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viernes, 30 de octubre de 2009

Murieron otros… (sobre Pedro Requena Legarreta y los poetas muertos)


A la derecha, casa de Pedro Requena Legarreta

Para mi amigo Christian Gaudí, quien murió a los 24 años el 4 de abril de 2009

I
Los muertos rieron, tocaron pieles, amaron, besaron labios, durmieron, despertaron, la admiración los turbó por un momento. Y luego su vida se detuvo, repentinamente, como para dar la imagen de la perfección. Como si el río de la vida, congelado de pronto, guardara la ilusión de la vida. Y el momento de la felicidad quedara petrificado dentro de una gota de ámbar para ser contemplado. Entonces, se opera una inversión que nos hace a los vivos: incompletos. La vida aún no se resuelve en nosotros, no ha desembocado en ninguna parte. Y los muertos, desde su culminación, nos miran, perfectos.

Y luego están aquellos muertos que pelearon valientemente y que ahora nos dan una bella lección histórica, ya que partieron hacia la guerra para enfrentar su destino y pelear en las trincheras por intereses que afortunadamente no comprendían. Tenían una cita con la muerte e hicieron de su destino personal una bella parábola que felizmente oculta los motivos económicos que llevaron a la muerte a ocho millones de personas en la Primera Guerra Mundial. Iban alegres, con una misión histórica a cuestas y sólo vieron el horror de la guerra cuando ya no era posible volver atrás.

Después vino la influenza, la cual mató probablemente a cien millones de personas en el mundo, entre 1918 y 1919. Se le llamó gripe española, no porque hubiera surgido en ese país, sino porque fue el único gobierno que no ocultó los datos de la enfermedad que tenía un índice de mortandad del cincuenta por ciento.

Ese terreno desolado fue el suelo propicio para que brotara el ocultismo, y se recopilaran enormes cantidades de testimonios de presentimientos, premoniciones y de telepatía de ultratumba. Pues “jamás nuestra tierra, desde que se humanizó, vio acumularse sobre ella, en tan poco tiempo, semejante masa de muertos jóvenes ávidos de sobrevivir” (Maurice Maeterlinck, El huésped desconocido). La desesperación de otorgar a cada muerte individual un sentido trascendental, que explicara la causa por la que toda una generación se extingue en plena juventud, en cierto sentido hace comprensible la difusión de la obra de Rabindranath Tagore (1861-1941), en la cual el ser supremo tiene la cortesía de enviar un emisario para avisar a cada hombre la decisión de su muerte. ¡Y aun el agonizante elevaba una alabanza para agradecer su destino!

