Otras entradas

viernes, 26 de abril de 2024

Tan poca vida, de Hanya Yanagihara



El siglo XXI tiene demasiada prisa en tener sus listas de mejores libros. Con la misma prisa, las obras elogiadas por la crítica son arrojadas de los sitios más altos (me imagino que con gran alegría de los especialistas que descubren nuevos autores). Tan poca vida, de Hanya Yanagihara, es un libro que continuamente uno encuentra en las listas de los más vendidos, los más comentados por todo tipo de lectores (es seguro que la entusiasta recomendación de la cantante Dua Lipa contribuyó con muchos miles de lectores). Sin embargo, haré lo posible por alejar de un soplido la infame turba de las nocturnas aves lectoras, para ver si puedo escuchar mi propia opinión. De los cuatro personajes principales, cuya vida se reseña desde los días de la universidad, va destacándose la personalidad de Jude: un joven huérfano que destaca como abogado, pero que tiene un pasado misterioso al cual nunca se refiere. Es hostil al contacto físico, y obsesivo por el trabajo y el estudio. Hay algo en su actitud y en su forma de ser que despierta la compasión de la gente que lo conoce, por ejemplo, de su maestro Harold y de su esposa Julia, quienes deciden adoptarlo cuando cumple 30 años. Los secretos de Jude se ocultan a lo largo de demasiadas páginas (la novela tiene casi mil), en tanto que se destaca su afición a autolesionarse, infringiéndose heridas con una navaja, en varias zonas de su cuerpo. De nada sirve que la felicidad lo ronde, pues tiene a sus padres adoptivos y el amor de Willem, el guapo excompañero de la universidad, que vive para cuidarlo. Todo aquello que Jude calla sobre su pasado, grita de otro modo: por las heridas de su cuerpo escurre la culpa acumulada. Algún día, todos los que me aman terminarán cansándose de mí. Y esa idea es la que finalmente triunfará. No el cansancio ajeno, pero sí la convicción propia de que su vida tiene un menor valor existencial que el del resto del mundo. Entre mayor es el cuidado de los demás, es más profundo el hoyo de autodestrucción en el que cae. Todo se debe a la vida de abusos sexuales que padeció desde su infancia en el monasterio en que fue criado. El hermano Luke, el más cercano a él, lo secuestró para prostituirlo durante un largo tiempo. El estilo no destaca en ningún momento, no va más allá de la neutralidad narrativa, así que las agresiones sexuales y el gusto de Jude por lastimarse, destacan por su propia y fría enumeración. El niño agredido se encapsula dentro de la personalidad de un adulto lánguido que pide continuamente perdón en todo momento. Sin embargo, considero que la novela no construye la personalidad. Es un misterio que no se resuelve, el de saber por qué nadie ni nada llegan a convencer a Jude de desistir. Es un ser que camina en línea recta hacia su propia autodestrucción. Es un personaje que pasa frente a todos sin que el amor que le tienen ayude. Pero tampoco hay una explicación interior. Desafortunadamente, la narración se abre en dos caminos que no se encuentran a lo largo del libro: la gozosa afición de la autora por describir la putrefacción de la carne y el camino interior que Jude recorre sin que podamos conocerlo o comprenderlo aunque fuera un poco. Es la razón por la que resulta poco convincente el personaje de Jude, más golpeado por el efectismo literario de la violencia que por la construcción de un verdadero dolor existencial.

 

Hanya Yanagihara. Tan poca vida A Little Life (2016), tr. Aurora Echevarría, 5ª reimp. México, Lumen, 2023.

domingo, 21 de abril de 2024

Evocaciones presidenciales (con menú adjunto)


         

No conocí jamás el restaurante Churchill de Polanco. Pero al mencionarlo Julio Scherer García (1926-2015) en su libro Los presidentes (Grijalbo, 1986), pensé que no podía ser otro que esa casa de aspecto inglés a un lado de Periférico, pasando la Fuente de Petróleos, que vi tantas veces. Leo que ha cerrado para siempre luego de la epidemia de covid. Me entero sin pena, aunque quizá sería un lugar ideal para levantar un museo de la política mexicana. Siempre dará nostalgia a cualquier prianista el olor proveniente de la parrilla, el sabor de los vinos y los deliciosos postres con que se debatían las novelescas traiciones al país, como el Fobaproa o el Pacto por México. Cuántas veces decimos, al referirnos a los lugares: “¡Si estos muros hablaran…!” Pero en este caso, si hablaran habrían metido a la cárcel a muchos de sus habitués. Lugares icónicos de la vieja política, qué nostalgias estéticas del mundo inglés, incluso don Corleone desde Italia no tendría nada que objetar. Por suerte, no tengo la menor idea de dónde desayuna, come, cena y pacta la derecha partidista de hoy. No sé qué salsas exquisitas bañan el oportunismo, tampoco si la corrupción se sirve caliente o fría. Sin embargo, la comida continuamente rememorada por Julio Scherer, en que también estuvo presente Vicente Leñero, ocurrió en 1978 y que fue convocada por el Secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, tuvo una intención muy diversa. Fue una de aquellas pocas ocasiones en que se le ofreció a Scherer negociar con el presidente López Portillo para que fuera reintegrado a Excélsior. Pero Proceso era ya una revista que había tomado su propio camino independiente. Además, Scherer le habló de esta negociación al corresponsal de The New York Times, el periodista británico Alan Riding, quien publicó una nota que fue reproducida por el Excélsior tomado por Regino Díaz Redondo. En ella, Scherer decía: “Si el gobierno impone alguna condición a nuestro regreso, no la aceptaremos.” Ante esta filtración, cualquier intento de ayudar a Scherer se detuvo. Además, Reyes Heroles duró poco tiempo en Gobernación, pues fue cesado en mayo de 1979. ¿Cuál fue el motivo? Para documentarlo, consulté un libro de título prometedor: Juan Pablo II, el santo que caminó entre nosotros, de Hannia Novell (no lo compré, lo encontré en Google Books). Según la autora, Reyes Heroles amenazó con renunciar si López Portillo se atrevía a invitar al Papa a dar una misa en Los Pinos. El propio Secretario de Gobernación amenazó con multar al Presidente de la República si se atrevía. Aunque nos desviemos un poquito de nuestro tema, nunca está de más consignar un poco de la exquisita prosa de López Portillo, que según Novell proviene de su diario íntimo: “La situación es complicada: la ley de cultos; la devoción del pueblo; los masones; unos grupos de izquierda que se oponen; los comunistas lo quieren. ¿Cuál debe de ser mi posición? ¿Cuáles los actos que se autorizan?” ¡Oh, Dios!, ¿en qué acabará esta situación? Naturalmente, se expulsó al jacobino del gabinete y triunfó la maravillosa retórica que tantos aplausos concitaba en el Congreso y en el Senado: “La secularización del Estado es una realidad tan fuera de discusión, que aguantaba la visita de todos los papas del mundo”. Como una sutil venganza, Reyes Heroles le contó a Scherer un dato que por primera vez se hacía público: la construcción de un conjunto de residencias para el Presidente y su familia en Cuajimalpa. Pero tampoco es algo que le remordiera mucho a López Portillo, pues lo relató con orgullo en su libro Mis tiempos (tampoco lo compré, lo cita Scherer en La terca memoria): “El profesor Hank que, como Jefe del Departamento del Distrito Federal se había enterado del proyecto (las casas), generosamente nos ofreció el crédito. Nos prestó inicialmente doscientos millones de pesos y más tarde sumas complementarias. El profesor no aceptó que formalizáramos el préstamo ni la garantía. Se la debemos.” Esta bella historia en que amistad y complicidad se funden en un abrazo selló una época. “Se la debemos”. Muy bonita frase, sirve de fondo para bucear en ese mundo político de absoluta represión y censura. Los nombres de Carlos Hank González o Arturo Durazo representan algo más que el mal gusto estético de ese sexenio. Son más que la impunidad y la complicidad. Scherer nadó a contracorriente (y a veces a un lado) de la frivolidad presidencial y de sus consecuencias aún menos dichosas, aunque necesariamente algo se le pegó de la solemnidad ambiente, pues es la época de algunas de las frases más gloriosas del pensamiento priista: “Un político pobre es un pobre político” o “No pago para que me peguen”, que precisamente proviene de la decisión de López Portillo de cerrar la publicidad gubernamental a Proceso casi al final de su sexenio, acción que llevó a cabo el último vocero del Presidente, Francisco Galindo Ochoa. Por cierto, casi al final de su vida este exvocero presidencial todavía soñaba con algunas maneras de reprimir el movimiento de López Obrador. Hablar de Scherer García es pertinente porque a su alrededor parece haberse operado un acto de magia. De pronto, los priistas más corruptos amanecieron impolutos, marcharon un domingo para defender la democracia. Los herederos ideológicos de los represores diazordacistas un domingo tomaron las calles para reivindicar el movimiento del 68. En cambio, la lucha de la izquierda se convirtió en el sinónimo de la represión y la censura. Y el portal Latinusdespertó teniendo las funciones equivalentes de la revista Proceso de los años 70. Aun la apacible ironía tiene un límite, y este punto de vista insultante contra Rosario Castellanos, Jorge Ibargüengoitia o Carlos Monsiváis (colaboradores de Excélsior Proceso) no causa ninguna sonrisa. Loret de Mola sería Scherer, Alazraki sería Manuel Buendía… comparaciones así que sólo pueden vivir en la mente cada vez más asfixiada de la derecha mexicana. El 7 de enero de 2022, el periodista José Martínez M. publicó, en Proceso, un texto en donde afirmaba: “La revista Proceso sigue su curso y continúa con el legado de Julio Scherer. En noviembre pasado la revista celebró su 45 aniversario en medio del acoso desde Palacio.” En un sexenio en donde no se ha demostrado un solo caso de acoso presidencial, a diferencia de los anteriores, se ha querido construir un relato de miedo y persecución en donde la reacción gusta de vivir. En ese mismo artículo, Martínez citaba a Enrique Krauze: “Hacia 2005 algo comenzó a separarnos: la adhesión de Julio a Andrés Manuel López Obrador y mi relación con la televisión. Yo le señalé que su adhesión era incondicional y acrítica. Y le expliqué que mi vínculo (centrado en Clío, empresa autónoma) no mermaba mi libertad e independencia.” La decisión política de Scherer era acrítica, y la adhesión a Televisa, símbolo de la independencia crítica… El libro de Scherer concentra sus obsesiones de los sexenios de Díaz Ordaz a De la Madrid. Me centré en un momento sólo de la época de JLP (siglas inconfundibles), aunque por todas partes están los enredos, los ridículos, la corrupción… Y las extrañas alucinaciones políticas derivadas de haber evocado el restaurante Churchill. Todos los elementos. Quizá sólo faltaría la existencia de un nuevo Martín Luis Guzmán.

