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domingo, 27 de diciembre de 2015

Cuadros de costumbres (1840-1852), de Guillermo Prieto


 
Es muy raro que alguien viva lo que tiene que vivir. A juzgar por las esquelas y los discursos, la gente muere siempre cuando lo mejor está por venir. De Guillermo Prieto (1818-1879) se dijo, por el contrario, que había vivido mucho, que su existencia había atravesado el siglo XIX y que había llegado a una edad “venerable”. Eso no quita que hoy nos parezca que también haya que incluirlo entre aquellos que debieron de vivir un poco más, pues 79 años no son demasiados. Por sus famosas memorias nos explicamos la razón de que la salud decimonónica fuera algo tan pasajero, pues se acostumbraba comer cinco veces al día de manera sustanciosa. Para ello, las mujeres debían de pasar su vida entera en la cocina, bien preparando alimentos o bien supervisando a la servidumbre. Los hombres no tenían nada que hacer en esa parte de la casa reservada a la mujer, de ahí que la literatura del XIX sea masculina casi por completo. Los literatos tenían su gabinete para escribir, para reflexionar y llenar sus cuartillas, su rato libre para escribir sobra la vida y su fugacidad, naturalmente entre comidas, pues la doncella venía a avisar que estaba listo el chocolate, el estofado o las enchiladas. Bueno, Guillermo Prieto sí se metía hasta la cocina, las salas y las habitaciones de sus contemporáneos. Le gustaba probar todo aquello que le invitaran, escuchaba con atención las conversaciones de las familias, y vaciaba los diálogos en sus páginas, me imagino que prácticamente sin darles un reposado tratamiento literario –la digestión de los diálogos duraba lo mismo que de los alimentos. Ahora bien, escuchamos el habla de entonces desde atrás de las cortinas o desde la habitación en donde se esconde el cronista para no ser notado. La gente se comporta como si no estuviera siendo observada. Y Guillermo Prieto, no lo sabemos, quién sabe si tenía esa conciencia. Me imagino que sí, su actitud es la de exhibir a los capitalinos. Carlos Monsiváis, en el prólogo, escribe que tanto el ridículo como la exhibición de la tontería son “instrumentos de corrección”. Es cierto, ese cronista tenía la familiaridad con la gente, pero a diferencia de Sócrates, era bien recibido. Quizá porque no se proponía enseñar nada y porque moralizaba con la distancia que da la prensa escrita. Pero a diferencia de Monsiváis, lo que realmente me llama la atención de esta abultada obra –todavía incompleta, a pesar de sus 32 gruesos tomos– es el léxico inconsciente que fluye por sus páginas. Sentí, mientras leía estas páginas, la falta de tiempo, el tropiezo del ritmo, la prisa de la entrega, el cuarto de azotea en que escribía el cronista, rodeado de pájaros disecados (calle de los Rebeldes, hoy primera de Artículo 123), en la imprenta de Ignacio Cumplido, quien tenía a muchos de sus empleados viviendo en el edificio de su diario, El Siglo XIX. Más alto que las aves disecadas se escuchan las palabras de la calle: parapetos, pachulí, chapurrado, papanatas, cuchifleta… Me entero aquí de que quien cose canevá debe de contar los puntos del figuere. Y también, que la fritura se chillaba. El nuevo diccionario de la lengua no explica esta acepción. Pero sí el de 1780, en donde veo que es el sonido que hace alguna cosa cuando se fríe. No estoy seguro de que la obra de Prieto se use como fuente para nuestros diccionarios. Pero de lo que sí estoy seguro es que los diccionarios de hoy sirven poco para dialogar con los clásicos de nuestra lengua. Anotar las páginas de Prieto sería toda una proeza. De hecho, reunir sus obras lo ha sido. Me pregunto si a Boris Rosen, el compilador, se le ha hecho el reconocimiento merecido. Bueno, ni siquiera Prieto lo ha obtenido, pero no por eso debería de quedar a la zaga el estudioso que nos lo ha restituido.

Guillermo Prieto. Cuadros de costumbres 1, comp., presentación y notas, Boris Rosen Jélomer, pról. Carlos Monsiváis. México, Conaculta, 1993. (Obras completas, 2)

