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sábado, 25 de marzo de 2023

Noches de Sing Sing, de Harry Stephen Keeler



Tengo cierto temor al referirme a Harry Stephen Keeler (1890-1967) porque parece que si se comienza a hablar de él comienza a brotar la extravagancia de manera incontenible. En primer lugar, está considerado el mejor de los peores escritores estadounidenses; y, según lo que puedo vislumbrar es parecido a Ed Wood o (desde nuestra perspectiva) a Juan Orol. En segundo: su vida parece no ser menos interesante que sus historias, pues, como nos lo informa la Wikipedia: su madre –que enviudó varias veces y que manejaba una casa de huéspedes para actores de teatro– lo internó durante su juventud en un manicomio por razones desconocidas. En tercero: uno de sus primeros libros trata acerca de cómo un dólar invertido en el siglo XX logra convertirse en una inmensa fortuna en el siglo XXXIII gracias al interés compuesto. En cuarto: los artículos que encuentro acerca de la excentricidad de sus tramas nos relatan historias como las siguientes: en El enigma del cráneo viajero (1934) aparece un cementerio especializado en freaks, y ahí se encuentra el cuerpo de una mujer con cuatro piernas y seis brazos, que nació en Cantón (China) y murió en Canton (Ohio); mientras que en El caso del cuerpo loco (1954) la policía encuentra un ataúd con un cuerpo desnudo cuya mitad superior pertenece a una mujer china y la inferior, a un hombre de raza negra (son hallazgos de Alberto J. Oyarbide, en su artículo sobre “HSK”). Sin embargo, comencé a realizar mi propia cacería de apasionantes tramas de Keeler, y descubrí lo que podría ser el punto 4.1: que buena parte de sus tramas consisten en narrar la historia de tres personajes que están condenados a muerte y, para salvarse, tienen que contar la mejor de las historias. De hecho, ésa es la trama de Noches de Sing Sing: tres escritores acusados de asesinato pasan la noche frente a su carcelero. El que cuente la mejor historia salvará su vida, así que durante varias horas se cuentan su mejor argumento… Puesto que referirme a cada una de estas tres historias me llevaría a una reseña infinitesimal, sólo diré que una de ellas trata sobre una mariposa gigante y sobre un baile de disfraces; en otra, se habla de un joven reportero que se enamora de la hija del emperador de la China… En realidad, la más interesante es la tercera: el invento de un científico que descubre cómo extirpar el alma y logra sacar el alma de un joven accidentado y trasplantarla al cuerpo de un mono. No sé en qué punto voy de mi pretendida enumeración, pero esta historia es, con toda seguridad, una de las múltiples referencias que este autor hace en contra de la psiquiatría, ciencia que aprendió a odiar luego de su reclusión juvenil. Como antepenúltimo punto, diré que el escritor argentino Pablo de Santis (¡alabado por Mario Levrero!), en un libro de “ideas para comenzar a escribir”, propone como ejercicio desarrollar alguno de los títulos de Keeler, por ejemplo: El caso del reloj que ladraEl caso de las dos damas extrañas o Cuando el ladrón conoce al ladrón… Y en último lugar: qué bueno que México no se inundó con las novelas de Harry Stephen Keeler. (Aunque… todavía recuerdo a mi papá leyendo, hace muchos años La cara del hombre de Saturno).

 

Harry Stephen Keeler. Noches de Sing Sing Sing Sing Nights (1928), tr. I.E.R, 7ª ed. Madrid, Reus, 2010.

 

miércoles, 22 de marzo de 2023

Opus Nigrum, de Marguerite Yourcenar

  



 