sábado, 13 de abril de 2024

Hijos de la fábula, de Fernando Aramburu



Me reí mucho con este libro, el primero que leo de Fernando Aramburu. Pero una vez que terminé de reírme, comencé a culparme, puesto que es importante para mí saber si la risa es un elemento reaccionario en mi interior. O si la risa puede ser revolucionaria. Cuando una persona compra un libro que trata sobre la ETA, ¿sabe que tiene guardar una seriedad absoluta sobre el tema? El terrorismo, las guerras, las tragedias del ser humano, ¿pueden ser motivo de risa? ¿A partir de cuándo, cuántas generaciones hay que dejar pasar para poder reír? ¿Y de qué aspectos? No lo sé, he querido siempre sumergirme en el humor sin tener una guía metodológica. Es que el humor es como el arte, terreno de la libertad. Sin embargo, vemos los más desagradables cartonistas de los periódicos, como el caso del Reforma y su dibujante estrella, aprendiz de fascista… y algo nos impide sonreír. Quiere decir que tenemos una armadura que nos protege. No podría ensayar ni siquiera unas cuantas ideas sobre la risa. El volumen se llama Hijos de la fábula, título que, ahora, a la distancia, me alumbra mucho, no había pensado que los dos protagonistas son hijos de la costumbre de contarse cuentos. Son dos muchachos de Guipúzcoa, Asier (20 años) y Joseba (21), que ingresan a las filas de la ETA y son enviados a prepararse, en la clandestinidad, al sur de Francia. Pero apenas cruzan la frontera, se enteran de que la organización vasca ha sido disuelta y que sus afanes revolucionarios dejan abruptamente de tener un objetivo… No importa, hay que continuar la preparación militar, hay que estudiar la ideología de la organización. Y todo lo hacen construyendo sobre la nada, cuidándose de los posibles espías del gobierno, pero sobre todo, manteniendo el ideal revolucionario. Como son los únicos habitantes de ese ideal, son incomprensibles para el resto de la realidad. Así que son observados como dos personajes del teatro del absurdo, o como Oliver Hardy y Stan Laurel –como acertadamente los críticos han comparado–: vistos como dos personajes que sólo disponen de sus actitudes para fabricar su mundo. Porque ya la comparación con don Quijote y Sancho se me hace un poco más inexacta, puesto que Asier y Joseba no convencen. Son hijos de la fábula, pero hijos desheredados. No logran que nadie crea en ellos, pero tampoco quieren darse cuenta de que ninguno de los dos cree en ese ideal que los llevaba a levantarse temprano a marchar por Euzkadi. Ni siquiera son capaces de comprender a los personajes que los rodean. Hay algo más, los personajes no quieren hacer reír, tampoco pueden hacer sufrir. Ambos regresan a su pueblo, con diferentes anhelos. Uno de ellos quiere saber de su esposa, a la que dejó abandonada en su pueblo. Pero el otro busca dejar impreso su nombre en el libro del heroísmo. Las últimas páginas son conmovedoras. Cada uno decide buscar su destino. No hay tanto humor en ellas, más bien melancolía, porque el que decide seguir el ideal en soledad se hunde en la soledad y no en el heroísmo.

 

Fernando Aramburu. Hijos de la fábula. México, Tusquets, 2023. (Col. Andanzas)

viernes, 5 de abril de 2024

Grata compañía, de Alfonso Reyes



Del tomo IX de las obras completas de Alfonso Reyes (1889-1959) hubo un aspecto que me interesó en algún momento. Esos momentos a los que él volvía de vez en cuando para recordar su militancia en el Ateneo de la Juventud: los días en que leían a los autores clásicos en casa de Antonio Caso, o las caminatas por las calles de Santa María la Ribera. Heroicos días en que la juventud cambiaba el rumbo de la Historia. Fueron varios momentos… pero uno de ellos, que llenaba de emoción a los ateneístas, fue el homenaje a Gabino Barreda, en la Universidad Nacional, el 22 de marzo de 1908. Fue un logro para el grupo que se organizaba en contra del Positivismo que el Ministro de Instrucción, Justo Sierra, pronunciara un discurso crítico de Gabino Barreda en ocasión de su homenaje. Al finalizar, los ateneístas quitaron los caballos del carruaje del ministro, y lo jalaron para llevarlo hasta su residencia. Reyes dejó escrito, sobre ese momento, que: “no es inexacto decir que allí amanecía la Revolución”. Es una frase que me hace pensar… Como si el Ateneo fuera el padre intelectual de la Revolución Mexicana, como si el proyecto cultural de la Revolución proviniera de ellos, ahí, los jóvenes que esperaban que cayera el Porfiriato en las elecciones de 1910, para luego heredar, ellos, los hijos del poder, el poder que dejaría Justo Sierra. Me parece más bien inexacto, porque fueron los ateneístas en su mayoría, enemigos de la Revolución, apoyaron a Victoriano Huerta y algunos huyeron del país luego del triunfo de Venustiano Carranza. Como filósofos, encabezaron una revolución conservadora, pues opusieron al positivismo, el intuicionismo de Bergson. Ruy Pérez Tamayo, en su Historia de la ciencia en México (2010), considera que los ateneístas detuvieron los avances de la ciencia en México, pues no sólo fueron antipositivistas, sino anticientíficos. No lo creo de don Alfonso, interesado en Einstein, en Sandoval Vallarta (su primo, especialista en los rayos cósmicos) y en las matemáticas. Reyes habría de reconciliarse con la Revolución unos años más tarde, en 1924, cuando escribió Ifigenia cruel. Bien a bien, no sabría decir cómo nació ni qué es el proyecto cultural de la Revolución, pero incluye el muralismo y el nacionalismo… Pero yo he tomado un camino que no era el que pretendía tomar. Pensaba en meditar junto a don Alfonso acerca de la poesía. ¿Cuál es el futuro de este arte? Sus conferencias son largas evocaciones al paisaje en la poesía, los campos que describió Pagaza y que mejoró aún más Manuel José Othón. Yo me emociono como si hubiera estado escuchándolo dictar su conferencia en que Othón es recordado como un católico describiendo una naturaleza panteísta, en que cada ser tiene una voz inolvidable. Ay, ese galope de los berrendos que cruza por su poema y que culmina con el ocaso sobre el desierto: la luz roja del sol se derrama sobre la arena. Un campo de matanza en donde unas horas antes hubo el último sacrificio del amor. Parecía un poeta lejano del desierto, desconocido, antiguo. Por eso, Borges, cuando le preguntó por él a don Alfonso, se asombró: ¿Conoció usted a Othón? Parece de esos nombres de los libros que sólo son nombres. Pero esos nombres alguna vez fueron hombres y alguien pudo conocerlos.