El año más importante fue, definitivamente: 1914, el inicio de la guerra por la cual “la eternidad se sentía orgullosa del hombre” (Antonio Castro Leal). ¿Qué resonancia sentimental tenía en aquellos que fueron llamados para morir? El mismo crítico escribió al respecto: “El mejor día, hastiados de la tranquilidad, nos arrojamos fuera de nuestra patria. En la mesa de trabajo queda un manuscrito sobre la poesía bucólica y en el bolsillo del abrigo nos ponemos unas cuantas monedas y los diálogos de Buda. Partimos. En ocasiones hasta el infierno es un país agradable, por nuevo… La guerra no me aparece, decía un soldado, en su aspecto moral sino en su aspecto cósmico.” Ignoro si esta consolación haya servido a algún poeta. Ni siquiera sé si su propia poesía le haya servido para explicarse el horror de su destino. Pero el poeta estadounidense Alan Seeger (1888-1916) murió en acción, en Belloy-en-Santerre, pues se unió a la Legión Extranjera para pelear por Francia. T.S. Eliot, su compañero de clase en Harvard, escribió sobre él: “Seeger era muy serio en su trabajo y vertió mucho dolor sobre él. El trabajo está bien hecho, y tan pasado de moda que eso casi lo dota de un atributo positivo. Es de altos vuelos, pesadamente decorado y solemne, pero su solemnidad lo abarca todo, no es una mera formalidad literaria. Alan Seeger, como alguien que lo conoció, puedo atestiguarlo, vivió su vida entera en este plano, con impecable dignidad poética”. Seeger vivió en México de 1900 a 1902 y frecuentó las librerías de viejo de la capital; según Castro Leal “contagiándose de los vicios del país, publicaba un periódico literario que nunca aparecía en su fecha… El cuadro del paisaje de sus poemas es bien mexicano y hasta hay en su canto un movimiento melódico, aprendido de seguro en nuestra tierra”. También murió Rupert Brooke (1887-1915), el amigo de Robert Frost, a quien W.B. Yeats llamó “el joven más bello de Inglaterra”. Murió durante una batalla en la isla griega de Skyros por lo que la juventud de su país lo reconoció como un nuevo Byron. Su amigo, el compositor W.D. Browne, que estaba a su lado cuando murió, dejó escrito en su diario: “Me senté con Rupert. A las cuatro de la tarde, comenzó a debilitarse, y a las 4:46 murió, con el sol que brillaba en todas las partes, y la fresca brisa marina que sopla por la puerta y las ventanas protegidas del sol. Nadie podría haber deseado un final más tranquilo que en aquella bahía encantadora, protegida por las montañas y fragante con la salvia y el tomillo.” Y murió Leslie Coulson (1889-1916), de quien sólo se recuerda su carácter amable durante los días de la guerra. Murieron más poetas. Murieron otros –pero eso sucedió fuera de la poesía.


II
Existe un cuadro del poeta Pedro Requena Legarreta pintado en 1917, por Alfredo Ramos Martínez. Pedro murió en 1918, en Nueva York, a los 25 años, víctima de la epidemia de influenza. Entonces, su padre, José Luis Requena mandó hacer para ese retrato un marco de madera representando una lira con las cuerdas rotas. Ambos –poeta y pintor– caminaron por la campiña en busca de la inspiración. Requena escribió: “Y tú y yo llevábamos, en la sangre presas, intuiciones y ansias de luces y vuelos, sorpresas causantes de nuevas sorpresas, anhelos creadores de nuevos anhelos. Y en el alma amores e ideas opimas, que a expresarse tienden en ritmos diversos, tú captando luces, yo apresando rimas, ¡Oh vida, ambos ebrios de sol y de versos!” (“Cuadros y versos”)

Cuando murió el poeta terminaron las tertulias del restaurante El Angelo, de la Calle 8, en donde se reunían Amado Nervo, José Juan Tablada, Joaquín Méndez Rivas, el poeta hondureño Alfonso Guillén Celaya, Antonio Castro Leal, José Santos Chocano y Salomón de la Selva, entre otros. Ahí, Rubén Darío había elogiado el talento de Pedro. Ahí, Nervo le había ofrecido llevarlo consigo a Argentina para ayudarlo a difundir su obra. Entonces, su cuerpo embalsamado fue enterrado en el cementerio de Woodlawn, en donde permaneció hasta el 19 de octubre de 1920, cuando sus restos fueron trasladados a México. En octubre de 1922, por iniciativa de José Vasconcelos, Rector de la Universidad Nacional, se le realizó un homenaje en el Panteón Español con la participación de Manuel Toussaint y de Carlos Pellicer, quien se refirió a Requena con estas palabras: “Indudablemente la juventud de México ha perdido con él a su poeta mejor. Hermosa vida de cinco lustros, consagrada al amor, a la amistad y a la belleza. Espíritu ferviente y manos gentiles, existieron para la dicha casi exclusivamente… suspendamos este recuerdo sin decir la palabra postrera.”

