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miércoles, 29 de julio de 2015

José Revueltas y la angustia de la palabra



Revisando la obra de José Revueltas –pero sólo la de tema político– encuentro una constante angustia por encontrar interlocutor. Una angustia “extratextual”, pero que en muchos casos se manifiesta abiertamente. Un no saber acerca del destino de cada texto. Muchos fueron rescatados del bote de basura, otros de viejos montones de legajos, porque la gran mayoría no fueron publicados. “Reproducido del original mecanuscrito”, dicen gran parte de las notas al pie. Rechazado por revistas, o tal vez ya ni siquiera se decidía a enviar varios de sus extensos textos. Y se resignaba a compartir sus ideas en los cafés, en las conferencias, en las discusiones teóricas. Aunque quién sabe si publicarse en revistas clandestinas era mejor destino para sus textos. Dije antes: textos sólo de tema político. Pero tampoco sé si el aspecto literario tenía mejor suerte. Me imagino que no. Era un continuo trabajo de hablar y dirigirse a un público incapacitado o tal vez: desinteresado. La lucidez cocinándose en su propio jugo, todo el tiempo. Mientras las ideas no se hacen públicas y no se discutan, uno las trae arrastrando consigo como una condena. Más desesperante si se trata de ideas que en gran medida no se quieren escuchar. Y mientras, las ideas de Revueltas maduran, se nutren de la realidad, de la filosofía alemana, de la experiencia política, del trabajo de partido. Ahora bien, el método dialéctico no es cualquier cosa. Aparentemente habla de temas que nos interesan a todos, pero cuando la argumentación da un rodeo para situar el problema en lo universal, la voz del autor se va tan lejos que el lector piensa: qué pequeño se ve, ha perdido su pertinencia, cuando en realidad el autor intenta conectar la circunstancia con la totalidad para que pierda su condición de aparente. Ese ir y venir, en cuyo transcurso las ideas se transforman. Lo que hace del ideario de Revueltas una masa casi intratable porque no se queda quieta, es una especie de voz que se escucha, ya que si no es escuchada se convierte en su propia interlocutora. Esa corona de palabras que se deposita sobre la cabeza de la realidad y la alumbra. José Revueltas en la cárcel, 1968, 1969, las autoridades carcelarias permiten que los presos comunes entren a las crujías de los presos políticos y los agredan, y en plena desesperación el autor de Los muros de agua escribe largamente a Arthur Miller, buscando un agujero en la pared, para intentar ver algo más allá, verse a sí mismo, conceptualizarse. Quién sabe si estará destinado a ser leído. Pero está destinado a hablar y a develar su propio pensamiento. Porque no siempre el pensamiento se revela con las palabras. Generalmente, se oculta a sí mismo. Y Revueltas decidió liberarse a sí mismo mientras algo mejor no ocurriera. Nada bueno ocurrió después. Este escritor fue expulsado una vez. Y luego otra vez. Hasta que fue a caer con los estudiantes del movimiento del 68, quienes a su vez estaban expulsados de la mecánica de la Historia, puesto que el Partido Comunista no los apoyó cuando debió de hacerlo. Al caer, el pensamiento de Revueltas se fue despojando de sucesivas capas. Siempre en esa relativa soledad de la que ya hablé. Primero, hablando de la necesidad de terminar con la idea de los dogmas en el proceso revolucionario. Es decir, que el Partido formule el pensamiento que conduzca a los obreros a la revolución, pero sin que se independice como un poder libre de la crítica. Basta de ese pensamiento transmitido por revelación. Y luego, los años de crisis. El exilio del Partido Comunista, la esperanza de volver. La acusación diversas herejías –revisionismo, existencialismo– de las que sintió gran culpa –una culpa alimentada por la mayor herejía de todas: su inherente catolicismo, cultivado desde su infancia. Siempre, el mártir. El que se dejaba herir para salvar a los estudiantes. Después de intentar definir la noción de Partido como liberador del proletariado, como cabeza de la revolución, para declararlo inexistente. Es decir: de existencia aparente (como lo formuló en diversas ocasiones, siguiendo a Hegel). Pero se debía de construir, de erigir teóricamente para que luego la realidad pudiera vestirse con esta idea. Pero su desilusión lo fue alimentando. Quizá después, a finales de los 60, se centró en otra idea. Una idea, qué les diré, ingenua… no… algo así como dotada de excesiva confianza. Bueno, la diré y ustedes le colocan un adjetivo pertinente. La idea de la universidad autogestiva como instrumento de conocimiento. Es decir, la concepción de la Universidad como una comunidad formada por interesados en el conocimiento como instrumento de la liberación. La universidad sin académicos interesados sólo en sus puntos académicos, sin alumnos enfocados sólo en subir los peldaños de la burocracia. Nuestros congresos, nuestras constancias, y luego, disculpe, ¿ya tiene su boleto para la comida?, será en la Casa Club del Académico. La connotada Doctora hablará y se otorgará constancia. Luego, es natural, usted podrá hablar, y podrá ser debidamente citado para a su vez volver a citar a sus colegas, y de esa entusiasta proliferación de sentencias brotará un puntaje que organizará por categorías a los investigadores. Ese gran Leviatán que camina sin rumbo es el gran temor de Revueltas. ¿Qué se pretende con esa Universidad entretenida en sus procesos burocráticos sino una de-socialización del conocimiento? Esa concepción de la Universidad requirió de un cambio teórico en Revueltas, ya que la palabra “autogestión” es opuesta al funcionamiento del Partido. Es un rompimiento con el leninismo. Es una palabra de la que no sé su alcance en su momento histórico. Pero proyectada al futuro, es una respuesta distinta y poco atendida sobre el papel de la izquierda. Es una manera de decir: hablar por uno mismo, sin estructuras que pretendan asumirse como liberadoras. Una palabra que comenzaba a replantear políticamente la realidad. Revueltas murió antes que su palabra. Bueno, eso se debe a que su palabra está continuamente naciendo.