 

Alfonso Reyes. Grata compañía [1948]. Pasado inmediato [1941]. Letras de la Nueva España [1946] (1969), 2ª reimp. México, FCE, 1997. (Obras completas, IX)

sábado, 30 de marzo de 2024

El lugar, de Mario Levrero



El hecho de que Mario Levrero (1940-2004) llamara “involuntaria” a su trilogía hace pensar que sólo hasta que terminó la tercera sus novelas se dio cuenta de que había trabajado en un plan literario. Aparentemente, no se dio cuenta de que había caminado por ciudades que no existen, siempre en busca de una verdad interior. Casi todos sus lectores acuerdan que El lugar es la más gustada de estas novelas. No sabría decir por qué, pues para mí Levrero es la representación del trabajo del escritor que escribe sin saber por qué. Yo mismo, no sé explicar nada de mí. Sé que mi idea de infelicidad es una página en blanco, pero también ha sido motivo de sufrimiento el obligarme a escribir. No era algo que yo necesitara, pero he construido mi necesidad línea tras línea. En El lugar, el protagonista aparecer de pronto en una habitación oscura, sin saber cómo llegó ahí, pero recuerda que tiene una cita con una mujer. Así que busca la salida, hasta que da con una sola puerta que logra abrir. A partir de ahí, comienza una sucesión de habitaciones, idéntica cada una a la anterior, que el personaje recorre, abriendo cada una de las puertas que lo llevan a la siguiente. Cada habitación tiene la característica de que contiene una decoración similar: una cama y un comedor. A cierta hora, parece ser que a la misma siempre, cae invariablemente dormido, y, al despertar, encuentra la mesa servida. Lo más fácil es caer rendido, conformarse con quedarse en cualquier habitación, al fin que siempre hay luz y comida. Pero el personaje sigue y sigue, por una red de cuartos, algunos habitados por seres incomprensibles que hablan un idioma desconocido, y algunos deshabitados. Yo me apego fielmente a la pesadilla de caminar al lado del narrador, sin mirar más que su obsesión. Pero otros lectores que han hecho este camino con Levrero, han notado su pasión por el cine mudo, por las historietas, por el insomnio, por Carlos Gardel, por Kafka (¡principalmente!), por artistas casi desconocidos entre nosotros como Rosa Chacel… Tanto que decir de esta novela, pero no puedo decir lo que quisiera. Tal vez, que sería una magnífica serie de televisión: una agobiante serie cuyo laberinto desemboca en una playa y una selva. Y más adelante, en una posible escapatoria. Pero en Levrero ocurre que no sirve de nada llegar a la meta. Tan desolado queda uno mismo con las metas de la vida, que uno quisiera volver al desasosiego, a los viejos caminos que uno recorrió extraviado. Es cierto que hemos caminado ciudades, calles, estaciones del metro, aeropuertos… acompañados de personas que no recordamos, que no sabemos bien dónde quedaron. Que no encontraremos si regresamos nuevamente a los viejos recorridos en que quisimos encontrarnos a nosotros mismos. Por lo que veo, me he extraviado, en esta ocasión en mí mismo. Eso se debe a que quise respetar a este autor que aborrecía las interpretaciones de sus enigmáticos libros.

 

Mario Levrero. El lugar (1982), prólogo de Julio Llamazares, 2ª ed. Barcelona, DeBolsillo, 2010.

París, pero el de Mario Levrero


¡Cómo me gusta París! Pues bien, este libro no tiene nada que ver con esa ciudad. En realidad, habla de otra ciudad llamada de la misma manera, que está en el mismo lugar, pero en un tiempo diferente. De hecho, el narrador llega a esta ciudad después de un largo viaje de 30,000 años en tren. Curiosamente todo está igual, nada ha cambiado, París está idéntico. Al menos, eso parece, aunque las diferencias poco a poco ser irán notando. Hay algunos problemas literarios, como por ejemplo: la necesidad de plantear que el París en el que nos encontramos paseando a lo largo de esta novela es el mismo París, pero en un tiempo alterno. Sólo que por alguna razón se ha mantenido similar a sí misma a lo largo de 300 siglos. Será difícil, más bien imposible, explicar qué ocurre con esta ciudad. Creo que todas las calles están donde estaban, pero las cosas que ocurren ahí ya han pasado (algunas de ellas), otras no han ocurrido pero se parecen a las que ocurrieron (parece que vuelve a pasar la Segunda Guerra Mundial, pero de otro modo) y algunas más no ocurrirán nunca, como el vuelo de los ángeles sobre la ciudad –o una especie de seres alados que pasan por el cielo. ¡Por cierto, va a cantar Gardel en el Odeón, vamos! A eso me refiero, eso no tendría que estar ocurriendo. Para explicar lo que pasa en esta novela se me tendrían que ocurrir otras conjugaciones que no conozco, algunos tiempos verbales que sugieran que algo que pasa en este momento es similar a algo que no tendría que haber ocurrido antes. Es que Gardel murió en 1935, cuando todavía no existía la Segunda Guerra. O sea que se vuelve a representar una versión de la realidad que anteriormente no había pasado de este modo. Y yo, yo persisto, persisto en mi idea de no leer a Mario Levrero (1940-2004), como un autor lleno de símbolos y de alegorías. Ángeles caídos, mujeres simbólicas, formulaciones temporales, etc., etc., todo eso son como insectos en el parabrisas que entorpecen lo que quiero ver. Los académicos que explican esta literatura de ese modo, también son insectos que se irán en el momento en que encienda el limpiaparabrisas, sólo que no conozco el botón para prenderlo, y eso tal vez se deba a que no sé manejar. Así que tendré que mirar por el vidrio tratando de quitar el exceso de teorías, de guiños a otras literaturas. Este señor que escribió la novela a la que llamó París, tiene algunas ideas fijas, eso no se puede negar. ¡Vaya que las contagia!, a mí se me ha convertido en una idea fija, en un personaje tan grande como otros personajes de la literatura uruguaya que no mencionaré aquí porque eso nos lleva a otro tema tan extenso como inútil. Pero diré me entusiasma su manera de escribir, persiguiendo una pasión, continuando por caminos que tal vez no lleven a ningún lado, y que en efecto no llevan a nada. Pero la persistencia en el vacío, en el infierno cotidiano, en la costumbre de abrir diariamente la puerta del día siguiente, similar al día en que estamos, para siempre atrapados, es una manera de producir una literatura en que se asoma la tristeza, la melancolía por el amor inalcanzable, nunca del otro lado de la puerta. Las guerrilleras-prostitutas que forman parte de la Resistencia pueden ser símbolos, pero prefiero verlas como mujeres comprometidas con la defensa de París. Todo le parece extraño al personaje, pero al mismo tiempo todo está lleno de familiaridad. Además, París parece reconocerlo, tiene el secreto de su pasado y de su futuro, sólo que se va manifestando poco a poco, como si el destino lo fuera tejiendo imperceptiblemente. Olvidaba decir que el protagonista tiene alas, lo descubrió llegando al hotel. En realidad, él de pronto parece olvidar que las tiene, por lo que vuelve a cerciorarse de que existan. ¿Para qué están ahí?, ¿cómo se usan y cuál será el momento indicado? En cualquier momento, esas alas pueden desplegarse y él, huir de París, en poco tiempo estaría en cualquier lugar de la Tierra. Ha sido una mala idea regresar. Sin embargo, se deja llevar por los acontecimientos como por un río. He olvidado algunos aspectos al comenzar a referirme a esta novela de Levrero. Pero en realidad, todo lo olvido, todo es innecesario y todo puede recogerse de entre estas páginas para ser relatado nuevamente. En fin, quizás les interese saber que, al llegar a París, y bajar del tren, afuera de la estación estaba un taxista, sólo que murió cuando estuvo a punto de arrancar. Así que el personaje debió de tomar otro taxi, el cual le dio una larga vuelta por toda la ciudad antes de regresar a la estación del tren, en donde este segundo conductor también murió. Qué engorrosa situación. En cuanto los carabineros lo notaron por la ciudad, lo llevaron a un hotel, en cuya recepción se encontraba un cura. Le dieron una habitación y le prohibieron salir. Fue en ese hotel en donde comenzó a ver que estaban aquellas prostitutas a las que podía hablar, para que ellas le revelaran toda esta intriga. Todo esto pasó para que pudiera estar en este momento, aunque naturalmente he olvidado otros muchos aspectos de la historia. No sabría decirles qué es esencial a la narración y qué otras cosas no. Por ejemplo, olvidé que una persona lo reconoció en la calle y lo llamó, una persona llamada Marcel. Naturalmente que al prologuista no se le escapa que hay un solo Marcel en París, un solo Marcel en la literatura francesa, mencionado una sola vez por su nombre en los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido. Muy buena referencia, sólo que en esta ocasión no podremos dedicarnos a buscar el tiempo por ninguna parte, dado que además son muchos siglos los que se nos fueron mientras el personaje viajaba en el tren. Este Marcel es muy importante en esta narración, si lo encuentran en el libro, pongan una banderilla que les recuerde que más adelante será importante, que esta novela no es como un sueño que no conecta las partes de la narración y que cuenta pasajes que luego no se conectan. Al contrario, no llamaría ensoñación a París, porque toda esta realidad está muy bien unida, sólo que es misteriosa, envuelta por cierto tedio. Por si fuera poco, no sabemos bien a bien cómo percibe el protagonista su circunstancia, porque tiene la extraña facultad de estar despierto pero también dormir y soñar al mismo tiempo. Es raro, sí, pero la narración fluye con el personaje perfectamente consciente de su sueño y de la realidad circundante. ¿Estás seguro de que no olvidas nada más? No, por el contrario, sé que no podré recordar todo, pues es casi imposible saber por qué cada uno de los aspectos de esta narración se encuentran donde se encuentran. Sé que los espejos han desaparecido del hotel en que nos encontramos al principio, y que otro de los huéspedes está desesperado porque no sabe quién es. Incluso le han dicho que le crecen pelos en la cara, que camina en cuatro patas y que ha tratado de destrozar a la gente a dentelladas. Viéndolo bien, sí, tienen sus manos aspectos de garras. Pero no entiendo nada, cómo se ve que soy nuevo en París. Eso quiere decir que cada quién dirá lo que le interesa de esta novela, lo cual puede estar al principio, en medio o al final. Levrero insistió en que su obra era una investigación del alma. Y, como sabemos, el alma tiene forma geográfica, es un espacio sin forma que inútilmente tratamos de recorrer. Para mí, el gran momento de esta novela es cuando el narrador mira pasar una legión de seres alados, como ángeles, sobre París, pero no se anima a elevarse con ellos. Trescientos siglos para estar aquí, para presenciar el momento maravilloso en que uno puede unirse a la legión de ángeles, y dejar pasar la oportunidad. Yo también tenía una cita con la vida, pero estoy aquí escribiendo.

