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viernes, 23 de julio de 2010

José Emilio Pacheco: La iniciación de Monsiváis




—¿Conoce usted a Carlos Monsiváis?

—No, para nada.

—Pero ha sido amigo suyo durante cincuenta años.

—Es cierto, sin embargo esa eternidad no me autoriza a decir que lo conozco. Oportunidades no han faltado: durante la adolescencia y la juventud, inmensas caminatas nocturnas por la ciudad de México, después largos trayectos aéreos, prolongadas estancias compartidas en otros países. Y no me refiero nada más a la vida íntima: en torno a él hay datos esenciales que ignoro por completo o acabo de enterarme de ellos.

—¿Por ejemplo?

—Algo tan importante como el lugar de su nacimiento. Por la Guía literaria del Centro Histórico que hizo Pável Granados, supe que Monsiváis había nacido en el edificio de Rosales en donde estuvo la Universidad Obrera y más tarde el Teatro del Caballito que recuerdo como primera sede del grupo Poesía en Voz Alta.

—¿Existe?

—Desapareció en 1964 cuando el entonces regente Uruchurtu demolió sin ninguna necesidad toda esa manzana para abrir el Paseo de la Contrarreforma. Se perdieron el edificio antiguo de Relaciones Exteriores, donde visitábamos a Octavio Paz y a Carlos Fuentes y un día fuimos presentados a José Gorostiza; la sede del PAN, antes un hotel que había sido el cuartel general de Álvaro Obregón, y la casa en que, bajo el mandato de Henry Lane Wilson, Huerta, Félix Díaz y Manuel Mondragón, el padre de Nahui Olin, firmaron el Pacto de la Ciudadela y la sentencia de muerte de Madero y Pino Suárez.

Para Monsiváis, para Sergio Pitol y para mí aquella plaza era un lugar importante porque enfrente estaban el café Kikos y la antigua librería de El Caballito. Pero Monsiváis jamás nos dijo: “Aquí nací”.

Tolerancias e intolerancias

—¿Y acerca de su infancia?

—Sé menos todavía. Me hubiera gustado preguntarle, pero jamás me dio la oportunidad, sobre algo que aparece en dos líneas supuestamente humorísticas de su Autobiografía de 1966. Al lado de las incesantes atrocidades de nuestra época, hay una conciencia que no existía antes por José Emilio Pacheco acerca de problemas tan graves como el abuso sexual y el acoso escolar y los daños irreparables que provocan. Monsiváis habla sonriente y como de pasada de lo que significó para él ser el único niño protestante en una escuela laica en la que sin embargo todos sus condiscípulos —aquí no puedo emplear el término “compañeros”— eran católicos.

Usted no puede imaginarse la virulencia de la intolerancia en aquellos años. Y al mismo tiempo se consideraban como algo meritorio y divertido lo que ahora vemos como auténticos crímenes. Por ejemplo, un maestro universitario, caballero cristiano decentísimo, padre de muchos hijos y pilar de la sociedad, nos invitaba a comer para vanagloriarse deportivamente ante nosotros sus alumnos de cómo, bajo otra identidad y promesa de matrimonio, seducía a sirvientas adolescentes y a muchachitas de las secundarias populares. Era como el cazador que presume de las liebres o las palomas abatidas en su última excursión de caza. Siempre me pareció algo terrible, pero tuve la cobardía de no reprochárselo y me arrepiento ya muy tarde.

—Entonces, ¿cree usted que la obra de Monsiváis es un largo ajuste de cuentas del niño que fue con ese México y todo lo que significa?

—Señalo el dato, de momento no me atrevo a hacer interpretaciones. Nada más le digo que esa situación tuvo su otra cara: el marginal que no participa en las diversiones de su edad es el lector y el espectador nato, por así decirlo. Además, y esto sí se ha apuntado, ese niño se forma en la Biblia de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, una obra maestra del Siglo de Oro a la que nunca se toma en cuenta como parte esencial de la gran literatura española, mientras para la mayoría de sus contemporáneos la prosa castellana era lo que leían en las más veloces y descuidadas traducciones, pagadas a un céntimo por línea.

—¿Usted leyó también la Biblia de Reina y Valera?

—Sí, pero tarde y gracias a Monsiváis. Yo ni siquiera me había acercado a las biblias católicas, excepto por supuesto a los Evangelios. En vez de la lectura directa, que nos desalentaban casi como una invitación al luteranismo, había clases de “Historia sagrada” en que nos contaban los relatos de Adán y Eva y el Diluvio y la torre de Babel.

El último polígrafo

—Pero Monsiváis no se ocupó nada más de textos religiosos.

—No, cuando lo conocí a sus diecinueve años, nadie de nuestra edad había leído tanto como él. A menudo se olvida que la lectura es tiempo y no podemos dar por leído lo que sólo hojeamos o picoteamos. Monsiváis a esa edad tenía ya una gran cantidad de libros perfecta y críticamente asimilados.

—Y ahora, con una actividad tan intensa como la suya, ¿a qué horas lee?

—No lo sé, no me lo explico. Creo que no duerme. Monsiváis paseó en su derredor lo que en inglés llaman un red herring, es decir, una pista falsa que desorienta a los rastreadores. Se hizo pasar por desorganizado y caótico y, todo lo contrario, es de una disciplina brutal y una capacidad de trabajo sobrehumana. De otra manera no se entiende lo mucho y lo bien que ha escrito.

—¿Ha escrito más que Alfonso Reyes?

—Más que nadie en el México actual. Compilar sus obras requeriría de cuarenta tomos como los de Guillermo Prieto. Él es nuestro gran hombre de letras, el último polígrafo que puede escribir (y hablar) sobre todas las cosas. Y digo hablar porque sus antepasados no daban conferencias y no había televisión ni radio, ni entrevistas ni declaraciones. A todo esto ahora hay que sumar internet. ¿Cuántas docenas de “correos” despachará al día Monsiváis?

—¿Y eso es bueno?

—La hiperproductividad tiene la desventaja de que impide el acabado total y, como nadie puede abarcar la obra en su conjunto, juzgamos el todo por la parte. Le juro que soy un auténtico lector de Monsiváis, lo he leído sin tregua durante estos cincuenta años. Y al ver la lista que usted me presenta no quiero engañarla y le confieso algo de lo mucho que desconozco: El crimen en el cine, Cultura urbana y creación intelectual, De qué se ríe el licenciado, El género epistolar, Sin límite de tiempo, con límite de espacio, Rostros del cine mexicano,

Luneta y galería, El bolero, Julio Ruelas, Modernista y muchos libros más.

—Hay que hacer una antología.

—Se pueden hacer muchas y no obstante me temo que le suceda lo mismo que pasa con Reyes. Por buena que sea la antología, y las hay excelentes, uno termina sintiendo que no lo representa: el sentido de la obra está en la variedad y en la vastedad inabarcables. Cada escritor es único y no es posible exigirle más de lo que puede darnos. O sí: podemos demandarle que no sea él, pero en ese caso la pérdida será para nosotros.

—Ahora le devuelven lo que él dijo un día: Se necesita una beca para leer a Monsiváis.

—Y no cualquier beca, sólo la MacArthur que se prolonga por cinco años y es nada más para escritores angloamericanos. Sí, en lo que me resta de vida me encantaría leer lo que desconozco de Monsiváis.

El arte de la memoria

—¿Por qué no escribe usted sus memorias de Monsiváis en esos años?

—Ya lo hizo inmejorablemente Sergio Pitol en El arte de la fuga. La suya será la versión clásica y la única realidad. Las cosas no existen mientras no hay un texto que las fije. Lo demás es la nebulosa llena de estruendo y confusión en que vivimos inmersos.

