. Por ejemplo, cuando Elena habla del libro El sueño de los héroes (1954), novela en que Bioy aparentemente escribió su historia con ella. Es que no hay forma de cercar sus numerosas fantasías encadenadas. Hay que comparar monólogos, novelas. Tal vez así se pueda acercar a alguna verdad, por lejana que se vea. Tal vez.

 

Laura Ramos. Elena Garro: Los recuerdos sin porvenir. México, Aguilar, 2023.

domingo, 17 de marzo de 2024

Diccionario histórico y crítico, de Pierre Bayle




 

Recuerdo fuera de tiempo, para David le Fou

 

En la obra El casamiento a la fuerza, de Molière, se da este diálogo entre el protagonista y un filósofo pirrónico (seguidor de Pirrón, padre del escepticismo): “Señor doctor, necesitaría su consejo sobre un pequeño asunto en cuestión, y para eso vine aquí.” “Por favor, cambie esta forma de hablar. Nuestra filosofía nos ordena no formular ninguna proposición decisiva, hablar de todo con incertidumbre, suspender siempre el juicio; y por eso no debéis decir he venido, sino que me parece que he venido.” Hasta antes de que Pierre Bayle (1647-1706) publicara su Diccionario histórico y crítico, los escépticos gozaban de mala fama, le iba mejor a los que persistían enfadosamente en la fe. Ante la Trinidad, la Transustanciación o la Eucaristía, mejor no opinar nada, pues la duda es mejor instrumento de conocimiento, además todo lo que se extrae de esas categorías teológicas llevan a demasiadas contradicciones. De ahí que Marx admirara a este filósofo francés pues lo consideraba el responsable de que la metafísica y la escolástica teológica perdieran su viejo prestigio. Naturalmente, era un libro peligroso pues terminaría por nutrir el pensamiento de los enciclopedistas del siglo XVIII. Siendo así, ¿cómo es que logró difundir tales ideas? Eso se debe a la estructura del Diccionario, que tiene unas breves entradas informativas de cada uno de los personajes mencionados, seguidas de numerosas notas al pie en letra pequeñísima. La censura decidió no penetrar tanto en esas notas, a diferencia de los lectores americanos del siglo XIX que bebieron ansiosamente el pensamiento spinoziano con agravio para sus pobres ojos (y los míos). Naturalmente, critica el pensamiento del filósofo holandés, aunque por ahí en una de sus miles de notas al pie explica que es posible que existe una sociedad formada por individuos ateos. Mientras la gente leía los artículos dedicados a personajes extraordinarios como Hiparquia, la primera filósofa, o el poeta científico, Lucrecio, las notas al pie escondían bombas ideológicas maravillosamente escondidas, como deben de ser la maquinaria revolucionaria. Cuenta la historia, por ejemplo, del filósofo portugués Uriel Acosta (o Uriel da Costa), que profesaba secretamente la fe judía, así que huyó a Holanda para poder anunciar su conversión. Sólo que, pasado el tiempo, su carácter racional lo llevó a comentar críticamente el pensamiento judío, de tal modo que los rabinos lo excomulgaron e incitaron a los niños a apedrearlo por la calle. Después de años de persecución, acordó con los rabinos el perdón de la comunidad. Dicho perdón, llevado por la caridad, consistió en pedirle a Acosta que se tirara en el suelo, a la entrada de la sinagoga, para que todos los que salían de la ceremonia, le caminaran encima. Ese perdón lo llevó a la muerte. Hoy se cree que, entre la multitud que vio esa escena estaba un niño, Baruch Spinoza, que, con los años, se dedicó a enfrentar la religión con la fuerza de la razón. Para tolerar todas las infamias de la religión (entre otras infamias), es necesaria una gran indiferencia que permita al espíritu continuar guiado sólo por la metodología de la duda. Ése era el valor que Bayle veía en el antiguo Pirrón, el filósofo que mostró ante el mundo la indiferencia más sorprendente. Sostenía que no importaba más vivir que morir. “¿Entonces por qué no os morís?”, le preguntaron. “Precisamente por eso”, respondió. Dice más Bayle: que a Pirrón nada le gustaba y por nada se enfadaba. No le molestaba si le prestaban o no atención cuando hablaba, y continuaba hablando aun cuando sus oyentes se hubieran ido. Y decía: “La inconstancia de las opiniones y pasiones es tan grande que podría compararse al hombre con una pequeña república que cambia con frecuencia sus magistrados”. Era tan singular, que, sin duda, su indiferencia no causa indiferencia.