 

Mario Levrero. París (1980), prólogo de Constantino Bértolo, 2ª ed. Barcelona, DeBolsillo, 2010.

sábado, 23 de marzo de 2024

La ciudad, de Mario Levrero


 

Escribió Oscar Wilde: “El misterio del mundo es lo visible, no lo invisible”. Parece ser que no se necesita más teoría para sumergirse en una obra narrativa. Pero es quizá la teoría más compleja de todos, porque se trata precisamente de no sumergirse en las profundidades del inconsciente o de la ideología. Aunque las obras parezcan metáfora de otra cosa (y quizá lo sean), el reto es mantenerse siempre en la superficie, en el fenómeno. Y lo más fácil para referirse a un libro como éste, de Mario Levrero (1940-2004) tal vez sea considerarlo una metáfora de la vida: una especie de viaje que comienza por una razón cualquiera y lleva a una ciudad de la que no se puede escapar, y además, ¿para qué escapar?, ¿hacia dónde escapar? Tampoco supimos nunca de dónde venía el personaje, sólo que al principio de la novela estaba en una casa extraña y húmeda. Quién sabe para qué quisiera el protagonista volver. Sin embargo, pretende salir de esa ciudad a la que llegó por azar. Si no mal recuerdo, buscaba un estanquillo para comprar querosene, pero comenzó a llover, además la ciudad estaba oscura, y se subió al primer camión que pasó, el cual lo dejó abandonado a la mitad del campo. Y de ahí caminó, siguiendo a una mujer, hasta llegar a esta ciudad. Toda la historia consiste en ejecutar un plan que se pospone y se pospone, consistente en abandonar salir de ahí. Pero cómo… En esa ciudad no hay medios de transporte. Eso se debe a que nadie tiene intenciones de llegar o de irse. Hay cerca, pero imposible saber dónde, una estación de tren. Sólo que será muy difícil llegar a ella, ya que los habitantes de esta ciudad no son muy confiados con los forasteros y lo más probable es que no revelen fácilmente su ubicación. Por otra parte, nada garantiza que haya trenes o que vayan al lugar que uno quiere. Además, es muy noche y no se puede estar vagando libremente por las calles, el reglamento lo impide. Un reglamento impreciso que nadie ha visto, pero parece que todo mundo sigue en esta ciudad. Es extraño, porque la ciudad consta de unas cuantas casas… Así que lo mejor es aceptar la hospitalidad de uno de los habitantes, Giménez, que parece tener cierta jerarquía en este lugar. Sólo que por alguna razón desaparece por las noches. Y esta casa… algo ocurre con ella, similar a los sueños: que sólo se mantiene constante aquello en lo que fijamos la atención. Pero lo que queda a nuestras espaldas, se modifica. Los espacios de un lugar onírico parecen quedar muy lejos. Pareciera que no hay consecuencias de una acción sobre otra… Y, sin embargo, desde el principio, el chofer que manejaba el camión por el cual llegó a esta ciudad ya tenía prisa, ya tenía un compromiso oficial a que lo obligaba el reglamento. Los habitantes de esa ciudad siguen las reglas que dicta dicho reglamento, quién sabe si se pueda llegar a leerlo. Pero aun cuando se pueda, quizá esté escrito en el mismo idioma en que están escritos todos los libros de esta ciudad, en una tipografía que es imposible descifrar. Ni siquiera una letra se puede comprender. Hay un mecanismo que parecería onírico que mueve esta realidad; parecería si no fuera porque el protagonista está despierto. El tema central de esta novela pareciera ser el viaje, el pretendido viaje de regreso (aunque no sea exactamente un regreso, pues el punto de partida era igualmente extraño). Podría uno decir: en realidad, el viaje es el destino. Pero me parece que explica más esta novela la idea de que el destino tiene forma de viaje, aunque parezca inmóvil a lo largo de muchos tramos.

 

Mario Levrero. La ciudad (1970), prólogo de Ignacio Echeverría, 2ª ed. Barcelona, DeBolsillo, 2010.

lunes, 18 de marzo de 2024

Elena Garro: Los recuerdos sin porvenir, de Laura Ramos



La última editora de Elena Garro escribe su experiencia con la autora de Los recuerdos del porvenir. Para conocer su obra inédita y revisar los manuscritos, fue invitada a entrar al pequeño infierno personal de la novelista. Transcribe todo lo que ella cuenta, sus tormentos, remordimientos y rencores. En su rosario de maldiciones va surgiendo el nombre de su familia y de Octavio Paz, en quien deposita las peores traiciones e intrigas. Voy leyendo todo, pero nada me sorprende, no le creo nada a este personaje que se consume en las llamas de su pensamiento, por más que la considere genial. Aun cuando su conversación sea también hipnótica. ¿Qué, de todo lo que leo, dijo en realidad? Me gustan sus imágenes: se consideraba una Coatlicue a la que enterraron y resurgió de las entrañas de la tierra, descuartizada y fatal. Los monólogos de su condenación quizá serían escalofriantes y tendrían buena taquilla, pero nadie se acercó lo suficiente a tomar notas… Coatlicue desmembrada por el escenario, rodeada de gatos, cigarros y Coca Cola, mientras declama su verdad; el auricular del teléfono en una de sus manos mutiladas, esperando cualquier voz, en especial la del poeta. Demasiado destino amontonado como para que la crítica sea benévola. Las fotografías y los manuscritos son guardados en bolsas de basura por la escritora y su hija. ¿Dónde se encuentra hoy todo ese material? Tampoco me interesa, es mejor alejar la vista de toda esa desesperación, de su familia, de los académicos que la acosan y de quienes pretendían saquearla. La cocción del pensamiento es una receta interesante, se prepara una reducción de ideas y se sirve sobre el mundo en general para destruirlo, para concentrar los odios y dejar de ver la complejidad de la vida. El extenso monólogo vital de Elena Garro sirvió para minar su propia voz, contradiciéndose y victimizándose. Pero hay que hacer un corte metodológico, porque el delirio de su mente, en cierto punto se convierte en una de las voces más poderosas de la literatura. No le ayuda nada este libro ni sus editores. Hay erratas en cada página, listas sin sentido y ese exquisito delirio de la reacción mexicana que parece heredado de esta escritora: culpar hasta del cambio del color del mar al presidente López Obrador, tal como ocurre en la página 177 en que la autora se une al desplegado de la “deriva autoritaria” firmado por intelectuales de la derecha. El desvarío de la novelista homenajeada se torna contagioso, no hay forma de cercarlo. No me considero conocedor de la obra de Elena Garro, tampoco de su amante, Adolfo Bioy Casares. Pero soy dado a buscar pistas en las obras literarias. Incluso en éste, con mayor detenimiento, podrían encontrarse puertas que lleven a sitios llenos de interés. Por ejemplo, cuando Elena habla del libro El sueño de los héroes (1954), novela en que Bioy aparentemente escribió su historia con ella. Es que no hay forma de cercar sus numerosas fantasías encadenadas. Hay que comparar monólogos, novelas. Tal vez así se pueda acercar a alguna verdad, por lejana que se vea. Tal vez.

 

Laura Ramos. Elena Garro: Los recuerdos sin porvenir. México, Aguilar, 2023.

domingo, 17 de marzo de 2024

Diccionario histórico y crítico, de Pierre Bayle




 

Recuerdo fuera de tiempo, para David le Fou

 