Qué cansado es caminar por los bosques medievales o renacentistas. Es más difícil levantar un pie y avanzar. Aquí, en este siglo, camino y veo: parques, coches, perros, restaurantes… ¿Pero allá? Me puedo figurar, si me lo propongo, un paisaje. Tendría que buscar una ilustración. Si se trata de algo más serio, puedo logra que se elabore una escenografía, una animación… Pero, ¿y el lenguaje?, ¿las ideas?, ¿los acentos de otros tiempos y de otros idiomas? Los peligrosos caminos, las desconocidas infecciones y los juglares con sus peculiares historias. Es una buena apuesta saber cuánto tiempo podría permanecer vivo si fuera posible aparecer en un siglo ajeno, de pronto, sin previo aviso. Naturalmente, hay series, películas, novelas, tantos ejercicios de evocación. Generalmente, elijo los que me cuestan menos trabajo, los atajos. No así la autora de este libro Marguerite Yourcenar (1903-1987), que pretendió bordar escena por escena la vida de Zenón, un ensimismado alquimista del siglo XVI. Tan fácil que era tomar la vía corta, pero ella prefiere los caminos largos, llenos de peñas, las ciudades infestadas de enfermedades. Lo que su protagonista busca precisamente es: ver. Para ello corta las amarras con el amor, tema que desaparece en las primeras páginas, apenas sugerido por una sirvienta que se preocupa por él. No es que se esfume como una emanación vaporosa: en realidad, ya que se trata de la vida de un alquimista, las emociones parecen sustancias que mutan. La curiosidad por el deseo, por la sexualidad inocente, lo lleva a pensar en esa actividad, a tenerla en su mente. ¿Cómo es que todas las actividades vitales transmigran y se convierten en deseo? ¿Se puede asimismo tomar el deseo y pasarlo por el alambique y la retorta para que adquiera otra forma? Quizá sí, pero no estoy seguro de que eso haya sido tema de interés para los alquimistas. Sobre todo, ¿por qué el deseo que no manifiesta ningún interés por una mujer sí muestra agitación en presencia de un hombre? Desde el punto de vista de la alquimia, ¿cómo se explica? Para la autora de este libro, una esencia recorre la vida: lo sagrado. Una disculpa, no puedo quintaesenciarla con mi pobre instrumental retórico. No sabría si estoy a la caza de una sustancia que se me irá para siempre, como el flogisto de los alquimistas, sustancia que permitía la combustión de los objetos. Pero eso “sagrado” sería algo así como la aceptación de un misterio. Las cosas están cerca, pero no sabemos quién las puso ahí. Las infinitas manos que han puesto nuestra circunstancia como una escenografía. ¿El guion a representar también es parte de dicho montaje? Tiene su emoción, ya que lo me voy enterando de la trama mientras lo voy representando. ¿Llamaré a eso “destino”, ”misterio”, ”sagrado”? Siento que hace unas líneas dejé de comprender lo relativo a esa hipotética sustancia. La anotaré como una hipótesis más de un alquimista remoto. La dejaré junto a mi escritorio. Es posible que pronto otro autor vuelva a usar este término: “sagrado”. Ya lo tomaré nuevamente entre las manos para ver si ha mutado. De hecho, no hay que esperar mucho, ya que los elementos químicos de este siglo ya lo han oxidado y donde ayer dejé la palabra “sagrado” hoy encontré, bajo el capelo la palabra “fetiche”. En fin, eso ocurrió en mi laboratorio particular. No ocurrió así en su propio escenario, mucho más atractivo que el mío, ya que ella tuvo su momento sagrado al descubrir la Villa Adriana en 1924. Paseó por el jardín antiguo, entre estatuas, fuentes, templos… Las esculturas, tan ajenas a la joven paseante, con la mirada vacía, dicen algo. Cercanas al mismo tiempo que lejanas. ¿Esa paradoja es lo sagrado? No