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sábado, 30 de diciembre de 2006

Los escritores y el Centro histórico


Pedro Requena Legarreta. Consideraciones para relatar su vida

Aquella vida, la suya, tenía el tamaño de su cuarto, de las personas que lo visitaban con frecuencia, de las calles por las que le gustaba caminar. Muy cerca se encontraba una avenida que lo llevaba a todos lados, siempre y cuando esos sitios estuvieran comprendidos en su vida. Todo lo demás: las fotos de las revistas, el horizonte contemplado, las calles por las que preguntan los caminantes perdidos… todo lo demás no existía. Era una escenografía amable colocada para tapar el inmenso vacío que lo rodeaba. ¿Cuándo rasgaría con sus manos el cielo? Por la calle pasaba la gente, caminando su camino, trazando una ruta confusa para llegar a casas, estaciones, más calles.

No habría podido medir su vida si se lo hubieran pedido; no sabría decir si era grande o no, ni de qué dependía su magnitud. ¿De los mares, de los caminos que lo habían conducido a ese sitio, frente a su ventana? Sabía cuántos pasos había de su cuarto a la cocina, de su escritorio a la puerta de entrada, pero no sabía si los pasos eran una medida válida para medir una vida. Reconocía el matiz exacto de una voz y podía escucharla con precisión a solas; la textura de una piel podía ser recreada con toda su contundencia, aunque eso le suponía mayor esfuerzo. Pero tampoco habría sabido si la capacidad de evocación multiplicaba los corredores de su vida, como si fueran reproducidos por espejos deformantes.

Entonces murió. Las fuerzas que confluían en su vida se desataron; desde entonces no hubo puerta qué tocar para poder preguntar por él. Vivir había sido para él como un viaje en un barco, como recorrer el mar inmenso con la promesa de continuar buscando la vida por debajo de los soles, un recorrido por un mar en el que inesperadamente se atravesó un puerto. Descendieron las escaleras del barco y subió la Muerte, directamente hacia él, mirándolo a los ojos, para indicarle que el trayecto se interrumpía. Eso sí lo sé, lo podría decir casi con certeza, porque hundí la mano en la tierra y extraje su vida. La tomé entre las manos y pude ver la puerta que cerraba todas las mañanas, el parque a una calle de su casa, un largo camino hacia el adiós que tomó inesperadamente con una sola maleta. En ese viaje en barco, rodeado de gente, sintió la seguridad de lo cotidiano: rostros y rutinas idénticas, espejismos de lo eterno. Con la maleta en la mano, se despidió, no volteó atrás porque a los veinte años no supuso que se estaba despidiendo, pensó que apenas estaba conociendo algo, un mar, unas olas, un camino sobre el agua…

Por eso digo que la muerte pone toda esa escenografía indistinguible de lo real. Para que caminemos sin temor, engañados. Si fuera posible pedirle a un tramoyista que develara el telón sería fácil ver el tamaño justo de nuestra vida. A esa casa que está enfrente no he entrado nunca; cómo haber sabido que era ficticia, un mural firmado por la muerte. Como yo, ahora, que tengo su vida frente a mí: consiste en unos cuantos papeles, en un olvido regado por varios sitios y en unos nombres dispersos. La muerte tuvo su vida entre las manos. No hay nadie para advertirle: no des ese paso, son los dedos de la muerte que te sostienen.

Un poco más allá de lo que nos es permitido ver, la vida está rodeada de una fina cáscara. Fruta pequeña que toma la muerte en sus dedos, con gula.

El día en que sus manos desataron con finura su alma, ninguno de nosotros estaba allí. ¡Fue hace tantos años! Muy pocos eran los presentes. Lloraron en ese momento y ahora son también sombras. Luego pasaron años de dolor. Y luego, finalmente, el olvido, más grande, infinitamente, que la pequeña memoria.