Requena pretendía ser el mejor traductor de poesía en México, aunque también dejó una notable obra personal. En Nueva York, conoció a Tagore en una de las conferencias del escritor Nobel en el Carnegie Hall, durante 1916. Sobre este encuentro, Requena escribió: “La voz aguda de Rabindranath Tagore, una voz penetrante y bien tímida, tórnase grave y pausada cuando asienta los principios de su filosofía, apasionada cuando habla en defensa de su patria o en contra de Inglaterra, e irónica cuando satiriza finamente los progresos morales de los pueblos de occidente” (Revista Universal, Nueva York, diciembre de 1916). Posteriormente, Tagore conversó en varias ocasiones con Requena acerca de su obra literaria. Joaquín Méndez Rivas, amigo del traductor, anota que las traducciones del Gitanjalí se hicieron a partir de las versiones que Tagore hizo de su propia obra al inglés; pero Requena, para intentar acercarse en lo posible al sentido original, estudió la filosofía de los upanishads y recogió datos del propio autor.

Como parte de la colección Cvltvra, apareció en 1919 la Antología de poetas muertos en la guerra (1914-1918) con versiones de Pedro Requena y un ensayo y notas de Antonio Castro Leal. La antología es una muestra literaria de una generación que murió en la guerra europea; en ella se encuentran siete escritores ingleses, seis franceses y un estadounidense, nacidos entre 1868 y 1895. Los autores de la Antología consultaron en Nueva York la amplia bibliografía que fue apareciendo luego de la muerte de los poetas. Antonio Carreira, uno de los más importantes especialistas en Góngora, considera a los poetas del libro “magníficamente traducidos” y aventura que Max Aub pudo componer su libro Imposible Sinaí (1982, póstumo), una muestra de poetas y traducciones apócrifos, inspirado en la Antología de poetas muertos en la guerra.


III
El 16 de octubre de 2005, a las seis cuarenta de la mañana se derrumbó una casa que se encontraba en la calle de Santa Veracruz 43. Durante mucho tiempo fue conocida como Casa Requena, hasta que el nombre fue olvidado y se comenzó a llamar Mansión Mazahua por haber servido de hogar a 42 familias indígenas durante años. En el centro del patio estaba la vieja fuente, tapada por los escombros. En las paredes del primer piso se encontraban aún los mosaicos venecianos pintados a mano que la familia Requena mandó traer de Europa para decorar la casa. Antiguamente, la Casa Requena había sido una de las residencias porfirianas más célebres, por la decoración delirante que José Luis Requena había mandado hacer, gracias a la fortuna que había hecho como empresario minero. Por los días del derrumbe, alguna persona pegó sobre la fachada una serie de fotos de la casa con la decoración original. Las fotos de Pedro y de los muebles art nouveau que hace décadas la familia donó a la Universidad de Chihuahua. Las fotos de las recámaras copiadas de los cuentos de Perrault. Los muebles que parecían inspirados en los dibujos de Julio Ruelas.

Pedro Requena vivió en esa casa durante su infancia y adolescencia. Aunque fue enviado a estudiar a Estados Unidos, regresó para inscribirse en la Escuela de Jurisprudencia. Pasó esos días con sus amigos en la pastelería El Globo, en los teatros que presentaban óperas italianas y leyendo a los escritores franceses cuyos libros había traído de Europa su amigo Víctor Velázquez –hijo adoptivo de Félix, sobrino de Porfirio Díaz. Pero su vida en la Santa Veracruz terminó cuando su padre estuvo a punto de ser asesinado por Victoriano Huerta, por haber participado en la candidatura presidencial de Félix Díaz. Entonces, la familia huyó del país y se dirigió a Nueva York. Entre otras circunstancias, la lejanía es una de las causas por la que la obra de Requena se ha olvidado completamente. Tuvo un destino literario que Gabriel Zaid resumió de esta manera: “Requena pasó de ser famoso, sin ser leído, a quedar descartado, sin ser leído”.