Lo que pasó es lo que está en el libro, no lo que sucedió en el mundo real ni en las imágenes. Pero al recordar por fuerza inventamos. Sergio y Carlos quedaron muy sorprendidos cuando les demostré que los hechos sintetizados en un día, como es privilegio de la literatura, sucedieron a lo largo de varios años.

El ensayo-relato de Pitol empieza en 1957. Yo no conocí a Sergio hasta el año siguiente. Monsiváis entrega a Excélsior su columna de televisión “La caja idiota”. Por supuesto, faltaban siglos para que colaboráramos en Excélsior. La sección sólo se publicó en La Cultura en México cinco años después, en 1962. De allí van a casa de Juan José Arreola donde yo losestoy esperando porque Arreola nos va a publicar nuestros primeros títulos: Victorio Ferri cuenta un cuento y La sangre de Medusa. Todo esto es cierto pero en 1957 yo no conocía tampoco a Arreola, los Cuadernos del Unicornio no comenzaron hasta 1958 y los nuestros no los publicó Juan José sino a finales de aquel año.

—¿Importan estas precisiones?

—No, importa de verdad lo que ambos significaron para mí en cuanto guías de lecturas y críticos feroces de mis primeros trabajos. Lo que valdría la pena es recrear la atmósfera cultural de aquellos años. Parecen a distancia de varios siglos. Usted no puede imaginarse un mundo ya no digamos sin internet ni Google ni Wikipedia ni celulares con cámaras ni iPods, sino carente de fotocopiadoras, grabadoras y hasta de teléfonos fijos. A fin de comunicarse con Monsiváis había que llamar a una miscelánea para que lo buscaran en su casa. Ante nosotros era inconcebible nada que no fuera el transporte público. Ni pensar en comprarse un coche. Sólo en casos de extrema urgencia se tomaban taxis o se hacían llamadas de larga distancia. Sin embargo, las cartas eran algo más de lo que es hoy el correo electrónico. Uno se escribía en cualquier ocasión. Y para quienes empezaban su trabajo literario resultaban impensables términos como “mercado”, “becas”, “premios”, “agentes”.

A la mitad del siglo

—¿Cómo eran los primeros textos de Monsiváis?

—Hay un Monsiváis que desconozco. Me han hablado de tres crónicas preparatorianas: una sobre la protesta por la invasión de Guatemala, otra sobre el velorio de Frida Kahlo y una tercera sobre el cantante y pianista cubano Bola de Nieve. Lo primero que leí de él, y no me he cansado de elogiar desde entonces, fue el ensayo “Acerca de la literatura policial” en la revista Medio Siglo.

—¡En 1953! ¡A los catorce años!

—No, en 1957, a los diecinueve, aunque una nota al pie dice que se trata de una conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras, el 6 de julio de 1956. Entiendo su confusión porque hubo dos Medio Siglo, así como tres Revista Mexicana de Literatura, una de Fuentes y Carballo, otra de Alatorre y Segovia, la tercera de García Ponce y un grupo fluctuante porque casi invariablemente estábamos peleados.

—Hay grandes debates sobre cómo llamar a esa generación: ¿del Medio Siglo, de los cincuenta, de la Casa del Lago? ¿Usted qué piensa?

—Creo que se dan varias promociones quizá fundidas en

una sola generación: 1) Una, la de 1950 agrupada en torno de la revista América: Juan Rulfo (pero no Arreola), Rosario Castellanos, Jaime Sabines, Rubén Bonifaz Nuño, Ricardo Garibay, Dolores Castro, Enriqueta Ochoa, y los dramaturgos: Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández, Sergio Magaña. 2) Otra de la primera Revista Mexicana de Literatura con algunos que ya habían aparecido en el primer Medio Siglo: Carlos Fuentes, Marco Antonio Montes de Oca. 3) La de la Casa del Lago que no es en absoluto de los cincuenta: comienza como tal en 1961 con Tomás Segovia, ya bien pasado el medio siglo, y tiene su esplendor bajo Juan Vicente Melo entre 1962 y 1967, cuando termina trágicamente, como tantas cosas en México. La Casa del Lago es el eje de los sesenta mexicanos.

—No lo veo muy claro.

—Desde luego que no. El esquema presenta cuarteaduras: ¿en dónde pone usted a los españoles de México: José de la Colina, Tomás Segovia, Ramón Xirau que están presentes en varias de estas revistas? ¿Y qué hacemos con Monsiváis, nacido en 1938, veinte años después de Rulfo y Arreola (oriundos de 1918 como Chumacero que tiene su nicho en la promoción de Tierra Nueva, parte de la generación de Taller) y seis años más tarde de aquel 1932 en que parece haber llegado al mundo algo así como la mitad de los escritores mexicanos? (pero no Zaid ni Del Paso, entre tantos otros).

—¿Y nosotras las mujeres?

—Si usted me lo permite, quisiera rogar indulgencia y hacer un pacto para decir que la palabra “escritores” incluye, y en primerísimo plano, a las mujeres. Está muy bien haber reparado las injusticias y exclusiones, pero después de que Fox protegió a los cetáceos y a las cetáceas del Mar de Cortés, creo que debemos reflexionar sobre el caso y no perpetuar horrores como “l@s poetas de uno y otro sexo”, “l@s compañer@s de Monsiváis”. El colmo de la corrección lo encuentro en algunos manuales norteamericanos que llevan en su título la palabra writer. En el interior se habla invariablemente de the writer como she.

La exclusión de Benítez

—Yo nací en 1983 y por tanto contemplo el panorama como si viera las pirámides de Egipto, con perdón suyo. Mi conocimiento es hemerográfico, es decir, arqueológico. No tengo las pasiones de los vivos y por eso me adelanto a reclamar una injusticia: ¿por qué han excluido a Fernando Benítez y a los suplementos México en la Cultura (1949-1951) y La Cultura en México (1962-1971)? El suplemento que dirige Monsiváis a partir de 1972 es una cosa muy distinta, ¿no cree? Y los setenta no son en modo alguno los sesenta.

—Tiene usted razón. Hemos sido de una ingratitud radical con Fernando Benítez. El suplemento fue nuestra Biblia laica. Sergio Pitol ha contado cómo descubrió a Borges en la estación de autobuses de Tehuacán gracias a que México en la Cultura había publicado “La casa de Asterión”. Yo puedo citarle veinte ejemplos personales al respecto. Monsiváis otros tantos. Y en los suplementos sí colaboramos todos.

—Usted trabajó mucho en ellos ¿verdad?

—Fui secretario de redacción del primero en su último año y jefe de redacción del segundo durante nueve (excepto el 68 que me tocó en Inglaterra y en Francia, como lo muestra Jorge Volpi). Sin embargo, esto no figura en ningún lado. He desaparecido por completo en tanto editor o subeditor de los suplementos. El propio Monsiváis jamás me ha mencionado al hacer sus historias de La Cultura en México.

En modo alguno quiero pedirle cuentas ni cobrar protagonismo: mi labor fue muy constante y muy difícil pero muy secundaria frente a la importancia de Benítez y Vicente Rojo. Hice la talacha anónima de las notas y las traducciones aunque me autopubliqué muy pocas veces. Mis poemas salían en las revistas de mi generación. Respecto a la ética de todo esto, nunca dije en un texto sin firma o con pseudónimo nada que no hubiera dicho bajo mi nombre.

—Eso sí no lo sabía.

