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martes, 26 de julio de 2016

Capítulos de literatura española, de Alfonso Reyes

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“¿Y ahora qué escribes?” ¡Qué pregunta! Alfonso Reyes la detestaba. “Pues escribo”, respondía. Claro, hay que explicar un poco esta respuesta. A veces despertaba con la curiosidad de un episodio de la mitología griega y se dedicaba a aclararlo. En otras ocasiones, un problema sobre el tema de “el pecado de haber nacido”, presente en Calderón de la Barca. Eso lo vi en un libro de Plinio… debe de estar por este lugar, es una idea que ya estaba en la antigua Roma. Se comienzan a llenar unas hojas sobre el escritorio. Y luego, conforme se desarrolla el tema, el texto adquirirá redondez. Cuando el ensayo tenía ya una forma satisfactoria, su autor volteaba hacia atrás, a unos cajoncitos rotulados: “Literatura griega”, “Teoría literaria”, “España”, los abría y los depositaba dentro. Una vez que notaba que un cajón se abultaba, sacaba las páginas, a ver qué tenemos aquí, ya están listos para retocarse y formar un libro. En ese momento se veía el tema, la extensión, lo que podía añadirse. No es tan obvia la pregunta, pues he visto a autores que, por el contrario, trabajan sobre un libro antes de pasar al siguiente. Y Reyes… él tenía el doble trabajo de escribir y clasificar. Ya su labor de ordenar su propia obra fue un esfuerzo (más adelante se necesitó de dos eruditos, José Luis Martínez y Ernesto Mejía Sánchez, para continuarlo). Y yo, no quedo satisfecho. Pienso que hay otros órdenes posibles. Lo que de hecho, ha producido numerosas antologías temáticas. En el caso de la literatura española, en este libro aparece no como en las ordenadas historias literarias, sino como una selva llena de bibliografía. Y además, a Reyes le gusta andarse por las ramas de ese tema. La oportunidad que tuvo de conocer de cerca las publicaciones de filología de hace cien años y de conversar con las grandes figuras de esa disciplina, no la desaprovecha. Suena a arte vivo el de los Siglos de Oro en sus ensayos, autores que una mente más pedagógica decapitaría se encuentran en estas páginas. Don Alfonso, ¿no que sólo el agua cristalina de las conclusiones y todo lo demás a los apéndices?, le pregunto “Son testimonios de una época de mi vida”, responde en la primera página. Es cierto, época extraña, la de la primera mitad del siglo pasado, en que la prensa toleraba la demasiada erudición. De todos modos, algunos nombres cuajan en medio de todo ese ramaje exuberante del barroco. Qué curioso… En menos de cien años, Cervantes se ha convertido en el mayor referente de esos siglos. No pasa así en este libro; Reyes muestra mayor curiosidad por Gracián o por Lope de Vega, ejemplo de autor que podía vivir y escribir (pues la mayoría… tenemos que elegir entre una y otra cosa, y optar por la escritura). La novela no fue el género favorito del Ateneo de la Juventud, y Reyes prefería el teatro y la poesía, si lo dedujéramos de estos textos. Pero el personaje más referido es Juan Ruiz de Alarcón, quizá interesante por su condición de indiano en España, como el propio Reyes. Como don Alfonso es siempre la sugerencia del trabajo y la curiosidad, se me ocurre que un tema maravilloso sería una gran analogía entre ambos escritores, su inteligencia y su cortesía americana. Pero eso no lo podría yo, se necesitaría conocer dos épocas y dos mundos, además de dos autores, para lo cual sólo tendría alcance alguien como el autor de estas páginas.

Alfonso Reyes. Capítulos de literatura española, Primera y segunda series. De un autor censurado en el “Quijote”. Páginas adicionales, 1ª ed., 2ª reimp. México, FCE, 1996. (Obras completas, VI)