queda más que el largo camino de la suposición para llegar al pasado. Desenterrar voces de entre los legajos, buscar la vida entre las habitaciones del emperador Adriano. El vértigo del pasado remoto. El pasado causa esta extraña sensación puesto que, para entenderlo, hay que levantar y desempolvar algunas capas de pensamiento. Hemos olvidado que en otros siglos piensan de manera extraña. Nuestros más sencillos pensamientos son, incluso, sustancia muy ajena vistos desde el siglo más contiguo. En fin, Zenón, en esta novela, vive el periplo de su vida. Eso, en este momento, no nos importa. Sólo quiero llamar la atención en el hecho de que es capturado por la Inquisición y que está condenado a morir. El protagonista pasó seis años escondido, con nombre falso, y al final, es juzgado por sus ideas heréticas. La condenación, en ese siglo como en éste, no es cosa de la justicia, ya que todo es negociable. Es posible pedir ayuda, andarse por las ramas de las influencias políticas y recordar que Zenón tiene una hermana, Martha, hace tantos años extraviada. Lo que nos ha quedado claro, en otro capítulo anterior, es que fue casada con un primo, un rico banquero. Así que el viejo maestro de Zenón, el canónigo Bartholommé Campanus, manda una carta a Martha, la hermana que vive en su palacio. Naturalmente, ella se acerca a su esposo para pedir que interceda por la vida de su hermano. Sólo que no es uno de los asuntos más importantes de ese matrimonio. La petición de clemencia se traspapela en el escritorio de la conversación, queda debajo de algunos otros asuntos más cercanos. De cualquier manera, Martha comparte algo con su hermano: ambos han vivido fingiendo. Los dos han escenificado sus falsas virtudes. Ella, actuando su felicidad con tal de mantener la fortuna que le permite vivir en la opulencia. Y él, bueno, él se transformó en otro para viajar tal vez. ¿O quería vivir sus vicios? ¿Sólo nuestra máscara nos permite vivir nuestra vida? ¿Qué ocurriría si decidiéramos abandonar nuestro disfraz? Abandonar el guion del que hablé arriba, quitarse el vestuario y vivir. Quién sabe. En realidad, lo que parece que importa en esta historia está un poco al lado de los personajes: son sus objetos. La caja de golosinas, la sábana de seda, el libro ricamente empastado, el sillón, la cama, la impresionante vajilla… Son lo único que nos queda. Todo lo demás, las generaciones que pasan, son suposiciones. Si bien la autora piensa que no nos alcanzaría la existencia para averiguar el origen de cada uno de los objetos que nos rodean, su imaginación basta para evocar lo que los rodea. El objeto crea su fantasma. Eso me parece muy buena señal de que hemos llegado a algún lado. A las ausencias que rodean los objetos y los toman entre sus manos. Esta autora viajaba a los lugares para recordar, para imaginar. Hay algo tangible en su obra. A veces, los grandes elogios nos hacen decir que “hay algo intangible en la obra de cierto autor”. Aquí, pienso que disfruté las ciudades y su podredumbre. Vi a los fantasmas jugando a esconderse. Pero también vi a Zenón acudir a la muerte con cierta complacencia de enfrentar el juicio de sus actos. Una novela que ocurre en el pasado también debe de ocultar algo. Opus nigrum apareció en las librerías en los días de las revueltas juveniles de mayo 1968. Ignoro si la evocación de las rebeliones del siglo XVI eran una manera de reflejar el siglo XX.  Dicen los biógrafos de esta autora que al abrirse las páginas la novela, el mundo del siglo XVI se desbordó por las calles de París, con sus desgracias y sus rebeliones. Y un personaje, Zenón, caminó por la ciudad, extrañado de no sentirse extraño en el siglo XX.