Habrían de pasar muchos años para que fueran apareciendo por las calles personas conocidas, a las cuales poder decir “buenos días”. A esos conocidos, tan familiares, los ha traído el tiempo en sus oleadas. Luego de cada ola, aparecen y desaparecen personas en las calles. Lo compruebo todos los días, al abrir la ventana. Dicen que cada acto de la vida tiene una explicación, que lo hacemos para llegar a algún lado. No sé bien por qué actuamos así como actuamos. Todo tiene una explicación, ya me la han dado. Pero no podría repetirla con precisión…

viernes, 29 de diciembre de 2006

“Otras voces, otros ámbitos”: las voces y las canciones de la radio en México



Para Fernando Vallejo, cazador de fantasmas

Los años de la radio fueron años de frivolidad, de recetas amorosas, de consejos sentimentales, de suspiros vespertinos en espera de las noches de amor. Cuando la radio llegó a México, las familias gozaban de una muralla de pureza que impedía que muchas ideas hicieran naufragar la educación de las mujeres de la casa. Antes de que se pudiera sintonizar cualquier estación, las mujeres no podían salir solas a la calle, ni hablar de temas íntimos junto a una ventana por temor a que una persona ajena pudiera enterarse de los secretos familiares, tal como lo aconsejaba el manual de Carreño. Antes de la radio pasaron años y años en que las mujeres sólo aprendían a escribir su nombre pero no a leer por miedo de sus padres a que pudieran cartearse con su novio. En 1901, cuando el compositor Miguel Lerdo de Tejada escribió su canción Perjura con letra de Fernando de Luna y Drusina, los padres de familia temblaron de ira: ¡una joven que decide abandonar a su novio para casarse con otro hombre!, desde entonces, cientos de padres prohibieron a sus hijas mencionar siquiera el nombre de esa canción ni mucho menos tocarla en el piano. No hay que olvidar que una de las pocas actividades que sí podían hacer las jóvenes del Porfiriato era convertirse en virtuosas de este instrumento.

A partir de 1930, con la irrupción de la XEW, las familias vieron derrumbarse piedra tras piedra los anchos muros de la represión que nunca imaginaron que fueran susceptibles de caer. Por primera vez, a la mitad de la sala, en medio de las comidas y hasta en la mitad de la noche, una voz extraña era capaz de penetrar en la intimidad familiar para dar consejos de amor o para pregonar los secretos que una mujer guardaba en su pecho. Y resultaba que esas mujeres educadas en el recato y la virtud llevaban escondidos sentimientos de los que posiblemente ni su confesor estaba enterado: El veneno se filtró en mi seno con una profunda desesperación…, cantaban en los momentos de soledad miles de mujeres, con las palabras que Agustín Lara certeramente ponía en sus labios.

Antes de la radio, las canciones más populares eran tangos, danzones, foxtróts y algunas piezas mexicanas. Cada uno de estos géneros tenía un ámbito propio: al tango le correspondía el aislamiento de los discos escuchados ante un fonógrafo y sus temas prohibidos como la prostitución, las drogas y el adulterio; el foxtrot se bailaba en el teatro con la mente sumergida en la frivolidad y el desenfado. El danzón contó con un espacio propio, el Salón México que se inauguró en 1920 por las calles de Pensador Mexicano, sitio en el que el pecado adquiría coreografía propia y contoneos colectivos. Al mismo tiempo pero en otras casas más decentes, ¡ay qué tiempos!, se evocaba a don Porfirio al ritmo de una romanza que hablaba de la Alameda o de las rosas de mi jardín que guardo yo para ti… Nadie imaginaba en esas tardes de tertulia romántica que el pudor, ese plusvalor femenino, sería muy pronto desenmascarado por los compositores de boleros que inundaron los programas de radio.