En la obra El casamiento a la fuerza, de Molière, se da este diálogo entre el protagonista y un filósofo pirrónico (seguidor de Pirrón, padre del escepticismo): “Señor doctor, necesitaría su consejo sobre un pequeño asunto en cuestión, y para eso vine aquí.” “Por favor, cambie esta forma de hablar. Nuestra filosofía nos ordena no formular ninguna proposición decisiva, hablar de todo con incertidumbre, suspender siempre el juicio; y por eso no debéis decir he venido, sino que me parece que he venido.” Hasta antes de que Pierre Bayle (1647-1706) publicara su Diccionario histórico y crítico, los escépticos gozaban de mala fama, le iba mejor a los que persistían enfadosamente en la fe. Ante la Trinidad, la Transustanciación o la Eucaristía, mejor no opinar nada, pues la duda es mejor instrumento de conocimiento, además todo lo que se extrae de esas categorías teológicas llevan a demasiadas contradicciones. De ahí que Marx admirara a este filósofo francés pues lo consideraba el responsable de que la metafísica y la escolástica teológica perdieran su viejo prestigio. Naturalmente, era un libro peligroso pues terminaría por nutrir el pensamiento de los enciclopedistas del siglo XVIII. Siendo así, ¿cómo es que logró difundir tales ideas? Eso se debe a la estructura del Diccionario, que tiene unas breves entradas informativas de cada uno de los personajes mencionados, seguidas de numerosas notas al pie en letra pequeñísima. La censura decidió no penetrar tanto en esas notas, a diferencia de los lectores americanos del siglo XIX que bebieron ansiosamente el pensamiento spinoziano con agravio para sus pobres ojos (y los míos). Naturalmente, critica el pensamiento del filósofo holandés, aunque por ahí en una de sus miles de notas al pie explica que es posible que existe una sociedad formada por individuos ateos. Mientras la gente leía los artículos dedicados a personajes extraordinarios como Hiparquia, la primera filósofa, o el poeta científico, Lucrecio, las notas al pie escondían bombas ideológicas maravillosamente escondidas, como deben de ser la maquinaria revolucionaria. Cuenta la historia, por ejemplo, del filósofo portugués Uriel Acosta (o Uriel da Costa), que profesaba secretamente la fe judía, así que huyó a Holanda para poder anunciar su conversión. Sólo que, pasado el tiempo, su carácter racional lo llevó a comentar críticamente el pensamiento judío, de tal modo que los rabinos lo excomulgaron e incitaron a los niños a apedrearlo por la calle. Después de años de persecución, acordó con los rabinos el perdón de la comunidad. Dicho perdón, llevado por la caridad, consistió en pedirle a Acosta que se tirara en el suelo, a la entrada de la sinagoga, para que todos los que salían de la ceremonia, le caminaran encima. Ese perdón lo llevó a la muerte. Hoy se cree que, entre la multitud que vio esa escena estaba un niño, Baruch Spinoza, que, con los años, se dedicó a enfrentar la religión con la fuerza de la razón. Para tolerar todas las infamias de la religión (entre otras infamias), es necesaria una gran indiferencia que permita al espíritu continuar guiado sólo por la metodología de la duda. Ése era el valor que Bayle veía en el antiguo Pirrón, el filósofo que mostró ante el mundo la indiferencia más sorprendente. Sostenía que no importaba más vivir que morir. “¿Entonces por qué no os morís?”, le preguntaron. “Precisamente por eso”, respondió. Dice más Bayle: que a Pirrón nada le gustaba y por nada se enfadaba. No le molestaba si le prestaban o no atención cuando hablaba, y continuaba hablando aun cuando sus oyentes se hubieran ido. Y decía: “La inconstancia de las opiniones y pasiones es tan grande que podría compararse al hombre con una pequeña república que cambia con frecuencia sus magistrados”. Era tan singular, que, sin duda, su indiferencia no causa indiferencia.

 

Pierre Bayle. Diccionario histórico y filosófico / Dictionnaire historique et critique (1696), selección, traducción, prólogo, notas y diccionario del editor, Fernando Bahr. Buenos Aires, El cuenco de plata, 2010. (Col. Hojas del arca, 1)

sábado, 9 de marzo de 2024

Etimologías

  



 

Irene Vallejo recogió en El futuro recordado 126 columnas publicadas en El Heraldo de Aragón. No sé con qué periodicidad ni en qué lapso. Pero todas tienen algo en común, miden menos de una cuartilla, no llegan a 1,400 caracteres. Eso me da una alegría enorme, porque tengo una obsesión con el conteo de caracteres. Yo me impongo textos de cuartilla y media, y textos de cuatro cuartillas. Los alterno con regularidad, y me da gusto cuando organizo mis ideas en 7,000 caracteres. Qué gusto saber que el cerebro produce el equivalente a medio kilo de inspiración, y voy cortando las rebanadas de ideas introducidas en el texto apretadas como en un embutido. Me da gusto, igualmente, porque creo que comprendo a la autora en su cotidiano escribir y contar sus caracteres. Porque aprisionado en los límites inamovibles de un texto, es necesario darle una forma y un estilo al texto. Olvidaba que la autora también se impone un tema; generalmente, la relación de la cultura clásica con nosotros, los lectores del siglo XXI, tan poco dispuestos a consumir por gusto esos exotismos intelectuales, los sabores áridos de la prosa ciceroniana o las muy difíciles de pelar cláusulas quintilianas. Es posible que el editor haya decidido que todo eso del mundo grecolatino sea dosificado como las hierbas aromáticas o las hierbas finas. ¡De esa manera, los lectores consumirán estos productos del supermercado periodístico! En gran medida, los textos de El futuro recordado vuelven sobre una obsesión, el secreto de las palabras. No sabíamos que las palabras tienen secretos, pero los tienen pues guardan la memoria de su creación, la etimología. Ante ese recurso de las palabras para testimoniar su ser, hay dos grandes posturas: hacer caso del sentido etimológico que a veces se nos escapa, o bien volver a él para que nos ayude a encontrar sentidos dentro de la vida cotidiana. Ante el agotamiento del lenguaje y de las ideas comunes, tomamos la palabra en nuestras manos, como un pomo que abrimos y le decimos: “Inspírame”. Precisamente, la inspiración es un soplo que entra en nosotros y nos dice algo nuevo. De esta manera, podemos pensar que lo que llega a nosotros por “inspiración” no es nuestro. Bueno, nadie lo reclama. Pero si argüimos que fuimos inspirados seremos fácil presa de aquellos que dirán que no nos dedicamos a trabajar nuestros textos, sólo a esperar a la inspiración. Por esa razón, a veces huimos del sentido etimológico, porque pensamos que no seremos libres, que la palabra pesará sobre nosotros demasiado. Huimos de su atadura con el pasado, por mucho que contenga consejos de Heródoto o Hesíodo. Es más, que ese estancado olor de la tradición se vaya. ¿Es que no podemos crear nuevas raíces? ¿No dan para tanto nuestras lenguas modernas? Sustancia, que es algo que va por abajo, sólo puede ser concebido gracias al latín. De la misma manera ocurre con el término existencia, porque ser-fuera-de-algo no se le había ocurrido a Sócrates ni a Platón. De ahí que el conocimiento medieval de santo Tomás dependió tanto de las etimologías latinas medievales. Y entonces ese pretexto para sufrir que es el existencialismo quizá sería más alegre de no ser por esa persistencia del ser por existir, por ser arrojado del ser. Sin embargo, el empeño de la autora no es poner grilletes al pensamiento, preso de las etimologías, sino por el contrario liberar aquella esencia que duerme en las palabras. O mejor que esencia: un sentido original latente. Piensa que oler las exóticas esencias de la antigüedad nos permite obtener herramientas para explorar el mundo actual, igualmente selvático en diferentes maneras. Ante el mundo vertiginoso, detenernos a meditar. Hemos visto que la calumnia es rápida, y que la meditación es lenta. A la calumnia le basta con hacer listas de mentiras, y la refutación necesita de tiempo y de trabajo de investigación y de argumentación. Aunque no me referiré ahora a nadie en concreto, me imagino que sugiero algunos personajes adictos al ex-Twitter. Aunque la sentencia “Sólo sé que no sé nada” tiene menos de 140 caracteres, no es una de las más difundidas hoy. De hecho, una de las relaciones más misteriosas y que más provecho daría discutir es la que existe entre ignorancia y conocimiento. La autora menciona a dos psicólogos, Justin Kruger y David Dunning, quienes plantearon que muchas veces la gente más capaz desconfía de sus propias habilidades. Quizá no descubrieron nada, tal vez sólo midieron en una gráfica una idea que ha sido enunciada desde siempre. La indagación de Sócrates en torno al conocimiento se ha convertido en un lugar común del pensamiento. Aunque es más común aún la soberbia de los que creen conocer. Es que el conocimiento va marcando sus límites, cada vez más estrechos conforme se fortalece. La duda, paradójicamente, no sirve para acrecentar las certezas sino para hacerlas más endebles. De ahí que el conocimiento se nutra de la ignorancia, pero se trata de un alimento que desmorona la intención de alimentarse. La ignorancia crea un mundo más amplio, bello y prometedor, pero por desgracia no se puede tocar. Sólo existe en el lenguaje, es autoevidente y se desploma con la duda. Por esa razón, la duda es la única herramienta consistente del conocimiento, el cincel con el que verdaderamente puede modelar el mundo. No tiene otra forma el mundo que el camino que sigue la duda. Así que, de la misma manera, la certeza sería la herramienta de la estupidez. La mentira sólo al saberse mentira se fortalece, se ostenta como arte. Permanece como apariencia. Pero doy vueltas en círculo, sobre la misma frase puesto que nunca sabré, o no ahora, la relación entre ignorancia y conocimiento. Sólo doy vueltas en círculo, persiguiendo una idea que se me escapa. Por esa razón, me asomo a mi ombligo, lo único que realmente estoy viendo, para saber si puedo conjurar el encierro, el callejón sin salida a que me trajo esta idea. Quizá me tenga que preguntar para qué sirve la ignorancia, pues mucha gente se aferra a las certezas, pero las quiere volver verdades. En cambio, el que persigue la verdad, la aleja con la duda. ¿A qué todo este perseguir esa verdad? ¿Por qué no perseguimos mejor la mentira? Porque la verdad tiene dentro de sí el poder, lo que verdaderamente se persigue (Nietzsche). De las frases que ejemplifican este tópico, me gusta la de Voltaire: “Debe de ser muy ignorante porque responde a todas las preguntas que le hacen”. Es que somos tan reacios a pronunciar el mejor conjuro de todos, la sencilla frase: “no sé”, que nos libera. Nos permite ver con desinterés el mundo y nos permite volar sin el peso de las certezas. De las muchas referencias al mundo clásico, al papeleo de los antiguos, hay una que me intriga: la del ombligo. Parece que no podremos llegar al centro de esa palabra, ya que proviene de una raíz indoeuropea, anterior al latín y al griego. Pero en efecto quiere señalar el centro de uno mismo, ese lugar que nos unió con el origen, que queda como cicatriz de ese lazo que nos unió con el mundo y que nos hizo existir. ¿Existir? Qué molesta etimología que nos lleva a concebirnos como desesperadas palomillas queriendo reintegrarnos a la lampara del ser. No sólo queremos conocer el centro de las cosas o nuestro centro. También queremos ser el centro, de ahí que varias ciudades del mundo lleven en su etimología la palabra “ombligo”. Qué palabra tan misteriosa, tan definitoria, pero como todos los grandes conceptos, a veces sólo tienen en su centro un poco de pelusa, como es el caso cotidiano de esta palabra en concreto.