(Revista Tierra Adentro 159, agosto-septiembre de 2009)

martes, 6 de octubre de 2009

El sentido cervantino dentro de la obra de Alfonso Reyes (Reflexiones en forma de espiral)


Para Sergio Fernández

Miguel de Cervantes nunca fue una circunstancia “exterior”, es decir nunca fue motivo de unión pública para los ateneístas. A estos jóvenes los unió primero su guerra contra Gabino Barreda y su interés en sacar el positivismo de la Escuela Nacional Preparatoria; luego, su deseo de conocer la pintura europea; defender el legado de Manuel Gutiérrez Nájera; dar conferencias acerca de lo que era la actualidad cultural en México y Europa; leer a los griegos –y a los alemanes que se consideraban helénicos (y sortear a Nietzsche, quien les dio motivos de preocupación moral). Y hay que aceptar que como generación hicieron bastante al redescubrir a sor Juana y a Juan Ruiz de Alarcón. El tercer centenario de la publicación del Quijote pasó por encima de ellos, como pasa el agua de la tormenta por encima de una casa de dos aguas, mientras adentro se habla del buen tiempo. Los mayores –Manuel José Othón, Salvador Díaz Mirón, Amado Nervo y Francisco de Icaza–, ellos sí se ocuparon de Cervantes, pero por alguna causa, los jóvenes se encontraban lejos de su influencia. (Susana Quintanilla en su reciente libro “Nosotros”, sólo hace una mención a Cervantes: Reyes y Torri se conocieron platicando del libro Novelistas anteriores a Cervantes, de Buenaventura Carlos Uribau.)

Si hago esta circunscripción es porque quiero preguntarme cuál es la razón por la que Cervantes aparece sólo de manera marginal en uno de los principales grupos de humanistas de México. Porque frecuentemente se da por hecho que Miguel de Cervantes está ahí de una manera tan real y objetiva como si siempre hubiera estado con la misma fuerza. Decía que adentro de la casa se hablaba y afuera llovía, y bien podía ser un diluvio y la casa flotar por encima de la inmensidad del agua, de todas formas, uno está obligado a meter sólo una pareja de cada especie al interior para preservarla de la inundación. Y ya se ha hecho suficientemente el censo de lecturas del Ateneo (Goethe, Nietzsche, Anatole France, Góngora, Shakespeare, Schopenhauer, Platón, Walter Pater, William James, Rodó, Poe, Azorín, d’Annunzio, Darío) como para saber que el encuentro con Cervantes se trata de un asunto estrictamente personal, que tiene que ver con ese “yo” que fabrica su propia obra artística. Y ese hombre que pretende ser provechosamente nacional abre la puerta de su casa, como para huir de su propia circunstancia y cae inesperadamente en un mar generosamente universal de la cultura.

Yo no soy cervantista y mi acercamiento a su obra es necesariamente externo, es decir que lo veo en relación con todo lo demás. Y generalmente escucho que Cervantes es un problema resuelto, que por ciertas razones es la literatura de donde parte toda la concepción moderna del arte. Pero eso no es así, o por lo menos no fue así para Alfonso Reyes, quien se enfrentó a la literatura española con otra “correlación de fuerzas” (si se me permite usar esta expresión) y tuvo que comenzar a despejar sus incógnitas de manera personal. Darle un sitio a Góngora, pues le tocó admirar su obra antes de su descubrimiento oficial. Y dedicar su tiempo al Arcipreste de Hita, a Gracián, a la picaresca española. Y a un enigma llamado Cervantes. Un enigma que no está ahí para que lo solucionemos sino para convertirnos en parte del problema. Una obra literaria en la que los personajes no saben que son literatura y son transformados en literatura por un personaje que al imitar a los antiguos caballeros andantes comienza a convertir su realidad en una realidad literaria de una manera tan convincente y voraz que se vuele el epicentro de una conversión generalizada. Y para que ésta se logre realmente, tiene que abolir la frontera entre el adentro y el afuera de la obra.