La primera encomienda social que se le dio al bolero fue la exploración del alma de la mujer. Así, durante todos los años treinta, Agustín Lara, Gonzalo Curiel, Luis Arcaraz y Alfredo Núñez de Borbón, entre otros, se dieron a la tarea de encontrar una esencia en el alma de la mujer. ¿La mujer es buena por naturaleza, tiene conciencia del mal? ¿El pecado proviene de la inconsciencia femenina o emana en el acto de amar? Por eso Ana María Fernández, la primera de nuestras boleristas, cantaba en la XEW una canción como Fruta verde que parte de esta serie de consideraciones y que expone la contradicción consustancial a la mujer: boquita que reza pero que si besa se vuelve mala, mala…

Qué lejanas nos parecen las motivaciones vitales de una mujer tal como la exponen los boleros: pero entre 1930 y 1940 ese fue el tema principal de un compositor. Y si tales temas ocupaban su mente y su repertorio era a causa de que eso requerían las radioescuchas. El magnate de la radiodifusión, don Emilio Azcárraga, el descubridor de artistas, el dueño de XEW, se jactaba con frecuencia:

–Yo inventé al ama de casa mexicana.

Ya es muy difícil contradecirlo, quizás sólo pueda hacerlo un doctor en sociología, pero en los años treinta se escribió diariamente un script para ser repetido todos los días por las mujeres de México. Mientras lavaban los trastes, planchaban o cocían las verduras, las amas de casa aprendían en las radionovelas los parlamentos que les permitirían vivir diariamente. A tal grado eran indisolubles de la vida las tramas de las radionovelas que una actriz como Rita Rey, mala entre las malas, tenía verdadero pánico de ser reconocida en la calle por un radioescucha. “Existía el antecedente de que, en Chile, habían matado a un actor que representaba a los villanos”, le contó la actriz a la socióloga Bertha Zacatecas.

Pero la radio musicalizó esa forma de vida y la volvió memorable y la llenó de nostalgia. Si hasta los jingles nos parecen nostálgicos, si quisiéramos triunfar en amores gracias a los productos Tres Flores y nada nos gustaría más que hacer patria tomando cerveza Cartablanca; qué sinceras parecían las felicitaciones navideñas que Fab enviaba cada año por mediación de las Tres Conchitas –Laura, Cuca y Gudelia Rodríguez- con sus voces tan cristalinas y dulces. Cuando cantamos uno de aquellos anuncios antiguos hasta hacemos como que no vemos la mano sucia e interesada de la publicidad y nos olvidamos de esas amas de casa tan indefensas al escuchar las voces seductoras de la radio.

Cuando Andy Warhol habló de los quince minutos de fama a los que estamos destinados, no sabía que ya la XEW acomodaba la vida y sus engranes en segmentos de quince minutos por los que desfiló la gloria efímera de miles de canciones y de voces. En estos cuartos de hora se estrenaron casi todas las canciones conocidas y olvidadas, cantaron todas las voces que acompañaron los días antiguos. Don Pedro de Lille, el famoso locutor de La hora azul bautizó a las voces míticas: escuchó a Emilio Tuero y vio que era bueno y lo llamó El barítono de Argel. Llenó asimismo los reinos de la radio de princesitas azules y de sobrenombres que compendiaban el espíritu de la época: Anhelo Venegas era llamada La señorita Ensueño, Maruca Marqués (la madre de María Elena Marqués) era llamada La señorita Ilusión y la tanguista Maruca Pérez fue La princesita de cuentos de la Hora Azul.

¿Qué características precisas tuvo la música de los años treinta? En general, el gusto musical se hizo urbano. Ese paso lo dio por primera vez Agustín Lara, pianista nutrido en la vida de los burdeles y educado sentimentalmente por las prostitutas sobrevivientes del Porfiriato: su obra habló de mujeres y mujeres; y cuando no lo hizo confundió la vida con una mujer. Tal vez por eso escribió su canción Inquietud a mediados de los años treinta, compendio vital de su obra:

Inquietud que sacude tu ser,
inquietud que mis besos dejó,
transformando una vida en mujer
y después, la mujer, en canción.