 

Marguerite Yourcenar. Opus Nigrum L’oeuvre au noir (1968), tr. Emma Calatayud. México, DeBolsillo, 2017.

sábado, 18 de marzo de 2023

Miradas al mundo virreinal, de José Carlos Rovira

  



 

¿Y si volvemos por un rato al mundo literario del virreinato? Veremos en sus libros: las llamas de la condenación eterna, las flores de Asís, hipérbatos y alegorías, enigmas poéticos, celdas de monjas, representaciones teatrales acompañadas de chocolate servido en mancerinas… y bastante barullo que llega desde las calles. No ha sido posible para el editor quitar todo ese vocerío. En esta reunión de textos académicos, Miradas al mundo virreinal, su autor, José Carlos Rovira, ha querido mostrar en lo posible todo ese escándalo que sale de los documentos, pues las antiguas calles de las ciudades también hablan, lo mismo que la iconografía de entonces. Me gusta que no es del tipo de académicos que cierra las puertas y las ventanas para que escuchen sólo sus pares de las universidades. Además, intenta relacionar todo eso con el mundo literario de hoy, pues por lo general la literatura colonial americana se maneja como un mundo aparte, una ínsula a la que sólo llegan los telescopios de los especialistas. Le interesa saber, por ejemplo, cómo es que los intelectuales dieciochescos se aproximaban al mundo indígena, cómo es que el lejano reino de Paraguay apareció en el Cándido de Voltaire, o bien se detiene a leer un raro libro con los pensamientos filosóficos de un médico español afincado en Dominicana. Es un mundo demasiado exuberante, así que se nos aconseja no visitarlo nunca sin un guía que nos lo descifre. En ese mundo, los libros que nos cautivarían… ni siquiera podríamos entenderlos si quisiéramos leerlos en sus ediciones originales. Y aquellos que tienen un título tentador nos matarían de aburrimiento. Quiero mencionar uno de ellos, escrito por fray Joaquín Bolaños, La portentosa vida de la Muerte, emperatriz de los sepulcros, vengadora de los agravios del altísimo y muy señora de la humana naturaleza (1792). Nos advierte Agustín Yáñez que es un libro aburridísimo, y que la falta de talento novelesco de los escritores novohispanos se debe a la real cédula que impidió la llegada de novelas a América. Sin embargo, con los capítulos de este libro José Saramago habría escrito un libro maravilloso. Sólo para dar una idea, aquí algunos de ellos: “Patria y padres de la Muerte”, “Se da razón quién fue abuela de la Muerte”, “Pesadumbre de la Muerte en el fallecimiento de un Médico que amaba tiernamente”, “De un susto que dio la Muerte a un pobre rico”, “Correo del otro mundo enviado por la Muerte a la ciudad de Celaya” y “Senectud de la Muerte y principio de sus agonías”. Se nos indica que el autor de este emocionante libro de decepcionante contenido era natural de Zacatecas, sitio a donde seguramente llegaba una nutrida bibliografía relacionada con la Muerte. Mucho antes de que existiera la Catrina, la Muerte ya tenía su biografía en estas tierras. El libro nos dice que cuenta asimismo con una nutrida iconografía virreinal. La vemos, en sus retratos: bailar, meditar, comer, aconsejar, perseguir, disparar un cañón, derrumbar una torre… Trabaja mucho, y nosotros quisiéramos verla descansar aunque fuera un rato.

 

José Carlos Rovira. Miradas al mundo virreinal. Ejemplos en la literatura hispanoamericana y recuperaciones contemporáneas. México, UNAM, 2015.

sábado, 11 de marzo de 2023

Altazor. Temblor de cielo, de Vicente Huidobro

  



 

Altazor (1931), de Vicente Huidobro (1893-1948), es un extenso muestrario de recursos poéticos, pero tiene un letrero en la puerta: “No usar”. Conforme los va creando, el autor los va agotando hasta llegar al punto en que los convierte en una serie de alas quemadas por el sol. “Nada de lo que está aquí sirve para la poesía”, parece decir. “Si intentas volar con estas alas, ni siquiera te elevarás. No aspires a ser un Ícaro con mi instrumental. Intenta tu propia caída. La mía, aunque parece caída, es en realidad el único ascenso concebible dado que me desplomo con mi propia invención.” La poesía lleva muchos siglos enseñándonos que no hay nada nuevo bajo el sol. Y, sin embargo, la monotonía de la vida no nos aburre. Y ante este paisaje hecho de imágenes, de creaciones que nunca había visto la naturaleza, ¿qué diremos? Que la novedad cansa más rápido, agota muy pronto la sorpresa. Novedad de novedades, todo es novedad. Anteriormente, la poesía era una manera de conocer el mundo, de penetrar en el pensamiento del Creador. Pero este Pequeño Dios que escribió Altazor le intenta dar lecciones a la naturaleza. Muy bien, poeta de mil novecientos treinta y uno, le arrancaste la palabra a los profetas y viniste a dar tu buena nueva. Qué lástima que tu revelación dura poco: se agota en sí misma. A pesar de tu alta entonación, no sirve para predicar nada. Hay que bautizar de nuevo los planetas, las cosas. Mira: algo nunca antes visto. ¡Qué buena ocasión! Hay que sacar la botella e inaugurar este fenómeno como a un barco. Lo echaremos a andar para que naufrague inmediatamente. Lo que pasa es que no tengo nada que decir. Sólo que haré con ese vacío mi gran arquitectura. Antes de que se te ocurra seguirme, segaré mi influencia en el mundo para que no bebas de ellas. Por otra parte, mi agua está envenenada, así que haz lo que te plazca. Soy inimitable, inigualable e incoloro, inconsútil e inútil. Además, todo ha naufragado, el Titanic, la Belle Époque, los frutos del dulce colonialismo. Esperemos, mientras tanto… Dadme algo para entretenerme antes de que llegue una nueva tragedia: algún descubrimiento que no huya a cada paso. Sufro desde que soy nebulosa. Conque desde allá viene cayendo este discurso. Desde las estrellas. Vienes de muy lejos, pero no sé a dónde quieres llegar. A dónde quieres llegar con tus preceptos. Pensaba esperarte cuando llegues al piso, a esta Tierra. Pero ya veo que te desmoronas al caer. Apenas llegarán cenizas, polvo de estrellas, a estas regiones. Aquí acaba de suceder una catástrofe (es la costumbre) y Europa está poblada de tumbas. Es 1919 y aún no florece nada. Siéntate a esperar. O mejor, vuela. Aléjate. O cae. Disuélvete. Dispérsate. Ciérnete. Entretente conjugando verbos y pégale algunos complementos. Algo habrá de prender en la tierra y habrá de florecer con un color nuevo. No te tengo buenos augurios en cuanto a tu poética, pero eso no te quita tu omnipotencia sobre el poema.