viernes, 22 de julio de 2016

Orgullo y prejuicio, de Jane Austen

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No sabía qué esperar de Jane Austen (1775-1817), como no fuera la vaga noción de que sus heroínas pasan por ser de las más inteligentes de la literatura. Sabía de la gran admiración que Harold Bloom siente por ella, por los elogiosos pasajes de su libro El canon occidental. Sé que esta joven escritora es referente para todo tipo estudios, desde las conductas amorosas de su tiempo hasta los libros que estudian los festejos de Navidad en su época. Lo que no me esperaba es la sonrisa permanente que atraviesa sus páginas, una sonrisa desconcertante. Su protagonista, Elizabeth Bennet, no se ahoga en el vaso de agua de su vida, a diferencia de la mayor parte de sus familiares y sus conocidos. Aunque toda la mentalidad de los personajes de la historia tienen la misma idea fija –lograr un buen matrimonio–, Lizzy no se deja desesperar, reacciona con inteligencia, con mesura y hasta con humor. Todo gira en torno a la idea de conseguir pareja… Bueno, igual que hoy. Sólo que hemos pasado muchas etapas entre esa época y la nuestra. Mientras que el cortejo lo es todo en esta historia, en nuestros tiempos eso ha quedado un poco hecho de lado. Es curioso, pero a pesar de que esta historia es calificada de “romántica”, me parece lo menos romántico del mundo. No existe la búsqueda de un alma femenina, la protagonista ni siquiera piensa en ella en términos íntimos. Sabemos poco de sus sentimientos, y no hay una descripción de su interior ni de sus cambios, Lizzy no depende de su estado de ánimo. El amor no es visto como el náufrago que ve a lo lejos la posible isla de su salvación. Por el contrario, parece que la protagonista tiene como preocupación estar siempre a la altura de las circunstancias, como en una partida de ajedrez. Darcy, el joven rico y apuesto, está enamorado de ella, pero Lizzy ni lo sospecha, y cuando se da cuenta, comienza a jugar una partida de movimientos llevados a cabo por la autoestima. Nunca la desesperación, nunca el interés –¡porque Darcy es inmensamente rico!– y, sobre todo, jamás traicionar la buena reputación, que es la única carta para jugar en esta nutrida competencia. Tendemos más a la desesperación por amor nosotros, los que supuestamente despreciamos el cortejo del mundo antiguo, los que pagamos por el psicoanalista. Nos envanecemos de nuestro racionalismo, pero no estamos dispuestos a cambiar nada por ese mundo sin pasión y sin sentimientos de autodestrucción. Ni el matrimonio más aburrido es visto negativamente en estas páginas, algo hay de bueno en un mal arreglo. Si Jane Austen, por el contrario, pudiera leer los best-sellers de nuestro tiempo, sí podría llamarnos “románticos” con cierto desprecio. Me hubiera gustado leerla más temprano en la vida. Por otra parte, para todo lo que lea ya será un poco tarde.

Jane Austen. Orgullo y prejuicio / Pride and Prejudice (1813), tr. de Armando Lázaro Ros, pról. de Philippe Ollé-Laprune. Xalapa, Universidad Veracruzana, 2014.

lunes, 4 de julio de 2016

A una sombra

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domingo, 3 de julio de 2016

Paul Valéry. Rasgos centrales de su pensamiento, de Karl Löwith

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Paul Valéry (1871-1945) tenía una libreta para apuntar cotidianamente sus pensamientos. Es decir, una gran cantidad de libretas. Los pensamientos, una vez apuntados, adquieren cierta forma estática que, ciertamente, no tiene nada que ver con el pensamiento. Ése se mueve, inquiere, quiere convertirse en acción. Tal vez así sabrá por qué piensa como piensa, ya que por alguna razón, fue puesto aquí sin saber cómo y no tiene los medios para saber por qué piensa como piensa, de ahí que tenga que hacer algunas comparaciones con el funcionamiento inorgánico. Quizá así se logre encontrar una respuesta, comparando al ser humano con la naturaleza. Mientras que nosotros podemos tomar ciertas decisiones, un caracol, por ejemplo, está incapacitado para hacerlo. Karl Löwith (1897-1973), más que un expositor, intenta ser un cristal que nos permita contemplar el pensamiento del poeta francés. ¿Cuál sería la esencia de ese pensamiento? Difícil decirlo, pero se puede partir de cualquier sitio… Por ejemplo, ¿qué explica que la naturaleza sea como es?, ¿lo es por maquinaria, azar o intención? La maquinaria es incapaz de la variedad, el azar tendería a equilibrar los fenómenos; ¿y la intención? Eso es algo que nosotros ponemos dentro de ese funcionamiento, un agregado humano que la naturaleza desconoce. Aquí se acaba nuestro abanico de posibilidades. Hay que encontrar la palabra exacta para ponérsela al fenómeno, sólo así podríamos comprenderlo. Pero esa palabra, ¿dónde se encuentra?, ¿existe? En cuanto más infinitesimal el pensamiento, más precisión exige, la palabra se aleja, se hace evasiva. La queremos agarrar como a una mosca obsesiva. Nosotros ante el mundo. Pero también estos dos conceptos son tan relativos. Nosotros somos nosotros sólo en un cierto rango que nos permite la naturaleza. Si el pensamiento tuviera acceso a herramientas que nos miren desde un no-yo, ¿qué veríamos? ¿nos sorprenderíamos? ¿nos sería dado sorprendernos? Qué podemos decir de esa secreción nuestra que se llama la sorpresa y que nos sirve para hacer algo en el mundo. Ay, tomar un poco de mundo entre la mano y no poder llegar a ninguna meta en nuestras conjeturas. Y si alguien, con una tecnología que yo ignoro, ha logrado implantar en mí esta conjetura para que yo crea que es mía, ¿lo seguiría siendo? ¿será posible de esta manera acabar con lo mío y lo tuyo, todo aquello a lo que de un modo se aferra el pensamiento como “sus” vivencias? La pregunta es si el mundo tendrá esa capacidad eterna de sustraerse al pensamiento en tanto éste más lo persigue. Ah, y la tecnología no nos ayuda a conocerlo, si es que pretendían buscar una solución por ese medio, pues ella de lo que se encarga es de mediar nuestro actuar, interponerse para no dejarnos observar el fenómeno de frente. Ahora bien, éste es sólo uno de los aspectos de que tratan las ideas de Valéry expuestas en este libro, pero las demás tampoco tienen nada de tranquilizador para el espíritu.

Karl Löwith. Paul Valéry. Rasgos centrales de su pensamiento, tr. de Griselda Mársico. Madrid, Katz, 2009.