 

Pierre Bayle. Diccionario histórico y filosófico / Dictionnaire historique et critique (1696), selección, traducción, prólogo, notas y diccionario del editor, Fernando Bahr. Buenos Aires, El cuenco de plata, 2010. (Col. Hojas del arca, 1)

sábado, 9 de marzo de 2024

Etimologías

  



 

Irene Vallejo recogió en El futuro recordado 126 columnas publicadas en El Heraldo de Aragón. No sé con qué periodicidad ni en qué lapso. Pero todas tienen algo en común, miden menos de una cuartilla, no llegan a 1,400 caracteres. Eso me da una alegría enorme, porque tengo una obsesión con el conteo de caracteres. Yo me impongo textos de cuartilla y media, y textos de cuatro cuartillas. Los alterno con regularidad, y me da gusto cuando organizo mis ideas en 7,000 caracteres. Qué gusto saber que el cerebro produce el equivalente a medio kilo de inspiración, y voy cortando las rebanadas de ideas introducidas en el texto apretadas como en un embutido. Me da gusto, igualmente, porque creo que comprendo a la autora en su cotidiano escribir y contar sus caracteres. Porque aprisionado en los límites inamovibles de un texto, es necesario darle una forma y un estilo al texto. Olvidaba que la autora también se impone un tema; generalmente, la relación de la cultura clásica con nosotros, los lectores del siglo XXI, tan poco dispuestos a consumir por gusto esos exotismos intelectuales, los sabores áridos de la prosa ciceroniana o las muy difíciles de pelar cláusulas quintilianas. Es posible que el editor haya decidido que todo eso del mundo grecolatino sea dosificado como las hierbas aromáticas o las hierbas finas. ¡De esa manera, los lectores consumirán estos productos del supermercado periodístico! En gran medida, los textos de El futuro recordado vuelven sobre una obsesión, el secreto de las palabras. No sabíamos que las palabras tienen secretos, pero los tienen pues guardan la memoria de su creación, la etimología. Ante ese recurso de las palabras para testimoniar su ser, hay dos grandes posturas: hacer caso del sentido etimológico que a veces se nos escapa, o bien volver a él para que nos ayude a encontrar sentidos dentro de la vida cotidiana. Ante el agotamiento del lenguaje y de las ideas comunes, tomamos la palabra en nuestras manos, como un pomo que abrimos y le decimos: “Inspírame”. Precisamente, la inspiración es un soplo que entra en nosotros y nos dice algo nuevo. De esta manera, podemos pensar que lo que llega a nosotros por “inspiración” no es nuestro. Bueno, nadie lo reclama. Pero si argüimos que fuimos inspirados seremos fácil presa de aquellos que dirán que no nos dedicamos a trabajar nuestros textos, sólo a esperar a la inspiración. Por esa razón, a veces huimos del sentido etimológico, porque pensamos que no seremos libres, que la palabra pesará sobre nosotros demasiado. Huimos de su atadura con el pasado, por mucho que contenga consejos de Heródoto o Hesíodo. Es más, que ese estancado olor de la tradición se vaya. ¿Es que no podemos crear nuevas raíces? ¿No dan para tanto nuestras lenguas modernas? Sustancia, que es algo que va por abajo, sólo puede ser concebido gracias al latín. De la misma manera ocurre con el término existencia, porque ser-fuera-de-algo no se le había ocurrido a Sócrates ni a Platón. De ahí que el conocimiento medieval de santo Tomás dependió tanto de las etimologías latinas medievales. Y entonces ese pretexto para sufrir que es el existencialismo quizá sería más alegre de no ser por esa persistencia del ser por existir, por ser arrojado del ser. Sin embargo, el empeño de la autora no es poner grilletes al pensamiento, preso de las etimologías, sino por el contrario liberar aquella esencia que duerme en las palabras. O mejor que esencia: un sentido original latente. Piensa que oler las exóticas esencias de la antigüedad nos permite obtener herramientas para explorar el mundo actual, igualmente selvático en diferentes maneras. Ante