lunes, 21 de diciembre de 2015

El Ramón López Velarde de Alfonso García Morales



Naturalmente que tengo mi propio Ramón López Velarde, el que creo comprender. Ése cuyos versos recorro con seguridad pues pienso que he llegado al fondo de su intención. Pero he aquí que llega el poeta y dice: “Le regalo mi reloj a quien logre descifrar estos versos: y oír el soliloquio intranquilo / de la Virgen María en la Pirámide”. Sé que nadie reclamó el reloj del poeta, pero sé de varios que pudieron disputarlo a la hora de descifrar pasajes. Muchos volvemos a leerlo con la esperanza de fijarnos en lo que nadie notó antes. Esta edición está prologada y anotada por quien es considerado el mejor “lopezvelardista” fuera de México. Pero acerca de él, quiero decir que disputa este nombramiento aun si se le considera a la par de los especialistas mexicanos, generalmente obsesivos con estos versos oscuros, pues llama la atención sobre aspectos no muy comunes, como la influencia del poeta español Andrés González Blanco. Algo, la sustancia de esta obra poética, parece salir de dentro. Pero del fondo del lector. Algo que uno buscaba de sí mismo lo encuentra en esta obra. Esa sustancia hecha de “mexicanidad”, que según muchos también aparece en Juan Rulfo, brota aquí como el petróleo. No tienen esa misma impresión los lectores de otros países, y sería bueno saber qué encuentran ellos en esta obra, pero desafortunadamente no es algo que le interese al editor, quien se limita a decir que es un poeta poco conocido fuera de México. Me imagino que no trata este tema por la confianza que tiene en su calidad literaria y porque recurre al análisis de Octavio Paz, quien se refirió constantemente a la situación de este poeta en la literatura española y su relación con la poesía francesa. Sin embargo, quien lea el prólogo que precede esta edición, pensará que uno de los grandes enemigos de López Velarde fue otro poeta, el jalisciense Enrique González Martínez. Pensará asimismo que la obra de López Velarde ocurrió en un periodo llamado Posmodernismo, pero eso sucede porque se asume que González Martínez fue el poeta que terminó con el Modernismo en 1911. Sin embargo, creo que es una idea algo superada en la que no creían Octavio Paz ni José Emilio Pacheco, entre otros. Tanto González Martínez como López Velarde escribieron y vivieron en dos etapas del Modernismo, es cierto que desde posiciones algo alejadas. López Velarde se acercó a la provincia como tema, aunque la provincia aparece en él como algo lejano, evocado a la distancia. Y Fuensanta, su prima Josefa de los Ríos transfigurada en musa, es el complemento: el amor juvenil de “antes de saber del vicio”, como dice en La suave patria. González Martínez, no; apenas hizo un poema en que hablaba de una iglesia de pueblo. El autor de “Tuércele el cuello al cisne…” era un simbolista, a veces fue un “panteísta”, pero no fue un moralista, como se le califica en este prólogo. Me parece que este juicio es una repetición de las ideas de Paz, pero llevadas un poco más lejos, pues se le pinta como un autor que escribía llevado por la moda (“se instaló definitivamente en la literatura que tan buenos resultados le estaba dando”). Si se siguen las conclusiones de Paz, González Martínez aparece dueño de un prestigio incomprensible en ese panorama, como el autor envidioso que no supo ver la calidad de López Velarde. Es extraña esta idea, sobre todo si se piensa que juntos, López Velarde y González Martínez, codirigieron la revista Pegaso, en 1917 con Efrén Rebolledo. No pienso en González Martínez como un Paz avant la lettre, sino en un poeta con una relación bastante más compleja con López Velarde, pero de ningún modo interesado en ponerle el pie para hacerlo tropezar. La insistencia en González Martínez como el adversario me parece exagerada, y quizá también mi obstinación en el tema. Pero creo que hay que desbrozar el camino de ambos poetas, sin prolongar innecesariamente la animadversión de Paz contra González Martínez.

Ramón López Velarde, La sangre devota. Zozobra. El son del corazón, ed., estudio introductorio y notas de Alfonso García Morales. Madrid, Hiperión, 2001. (poesía Hiperión, 401)

sábado, 12 de diciembre de 2015

El Romanticismo en la poesía castellana, de César Vallejo

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Intento representarme a los profesores que aprobaron esta tesis de bachillerato, encantados de escuchar a su adelantado alumno elogiar a don Marcelino Menéndez y Pelayo. Que la psicología de un pueblo es producto de su raza y de la naturaleza era la feliz ecuación que despejaba el proceso que culminaba en una literatura. Poco imaginaba a César Vallejo (1892-1938) engolosinado con la poesía romántica española, y llamar “gigantes” a casi todos los literatos que “han comulgado en el altar de la literatura romántica”. Por lo que se ve, en 1915, la academia todavía cultivaba la metáfora biológica: la literatura es una planta, si se estudia la tierra y la maceta se llegará a conclusiones asombrosas. Nada que reprochar. Diremos que es ciencia, pues ignoro si en Perú el Positivismo aún no tenía detractores (en México ya había sido derrotado en la academia, por los pensadores que encabezaba Antonio Caso). Se dice que al día siguiente de su examen bachillerato, este joven de 23 años leyó, para festejar, el poema “Primaveral” –su primer poema publicado– en un balcón de la plaza O’Donovan de la ciudad de Trujillo. Se trataba de un poema modernista con algo de influencia de Rubén Darío. Esto, según sus biógrafos, quiere decir más o menos que no había sido sincero frente a sus profesores mientras defendía al Romanticismo. En realidad, cuando se sintió libre acudió a leer un poema liberador, sobre la juventud y la naturaleza. Pero leyendo el poema noto que no es una ruptura tan grande con el Romanticismo… Alabar a la juventud en endecasílabos con rigurosos acentos en sexta no es tan liberador como parece. Tampoco sería tan cierto que los jóvenes de entonces, entre los que estaría Vallejo, rompieran con el Romanticismo. Por lo menos, pienso que los románticos nunca nos parecen viejos, a pesar de su tendencia a la “superstición religiosa” mezclada curiosamente con la “libertad del pensamiento”. Hay algo más, pues creo que se tiende a ver que muchos poetas de entonces odiaban a los románticos españoles, de la época de Espronceda, Zorrilla y Campoamor. Entonces, qué raro sería ver a un Vallejo, el autor de Los heraldos negros y Trilce, así como así celebrando a los odiados poetas castizos. Pero es que nuestros antepasados, por raro que parezca, no han heredado nuestros prejuicios. Porque los modernistas no se sintieron los destructores del Romanticismo, sino acaso sus continuadores, y más, sus culminadores. Era una idea de libertad que no se había llevado a sus últimas consecuencias. La prueba es que la forma poética de Vallejo estaba por liberarse. Yo no sé, pero tampoco sé si los conocedores del poeta peruano saben, qué pensó después de su ensayo de juventud. Sólo me llama la atención que escribiera que “la aparición del espíritu satírico ha sido siempre signo seguro de la decrepitud o decadencia literaria”. Aunque el espíritu satírico no me parece un mayor signo de decadencia artística que la seriedad.

César Vallejo, El Romanticismo en la poesía castellana. Madrid, Eneida, 2009. (Biblioteca Ensayo, 8)