“El cervantismo de Alfonso Reyes es muy marginal”, escribió Manuel Alcalá en 1966. Si regreso a este tema luego de que ya se ha enunciado algo tan categórico es sólo para extraer un sentido a una serie de textos y comentarios dispersos en la extensa obra ensayística de Reyes, a lo largo de cincuenta años. Y una relación literaria que supuestamente comenzó en la infancia: “Mi primera lectura data de aquel enorme infolio con las magníficas ilustraciones de Doré que hacía mis delicias en la casa paterna. El volumen me ‘quedaba grande’, y yo tenía materialmente que sentarme en él para leerlo” (“Quijote en mano”). Una relación menos estrecha de lo que pretendía cuando le escribió a Henríquez Ureña en 1908: “¡Ah! También voy a leer el (Quijote) (que quiere decir X 4ª vez)” Una afirmación hecha a los 19 años y que no creyó José Luis Martínez (“una presunción infantil, típica de la ambición intelectual”) y posiblemente tampoco Henríquez Ureña quien respondió con una frase más o menos hueca: “El látigo de la sátira está fabricado con fibras del propio corazón desgarrado”.

El general Bernardo Reyes se equivocó al pretender suceder a Porfirio Díaz, y la misma tarde que se lo propuso al dictador fue exiliado del país. Volvió a equivocarse el día de su muerte, cuando trató de entrar a Palacio Nacional, el 9 de febrero de 1913, y fue alcanzado por una bala. Alfonso salió de México luego de negarse a colaborar con el gobierno de Victoriano Huerta. En España comenzaron las primeras menciones a la obra de Cervantes, aunque tienen un carácter indirecto ya que provienen de la lectura de la obra de Azorín. En 1900, este autor había escrito El alma castellana, dos retratos líricos de Castilla, dedicados al siglo XVII y al XVIII, para dejar constancia de una continuidad en el tiempo, una continuidad conocida como “alma” que pretendía darle contenido al problema del nacionalismo; y cinco años más tarde, La ruta de don Quijote, un encargo de Manuel Ortega Minilla, director de El imparcial, para que Azorín viajara a La Mancha y le explicara minuciosamente al lector español cómo eran trescientos años después los pueblos que visitaron don Quijote y Sancho. (Para más señas, Ortega Minilla le regaló previsoramente un arma de fuego a Azorín para que se defendiera de los salteadores de caminos.) A lo largo de los pueblos, pobres y abandonados, el autor vio o quiso ver la realidad como una extensión de la novela de Cervantes. Azorín, un costumbrista que pretendía construir cierta metafísica de las costumbres, escribió largamente sobre Cervantes siempre en estos términos. Pero su “alma castellana” siempre fue cervantina. Visión de Anáhuac (1917), la descripción alfonsina de la ciudad de México en el momento de la llegada de Cortés, pretendía ser el primer capítulo de una serie dedicada a describir el carácter mexicano, siglo por siglo, a la manera de Azorín. Con lo que quiero decir que en ese momento Azorín fue más significativo para Reyes que Cervantes y que el par de notas que dedicó a Cervantes en 1915 y 1916, fueron a propósito de los textos de Azorín, La ruta de don Quijote y una novela sobre la juventud de El licenciado Vidriera.