el mundo vertiginoso, detenernos a meditar. Hemos visto que la calumnia es rápida, y que la meditación es lenta. A la calumnia le basta con hacer listas de mentiras, y la refutación necesita de tiempo y de trabajo de investigación y de argumentación. Aunque no me referiré ahora a nadie en concreto, me imagino que sugiero algunos personajes adictos al ex-Twitter. Aunque la sentencia “Sólo sé que no sé nada” tiene menos de 140 caracteres, no es una de las más difundidas hoy. De hecho, una de las relaciones más misteriosas y que más provecho daría discutir es la que existe entre ignorancia y conocimiento. La autora menciona a dos psicólogos, Justin Kruger y David Dunning, quienes plantearon que muchas veces la gente más capaz desconfía de sus propias habilidades. Quizá no descubrieron nada, tal vez sólo midieron en una gráfica una idea que ha sido enunciada desde siempre. La indagación de Sócrates en torno al conocimiento se ha convertido en un lugar común del pensamiento. Aunque es más común aún la soberbia de los que creen conocer. Es que el conocimiento va marcando sus límites, cada vez más estrechos conforme se fortalece. La duda, paradójicamente, no sirve para acrecentar las certezas sino para hacerlas más endebles. De ahí que el conocimiento se nutra de la ignorancia, pero se trata de un alimento que desmorona la intención de alimentarse. La ignorancia crea un mundo más amplio, bello y prometedor, pero por desgracia no se puede tocar. Sólo existe en el lenguaje, es autoevidente y se desploma con la duda. Por esa razón, la duda es la única herramienta consistente del conocimiento, el cincel con el que verdaderamente puede modelar el mundo. No tiene otra forma el mundo que el camino que sigue la duda. Así que, de la misma manera, la certeza sería la herramienta de la estupidez. La mentira sólo al saberse mentira se fortalece, se ostenta como arte. Permanece como apariencia. Pero doy vueltas en círculo, sobre la misma frase puesto que nunca sabré, o no ahora, la relación entre ignorancia y conocimiento. Sólo doy vueltas en círculo, persiguiendo una idea que se me escapa. Por esa razón, me asomo a mi ombligo, lo único que realmente estoy viendo, para saber si puedo conjurar el encierro, el callejón sin salida a que me trajo esta idea. Quizá me tenga que preguntar para qué sirve la ignorancia, pues mucha gente se aferra a las certezas, pero las quiere volver verdades. En cambio, el que persigue la verdad, la aleja con la duda. ¿A qué todo este perseguir esa verdad? ¿Por qué no perseguimos mejor la mentira? Porque la verdad tiene dentro de sí el poder, lo que verdaderamente se persigue (Nietzsche). De las frases que ejemplifican este tópico, me gusta la de Voltaire: “Debe de ser muy ignorante porque responde a todas las preguntas que le hacen”. Es que somos tan reacios a pronunciar el mejor conjuro de todos, la sencilla frase: “no sé”, que nos libera. Nos permite ver con desinterés el mundo y nos permite volar sin el peso de las certezas. De las muchas referencias al mundo clásico, al papeleo de los antiguos, hay una que me intriga: la del ombligo. Parece que no podremos llegar al centro de esa palabra, ya que proviene de una raíz indoeuropea, anterior al latín y al griego. Pero en efecto quiere señalar el centro de uno mismo, ese lugar que nos unió con el origen, que queda como cicatriz de ese lazo que nos unió con el mundo y que nos hizo existir. ¿Existir? Qué molesta etimología que nos lleva a concebirnos como desesperadas palomillas queriendo reintegrarnos a la lampara del ser. No sólo queremos conocer el centro de las cosas o nuestro centro. También queremos ser el centro, de ahí que varias ciudades del mundo lleven en su etimología la palabra “ombligo”. Qué palabra tan misteriosa, tan definitoria, pero como todos los grandes conceptos, a veces sólo tienen en su centro un poco de pelusa, como es el caso cotidiano de esta palabra en concreto.