 

Irene Vallejo. El futuro recordado. México, Debate, 2022.

viernes, 1 de marzo de 2024

Epistolario (1889-1893), de Ignacio Manuel Altamirano

  



 

Casi todas las últimas cartas del maestro Altamirano estuvieron dirigidas a su yerno consentido, Joaquín D. Casasús. Tenía su cargo como diplomático en Francia y luego en Italia, pero lo cierto es que sus intereses se iban centrando en su familia. Aunque los sobres pesaban porque llegaban a México cargados de optimismo, el destinatario se iba alarmando de lo que podía leer a través de las palabras. La carta era alegre porque la familia había ido a comer a un restaurante de moda, construido sobre un árbol. Pero la caligrafía o el obstinado optimismo decían algo diferente. Así que un día, Casasús decidió comprar pasaje y tomar un barco rumbo a Europa. Qué importaba todo aquello que trajeran las cartas, aunque viniera un ejemplar de la Navidad en las montañas dirigida a Casimiro Collado, con una indicación: “Dígale que no se fije en mi novela (que es una teoría), ni en la forma (porque no la cuido), sino en el pensamiento (que no está de acuerdo con sus ideas), pero que es un arma. En suma, mi libro es una obra de arte, a mi manera.” Sí, caben poéticas, saludos, buenos deseos, abrazos y algunos chismes: “Dice Margarita que José T. de Cuéllar tuvo la culpa de la muerte de su esposa Carlota, encerrada una casa de locas”. Sí, esta rápida poética se encuentra en medio de los remedios para diabetes y para los cólicos. Entre los medicamentos, no encontramos ninguno para la tuberculosis, ya que el Maestro no imaginaba que esa enfermedad lo llevaría a la tumba, pues él decía que había fortalecido sus pulmones cuando en su niñez masticaba pedazos de ocote, allá en Tixtla. La carta que verdaderamente me conmueve no la escribió él, sino Casasús, en 1906, dirigida a Ángel de Campo Micrós, para relatarla la muerte del Maestro. La leo queriéndole extraer todos sus secretos. Al llegar a San Remo, en donde ahora vivía Altamirano, Casasús se encontró con un hombre que casi no podía ponerse en pie. Por momentos, la salud mejoraba, como aquella noche en que la familia cenó reunida, pensando que sería posible volver en barco a Veracruz y tomar el tren a la capital… Pero desde la calle llegó la voz de un muchacho que cantaba una canción conmovedora y penetrante, Vorrei morire: “Quisiera morir en la estación del año, cuando el aire es tibio y el cielo calmado…” Fue como un aire frío que congeló la esperanza de Altamirano. Por esos días, se acercaba con angustia a su nieto Héctor: “¿Sabes quién soy yo?” “Sí, papá Nachito”. “¿Cuándo seas hombre, tendrás presente mi fisonomía?” Es que sabía que el plazo se acababa; no se engañaba, así que le dio a su yerno las últimas indicaciones: para poder volver a su patria, lo más seguro era cremar su cadáver. Así lo pidió y sintió que dejaba sobre otros la responsabilidad de su familia. Quisiera poner aquí toda la carta, pero sólo hay que decir que el Maestro murió el lunes 13 de febrero de 1893: cuando sintió que no podía respirar, tomó la mano de su hijo adoptivo Aurelio Guillén, y sólo dijo: “¡Qué feo es esto!” y volvió el rostro hacia la pared. En San Remo sólo existía un horno de cremación, pues esta práctica era nueva, algo propio de “librepensadores”. Dos días después, una comisión de librepensadores llegó al sitio en que se velaba al Maestro, y depositó una corona de flores sobre el féretro. “Hemos sabido que el señor Altamirano, cuya muerte lamentan ustedes, era un viejo libera, un patriota distinguido y un hombre de letras eminente, y hemos querido los miembros de la Sociedad de Librepensadores de San Remo venir a presentarle el testimonio de nuestra simpatía y de nuestra admiración y a acompañarlo al cementerio para ser testigos de la cremación del cadáver”, dijo el presidente de la Sociedad, Bernardo Calvino. En la mente de su nieto, Italo, México fue desde siempre una imagen neblinosa que luego le inspiró numerosos textos. Me gustaría saber si el nombre de ese liberal ilustre le significaba algo. Me gustaría pensar que entre los restos de los manuscritos hay alguna referencia…

 

Ignacio Manuel Altamirano. Epistolario (1889-1893), tomo 2. México, Conaculta, 1992.

sábado, 24 de febrero de 2024

Tesis sobre Feuerbach y otros escritos filosóficos, de Marx y Engels





No hay que olvidar que la editorial de Juan Grijalbo se inició publicando libros de marxismo. Este volumen con 5,000 ejemplares es una de aquellas selecciones de textos de Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895) que circularon por México en los años 70. En realidad, de Marx sólo se incluyen cuatro páginas (las “Tesis sobre Feuerbach”, de 1845, que Engels dio a conocer en 1888). El resto son textos de Engels tomados de varios de sus libros, como el prefacio a El origen de la familia, la propiedad privada y el estado (1884). Varias de las ideas desarrolladas en esta obra, aun escritas hace 140 años, serán de absoluta novedad para los conservadores de hoy, como el planteamiento de que la familia no es la base de la sociedad sino una formación de carácter histórico. Ideas tan evidentes como que hay diferentes tipos aceptados de familias según las condiciones sociales de las culturas (por ejemplo, el permiso de que las mujeres tuvieran varias parejas sexuales) inquietarían todavía los sueños los derechistas de hoy. En ese sentido, el libro de Juan Grijalbo publicado en 1970 es más novedoso que el ideario de moda. Pero mayor interés tiene para mí el texto “Dialéctica de la naturaleza”, en que Engels se refiere a la historicidad de la ciencia, tema que se ha desarrollado en diversas direcciones por estudiosos como Pierre Bordieu, quien ha analizado cómo los aspectos de poder en el ámbito de la ciencia han determinado qué consideramos “científico” y “verdadero”. Pero lo que le interesa a Engels es que la naturaleza también tiene historia. Por ejemplo, las nebulosas serían un documento “histórico”, pues se trata de las regiones interestelares en donde se fabrican las estrellas. Siguiendo esta imagen, el pensamiento filosófico sería la nebulosa en que se forma el pensamiento científico. Eso puede verse en el hecho de que la teoría sobre las nebulosas como formadoras del sistema solar, provino de un filósofo, Immanuel Kant, y no de un científico. A grandes rasgos, Engels propone que la filosofía modifica el pensamiento científico. Este texto, escrito entre 1873 y 1883, demuestra el interés constante del filósofo alemán por la ciencia. Al morir, Engels dejó como albacea de su obra a Eduard Bernstein, el famoso padre del “revisionismo”. Éste, a su vez, le preguntó, en 1924, a Albert Einstein si el texto debía de publicarse. La respuesta es decepcionante porque el extraordinario científico no supo comprender que su propio pensamiento estaba determinado por esa nebulosa que es la filosofía. Escribió: “Mi opinión es la siguiente: si este manuscrito procediera de un autor sin interés como personalidad histórica, no recomendaría su publicación; porque el contenido no tiene ningún interés especial, ni desde el punto de vista de la física moderna ni siquiera para la historia de la física.” No me satisface la opinión de Einstein. Aunque sobre eso no debo decir nada, no conozco su acercamiento a la filosofía. Pero no es la primera vez que dos grandes pensadores se encuentran sin tener mucho que decirse…

 

Karl Marx y Friedrich Engels. Tesis sobre Feuerbach y otros escritos filosóficos. México, Grijalbo, 1970.

domingo, 18 de febrero de 2024

Tiene la noche un árbol, de Diego Cristian Saldaña

  