Suena extraño que la manera de pensar la vida que se atribuye a las mujeres de esa época sea una creación de los compositores. Casi ninguna mujer hizo su aparición por la década del Cancionero Picot, y si lo hicieron desaparecieron pronto para casarse y abandonar sus logros musicales. Sólo una mujer destacó en ese medio, María Joaquina de la Portilla o María Grever, quien hizo casi toda su vida artística en los Estados Unidos. Su manera de ver la vida y el amor se parece mucho a los estereotipos que hoy tenemos de las mujeres sacrificadas que mueren por el amor y el desamparo. Toda la vida se cristaliza y toma sentido en el instante pleno del beso. Sin embargo, la Grever fue la primera mujer que hizo público lo que a todo un país se le había insistido que guardara en álbumes de fotos, poemarios privados y cajas de galletas con papelitos doblados. No fue así María Grever: se dio el lujo de pedir el amor, acto casi prohibido para una mujer a fines de los años veinte.

La mujeres tuvieron reservado otro lugar dentro de la radio: cantar todo lo que los compositores escribieran. Agustín Lara tuvo a Ana María Fernández y a Toña la Negra como sus intérpretes; Gonzalo Curiel tuvo a Lupita Palomera y a Dora Luz; Rosa María Alam estrenó las primeras canciones de Gabriel Ruiz y José Sabre Marroquín tuvo a Amparo Montes como la principal difusora de sus canciones tan cercanas al mar y a la brisa. El estudioso colombiano Hernán Restrepo Duque escribió que el bolero en México se hizo gracias a las voces de las mujeres, de intérpretes como las hermanas Águila o Ana María González o María Luisa Landín. Cada una tuvo un estilo diferente, único. La voz pastosa e íntima de Avelina Landín o la voz sugerente de Martha Triana que perseguía como una pesadilla a las castas cabecitas de los censores de la Liga de la Decencia. Pero quizás la voz que resume todos esos años de radio sea la de Lupita Palomera, una voz tan sencilla como la que cualquier ama de casa afinada tendría; pero al mismo tiempo, su voz era tan singular que ninguna otra mujer podría igualar su estilo tan natural. Gracias a su voz se popularizó el bolero Vereda tropical que cantaban hasta los pericos en sus jaulas. Tan famoso fue que en las casas se colgaban letreros que decían: “Se solicita sirvienta que no cante Vereda tropical”. ¿Pero es posible contener la marea de un bolero que pide el regreso de una boca amada? Larga vida a las sirvientas que cantaron Vereda tropical a las horas del aseo, entre las miradas acusadoras de las patronas.

Dos enemigos frontales tuvieron las canciones modernistas de los años treinta: el general Lázaro Cárdenas y la Guerra Mundial. El primero manifestó su inconformidad a causa de la creciente “extranjerización” de la música y por eso, durante su periodo presidencial mantuvo un frente abierto contra el jazz y las canciones norteamericanas. A Cárdenas le gustaban los sones del Mariachi Marmolejo y la voz de Manolita Arriola, la famosa cantante de música ranchera. Además le gustaba escuchar a Lucha Reyes y a Pepe Gutiérrez cantando el Himno y corrido del agrarista que decía: “Marchemos agraristas a los campos a sembrar la semilla del progreso”. Aunque quién sabe si los costales de semillas del progreso no tendrían en realidad semillas transgénicas o si los planes de la Revolución se quedaron en el caballo una vez que los políticos se subieron al automóvil. El general Mújica, secretario de Comunicaciones de Cárdenas le decía al Presidente: “El jazz ese es muy nocivo para México, mi General” y luego lo instaba a expropiar la industria radiofónica. Sería bueno saber si la música sería capaz de competir con el petróleo y si nuestra economía en vez de petrolarizada no estaría ahora “musicalizada”. Lo cierto es que los programas musicales ocupaban en 1942 el 80% de la programación de la radio nacional y que de ese porcentaje, los compositores mexicanos gozaban de un 76.9% de la programación. ¿Por qué se preocupaba tanto el general Mújica si en realidad deberían ser los músicos extranjeros quienes se debieron de preocupar a causa de la invasión de música mexicana en Inglaterra, España, Estados Unidos, Francia y Japón? Agustín Lara, Consuelo Velázquez, Luis Arcaraz y María Grever tuvieron la suerte de ver sus canciones traducidas a muchos idiomas. Aunque no se cobraran muchas regalías, los compositores se envanecían de sus logros. Agustín Lara –con radio de onda corta en la mano- demostraba a quien lo quisiera comprobar que sus canciones se escuchaban en ese momento en algún lugar del mundo. Y como ejemplo de las fortunas formadas a cuenta de las regalías, se cuenta que María Grever llegó a una reunión de compositores en la que se encontraba uno de los grandes empresarios de editoras musicales y de casas grabadoras. Como iba tan bien vestido, se le preguntó de qué piel estaba hecho su abrigo; entonces la Grever se adelantó a responder: “De piel de compositores”.