—Tampoco creo que haya habido una conspiración staliniana para borrarme o recortarme del retrato de familia. El suplemento ha llegado a identificarse casi por completo con Monsiváis porque fue, con Radio Universidad, su auténtico terreno de despegue. Muchas de las crónicas de Días de guardar aparecieron allí. Él tuvo una participación muy destacada durante el 68 y en 1971, cuando Benítez dejó en mis manos La Cultura en México, preferí renunciar y pedirle a Monsiváis que estaba en Londres venir a encargarse del suplemento, una decisión de la que no me arrepiento. Fue la mejor para todos.

La niebla y el acero

—No ha dicho nada de Estaciones.

—Resultó el primero de mis muchos trabajos en común con Monsiváis. Mi maestro Enrique Moreno de Tagle, que lo fue de muchos otros escritores mexicanos: Jaime García Terrés, Carlos Fuentes, Jorge Ibargüengoitia, Montes de Oca, Xavier Wimer y seguramente muchos más, me llevó con el poeta Elías Nandino, que era un hombre muy generoso, y él abrió un espacio no para los jóvenes sino para los adolescentes: ninguno de nosotros había cumplido aún los veinte años. En cuanto conocí a Monsiváis le pedí que hiciéramos en colaboración esas páginas.

—¿Qué es lo más notable que publicó allí Monsiváis?

—Su primer cuento y el único antes del Nuevo catecismo para indios remisos. “Fino acero de niebla” está agobiado por una retórica poetizante que entonces nos parecía estupenda pero que envejeció muy pronto y muy lastimosamente:

Intentó hundirse en la respiración que le brotaba, en la huida de sí a través de su cuerpo; creando situaciones para adentrarse en ellas evadiendo su rostro. Un ataúd sin puertas, una brisa surgida de las manos. Empañada en vaho la voz.

Yo estaba tan confundido como él. Escuche este parrafito:

Enero se derrama encima del tálamo colectivo de los gatos. La azotea resiente el frío invernal y acoge a sus visitantes con indiferencia… Con el último gato que se aleja, las estrellas se cuelan por las tuberías y van a deshacerse en las coladeras.

Pero “Fino acero de niebla” es tal vez el primer cuento en que aparece la delincuencia juvenil de la época y la neohabla mexicana de entonces. Es como un leve presagio de la Onda. Si la niebla estaba en nuestra prosa infantil que nadie corregía, la finura y el acero se hallaban en el oído de Monsiváis para recoger y transformar lo que se escuchaba en las calles:

—Así que te rajas. Cuando todo está listo. Y tú qué dijiste, a éstos ya se los cargó. Pues te falló, pendejo. Si te avientas o no a esa vieja y por andar dándolas, le sacas, es tu movida. Ora te friegas. O jalas o te friegas.

Este cuento inició su entrenamiento como el narrador, a diferencia del ensayista, al que debemos los mejores relatos en sus crónicas.

Los contemporáneos del porvenir

—¿Y los ensayos?

—Brotaron con una naturalidad asombrosa. Aquí no parece haber habido aprendizaje en público. En once páginas Monsiváis puede hablar de cien libros y proponer una tesis que se volvió dominante: en México no hubo novela policial (a diferencia de la novela negra, impensada o innombrada entonces) porque siempre hemos desconfiado de la policía.

En el ensayo escribe por ejemplo:

Edgar Allan Poe, iniciador del género, es también el que señala elementos que posteriormente serán invitados casi obligatorios de la literatura policial: el investigador de gran capacidad y extraordinaria capacidad y extraordinaria facultad de raciocinio y de dominio en el uso de métodos analíticos y deductivos, su ayudante, admirador y consignador de la inteligencia del detective más desprovisto de ésta; los representantes del andamiaje oficial a quienes casi todos los investigadores han de poner en evidencia mostrando su incapacidad y su falta de recursos para descubrir a un criminal; el problema del cuarto cerrado; la acusación al inocente; el sorpresivo desenlace; la culpabilidad del menos sospechoso; la aparición del mayordomo y otros tantos que igualmente se repetirán.

Reyes y Enrique González Martínez habían hecho respetable la lectura del género; José Luis Martínez había escrito un artículo pionero. Sin embargo, no conozco ningún mexicano anterior a Monsiváis que haya instalado ese género “popular” en los recintos de la llamada entonces alta cultura.

Más valor se necesitaba para tomar como objeto de estudio literario la ficción científica. A unos meses del Sputnik que iba a cambiar el mundo al llevarnos a la era de los satélites, Monsiváis lo hizo en su ensayo de 1958 “Los contemporáneos del porvenir”, quizá la primera consideración mexicana del género desde sus antecedentes en Luciano de Samosata y Johannes Kepler hasta Ray Bradbury y Arthur C. Clarke.

—¿Hay otros textos notables de esta época?

—Muchos más. Me he limitado al espacio que va entre la publicación de dos libros fundamentales para nosotros: Piedra de sol en octubre de 1957 y La región más transparente en abril de 1958. Por gusto y por necesidad llenamos las pequeñas revistas, las publicaciones marginales, de artículos y notas, increíblemente malas por lo que a mí respecta. Contribuimos sin quererlo a la leyenda de que un solo grupo se había adueñado de todas las publicaciones mexicanas. No es así: fuimos la primera generación que intentó vivir sólo de su trabajo sin ocupar ningún puesto administrativo.

—¿Y la mafia?

—Es un término genial, un modelo del arte de injuriar que se atribuye indistintamente a Margarita Michelena y a Luis Spota para hablar de un grupo literario en tanto asociación delictuosa, delincuencia organizada. Desde 1880 por lo menos se infama en México a la “sociedad de elogios mutuos”. Como todo en este mundo, la real o supuesta mafia debe ser sometida a crítica implacable. Sin duda cometió graves errores y enormes injusticias. Pero también dio muchas cosas. Los excluidos tienen todo el derecho del mundo a protestar contra ella y atacarla póstumamente. Lo que me parece absurdo es que algunos de sus beneficiarios la injurien todavía cuando hace mucho dejó de existir.

También se habla de una elite cerradísima. De haber sido así jamás hubiéramos hallado oportunidad alguna Monsiváis y yo (Pitol se marchó a Europa), simples estudiantes de clase media que no teníamos apoyo alguno ni pertenecíamos a familias poderosas. Pero la justificación final está en los libros: medio siglo después seguimos leyendo Piedra de sol y La región más transparente, como seguiremos leyendo a Carlos Monsiváis y a Sergio Pitol.

—Gracias por todo lo que me ha dicho.

—Al contrario, mil gracias por su generosidad arqueológica al escucharme.

(Publicado en la revista Nexos, mayo del 2008.)

miércoles, 7 de julio de 2010

La música mexicana (inicio de un libro que quedará inconcluso)




I.

Es curioso que en un país tan musical como el nuestro, falten tantas piezas para contar la historia de su música. Sabemos que los indios, los negros y los criollos tuvieron sus melodías favoritas, sus bailes y sus instrumentos. Los historiadores se han dado a la tarea de descubrir, poco a poco, las piezas faltantes. Han buscado en las bibliotecas, en las iglesias y en los archivos más insospechados los datos que puedan darnos más luz sobre la música de México. Como las obras de teatro de la Nueva España muchas veces se representaban con el fin de recaudar fondos para los hospitales, no es extraño encontrar argumentos teatrales y su respectiva música en los archivos de salubridad.