 

Vicente Huidobro. Altazor. Temblor de cielo (1931), ed. René Costa, 23ª ed. Madrid, Cátedra, 2020. (Letras Hispánicas, 133)

 

domingo, 5 de marzo de 2023

El instante mágico, de Marcus Chown



Cuando Isaac Newton formuló, en 1687, la Ley de la gravitación universal, dejó para después el problema de que la atracción entre los cuerpos ocurre aun existiendo un vacío entre ellos, como en el caso de los planetas y el sol. ¿Cómo podría darse esta atracción no existiendo un medio que transmita esta fuerza? Años más tarde, hacia 1821, el Michael Faraday comenzó a concebir la idea de los campos de fuerza: algo así como una niebla invisible que llenaba el espacio vacío. Así, “un campo cargado eléctricamente creaba un campo de fuerza eléctrica sobre el espacio que lo rodeaba”, explica Marcus Chown, el autor de este libro. El conocimiento de la gravedad permitió inferir la existencia de nuevos cuerpos celestes. En 1846 se descubrió Neptuno, el primer planeta descubierto sólo con anotaciones en un cuaderno y no con ayuda del telescopio. Actualmente, el descubrimiento de Newton continúa haciendo descubrimientos: Chown dice que el más importante de ellos es la materia oscura, la cuarta parte del universo, pero de la cual se ignora casi todo. Mientras leía este libro, iba comprendiendo la construcción intelectual que los descubrimientos científicos han ido acumulando. Un científico seguido de otro desmenuza la idea de partícula, de universo, de masa… Pero al cerrar sus páginas, mi mente otra vez se convertía en una nebulosa de ideas. No obstante, aun cuando es muy pequeño mi conocimiento en torno a la física, alcanzo a vislumbrar que existe una íntima relación entre lo infinitamente pequeño y lo monstruosamente inmenso. Es importante decir que, en el campo de la ciencia, los honores y los premios tienen la misma importancia que los protones y las ondas electromagnéticas. Así que los científicos tienen un sencillo movimiento oscilatorio que va del desánimo a la confianza. En el caso del campo electromagnético, varios científicos se disputan el honor de haber descubierto la “radiación de fondo de microondas”. Sin embargo, dos investigadores de los Laboratorios Bell, en New Jersey, fueron reconocidos con el Premio Nobel de Física en 1978 por este descubrimiento: Arno Penzias y Robert Woodrow Wilson. ¿Qué significa este descubrimiento? Se trata del residuo que el Big Bang dejó en forma de radiación en todo el universo. Según Chown, si esta radiación fuera visible, entonces todo el espacio tendría un brillo completamente blanco. Así que ese descubrimiento permitió fundamentar la teoría del Big Bang, teoría que indica que durante los primeros minutos de vida del universo fueron creados los elementos más ligeros, en tanto que los elementos más pesados fueron posteriormente fabricados dentro de las estrellas. Este tipo de lecturas causan un vértigo cósmico que posteriormente me conducen a aferrarme a los tangibles días, kilos, metros, años y centímetros.

 

Marcus Chown. El instante mágico / The Magicians (2020), tr. Franciso J. Ramos Mena. Barcelona, Blackie Books, 2021.