Por otro lado, la irrupción de la Segunda Guerra en la vida nacional se trasladó hasta los boleros. De pronto ya nadie quería comprarle sus imágenes a Agustín Lara: ni princesitas ni sultanas; ni abanicos ni quimeras; ni terciopelo ni satén. A la basura la utilería de Agustín Lara, clamaron los compositores a partir de 1940. Federico Baena a partir de 1940 escribió boleros que tomaban como tema a la relación misma. Por eso en su bolero Qué tal te fue preguntaba con una intensidad que sólo puede recrearse si se escucha esta canción en la voz de María Luisa Landín: “¿Qué tal te fue? Dime cómo has estado, cuéntame si has llorado también por un amor. Estamos frente a frente, platícame tus penas y al dolor no le temas que ya te perdoné. Ya ves, también lloré por un cariño y nada te reprocho: fue el destino de los dos”. María Alma, que llegaba del norte del país, escribía boleros para explicar el amor o el desamor; una tarde, mientras limpiaba frijoles comenzó a tararear una canción sencilla, una canción concebida sólo para decir: “Qué lindo, qué lindo es tenerte cerca, saber si me quieres tú sólo a mí”. ¿En qué andaría la vida que a nadie se le había ocurrido decir algo tan sencillo? Siempre los temas más complejos para ofrecer un amor interesado. Cuando Gonzalo Curiel dice: “temor de ser feliz a tu lado”, ¿no es en el fondo una manera de disfrazar la falta de compromiso? Con la Guerra Mundial, los compositores de boleros requirieron la sinceridad. Fuera del momento no hay ninguna posesión: “Hay que vivir el momento, ¿qué nos importa el pasado? Hoy tenemos tiempo y tal vez mañana ya no vuelva la ocasión” (Hay que vivir el momento). En 1944, Consuelo Velázquez escribe Amar y vivir, la canción que sirve como moraleja a todos aquellos que no alcanzaron a vivir el momento, tal como lleva siglos insistiendo la literatura –y los boleros, en las décadas que les tocan: “Hay que saber que la vida se aleja y nos deja llorando quimeras”.

Pero a este sitio llegamos partiendo de una voces que se escuchaban en la radio: la primera, la que fundó la manera de cantar por años fue la de Ana María Fernández. ¿Se permite una evocación? Espero que sí para poder llamarla a la memoria, a Ana María, quien fue de tus quereres la sultana, la emperatriz radiante y soberana que en tus redes de amor quedó cautiva (Agustín Lara dixit).

Una evocación no requerida
Recuerdo la curiosidad con la que llegué a la casa de Ana María Fernández. Aunque miré y miré el mapa en el que se veía claramente su calle en Las Arboledas de Ciudad Satélite, eso no obstó para que no me perdiera durante horas antes de llegar a su casa. También la recuerdo en el momento de tocar a su puerta y de entrar a un pasillo que me llevaba a la sala; me recibió mientras caminaba apoyada en una andadera de metal. Ella, toda maquillada, con los labios pintados, portando un pequeño collar de perlas y un vestido gris, salió de un pasillo en una casa oscura. Yo tenía 16 años y al verla sentí como si asistiera a la resurrección de alguien que había dejado este mundo en otras eras lejanas e inconcebibles. Cuando nací, Ana María tenía cuarenta y un años retirada del medio artístico; cuarenta y un años hacía que ese mundo se había acabado, el ámbito del teatro de revista y de la radio, el de las canciones de colores pastel y princesitas azules que florecían como violetas en un jardín etéreo de materia hertziana.