miércoles, 1 de julio de 2015

El beso de la quimera

 

Quién sabe si el Colegio de San Luis publicó este libro para mostrarlo o para esconderlo. En el colofón se lee que se hicieron sólo 250 ejemplares y que se terminó de editar el 31 de diciembre de 2012, lo cual me da muy mala espina. Pareciera que se hizo nada más para cumplir con requisitos académicos, y de la manera más discreta posible. Para el autor, los escritores decadentistas fueron cautivados por la quimera, un ser híbrido que representa la subversión: con partes de serpiente (la vanidad), de macho cabrío (la lujuria) y de león (el afán de poder). Poco más se puede sacar en claro de este libro, ya que el autor no tiene claro el tema de que trata. A lo largo de numerosas páginas, zurce pasajes que se anulan entre sí. En algún momento, cita a Octavio Paz (“El modernismo no consiste nada más en la asimilación de la poesía parnasiana y simbolista que realizan algunos ávidos poetas hispanoamericanos”) pero sin consecuencias en su argumentación. De hecho, no hay argumentación sino una serie de oraciones inconexas. Veamos unas cuantas frases dedicadas a explicar en qué se distinguen los términos modernismo, simbolismo y decadentismo: “El decadentismo mexicano nació para proponer algo distinto al modernismo”, “los decadentes mexicanos no fueron sino una continuidad natural del primer modernismo”, “el simbolismo fue un paso previo al decadentismo”, “tanto el modernismo como el decadentismo se originaron en el simbolismo”, “el decadentismo es uno de los rasgos del modernismo”, “todavía hay investigadores empeñados en reducir el decadentismo al modernismo”, “en realidad, el auténtico sinónimo del decadentismo fue el modernismo, un sinónimo más preciso y riguroso que el de simbolismo”, “ese movimiento que en Francia y Europa se llamó simbolismo, en Hispanoamérica comenzó a llamarse modernismo”. Así por el estilo hasta la página 460… Mejor cerremos el libro para elogiar la ilustración de portada, un cuadro de Julio Ruelas titulado Entrada de don Jesús Luján a la Revista Moderna. Pero un momento… Si el autor afirma que el Decadentismo terminó en 1898, ¿por qué ilustra su libro con un cuadro pintado en 1904? ¿Y por qué todas las ilustraciones de Ruelas que aparecen en el apéndice son posteriores a 1898? Si siempre se ha dicho que la Revista Moderna fue la principal publicación de los decadentistas, ¿por qué sólo se refiere a la Revista Azul (en donde tuvo un lugar prominente el Parnasianismo)? Volvamos a la lectura. En la página 194 afirma que: “en 1898 las cosas habían cambiado mucho: se había firmado el acta de defunción del decadentismo, sus integrantes se habían sumado al modernismo”. Curiosamente, años después siguió habiendo manifestaciones del Decadentismo, y el autor las menciona, aun cuando no se retracta de esta frase. A estas alturas, las páginas de este libro parecen los pasillos de la mente de un psicótico. Y eso que no hemos llegado a lo mejor, en la página 316 afirma que los Decadentistas ni siquiera eran Decadentistas, sino unos jóvenes que se pusieron este nombre como una estrategia de promoción. Se supone que un buen director de tesis sería capaz de detener un texto así antes del examen de licenciatura. Este autor ha llegado, sin embargo, a los niveles del Sistema Nacional de Investigadores. De todas maneras, no está de más poner un cerco sanitario antes de que la “metodología” del autor pueda extender sus males en la bibliografía dedicada al Modernismo.

Juan Pascual Gay. El beso de la quimera. Una historia del decadentismo en México (1893-1898). San Luis Potosí, El Colegio de San Luis, 2012.