En las calles, los mulatos, los indios y los negros, tenían su música. Bailaban el chuchumbé, los sones y todo tipo de jarabes. Entre estos últimos, podemos mencionar el jarabe gitano, el pan de jarabe y el jarabe gatuno. En este último, por ejemplo, la mujer bailaba como si toreara y el hombre como si embistiera. Como dice una denuncia de la Inquisición: “el hombre todo se vuelve cuernos para embestir a la toreada”. Gracias a esta misma denuncia sabemos lo populares que eran estos jarabes:

“Este baile, ilustrísima señoría, no es de aquellos que se ven de tarde en tarde; es bastante frecuente, y creo no hay concurrencias de arpa y guitarra, especialmente en las casas de campo, en las pequeñas de la Jalapa y antigua Veracruz, en que no se vea bailar, unas veces con más, otras con menos desenvoltura, pero casi siempre con demasiada disolución.”

Cada uno de estos estilos tenían su particularidad y eran sumamente variados. Pero si algo unía tanta diversidad en estos bailes, era que ninguno de ellos le gustaba a la Iglesia y que los inquisidores se dedicaron a prohibir estos bailes llenos de inmoralidad. En 1796, el bachiller don José Mariano Paredes fue a una iglesia para presenciar una posada y cuál no sería su sorpresa que el organista comenzó a tocar un son llamado “Pan de manteca”. Este padre fue de inmediato a la Inquisición para informar de esta música, pues si esto ocurría en una iglesia, seguramente era peor en las celebraciones populares, en las que se bailaban tiranas, boleras y seguidillas, es decir, composiciones que “sensibilizan los malvados afectos que están empapando unos corazones verdaderamente carnales”. Estas piezas se bailaban con tanto desenfado y voluptuosidad, que si esos danzantes pudieran contemplar cualquier ballet folklórico de la actualidad seguramente las desconocerían por completo.

Hoy el jarabe no produce malos afectos, por el contrario, destila alegría y vida. El escritor dominicano Pedro Henríquez Ureña, cuando llegó a México notó que a diferencia de las Antillas –en donde hay una enorme cantidad de bailes– en el altiplano de México, el jarabe resumía todas las danzas. A Henríquez Ureña no le pareció ardorosa ni lánguida nuestra música, por el contrario le pareció “seca”. Y concluyó que oír música del centro del país equivale a tomar un vaso de jerez, en tanto que las Antillas tiene una música más dulce, semejante al vino moscatel. Ya sea de origen español y provenga de las seguidillas y del zapateado, o tengo influencia de las danzas indígenas de Jalisco, lo cierto es que el jarabe tiene una identidad propia, un sonido inconfundible que no se repite en la música de los demás países de América. Pero además, lo distingue algo más, como lo notó el dominicano: es espontáneo y es popular, jamás se bailó entre las clases altas, que preferían la mazurca, el chotís y la polca.

Pero el baile que más horrorizó a la iglesia fue el chuchumbé. Este baile lo danzaban en las calles, se cantaba en todos lados y los sacerdotes no descansaron en la lucha contra sus coplas. Como la Iglesia terminó con todas las manifestaciones de este baile inmoral, sólo han llegado hasta nosotros las coplas del chuchumbé transcritas en una de las actas inquisitoriales:

En la esquina está parado
un fraile de la Merced,
con los hábitos alzados
enseñando el chuchumbé.

Que te pongas bien,
que te pongas mal,
el chuchumbé
te he de soplar.

Si bien hace falta saber mucho de la Nueva España, y aunque todavía faltan historiadores que armen el rompecabezas de las influencias africanas, indígenas y españolas, puede decirse que en los 300 años de virreinato se dio el mestizaje musical, es decir, un amalgama de influencias, el carácter que distingue a la música de nuestro país y la variedad riquísima de combinaciones de instrumentos, ritmos y bailables.

La vida urbana de la Nueva España tenía en el teatro su centro. Ahí se comentaba la política, se regaban los chismes de toda la sociedad y se iban a lucir las nuevas modas. Hombres y mujeres eran tan dados a lucir modas extravagantes que la gente del pueblo los llamaba petimetres, currutacas, lechuguinos y gomosos. Al iniciar 1810, la ciudad de México vivía un momento tenso, pues España estaba tomada por Napoleón, así que no llegaban novedades musicales ni teatrales de Europa por lo que muchas veces los teatros permanecían cerrados. Y hay que decir que desde que comenzaron a llegar las noticias del levantamiento del padre Miguel Hidalgo, las autoridades novohispanas comenzaron a transmitir la alarma en todos los ciudadanos.

Todo lo contrario pasaba entre las filas de los independentistas. Cuando los campesinos que se levantaron en armas con Hidalgo salieron de sus pueblos, lo hicieron con sus guitarras y sus violines, con sus arpas y sus tambores. Pero ¿qué música era la que se oía cotidianamente entre las filas de Hidalgo? Sin duda eran los jarabes, como “Los enanos”, “El gato”, “El palo” y “El torito”, los más populares. Dice el historiador Jas Reuter que los jarabes constan de cinco partes bien definidas: introducción, copla cantada, zapateado, descanso (o paseo) y final. Generalmente, los jarabes estaban formados de pequeños sones, pero una de sus características era que tomaban fragmentos de las canciones de moda, por lo que las difundieron por todo el país. Aunque hoy es raro que los sones lleven letra, lo cierto es que los sones y los jarabes llevan el nombre de la copla con que se cantan. Actualmente el jarabe se toca casi siempre de manera instrumental, pues los músicos han olvidado las coplas que lo acompañaban. No está de más transcribir los versos que durante años se cantaron con el Jarabe tapatío:

Vengan a tomar atole
todos los que van pasando,
que el atole está muy bueno
y la atolera se está agriando.

Desde que comenzó la insurrección, el pueblo le hizo a Hidalgo y a Morelos sus canciones, sus mañanitas, sus himnos y sus marchas. “Es el pueblo mexicano un cantor muy expresivo y simpático”, escribe Luis G. Urbina, “Y en todos los episodios de su vida, apasionante y generosa como pocas, la musa anónima ha sabido encontrar estrofas sencillas y burdas, pero extremadamente cordiales y verdaderas, para rememorar y glorificar los incidentes de su epopeya por la libertad.” Dice el historiador Carlos María de Bustamante que los soldados de Morelos cantaban con sus guitarras antes de entrar en combate: “Por un cabo doy dos reales; / por un sargento, un doblón; / por mi general Morelos / doy todo mi corazón”; pero en cuanto el enemigo estaba cerca, cambiaban sus guitarras por fusiles y se lanzaban a pelear con furia. “Concluido el lance, lo celebraban con igual canción y quedaban tan serenos como si nada hubieran hecho.”

Las crónicas de esos tiempos hablan de una ciudad temerosa, en la que el teatro se encontraba en decadencia y en que las autoridades se desentendieron de los asuntos teatrales. Parecía que todo iba a cambiar cuando Iturbide entró a la ciudad de México, frente al ejército Trigarante. Frente a él, la gente cantaba:

Soy soldado de Iturbide,
visto las Tres Garantías,
hago las guardias descalzo
y ayuno todos los días.

Pero nada mejoró ya que se cuenta que en cada función había pelea entre los realistas, los iturbidistas, los centralistas y los federalistas, por lo que el gobierno prohibía con frecuencia las funciones teatrales. Lo que sí gustaba y lo que preferían los asiduos al teatro era la ópera italiana. A principios del siglo XIX era la gran atracción de los habitantes de la ciudad de México. Sobre esto escribió el poeta Anastasio de Ochoa:

Que aplauda con boca y manos
Juan los versos italianos,
vaya en paz;
pero que porque él se extienda
en su elogio, los entienda,
¡qué capaz!