Es difícil es explicar de qué trata Tiene la noche un árbol, de Diego Cristian Saldaña (1990). Se trata de su primera obra narrativa, con la que obtuvo el Premio Nacional de Novela Joven José Revueltas 2019. Varias veces, mientras la leía, pensé que quizá el autor se dijo al escribirla: “En caso de que no haga después otra novela, voy a poner en ésta todas las referencias, todas las tramas, todos los recursos, todas las técnicas y todos los sucesos”. No sé casi nada de Diego Cristian, apenas que me dejó su libro una mañana con una dedicatoria, pero me gustaría saber más. Lo busco entre las redes sociales y lo veo por muchos lados, canta, actúa, viaja, escribe, da talleres de performance, baila, hace homenajes al canto cardenche… Naturalmente, me gustaría que escribiera nuevas novelas, pero entonces me gustaría preguntarle en torno a las decisiones que toma en las páginas de este libro. Quisiera saber por qué cierta resolución, por qué algunas estructuras. Porque pareciera que quiso contener todo apretadamente en una historia, de tal manera que a una acción le corresponde una consecuencia inmediata. Puesto que él está trepado en alguno de dichos verbos (los enumerados arriba, o quizá en alguno otro), yo comienzo una conversación imaginaria y sólo mía, la que me hace recorrer las páginas. Sé, antes de comenzar a preguntar, que no terminaré de resolver esta novela, la cual es un pequeño artefacto que necesita armarse en la mente del lector. Hay pistas por todos lados y tal nivel de relaciones que no esperen que una primera lectura las conecte todas. Es como esos relojes que uno abre por curiosidad y al cerrarlos de nuevo, quedan más piezas tiradas todas por la habitación. Como yo no sé armar de nuevo el mecanismo de la novela y simplemente quiero irme y dejar todo regado, prefiero hacerle al autor preguntas de poética: ¿qué sigue en la siguiente narración?, ¿cuáles de estas resoluciones que ahora están en este libro te dejaron insatisfecho?, ¿qué es lo que en realidad quieres continuar? Hablo como si por aquí hubiera alguien que me oyera, cuando en realidad hablo conmigo. Pero es que sé que al realizar preguntas frente a la obra de arte las esfinges, tradicionalmente mudas, se ponen a hablar. El punto de partida de la novela es sencillo, aunque desemboca en asuntos que no conozco del todo, así que llegaré hasta cierto punto de los caminos, y luego me daré la vuelta otra vez. Ni siquiera sé por qué hilo comenzar a desmadejarla. Pensé que por el título, verso de Muerte sin fin, pero en el fondo ignoro si eso me lleve a ninguna parte: “Tiene la noche un árbol / con frutos de ámbar”. No sé si se refiere a las estrellas, semifijas en la inmensidad, que señalan el destino. Señalan todos los destinos, o por lo menos los cubren. La novela mira a veces a ese cielo, a la inmensidad y al jeroglífico de las estrellas. Pero más comúnmente, mira hacia dentro, como hacían los surrealistas, pues en gran medida este libro es un homenaje a esos artistas que, en tiempos de entreguerras, habían diagnosticado antes que nadie, la putrefacción del siglo XX. Tal vez este libro, al hacer homenaje a los artistas de hace cien años, pretenda usar esa mirada rara de los surrealistas ante el mundo. O, al menos, mirar los productos del surrealismo en este país: Xilitla, la visita de Artaud, todo el arte mexicano deudor de esa vanguardia tan europea como americana. Cuánto del arte mexicano, visible y oculto, es fructificación de esa escuela. Pero todas las referencias que realiza el texto crean una constelación enorme y quizá ajena a la propia narración.

La novela está dividida en dos partes: dos historias aparentemente separadas, cuya unión profunda se me escapa. Por alguna razón, la primera parte consta de los capítulos nones y la segunda, de los pares. No sé si la relación entre ambas historias es de simultaneidad o si, al contrario, deben de contarse en dos tiempos distintos. (No recuerdo, por ejemplo, si en esta segunda parte se habla de la epidemia que ocurre en la Ciudad de México o del terremoto que la devasta.) Por alguna razón, el autor no las barajó sino que dejó los dos montoncitos de capítulos separados unos de otros.

Me referiré a ciertos aspectos de la trama. Los sueños de Felipe, el protagonista de la primera mitad de la novela, se cumplen puntualmente al día siguiente de ser soñados. Un día, una pandemia; otro, un terremoto. El tercero sueña que desaparece Nora, una exnovia que trabaja como conductora de un programa de televisión en el Amazonas… Todo esto se lo comienza a contar a Julia, una psicoanalista con la que comienza a tener una relación erótica. Ese día, en la mañana, la madre de Felipe, Laura, llega inesperadamente a vivir con él. Por cierto, cada cosa que ella come tiene un extraño sabor a huevo… Ah, por cierto, su padre, que lleva mucho tiempo en estado de coma, acaba de morir. Son demasiados asuntos en unas pocas páginas, más de los que cualquier narrador sería capaz de contar. Por esa razón, supongo, las consecuencias de cada uno de estos sucesos no tienen la suficiente trascendencia en la historia. Si bien la ciudad está devastada, eso apenas interfiere en la narración. Aunque hay una epidemia de algo como una gripa, tampoco hay consecuencias serias (lo cual notamos de inmediato, todos, luego de vivir una larga epidemia). La narración avanza pero se llena de referencias varias (el blues y el jazz, el cine de Christopher Nolan, la poesía japonesa, el Surrealismo, etc.) cuya consistencia no siempre me queda clara. Y algunos elementos de la trama que no vuelven a aparecer o a justificar su presencia (el trabajo de Felipe como analista de economía, o el de su madre, en un laboratorio de biología). Es como si la trama fuera una ramificación que terminara en estériles inflorescencias, como todas las cosas que le saben a huevo a Laura, aunque el huevo le sabe a fettuccini en salsa de tres quesos con piñón y trozos de salmón ahumado. Tal vez eso se deba a que el hilo central de la novela, o la semilla que dio como consecuencia todo este planteamiento novelístico sea la admiración por el Surrealismo, los artefactos literarios que no conducen a resoluciones lógicas, las ramificaciones absurdas, etc. Pero suena contrario a la sucesión estrictamente lógica entre sueño y predicción que vive el protagonista de esta primera mitad de la novela. Pero, ¿y su revés?, es decir, la otra mitad del libro. Es completamente diferente. Mientras la primera parte del libro podría ocurrir en una ciudad cualquiera, la segunda tiene un fuerte arraigo en el paisaje (Xilitla, Acapulco…). Mientras que la narrativa de la primera parte tiene una complejidad que parece evocar los guiones de Christopher Nolan, la segunda parte tiene una linealidad centrada en apenas tres personajes. Su estilo me parece más cuidadoso en cuanto a las consecuencias que tienen los actos de los personajes. A diferencia de los nones, cada capítulo de esta sección está precedido por un haiku: recordatorio de la pequeñez de la humanidad ante la naturaleza (por ejemplo: “No lloréis, bichos, / que sufren desengaños / hasta los astros”, de Kobayashi Issa, 1763-1827). Aquí se cuenta la historia de un viaje que realiza una pareja (Mercedes y Andy). Los acompaña Phillip, el abuelo de Mercedes. Estos últimos, de Texas; Andy, de ascendencia griega. Es un nuevo homenaje a los surrealistas: la imagen de André Bretón los lleva a visitar San Luis Potosí. El tiempo se espacia, existe la oportunidad de integrar el paisaje a los estados de ánimo, y los personajes igualmente logran crear un espíritu lo suficientemente estable como para guardar secretos y para contemplar misterios. Caminan por Las Pozas y la arquitectura de Edward James se refleja en el interior. Los jóvenes buscan la experiencia estética, el descubrimiento de un pequeño mundo perdido en la Huasteca; en tanto que Phillip regresa a visitar un recuerdo. Al final, los jóvenes se dan cuenta de que forman parte de la continuidad de una historia que comenzó mucho tiempo antes que ellos.

Jean Cocteau, cercano a los surrealistas, dijo que “el mecanismo de una obra de arte era invisible”. Como un mecanismo de referencias, me parece que la novela crea una constelación inconsistente. Mayor fortuna tienen los personajes que construyen su destino como un proyecto de búsqueda del Surrealismo, para que –como dicen en algún pasaje de la novela– “los sueños gobiernen la vida, para permitir que el alma gobierne al hombre”.


Diego Cristian Saldaña. Tiene la noche un árbol. México, Tierra Adentro, 2019.


sábado, 17 de febrero de 2024

Vidas en el aire, de Bertha Zacatecas



Bertha Zacatecas, socióloga y periodista, fue esposa del filósofo Josu Landa. Cuando entré a la Facultad de Filosofía y Letras, de la UNAM, ella acababa de morir, y Josu, que me contó de ella, le había dedicado poco antes su Treno a la mujer que se fue con el tiempo, poema que ganó en 1996 el premio Carlos Pellicer de obra publicada. Bertha tuvo tiempo de reunir sus entrevistas en torno a la radio, poco antes de morir, las cuales había publicado en una columna en el diario El Financiero. Aunque comenzó a interesarse por los asuntos sindicales, poco a poco se interesó en el mundo de la radio, y entrevistó a sus protagonistas con mucha cercanía e interés. Aunque tengo el libro desde entonces, y siempre me ha servido de consulta, por primera vez lo leo de corrido. Sería inútil tratar de referir incluso una pequeña parte de todas las historias que se cuentan en sus páginas. Hay cancioneras de bolero, crooners, locutores, empresarios, productores, compositores… Está Pedro de Urdimalas, que convenció a Ismael Rodríguez de ir a un café de chinos para contarle la historia de Pepe el Toro y la Chorreada, lo que desembocó en una de las grandes películas del cine mexicano. Las protagonistas de las radionovelas cuentan su experiencia, el triste éxito de ser desconocidas en la calle aun cuando no había nadie que no las conociera por su voz. Como los personajes y los programas pasan por el libro como parte de largas evocaciones, hay que cazarlos al paso. ¡Ahí va el nombre de Toño Escobar, extraordinario músico, a quien le he seguido la huella durante años, para sólo encontrar unos pocos datos! Amparo Montes recuerda su programa Bon soir, seguramente patrocinado por el perfume del mismo nombre, y que duró diez años. Era un programa en que Amparo cantaba canciones de amor, Manuel Bernal decía poemas, y el público mandaba cartas con sus historias de amor para ser leídas al aire. Y el tema musical era una canción de Antonio Escobar. “Bon soir, madame, así le habló, y yo no sé qué contestó…” El locutor Edmundo García, voz de la antigua XEB, recuerda a Escobar, cuando en los años 30 era el pianista de la orquesta de Rafael Hernández. Eran los días en que Margarita Romero y Wello Rivas estrenaron Perfume de gardenias en esa estación. Aunque es una canción cuyo perfume no termina, no se sabe que comenzó a escucharse en 1936 en la “B grande de México”, como la bautizó Edmundo García. Si le sigo la pista a Escobar es porque se trata de uno de los grandes músicos olvidados de México: trajo a nuestro país al menos tres ritmos, la conga, el porro y el merengue. Eso, porque durante una gira a la República Dominicana con las hermanas Águila (era esposo de una de ellas), se convirtió en el músico favorito del dictador Leónidas Trujillo. A esas figuras de la radio quise seguirles el paso después de Bertha Zacatecas, a algunas pude llegar, aunque tiempo después, a otras ya no fue posible. Entre los que sí, recuerdo a Lupita Palomera y Fernando Fernández, porque vivían a dos calles de mi escuela, el CCH Sur. Algunas veces fui a tocarles la puerta y platicar con ellos. Aquí recuerda que fue el primer cantante de radio que fue a cantar a un cabaret, el Waikikí. Aunque sus compañeros lo criticaron entonces, hoy lo recordamos por sus películas en que enamoraba con boleros a una hermosa rumbera, Meche Barba. Hace mucho que no veo esas películas, pero creo recordar que enseñan algo de que el amor florece en medio de la desdicha.