He vuelto a ver con frecuencia a Ana María en libros de fotografía porque tuvo la suerte de ser retratada por uno de los hermanos Mayo a principios de los años treinta. En esa imagen, aparece con uno de aquellos vestidos negros que tanto le gustaban y que la volvían tan imponente. A su lado aparece Agustín Lara, muy joven, sentado en su piano, mirando ambos hacia la lente con rostro inexpresivo. A veces se reproduce una historia que ella me relató durante esa tarde de septiembre de 1993:

-Yo me encontraba convaleciente de una pulmonía, así que decidí ir al Teatro Lírico a ver cantar a Agustín Lara y a Juan Arvizu. Esa noche estrenaban una canción de Agustín, así que se acostumbraba poner un teloncito sobre el escenario para que el público pudiera cantar con los artistas. Yo comencé a cantar en medio de la gente hasta que Agustín notó mi voz y me pidió que cantara la misma canción, pero ahora yo sola. Cuando terminé, él se levantó de su piano y bajó del escenario. Se dirigió hasta mí y arrodillado ante mi butaca, me pidió: “¿Quiere ser usted mi intérprete?”

A lo largo de esa tarde, el pasado revivió ante mí con todo su peso. Muchas de las personas que fueron nombradas por Ana María eran para entonces fantasmas sepultados mil veces, que levantaban el rostro con curiosidad al escuchar su nombre sólo para saber quién los nombraba. Decían: “Aquí estoy” sólo para regresar al olvido.

-Y mi amigo Luis G. Roldán, ¿qué suerte tuvo?

-Ya murió, doña Ana María.

-Hice varios discos con Ismael Ruiz Suárez, ¿sabes qué ha sido de él?

-También ya se murió, doña Ana María…

Ella misma se ha vuelto un misterio impenetrable, todo lo que no me contó tiene una pesada lápida encima. Tan densa me parecía la memoria que casi podía imaginar las tardes del teatro de revista, sus actuaciones en la XEW. Cuando el locutor Pedro de Lille presentaba a Ana María Fernández como “La incomparable cancionera del estilo único”; y aunque pareciera un hipérbole, qué certero era don Pedro al llamarla de este modo; en efecto: qué incomparable era su voz. Era tan incomparable que los cronistas de espectáculos sufrían al prender la radio porque todas la cancioneras de la XEW y de la XEB y de la XEFO cantaban exactamente igual que Ana María. Nacida en la colonia Guerrero en 1905, un barrio pobre en esos años, no contó con ninguna educación musical; sin embargo, lo potente que era su voz de contralto le permitió imitar la educada voz de la cantante de ópera Margarita Cueto o la de la canzonetista cubana Pilar Arcos, tan de moda a finales de los años veinte. Por eso la voz de Ana María era tan peculiar: tenía un estilo un tanto forzado ya que intentaba cantar algo más agudo de lo que le permitía su tesitura. Por eso, cuando decidió casarse y retirarse del medio artístico, en 1936, Agustín Lara se presentó a su boda y le dijo: “Ana María: te vas y dejas huérfanas a mis canciones. Tú eres la madre de mis canciones”.