El público estaba ávido de ópera tanto como el europeo. Por ejemplo, el 13 de septiembre de 1823, La urraca ladrona se estrenó en México, es decir, apenas seis años después de que la compusiera Gioachomo Rossini. Se contaba que el compositor fue encerrado por el productor de la ópera para que terminara de escribir la obertura, así que Rossini fue echando las partituras por la ventana para que el arreglista fuera haciendo las partes de cada uno de los instrumentos. Rossini era tan popular que se hablaba incluso de la ropa que usaban las actrices en los estrenos de sus óperas. Además de Rossini, el público de teatro era aficionado a las óperas de Bellini y de Donizetti. Esto nos habla de que en México aún no llegaba la hora del romanticismo arrebatado y trágico, porque justamente las obras que por entonces gustaban eran las que tenían final feliz.


Mariano Elízaga

El michoacano Mariano Elízaga (1786-1842) fue el músico más importante de este periodo. Era comparado con Mozart, porque además de ser un músico precoz fue educado con gran rigor por su padre, cuando se dio cuenta de su talento musical. Era tanto su talento que La Gaceta de México publicó una nota hablando de un niño prodigio. Tal vez por esta causa, el virrey Revillagigedo lo mandó llamar a su corte. Gracias a esto, pudo tomar clases de composición y dedicarse de manera profesional a la música. Más adelante fue un renombrado profesor; entre sus alumnas se encontraba Ana María Huarte, una joven también michoacana, que más adelante contraería matrimonio don Agustín de Iturbide, por lo que se convertiría en Emperatriz de México durante los diez meses que se mantuvo su esposo en el poder. Mientras gobernaba Iturbide nombró a Elízaga “maestro de capilla”, aunque sólo era un nombramiento honorario que no incluía sueldo. De ahí que Elízaga buscara otras maneras de ganarse la vida como músico, así es que con un amigo suyo, don Manuel Rionda se puso a trabajar y en febrero de 1826 anunció la fundación de la primera imprenta musical de México. También fue el primero en hacer una orquesta filarmónica en México. Como se sabe, una “filarmónica” tiene detrás un grupo de melómanos que organizan conciertos destinados a difundir la música. No era nada extraño, ya que Elízaga era un hombre muy admirado; tanto lo era que se cuenta que el tumulto que se hizo cuando estrenó su Himno patriótico sólo era comparable a la entrada del Ejército Trigarante en 1821. El novelista Manuel Payno, en Los bandidos de Río Frío hace una remembranza de Elízaga, que era conocido como “el Rossini mexicano”, en el lujoso salón de uno de los personajes de la historia:

La entrada del maestro Elízaga era cada jueves un acontecimiento; hombres y señoras se ponían en pie, le estrechaban la mano, le saludaban y le decían tantas y tan afectuosas palabras, como si en años no le hubiesen visto. Era el maestro agradable, de buena figura, hombre de mundo, y correspondía a tanto agasajo con desembarazo y amabilidad, dejando contentos a todos sus amigos. Platicaba y reposaba un rato, y después, sin que nadie le rogase y sin dar a conocer cuánto le agradaban los aplausos de aquella reunión, se ponía al piano y encantaba a los que lo oían, pues poseía una destreza, una dulzura y una propiedad… que aun hoy, que tantos y tan insignes pianistas hay en Europa y en América, sería una notabilidad. Generalmente, en lugar de tocar las piezas de música que se usaban en ese tiempo, improvisaba y producía melodías que eran completamente desconocidas.


Desafortunadamente, de él sólo se conocía una Misa en La mayor, hasta que en 1993 se descubrió un ejemplar de la obra que publicó en la editorial que había fundado en 1826. Sí, la obra Últimas variaciones estuvo extraviada 167 años hasta que casi milagrosamente un musicólogo mexicano, Ricardo Miranda, encontró esta obra para piano que ya cuenta con algunas grabaciones.

Mientras que la música en los altos estratos de las principales ciudades de México comenzaba a tener influencia italiana y francesa, la gente del campo tenía sus propias melodías, ciertamente no muy apreciadas por la gente de la ciudad. Muchos de los géneros más representativos de la música de nuestra música tradicional se desarrollaron en el siglo XIX. Uno de los géneros más antiguos, con ejemplos en la Colonia es la valona –más antiguo incluso que el corrido.


Valonas y corridos

Antiguamente, era un género muy difundido en todo el país, pero hoy sólo se canta en algunas zonas de Guanajuato, San Luis Potosí y principalmente Michoacán. La valona es un género festivo, en el que se luce el improvisador y muestra sus dotes para versificar. Una alegre introducción anuncia que se va a cantar una valona; se escucha un violín tocando con fuerza, mientras que la guitarra y el arpa acompañan con sus rasgueos y sus arpegios. En el caso de Michoacán, se utiliza un arpa tan grande que se incorpora otro músico al que se le llama “tamboreador” y que toca la caja del arpa. Los valoneros improvisan entonces estrofas humorísticas, de tema político o paródico. La base de este género es la décima, una forma de estrofa inventada por el poeta español Vicente Espinel, que se hizo popular en el siglo XVII. La espinela tuvo fortuna no sólo en España sino en la poesía popular de toda América, por lo que hay décimas en todos los países en que se habla español, desde Estados Unidos hasta Chile. Dice el estudioso Vicente T. Mendoza, quien viajó por México estudiando la música tradicional, que cuando las fiestas llegaban a su momento de máxima cordialidad, siempre alguien gritaba: “¡Vamos a cantar valonas!” Es entonces cuando se hace gala de la música y de la capacidad para improvisar. He aquí una décima de esas valonas antiguas, en la que un valonero dice una “Receta contra el amor”:

Se ponen al fuego dos
adarmes de indiferencia,
cuarenta gotas de esencia
de “¡abur!” y vaya con Dios;
se añade una libra en pos
de “no me importa” (molido),
y todo muy bien cocido
con aceite de alegría,
se toma una vez al día
en la taza del olvido.

Justo en el año de la Consumación de la Independencia, Pepe Quevedo, un músico del que no tenemos ningún dato biográfico, compuso el primer corrido de nuestra historia. Qué curioso que el corrido y la Independencia sean del mismo año, pues el corrido es el género llamado a narrar los principales acontecimientos de México desde entonces. Ese primer corrido se llama “La pulga” y está versificado en forma de décima:

Ay, yo vi una pulga arando
uncida con un novillo,
y en esto llegó un zorrillo,
con la semilla sembrando.
El tlacuache iba tapando
con un arado deforme.
y el zancudo que era un conde.
llegó y le dijo… ¡malajo!
¡Amigo, en el trabajo,
yo vide llorar a un hombre!

Mucho se ha discutido si esta canción es un corrido, porque los estudiosos del género dicen que un corrido debe seguir las formas del romance español, es decir que deben ser cuartetas de versos octosílabos, con rima asonante en los pares. Sin embargo, no es extraño que hoy, los narco-corridos estén compuestos en versos decasílabos sin importar el carácter de las rimas. El corrido ha servido de juglar desde la Edad Media, y en el caso de México, ha servido para relatar noticias, difundir tragedias, y sobre todo para ver la historia desde el punto de vista cotidiano, es decir, con el toque irónico que muchas veces caracteriza a la nota roja:

Entre las diez y las once,
Juana se puso a pensar:
“Voy a matar mi marido
para salirme a pasear”.

