Naturalmente que tengo mi propio Ramón López Velarde, el que
creo comprender. Ése cuyos versos recorro con seguridad pues pienso que he
llegado al fondo de su intención. Pero he aquí que llega el poeta y dice: “Le regalo
mi reloj a quien logre descifrar estos versos: y oír el soliloquio intranquilo / de la Virgen María en la Pirámide”.
Sé que nadie reclamó el reloj del poeta, pero sé de varios que pudieron
disputarlo a la hora de descifrar pasajes. Muchos volvemos a leerlo con la
esperanza de fijarnos en lo que nadie notó antes. Esta edición está prologada y
anotada por quien es considerado el mejor “lopezvelardista” fuera de México.
Pero acerca de él, quiero decir que disputa este nombramiento aun si se le
considera a la par de los especialistas mexicanos, generalmente obsesivos con
estos versos oscuros, pues llama la atención sobre aspectos no muy comunes,
como la influencia del poeta español Andrés González Blanco. Algo, la sustancia
de esta obra poética, parece salir de dentro. Pero del fondo del lector. Algo
que uno buscaba de sí mismo lo encuentra en esta obra. Esa sustancia hecha de
“mexicanidad”, que según muchos también aparece en Juan Rulfo, brota aquí como
el petróleo. No tienen esa misma impresión los lectores de otros países, y
sería bueno saber qué encuentran ellos en esta obra, pero desafortunadamente no
es algo que le interese al editor, quien se limita a decir que es un poeta poco
conocido fuera de México. Me imagino que no trata este tema por la confianza
que tiene en su calidad literaria y porque recurre al análisis de Octavio Paz,
quien se refirió constantemente a la situación de este poeta en la literatura
española y su relación con la poesía francesa. Sin embargo, quien lea el
prólogo que precede esta edición, pensará que uno de los grandes enemigos de
López Velarde fue otro poeta, el jalisciense Enrique González Martínez. Pensará
asimismo que la obra de López Velarde ocurrió en un periodo llamado
Posmodernismo, pero eso sucede porque se asume que González Martínez fue el
poeta que terminó con el Modernismo en 1911. Sin embargo, creo que es una idea
algo superada en la que no creían Octavio Paz ni José Emilio Pacheco, entre
otros. Tanto González Martínez como López Velarde escribieron y vivieron en dos
etapas del Modernismo, es cierto que desde posiciones algo alejadas. López
Velarde se acercó a la provincia como tema, aunque la provincia aparece en él
como algo lejano, evocado a la distancia. Y Fuensanta, su prima Josefa de los
Ríos transfigurada en musa, es el complemento: el amor juvenil de “antes de
saber del vicio”, como dice en La suave patria. González Martínez, no;
apenas hizo un poema en que hablaba de una iglesia de pueblo. El autor de
“Tuércele el cuello al cisne…” era un simbolista, a veces fue un “panteísta”,
pero no fue un moralista, como se le califica en este prólogo. Me parece que
este juicio es una repetición de las ideas de Paz, pero llevadas un poco más
lejos, pues se le pinta como un autor que escribía llevado por la moda (“se
instaló definitivamente en la literatura que tan buenos resultados le estaba
dando”). Si se siguen las conclusiones de Paz, González Martínez aparece dueño de
un prestigio incomprensible en ese panorama, como el autor envidioso que no supo
ver la calidad de López Velarde. Es extraña esta idea, sobre todo si se piensa
que juntos, López Velarde y González Martínez, codirigieron la revista Pegaso, en 1917 con Efrén Rebolledo. No
pienso en González Martínez como un Paz avant
la lettre, sino en un poeta con una relación bastante más compleja con
López Velarde, pero de ningún modo interesado en ponerle el pie para hacerlo
tropezar. La insistencia en González Martínez como el adversario me parece
exagerada, y quizá también mi obstinación en el tema. Pero creo que hay que
desbrozar el camino de ambos poetas, sin prolongar innecesariamente la
animadversión de Paz contra González Martínez.
Ramón López Velarde, La sangre devota. Zozobra. El son del corazón, ed., estudio
introductorio y notas de Alfonso García Morales. Madrid, Hiperión, 2001.
(poesía Hiperión, 401)
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