Hay mucho de verdad en estas palabras pues hasta Agustín mismo le copiaba la voz a Ana María; hay algo en su estilo, en su forma de decir las canciones que parece extraído de su intérprete. También Toña la Negra comenzó su carrera imitando su estilo. Por eso su versión de Amor de mis amores es inolvidable aunque ya no se acuerde nadie, lo mismo pasa con Flores viejas de Joaquín Pardavé y con Corazón del mar de Paco Treviño: “Ven, corazón del mar, dime si piensa en mí igual que pienso yo”. Me recuerdan esos versos de Juan Ramón Jiménez que escribió en 1936: “un mar al que le busco / inútilmente el corazón”.

Pero es justo recordar a Ana María en un recuento general de la radio porque me dio oportunidad de asomarme a unos instantes tan lejanos. Ahora ya está en donde se encuentran todos aquellos por los que preguntaba, con todas esas voces tan volátiles de la radio. Se puede tomar un puñito y soplarle, y escucharlas mientras se van difundiendo en el aire y perdiéndose como una canción, casi como esa que cantaba Avelina Landín: “Como canción que todo mundo cantó y que después olvidó… Como una canción nuestra pasión pasó de moda, pero tal vez vendrá otra nueva canción después”.

(Revista "Tierra Adentro" 137-138, diciembre de 2005-marzo de 2006)

jueves, 28 de diciembre de 2006

Carlos Monsivais y Juan Rulfo: El premio de la discordia

Juan Rulfo es el gran narrador mexicano del siglo XX. Es algo que se dice, casi de manera unánime. Muchos ven en su breve obra la culminación de varios procesos narrativos de la literatura mexicana, al grado de que Pedro Páramo y El llano en llamas han llegado a tomarse como dotadores de sentido a obras anteriores (la narrativa de la Revolución, la novela cristera). Luego de la construcción de un discurso canónico a su alrededor, la obra rulfiana ha excedido los límites de la creación literaria propiamente mexicana hasta mostrar su influencia en los mejores escritores de nuestra lengua. La novelística hispanoamericana de hoy tiene una huella rulfiana indeleble: la confusión de los planos de realidad, el complejo entramado de voces, la restauración del tiempo mítico a partir de la desestructuración del tiempo, los murmullos que cimbran lejanamente el terreno telúrico de la lengua. Dos de las novelas más importantes de la narrativa contemporánea, Cien años de soledad y La virgen de los sicarios, no podrían ser sin el antecedente de Rulfo.

Carlos Monsiváis ha logrado formular un discurso que prácticamente incluye todos los aspectos de nuestra cultura (experiencias, conquistas y gozos intelectuales del México contemporáneo). Ha creado un sistema literario y formado una red de referentes culturales que contribuyen como pocos discursos a definir el panorama social (político, cultural) de nuestro país. Polifónica (en el sentido de que confluyen las voces de los distintos actores sociales), la obra de Monsiváis devuelve los discursos como un espejo: la clase política, por ejemplo, ve con terror la obra de un cronista que no hace más que mostrarles su reflejo.

Relacionar las obras de estos dos escritores es un gran acierto del jurado que integró el Premio Juan Rulfo otorgado en la FIL de Guadalajara. La categoría de Rulfo y la calidad de los escritores premiados dieron prestigio al premio desde su instauración; un premio que tuvo como intención primera cimentar la obra de escritores de gran calidad aunque no consagrados.

Los recientes hechos (la polémica protagonizada por los herederos del autor y los patrocinadores del Premio luego de las declaraciones hechas por Tomás Segovia) obligan a tomar una postura con respecto a este galardón, una postura a la que los actores intelectuales no deberían rehuir, ya que se trata de hechos que atañen a la conformación del poder intelectual. Por un lado, la posición de Rulfo en el medio cultural es la que define la dirección del Premio: su oposición al poder hegemónico de la cultura durante sexenios (por ejemplo, su enfrentamiento contra Octavio Paz, como documentan los escritores entrevistados en esta publicación) y la marginación contra la que luchó la calidad de su obra narrativa. La familia del escritor, por otra parte, ha esgrimido un argumento insoslayable (al asegurar que el premio se ha vuelto “botín de un grupúsculo”) que formulo aquí como una serie de preguntas para las que no tengo respuestas seguras: ¿Se debe premiar a escritores que integraron un grupo opuesto a Rulfo, como es el caso de Segovia? ¿Se debe premiar a los escritores que simpatizaron con este autor? ¿Un jurado, en última instancia, premia sólo “lo literario”? Quienes piensan que se deben omitir las posiciones políticas para considerar este problema –la manipulación por omisión– no juzgan dentro de este orbe: están bien fuera de esta discusión. Pero esta polémica a la que entraron por propia voluntad los familiares del autor, tal vez se vuelva contra ellos porque conduce al tema de la posesión. ¿Quiénes son los dueños de un autor? (No de sus derechos patrimoniales, sino de él, del creador de la obra) ¿Se puede tomar a Juan Rulfo como patrimonio de mafias culturales? ¿No debería ser éste el tema por discutir?