Luego que ya lo mató
se agachaba y le decía:
“Ya te moristes, José,
lucero del alma mía”.
(“Juana Matamaridos”)

Los toreros, los revolucionarios, los accidentes, los bandoleros, los narcos, los que asesinan por amor, los fusilados, los aparecidos, los terremotos, las epidemias, las autoviudas, los perseguidos, los migrantes, los caballos, el petróleo, los boxeadores, los agraristas y finalmente los ovnis, han inspirado miles de corridos. No hay que dejar de decir que prácticamente no hay fenómeno social o hecho histórico de México que no haya sido registrado por un corrido. Cuando llegan a los pueblos, a las plazas o a los mercados, los cantores piden permiso para empezar a cantar y no se despiden sin dejar una moraleja o una enseñanza, con la promesa de volver, ya que mientras haya muertos, revoluciones o tragedias, continuarán cantándose corridos: “Yo les digo a mis amigos, / vámonos acomodando, / que si se siguen matando, / corridos sigo arreglando”.



II.



La jarana

En Yucatán, pasa lo mismo que con los jarabes del altiplano: se combinan en bailes más complejos, los cuales se ejecutan de manera alegre y desenfadada en los festejos populares. La orquesta es particularmente alegre, y por lo general está integrada por dos clarinetes, dos trompetas, dos trombones, güiro y timbales. Sobre su origen, varios musicólogos han notado que este baile tiene influencia del zapateado español que llegó a esa región desde el siglo XVII. Como haya sido, la jarana es un baile importante para el pueblo yucateco porque es una manera en que los mayas de la península hicieron suya la música española que se bailaba en las haciendas. Es además parte de su historia, pues del siglo XIX data una pieza llamada El degollete, que se cantaba en la Guerra de Castas (comenzada en 1847), la cual enarbolaron los mayas contra los criollos. Así que la jarana, a pesar de ser de origen completamente español se ha vuelto parte de la identidad maya. Se acostumbra bailar con los brazos a los lados y la espalda completamente erguida, aun cuando también tiene sus complicaciones, como puede verse en el típico “baile del almud”. Se llama así porque el danzante se pone una botella en la cabeza y comienza a bailar sobre un almud, es decir sobre una caja que se usaba antiguamente para medir semillas. Hoy su uso está restringido sólo para bailar sobre ella. La jarana es un baile prácticamente hecho para las piernas, pues los brazos quedan a los lados salvo cuando hay que levantarlos para tronar los dedos, como en el zapateado español.

Como se sabe, el grito de ¡bomba! sirve para anunciar que la música se detendrá por un instante y que uno de los bailadores recitará una pequeña estrofa de amor o de humor. Jesús Amaro Gamboa, especialista en la cultura yucateca, explica que ¡bomba! se usó originalmente para avisar que una carga de dinamita estaba a punto de explotar mientras se hacían trabajos de excavación, y para que así la gente corriera a resguardarse de una piedra aventada al aire. Hoy, el grito de ¡bomba! es mucho más festivo y, como dijimos, anticipa una estrofa, como ésta, bella por sencilla, del poeta Élmer Llanes Marín:

Quisiera ser la medalla
de tu cadena de oro
para estar sobre tu pecho
y decirte que te adoro.

Es común que muchas de las coplas se valgan del maya, como puede verse en el siguiente caso:

P’urux Dzoncauich,
nacido en Tahmek’,
es un pobre uinik’
con cara de pek’.
Y siendo aún dziriz,
su Tata don Sos,
lo dejó k’oliz
de tanto uazk’op.

Que significa lo siguiente:

El panzón Dzoncauich,
nacido en Tahmek’,
es un pobre hombre
con cara de perro.
Y siendo aún niño,
su Tata don Sos,
lo dejó pelón
de tanto pescozón.

Acerca de la jarana, hay varias precisiones que hace el profesor Amaro Gamboa en su Vocabulario del uayeísmo en la cultura de Yucatán (1985); en primer lugar, que las jaranas cantadas son las que se bailan, y las que sólo son instrumentales son para escucharse; en segundo, que las jaranas en ritmo de 3/4 –más lentas– se zapatean y las que están en 6/8 –más rápidas– se guapachean (es decir, que se bailan con las piernas extendidas y haciendo una especie de arco). Además, “los bailadores de jarana no deben de usar el paliacate rojo colgando de la cintura, y deben de usar alpargatas. Las bailadoras deben de usar sombrero y banda con zapatos bordados, de raso; jamás usar rebozo al bailar”. Por otra parte, si el baile es de día, se llama vaquería y, si es de noche, se llama jarana. La diferencia es que la vaquería es la fiesta para herrar el ganado, por lo que el traje de vaquero de las mujeres tiene sentido sólo en la mañana.

Luego de lucirse en el baile, la mujer “cuando así lo consideraba, con un saludo, inclinando levemente la cabeza, señalaba a su pareja el fin del baile y se retiraba sin más, hasta sentarse en su lugar. Con esto el bailador cesaba en su baile también”, escribe el poeta Llanes Marín (Cuentos de mi terruño, 1961).


José Antonio Gómez

José Antonio Gómez (1805-1870) es otro ejemplo de que aquellos compositores, célebres en otros tiempos y de los que prácticamente no pervive nada. Cuando era joven, Gómez fue director de la Orquesta Lírica, la cual acompañó durante su gira a Manuel García, un célebre tenor español para el cual, nada menos que Rossini, había compuesto su ópera Elisabetta. Toda la ciudad estaba ávida de escuchar a este tenor, sin embargo, el empresario vendió los boletos a un precio muy elevado. Hay que decir que el público mexicano de entonces no tenía mucha simpatía por los españoles, así que a García le fue tan mal que la compañía que lo había traído quedó en la ruina. Por si fuera poco, este tenor perdió en un asalto “hasta el último peso”, así que no podemos saber siquiera si pudo salir de México.

El 15 de diciembre de 1839, siguiendo el ejemplo de Mariano Elízaga, Gómez fundo la Gran Sociedad Filarmónica, y de la misma manera que su antecesor, tenía el interés de organizar recitales y dar clases de música. En el concierto de inauguración se cantó un aria de la ópera Semíramis, de Rossini, quien seguía siendo el compositor más admirado por la sociedad mexicana. Los días 1º y 15 de cada mes había un concierto reglamentario realizado por los alumnos de la Sociedad Filarmónica. En la sede de esta Sociedad se daban clases de solfeo, vocalización, canto, piano, violín, vihuela, clarinete, flauta, acompañamiento, italiano, francés, inglés, baile, esgrima, escritura inglesa y española, dibujo natural, miniatura y aguada. Los alumnos de Gómez se convirtieron en músicos destacados, pues apenas un año después de la fundación de la Sociedad Filarmónica, estos jóvenes formaron una orquesta para acompañar al violinista, pianista, compositor y profesor del Gran Conservatorio de Londres, el irlandés William Vincent Wallace (1812-1865). Durante sus celebrados conciertos en México interpretó la obertura de la ópera Preciosa, de Carl Maria von Weber, así como obras de Donizetti. Pero lo que más llamó la atención fue que Wallace quitó tres cuerdas a su violín para interpretar la Gran fantasía sobre una sola cuerda de Paganini.

Sin duda, Gómez era un músico muy reconocido, que trabajó durante años como organista en la catedral de la ciudad de México y posteriormente fue, con el mismo puesto, se fue a vivir a Tulancingo, Hidalgo. Compuso misas, oratorios, bailes de cuadrillas, pero hoy sólo se conocen sus “Variaciones sobre el tema del jarabe mexicano” que estrenó en 1841.