La mayor parte de las referencias a Cervantes en la obra de Reyes son las diez recensiones de libros que escribió para la Revista de Filología Hispánica y dos más para el diario El Sol, entre 1916 y 1918. Las cuales no pasan de las 20 cuartillas pero ayudan a conocer las ideas en torno al Quijote que comenzaron a circular en España hace noventa años: el anuncio de las ediciones de Rodríguez Marín, el comentario de Cervantes en la literatura inglesa, de José de Armas, del que Reyes extrae el siguiente párrafo: “Con muy justificada satisfacción ha dicho este eminente hispanista (J. Fitzmaurice-Kelly) que su patria fue la primera en traducir el Quijote, la primera en publicarlo en español lujosamente, la primera en hacer el comentario de su libro y la primera en publicar una edición crítica de su texto, la de 1899.” Y a propósito de Cervantes y el romancero, de Chacón y Calvo, Reyes escribe: “Cervantes, como lo es por su espíritu toda la literatura clásica española, era un folklorista; no sólo por el folklore que en su obra aprovecha, sino por el procedimiento constructivo de su obra. Aun sin refranes y bailes, su obra sería de inspiración folklórica; pero, entendido esto, cobran mayor sentido todos los elementos directos de corte popular que la obra contiene.” Por encima de los ensayos publicados en esa época, hay dos obras que parecen haber interesado más a Reyes, la conferencia sobre don Quijote de William Paton Ker y el ensayo de Giovanni Papini “Don Quijote del Engaño”, publicado en La Voce, de Firenza, en 1916. Acerca del crítico español, escribe: “Las opiniones literarias de Cervantes… ofrecen un problema que no siempre ha sido bien planteado: el Quijote las expone muy largamente. Y resulta que ese libro tan generoso y tan amplio fue escrito por un hombre que participaba de todas las supersticiones de la preceptiva de su tiempo”. El “descuido” técnico de Cervantes hace del Quijote uno de los libros más descuidados: “si fuera antiguo, los críticos habrían creído hallar en él, como en la Ilíada, varios autores y varios interpoladores sucesivos.” Pues entonces se encontraba presente la polémica de si era pertinente leer “filosóficamente” el Quijote (José Enrique Varona, según Reyes, rechaza esa lectura en su libro Cómo debe leerse el Quijote). Sin embargo, Ker sugiere que es imposible leer la novela siguiendo sólo alguna de las intenciones manifiestas del libro, ya que se llega a un callejón sin salida o a una serie de contradicciones. Toda la novela es “una selva de invenciones, pero también de intenciones e ideales artísticos”. En este contexto, la lectura de Hegel: el libro contra la caballería es esencialmente caballeresco en la persona de don Quijote.

La interpretación de Papini, según la cual don Quijote no es un loco sino un imitador que se finge loco y que logra engañar a todos, incluyendo a Cervantes, parece haber tenido mayor influencia sobre Reyes. El sentido profundo del protagonista sería: romper con las limitaciones de su ambiente fingiéndose loco para poder viajar, pues sólo los locos tienen el privilegio de errar a su antojo. El verdadero loco es Sancho, que cree en don Quijote, el cual a su vez no tiene ninguna virtud, ya que ayuda a los débiles por imitación, nunca por convicción. Los demás personajes sospechan de su cordura, al punto de llamarlo “el cuerdo loco”. La cueva de Montesinos es la clave de su disimulo; y para en seco a Sancho, cuando éste comienza a inventar: “Si quieres que te crea, créeme mi historia de la cueva de Montesinos”. Papini y Ker coinciden en la necesidad de desconfiar de las intenciones manifestadas en la novela. Ya que se trata de una “miscelánea” en la que aparece poesía burlesca, novelas insertadas, crítica literaria de manera directa o en forma de parodia, trozos retóricos sobre temas y lugares comunes medievales o humanísticos. Pero en medio de todo esto se abre paso el tema fundamental, el viaje, porque los libro más profundos y populares son los de viajes, La Odisea, La Eneida, La Commedia, Gulliver, Robinson, Simbad, Fausto. “Todo gran libro es un remedo del Juicio Final, y para juzgar a los hombres hay que viajar y conocerlos”.

Luego de estas breves anotaciones sobre Cervantes, Reyes se refirió a su obra siempre a propósito de cualquier otro asunto. Siempre de una manera característica de su procedimiento creador, es decir, anotando diariamente, sumando cuartillas para organizar un libro, la obra cervantina puede decirse que revoloteó sobre las cuartillas de Reyes. Adolfo Castañón y Alicia Reyes seleccionaron 140 pasajes en los que el ensayista rememora un pasaje o pone un ejemplo extraído de la obra de Cervantes. Ciertos pasajes estuvieron presentes siempre, como la quema de libros hecha por el barbero y el cura, la cual es atribuida por don Quijote a su enemigo el sabio encantador Frestón. Para Reyes, Frestón es un personaje con aspectos liberadores, pues no se puede emprender la aventura ni el heroísmo si se tiene a cuestas una biblioteca de 10 mil volúmenes. Por eso los héroes no tienen libros. Si tan sólo viniera Frestón a hacer la crítica literaria de nuestras bibliotecas para aligerarnos la vida, porque un libro llama a más libros. “Leer y escribir se corresponden como el cóncavo y el convexo; el leer llama al escribir, y éste es el mayor y verdadero mal que causan los libros” (“Mal de libros”, en Calendario, 1924).