 

Irene Vallejo. El futuro recordado. México, Debate, 2022.

viernes, 1 de marzo de 2024

Epistolario (1889-1893), de Ignacio Manuel Altamirano

  



 

Casi todas las últimas cartas del maestro Altamirano estuvieron dirigidas a su yerno consentido, Joaquín D. Casasús. Tenía su cargo como diplomático en Francia y luego en Italia, pero lo cierto es que sus intereses se iban centrando en su familia. Aunque los sobres pesaban porque llegaban a México cargados de optimismo, el destinatario se iba alarmando de lo que podía leer a través de las palabras. La carta era alegre porque la familia había ido a comer a un restaurante de moda, construido sobre un árbol. Pero la caligrafía o el obstinado optimismo decían algo diferente. Así que un día, Casasús decidió comprar pasaje y tomar un barco rumbo a Europa. Qué importaba todo aquello que trajeran las cartas, aunque viniera un ejemplar de la Navidad en las montañas dirigida a Casimiro Collado, con una indicación: “Dígale que no se fije en mi novela (que es una teoría), ni en la forma (porque no la cuido), sino en el pensamiento (que no está de acuerdo con sus ideas), pero que es un arma. En suma, mi libro es una obra de arte, a mi manera.” Sí, caben poéticas, saludos, buenos deseos, abrazos y algunos chismes: “Dice Margarita que José T. de Cuéllar tuvo la culpa de la muerte de su esposa Carlota, encerrada una casa de locas”. Sí, esta rápida poética se encuentra en medio de los remedios para diabetes y para los cólicos. Entre los medicamentos, no encontramos ninguno para la tuberculosis, ya que el Maestro no imaginaba que esa enfermedad lo llevaría a la tumba, pues él decía que había fortalecido sus pulmones cuando en su niñez masticaba pedazos de ocote, allá en Tixtla. La carta que verdaderamente me conmueve no la escribió él, sino Casasús, en 1906, dirigida a Ángel de Campo Micrós, para relatarla la muerte del Maestro. La leo queriéndole extraer todos sus secretos. Al llegar a San Remo, en donde ahora vivía Altamirano, Casasús se encontró con un hombre que casi no podía ponerse en pie. Por momentos, la salud mejoraba, como aquella noche en que la familia cenó reunida, pensando que sería posible volver en barco a Veracruz y tomar el tren a la capital… Pero desde la calle llegó la voz de un muchacho que cantaba una canción conmovedora y penetrante, Vorrei morire: “Quisiera morir en la estación del año, cuando el aire es tibio y el cielo calmado…” Fue como un aire frío que congeló la esperanza de Altamirano. Por esos días, se acercaba con angustia a su nieto Héctor: “¿Sabes quién soy yo?” “Sí, papá Nachito”. “¿Cuándo seas hombre, tendrás presente mi fisonomía?” Es que sabía que el plazo se acababa; no se engañaba, así que le dio a su yerno las últimas indicaciones: para poder volver a su patria, lo más seguro era cremar su cadáver. Así lo pidió y sintió que dejaba sobre otros la responsabilidad de su familia. Quisiera poner aquí toda la carta, pero sólo hay que decir que el Maestro murió el lunes 13 de febrero de 1893: cuando sintió que no podía respirar, tomó la mano de su hijo adoptivo Aurelio Guillén, y sólo dijo: “¡Qué feo es esto!” y volvió el rostro hacia la pared. En San Remo sólo existía un horno de cremación, pues esta práctica era nueva, algo propio de “librepensadores”. Dos días después, una comisión de librepensadores llegó al sitio en que se velaba al Maestro, y depositó una corona de flores sobre el féretro. “Hemos sabido que el señor Altamirano, cuya muerte lamentan ustedes, era un viejo libera, un patriota distinguido y un hombre de letras eminente, y hemos querido los miembros de la Sociedad de Librepensadores de San Remo venir a presentarle el testimonio de nuestra simpatía y de nuestra admiración y a acompañarlo al cementerio para ser testigos de la cremación del cadáver”, dijo el presidente de la Sociedad, Bernardo Calvino. En la mente de su nieto, Italo, México fue desde siempre una imagen neblinosa que luego le inspiró numerosos textos. Me gustaría saber si el nombre de ese liberal ilustre le significaba algo. Me gustaría pensar que entre los restos de los manuscritos hay alguna referencia…

 

Ignacio Manuel Altamirano. Epistolario (1889-1893), tomo 2. México, Conaculta, 1992.