La música norteña

Leamos lo que dice la musicóloga Yolanda Moreno Rivas en su Historia de la música popular mexicana (1979):

La gran extensión del territorio mexicano fue uno de los factores decisivos en los sucesos histórico-políticos del siglo [ante]pasado. En 1821 fue facultado Moisés Austin para colonizar una parte de Texas con trescientas familias en su mayoría provenientes de Estados Unidos, aunque también había europeos, principalmente polacos y alemanes. En 1836, los colonos texanos lograron su independencia después de vencer al ejército del general Santa Anna. Lo demás es historia de sobra conocida; en 1848, a raíz del triunfo intervencionista de Estados Unidos, México se vio obligado a ceder Nuevo México, Alta California y Texas. En 1853 Santa Anna vendió la Mesilla y en 1860 la Guerra de Secesión estadounidense provocó la emigración de un gran número de personas de diversas nacionalidades.


Como puede deducirse, el acordeón era el instrumento musical que los migrantes europeos traían consigo, y por esta causa se convirtió en el sonido característico de la música del Norte. A mediados del siglo pasado, el musicólogo Vicente T. Mendoza viajó a Nuevo México para investigar la música mexicana que había quedado del otro lado de la frontera. Los estudios que se han hecho a este respecto son una fuente de sorpresas, pues demuestran que el México que se perdió en 1848 ha conservado la música en español; no sólo perviven los conjuntos norteños –acordeón, bajo sexto y contrabajo–, también los mariachis, los tríos, las orquestas típicas y todo su repertorio se conoce por allá. Los romances, los corridos, las danzas cubanas, las polcas, los chotises, los pasodobles, las mazurcas y los valses, siguen sonando en donde se habla la lengua española. Por si fuera poco, cien años después de que México perdiera la mitad de su territorio, en Estados Unidos se seguían cantando música religiosa de origen novohispano, décimas, coplas, zarzuelas, tonadillas, sones y jarabes.

Por un lado, los europeos emigraron al Norte de México llevando consigo con la música de sus países (y el acordeón, que, a diferencia del piano, es un buen compañero de viaje); y por el otro, la música popular mexicana de entonces se cantaba sin acordeón, pues los conjuntos norteños (o texanos, como se les dice en los Estados Unidos) sólo aparecieron hasta 1920. Podemos preguntarnos entonces, ¿qué pasó en casi un siglo? ¿por qué el acordeón se volvió el sello característico de esa música después de tanto tiempo? Tal vez, durante muchos años, el acordeón siguió a los inmigrantes europeos, los cuales acompañaban sus canciones con acordeón, guitarra y violín, pero esta música aún no era parte de los grupos populares mexicanos. Por el contrario, los estratos altos de la sociedad norteña se llevaron el gusto por la ópera, las canciones francesas e italianas y las danzas habaneras, que habían aprendido en la Ciudad de México. Naturalmente, como se trataba de polacos y alemanes, llevaban también las redovas, las mazurcas y las polcas de sus países. Esta música pasó después a un nivel que todavía no puede considerarse “popular”, sino que se difundió en los bailes de salón de la burguesía. Y finalmente, los cantores populares, los campesinos y los músicos trashumantes hicieron suya esa tradición musical. De ahí que a fines del siglo XIX ya se haya comenzado a tocar música popular mexicana con acordeón. Fue entonces que comenzaron a hacerse populares los primeros virtuosos del acordeón, lo cual ha sido característico de la música de la frontera.

Hay que decir que más que de música mexicana, podemos hablar de una música de la frontera: la música de ambos lados tiene un mismo punto de partida, aunque cada lado haya tomado su propio camino. Del lado sur de la frontera, las polcas, las canciones rancheras y los corridos, han ocupado las preferencias de los conjuntos musicales. Y del lado estadounidense, si bien ha pervivido la tradición de los conjuntos texanos, también han sido más dinámicos pues han tocado jazz, rag, fox trot, rock & roll, swing, entre otros ritmos (el mejor acordeonista texano de la actualidad, Flaco Jiménez, ha tocado incluso con los Rolling Stones).

Por otra parte, hay que mencionar el corrido de la frontera más emblemático es el dedicado a Joaquín Murrieta, conocido como “el Robin Hood de El Dorado”. No se sabe bien dónde nació y no se sabe dónde está enterrado, pues la leyenda le atribuye tres lugares de nacimiento y existen tres tumbas suyas. En 1850 llegó a California con su esposa, a trabajar en las minas, pues era la época de la fiebre del oro; ahí construyó su casa y un día, llegaron los gringos a correrlo. Así pasó por varios poblados, hasta que finalmente, su esposa fue asesinada. Ahí comenzó la leyenda de Murrieta, ya que poco después formó una banda de salteadores de caminos. Los historiadores le atribuyen el robo de 100 mil dólares y de más de cien caballos. Finalmente, murió a manos de la policía rural, en 1853, y le cortaron la cabeza. Luego la mandaron en un frasco con brandy al condado para poder cobrar la recompensa. No obstante, mucha gente aseguró que en realidad Joaquín Murrieta no había muerto, y que se le seguía viendo por muchos lugares cercanos. De ahí, la leyenda de este personaje que inspirara no sólo uno de los corridos más celebres de la frontera, sino incluso una obra de teatro escrita por Pablo Neruda.


Las pirekuas

El pueblo purépecha, que resistió el poder de los aztecas, y cuya lengua pervive hasta hoy, tiene un gran respeto hacia la música. Su propia lengua es como una melodía; y sus canciones –o pirekuas– que interpretan sus el cantores populares –o pireri– son de las grandes riquezas de México. Los pueblos purépechas de Michoacán no sólo mantienen vivo el repertorio ancestral, sino que continúan componiendo pirekuas –se estima que en cada una de las 120 poblaciones existentes hay en promedio 5 compositores. En junio de 2009, los pueblos purépechas pidieron a la UNESCO que reconozcan su música como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

En el repertorio de pirekuas está la manera de sentir la naturaleza, de enamorarse y hasta la historia michoacana. Se cantan, dice Herón Pérez Martínez, en su Cancionero michoacano (1830-1940) (El Colegio de Michoacán, 2000), a ritmo de son abajeño, y se acompañan con guitarras u orquestas de cuerda o de viento; cuando son temas amorosos, intercalan los piropos, las declaraciones amorosas, preguntas ansiosas, quejas, súplicas y lamentos. Véase la pirekua “Cuatro estrellas”, la cual tiene una belleza que recuerda a la poesía prehispánica:

Cuántas cosas le dicen a mi corazón
las cuatro estrellas que yo veo pasar.
Ellas brillando saldrán igual que siempre,
mientras yo, ¡pobre!, parto para siempre,
me alejo a diario para no volver.

Por eso dice Pérez Martínez que el purépecha es hermano de la flor, de la estrella y de la montaña. Hay que agregar que aunque las pirekuas se cantan fundamentalmente en purépecha, también son una forma de mestizaje, ya que la manera de cantarse a coro, tal vez fue aprendida de los coros de iglesia. Además, el ritmo de la pirekua tiene mucho de europeo, ya que tiene influencia del vals.

Las pirekuas más antiguas, como “Cuatro estrellas” hablan del mundo de la naturaleza; pero las más actuales se refieren a mujeres con nombre de flor o a flores con nombre de mujer, como “Josefinita”, “Luisita”, “Flor de la canela”, etc. Las pirekuas vienen de lejos en la historia, son como todas las flores de la naturaleza, al mismo tiempo antiguas y nuevas. Franciso López Morales, director de Patrimonio Mundial del INAH, dijo al respecto de esta tradición musical:

“La pirekua es un canto interpretado por los pireris (interpretes y autores), tanto en purépecha como en español, y es sincretismo de elementos de origen prehispánico –entre ellos la propia lengua tarasca– y colonial, sobre todo en cuanto a la instrumentación y a la enorme tradición polifónica que llevó ‘Tata’ Vasco a territorio michoacano.
“Esta expresión musical transmitida de generación en generación, tal y como la conocemos, con base en partituras y las formas musicales del son y el abajeño, se originó a mediados del siglo XIX. Hoy en día es un canto vivo que lo mismo se interpreta en casas que en eventos como el Concurso Artístico de la Raza Purépecha que se realiza desde los años 70”.