De esa quema de libros, Reyes toma el nombre de Antonio de Torquemada, ya que es uno de los autores enviados a la hoguera, aun cuando en el Persiles, es tomado como modelo para la descripción de las regiones nórdicas. Así es que el único ensayo largo de tema cervantino es el dedicado a Torquemada, en 1957, el cual es una monografía de los libros “censurados” por Cervantes. Antes, sólo hizo un relativo balance de su lectura en el ensayo “Quijote en mano”, de 1947. Reyes adoptó frente a esta obra una actitud enciclopedista, pues sus comentarios son observaciones léxicas, aspectos detallados de la expresión cervantina, y sobre todo son señalamientos de pasajes que pueden servir como ejemplos útiles para acomodar en la propia obra. Me parece que hay cierta desilusión de parte de Reyes ante don Quijote y ante Sancho. Treinta años después de su comentario a Papini, todavía resuena esta teoría en su mente, sobre todo en la afirmación del ensayista italiano: “En la vida del Quijote no hay drama porque no hay seriedad”. Pero Reyes intentó buscar “el drama”, y por eso meditó acerca de la relación de los personajes. Y casi llegó a la conclusión de que algunos –los más– son descreídos y sólo don Quijote vive sumergido en su alucinación. “Sólo Sancho Panza vive en un patético vaivén. Ya duda, ya cree, ya sigue a don Quijote a ojos cerrados; ya se le aparta, a veces irónico y otras simplemente desconfiado. Este vaivén de Sancho Panza es el dinamismo trágico del Quijote. En su corazón, y sólo en su corazón, acontece la verdadera tragedia. Desde que Sancho entra en arreglos con Don Quijote, se condena a vivir, textualmente, con el corazón hecho pedazos.” Reyes recordaba que al final del libro Sancho se sentía defraudado por su amo cuando éste acepta dejar la caballería. Pero en su relectura de 1947, se dio cuenta de que Sancho no adopta ninguna postura patética ante la inminente muerte de Alonso Quijano. Al contrario, Cervantes hace saber que “Sancho se regocijaba; que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muera”. “Con estas palabras al descuido –concluye Reyes–, Cervantes ha matado en mí al Sancho Panza que yo había empezado a forjarme. Le ha quitado su más alto sentido, su valor artístico definitivo y perdurable: el ser el personaje mismo en quien se libra el combate trágico de la obra. Perdón por la insolencia.”

Alfonso Reyes no hizo teoría novelística; esa omisión no es un abandono ni una falla de su parte. Reyes tampoco era proclive a mostrar su tragedia, si es que la tuvo o si es que sospechaba que la tenía. Quisiéramos salir de nuestra vida y verla desde fuera, pero desafortunadamente, por más que nos alejemos siempre quedamos de “este lado”, del lado del yo –lo llevamos con nosotros, pegado. Cervantes vagó por el Mediterráneo, quizá se equivocó al elegir el camino de la dicha. “Erró” en ambos sentidos, como su personaje. Pero es que nadie acierta con su propia vida. Reyes erró por las embajadas y por los países; sintió el error de la muerte de su padre, y erró al distanciarse de la política mexicana, tanto como puede errarse al congraciarse con ella. Pero ninguno de ellos vio su vida, ni tampoco Reyes. Nada de lo que he dicho es una Verdad, y no debería concluir nada, así como Reyes tampoco concluyó sus ideas sobre Cervantes. Pero en la medida en que damos vueltas a lo largo de la vida, erramos. El camino no existe, el camino va quedando siempre atrás, y el que lo recorre no sabe si atrás de sí dejó una tragedia o una comedia.

(Texto leído en la inauguración de la cátedra Miguel de Cervantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Marzo de 2009)