 

Bertha Zacatecas. Vidas en el aire. Pioneros de la radio en México, presentación de Raúl Trejo Delarbe. México, Diana, 1996.

martes, 13 de febrero de 2024

Sororidad



 

La palabra “sororidad” fue empleada por primera vez por Miguel de Unamuno (1864-1936) en su novela La tía Tula (1921). Con este término, el escritor español quiso completar el listado esencial de las relaciones humanas: maternidad, paternidad, fraternidad… y sororidad, que sería la relación entre hermanas. De hecho, existe en latín la palabra sororiare, que significa “crecer por igual y juntamente”. El escritor español se dedicó a estudiar las diferentes formas de relaciones humanas y su forma de manifestarse a lo largo de los mitos fundamentales de la civilización. Desde tiempos bíblicos, la “fraternidad” tiene cierto problema para significar algo enaltecedor, puesto que el primer crimen de la humanidad fue precisamente un fratricidio, el de Abel por Caín. Este último fundó una ciudad a la que llamó con el nombre de su hijo, Enoc. Se trata de la primera ciudad del mundo: en ella comenzó la civilización, el derecho y la política, lo que significa que estas actividades comenzaron en una ciudad construida por un fratricida. Las relaciones derivadas del incesto crean una intrincada red de crímenes y complicidades que es mejor obviar llamándonos entre todos hermanos. Hay muchos hermanos famosos en la historia de la humanidad, no todos destacan por haber realizados acciones enaltecedoras, sino por lo contrario: traicionar y matar. Ojalá el percatarse de que los países están formados por hermanos hiciera tomar conciencia del fratricidio que son las guerras civiles. Más o menos, estoy siguiendo las ideas de Unamuno en el prólogo a este libro escrito en un momento de persecución política, pues el autor fue exiliado de España a causa de sus ataques al rey Alfonso XIII y, más adelante, a la dictadura militar de Primo de Rivera. Instalado en Francia conoció a Alfonso Reyes en casa de Jean Cassou. Es posible que todas estas obsesivas disquisiciones en torno a las relaciones simbólicas de los seres humanos hayan germinado en los pensamientos de Reyes, pues México a fin de cuentas es también tierra de fratricidios, y durante la Revolución la muerte a manos de un hermano era lo común. Ifigenia, la sacerdotisa amnésica que reconoce a su hermano en el momento anterior a sacrificarlo, fue el personaje que eligió Reyes para expresar que la toma de conciencia de la fraternidad puede detener la violencia. Como puede verse, fratricidio e incesto explican largos pasajes fundacionales de la Historia. Unamuno investigó más pasajes de la antigüedad, como el caso de Abisag, la sunamita llevada al lecho del rey David, con el fin de acostarse a su lado para curarlo de sus males, como se aseguraba que hacía gracias a los poderes curativos que la hicieron famosa. Abisag, según Unamuno, se entregó espiritualmente a David, puesto que él ya no tenía fuerzas para “conocerla”. Y ella, estaba destinada a servir sólo para acompañar. Son esas mujeres, tanto tiempo llamadas solteronas, que sacrificaban la sexualidad para ejercer la maternidad en una familia, para cuidar y heredar la memoria de una estirpe. Eso, naturalmente, en una forma social en que las mujeres son prisioneras, abejas encerradas en un panal, esa sociedad que conoció Unamuno. Tula, la protagonista de esta novela, se interesa por la vida de las abejas, por los zánganos y las abejas reinas que no supieron hacer miel pero ponen huevos. Quiere decir que la cultura abejil se transmite de un modo lateral, por medio de las abejas que no tienen descendencia. Pero el propio Unamuno pensaba que esa imitación servil del positivismo ante la naturaleza era una forma reaccionaria del pensamiento. Quiere decir que la función de la sororidad va tomando otras formas menos hexagonales y determinadas de las que crean las abejas. Sororidad es una palabra que toman en sus manos las mujeres que la consideran propia y la vuelven a construir cotidianamente. Es dificil explicar el sentido de La tía Tula; de hecho, su autor tuvo que combatir algunas interpretaciones que hacían de la protagonista una mujer que ejercía una larga venganza al ser privada de la sexualidad. Toda la novela se desarrolla a partir de una escena única: dos hermanas, Rosa y Gertrudis (Tula), salen a pasear, pero la primera de ellas atrae las miradas de un joven que las encuentra en la calle. Cuando Tula se da cuenta de la atracción que su hermana despertó en aquel joven, la convence de casarse y de tener hijos, que ella se encargará de cuidarlos y educarlos. Como abeja, construye en su mente el panal para construir una familia. No le importa que su hermana muera luego de dar a luz, pues la obliga a cumplir con el destino de ser madre. Cuando muere Rosa, Tula se queda ante Ramiro, pero vence la idea común entonces de que el viudo puede casarse con su cuñada. Aun cuando Ramiro está enamorado de Tula, incluso cuando le confiesa que siempre se sintió más atraído por ella, no puede consumarse esta relación. Es tanto lo que le ruega, que Tula pone un plazo: un año, y si él es constante, se casarán luego de pasado ese lapso. Sólo que Ramiro no logra mantenerse fiel, así que meses después embaraza a Manuela, la joven que sirve en la casa. Parece una venganza que Tula lo obligue a casarse con ella, para hacerse cargo también de los hijos que resultan de esa relación. En realidad, no sabemos mucho de ellos, no sabemos qué pasa a lo largo de tantos años en esa familia. Los hijos cumplen la función de ser criados por la tía, quien se convierte en una figura tutelar. Cuando Tula muere, una de sus “sobrinas”, la hija de Manuela, asume el papel de madre de sus hermanos. Leída como una novela de amor, la historia trataría de la tragedia de Ramiro, que no consuma su pasión por su cuñada. Pero vista desde la virtud inflexible de la protagonista, es el triunfo de un pensamiento “civilizatorio”, el de la hermana que se sabe llamada a sacrificarse por educar y mantener la esencia familiar. Éste es el complejo significado que le dio Unamuno a esta palabra que se ha vaciado de ese significado y se le ha vuelto a llenar con otras ideas. Para Unamuno, la función de la hermana “sorora” no se detiene incluso ante hacer morir, pues mira la progenie.  Yo no sabría desprender de aquí más consecuencias. No sabría decir si esta sororidad significa un amor entregado a los demás a costa de la felicidad propia, o bien una venganza largamente planeada pues consiste en decirle no al enamorado para consagrarse a un fin más alto. Así fue Antígona, la hija y hermana de Edipo, otro fruto del parricidio y del incesto, siguió a su padre durante su exilio. Pasados los años, Edipo maldijo a sus dos hijos y hermanos hombres, Etéocles y Polinices, cuando supo que combatían por quedarse con el poder de Tebas. “Si vivo, es gracias a mis hijas”, dijo poco antes de morir. En el combate decisivo entre los hermanos, uno murió a manos del otro, como dictaba la maldición de Edipo. Sólo que Creonte, tío y cómplice de Etéocles, decidió que el cadáver de Polinices yaciera sin ser enterrado. Antígona se arriesgó pero puso tierra sobre el cadáver de su hermano y fue condenada por su propio tío. Se impuso la ley inmemorial de la familia ante la orden de estado. Por eso, dejó escrito Unamuno: “Hablamos de patrias y sobre ellas de fraternidad universal, pero no es una sutileza lingüística el sostener que no pueden prosperar sino sobre matrias y sororidad.” Sólo que la postura final ante el término de sororidad es ambiguo. Finalmente, Tula es una especie de zángano en el panal de su familia: es la abeja que transmite el saber familiar, pero por otra parte es la abeja que no supo hacer miel ni tener hijos. Y mientras sean rijan las colmenas “los zánganos que revolotean en torno de la reina para fecundarla y devorar la miel que no hicieron”, habrá barbarie de guerras devastadoras.

Tapamos crímenes con palabras y las obligamos, entonces, a reformularse eternamente.