La vida en México y su música (1839-1842)

Gracias a las cartas de una mujer excepcional, sabemos cómo era la vida cotidiana de México a principios de los años cuarenta del siglo XIX. Se trata de las cartas que Frances Erskine Inglis (1804-1882), esposa del embajador español, el marqués Calderón de la Barca, mandaba a su familia en Boston. Las cartas son divertidas, pues a la Marquesa le maravillaba todo lo que veía por las calles, hace retratos de los políticos mexicanos, de las ciudades que conoció, y especialmente, de las fiestas populares. Lo que para los mexicanos es común y corriente, para la Marquesa era lo más exótico y complicado. Hasta la menor anécdota le causaba asombro, como entrar a misa:

“Los caballeros se acomodaron en sillas o en bancas en la iglesia, pero las mujeres deben permanecer arrodilladas o sentadas en el piso. ¿Por qué?
“–Quién sabe.
“Es todo lo que he podido sacar en limpio acerca de esta cuestión.”


Leamos sólo dos pasajes narrados por esta extraordinaria escritora: un concierto durante una misa en la Catedral y la descripción de los bailes populares:

“El primer acorde de la música fue a modo de un estallido, que turbó el sabor de un adormecimiento en que había yo caído poco a poco. Nunca oídos mortales fueron aturdidos con semejantes discordancias en instrumentos y voces, y con tal confusión peor confundida, e inarmónica armonía. Parecía como si las mismas esferas celestiales desafinasen, rodando y estrellándose las unas con las otras. Cómo hubiera yo también gritado ¡Miserere! en medio de esta indisciplinada orquesta, un “maestro de música”, enarbolando el arco de un violín acudía, desesperado, como Faetón confiado en sus indomables corceles, de un ejecutante a otro, espantado de aquel clamor del cual él mismo era el instrumento. El ruido empezaba a ser alarmante, y el calor lo era en proporción, el rostro tranquilo de la Virgen parecía inclinarse con aire de reproche. Dimos gracias a Dios cuando, al terminar esta tempestuosa imploración de misericordia, pudimos abrirnos paso hacia la salida y gozar del aire fresco y de la suave luz de la luna…”


Y un baile en casa de la familia Adalid, amigos de los Marqueses:

“Los bailes son monótonos, con pasos cortos y con mucho desconcierto, pero la música es más bien agradable y algunos de los danzantes eran muy graciosos y ágiles; y si no fuera porque el hacer distinciones provoca la envidia, deberíamos mencionar con énfasis a Bernardo el Matador, al primer cochero y a una hermosa muchacha campesina de falta corta roja y enaguas amarillas, con pies y tobillos à la Vestris.
“Todos permanecían muy tranquilos aunque demostraban su gozo intenso; algunos de los hombres acompañaban a los danzantes con la guitarra.
“Primero, el guitarrista rasgueaba en una cadencia muy viva, y el bailarín hacía un movimiento rápido. Empezaba entonces el músico a acompañarse con su propia voz y el bailarín iniciaba algunos pasos lentos. Así sucede, por ejemplo, con el baile del Aforrado, curioso nom de tendressse, que supongo expresa la idea de algo suave y acolchado. He aquí la letra:

¡Aforrado de mi vida!
¿cómo estás, cómo te va?
¿cómo has pasado la noche,
no has tenido novedad?

¡Aforrado de mi vida,
yo te quisiera cantar!
¡Pero mis ojos son tiernos,
y empezarán a llorar!

De Guadalajara vengo
lidiando con un soldado,
sólo por venir a ver
a mi jarabe aforrado.

Y vente conmigo,
y yo te daré
zapatos de raso
color de café.

“La música correspondiente a estos “versos inmortales”, la he aprendido al oído y os la he de mandar. En el baile de los Enanos, el bailarín se va haciendo más pequeño cada vez que se canta el coro.

¡Ah qué bonitos
son los enanos!
¡Los chiquitos
y mexicanos!

Sale la linda,
sale la fea,
sale el enano
con su zalea.

Los enanitos
se enojaron,
porque a las enanas
las pellizcaron.

“Siguen más versos, pero creo que con la muestra tendréis bastante para quedar satisfechos. Hay otro baile, llamado “El Toro”, cuya letra no es muy interesante, y el “Zapateado” que bailó con mucha gracia uno de los caballeros acompañándose al mismo tiempo con la guitarra.”


Las cartas fueron publicadas en inglés, en 1843, y todas “están escritas de manera fácil y con suelta gracia; en muchas partes sale brillante una burlona agudeza y una sutilísima ironía; están llenas, además de finas observaciones, de atinados comentarios, aparte de su sencillez y amenidad, que las hace leer con gusto y sin cansancio”. Así las describe Artemio de Valle-Arizpe. Para conocer nuestra música son de indudable valor. La Marquesa regresó a España y nunca más volvió a México. Falleció en 1882.


III.


Los sones

No hay una definición satisfactoria del “son”, no hay un análisis musical que diga qué es exactamente. Sabemos que esta palabra proviene del latín sonus –de donde la palabra inglesa sound–, la cual a su vez deriva del griego tonos. De ahí las palabras sonido, tonalidad, sonoro, tónico. Tal vez, “son” sólo quiera decir que así es como suena un pueblo. Existen sones principalmente en las Antillas, Centroamérica y México. En el caso de nuestro país, puede decirse que el son es la música más típica, la que ha alimentado desde hace cinco siglos la música tradicional de nuestro país. Hay que decir, como escribe el musicólogo Jas Reuter, que se trata asimismo de la música más refinada y compleja, aun cuando sea raro que los músicos que lo interpretan sepan leer por nota. Pero, ¿qué distingue a este género? Una de las dificultades para hablar de él, es que según la región geográfica recibe distintos nombres, “huapango” en la Huasteca, “gustos” en Guerrero, y “jaranas” en Yucatán. Veamos las características que menciona Reuter: el son es música festiva y profana (es decir, no tiene asuntos religiosos ni sirve para fiestas sagradas). Es un género hecho para bailar; generalmente las parejas no se tocan y se ejecuta sobre una tarima que sirva de resonancia para el zapateo. Además, el baile del son expresa el coqueteo entre el hombre y la mujer.

El son alterna partes cantadas con partes instrumentales. Generalmente, las partes bailables son las más rápidas y sirven para el lucimiento de las parejas, y las partes cantadas son aprovechadas por los bailadores para “descansar” –pues no dejan de bailar, sólo que hacen menos vistosos, para que el auditorio pueda concentrarse en la letra. Finalmente, dice Reuter, las coplas que se usan en los diversos sones de nuestro país son de origen español. Curiosamente, muchas coplas hacen alusiones a los animales, a las palomas, las mulas, los gallos y los bueyes, entre muchos otros. Y lo general es que los bailadores imiten los movimientos de estos animales.

Rápidamente, veamos cuáles son las principales ramas del son: en la costa del Pacífico se encuentra el son huasteco (Tamaulipas, San Luis Potosí, Querétaro, Hidalgo, Puebla y Veracruz) y el son jarocho (Veracruz y Tabasco). Y del lado del Pacífico se encuentran el son oaxaqueño, el guerrerense (“gustos” y “chilenas”), el michoacano y el jalisciense –que llega a Colima y Michoacán. Finalmente, hay que decir que para algunos estudiosos, la jarana sería el son de Yucatán.