El prestigio de Rulfo se ha convertido en un elemento de concentración de poder a su alrededor. Muy distinto a poseer los derechos autorales de Rulfo es cosificarlo –mercantilizarlo– y esgrimir el poder de la Verdad frente a los críticos que intentan comer del fruto del conocimiento literario: “¡Fuera del Paraíso Terrenal de nuestro Infierno particular, de Comala!”. Porque la construcción de un discurso verdadero a modo es el fin último de esta manipulación llevada a cabo por sus herederos-usufructuadores.

Juan Rulfo es de sus lectores; las influencias y el placer de su obra se ganan por su lectura: no debe ser propiedad única ni adquirir el dudoso puesto de ser ostentado como una marca registrada.

El Premio Juan Rulfo no está fuera de las consideraciones políticas (porque la “marginalidad” no es una definición literaria): el acto de otorgarlo debe considerar honestamente los lineamientos del reconocimiento literario a escritores de bajo perfil.
En este sentido, Carlos Monsiváis encarna un discurso marginado por el poder intelectual: el del periodismo literario. Representa una tradición que no ha tenido el reconocimiento necesario, la del periodismo y la crónica: Lizardi, Prieto, Altamirano, Gutiérrez Nájera. ¡Imposible no ver hoy, por ejemplo, la obra periodística de Salvador Novo como uno de los grandes monumentos de nuestra tradición literaria!

Los únicos dueños legítimos de Rulfo son sus lectores, para los que se publicó esta novela en 1955. Somos los lectores, los que no queremos ser expulsados de Comala una vez que Disneylandia establezca su sucursal sobre los restos de Pedro Páramo.

(Revista "Viento en vela", diciembre de 2006)

Ubicacion de una Universidad. John Henry Newman. Version de Pavel Granados

Si deseáramos saber qué es una Universidad, considerada en su idea primordial, debemos dirigirnos nosotros mismos a la primera y más celebrada casa de la Literatura y fuente de la civilización europeas, a la brillante y hermosa Atenas -Atenas, cuyas escuelas dibujaron su seno, y luego entregaron nuevamente al negocio de la vida la juventud del Mundo Occidental por un largo milenio. Asentada en el borde del continente, la ciudad parecía difícilmente digna de las obligaciones de una metrópoli central de conocimiento; sin embargo, lo que olvidó por la conveniencia de su integración, lo aventajó por su proximidad con las tradiciones del misterioso Oriente y por la hermosura de la región en la cual yacía. Aquí, entonces, como en una suerte de tierra ideal, donde todo arquetipo de lo grande fuera encontrado como ser sustancial, y todo territorio de veracidad, explorado, y toda diversidad de poder intelectual, exhibida; donde gusto y filosofía fueran entronados majestuosamente como en una corte real, ahí donde no fuera otra soberanía que la de la mente, y no otra nobleza que la del genio, donde los profesores fueran soberanos, y los príncipes les rindieran homenaje; aquí, nutrida continuamente desde los muchos rincones del orbis terrarum, la generación multilingüe, justamente ascendente, o justamente emergente hasta llegar a la humanidad, a fin de adquirir sabiduría.

Pisístrato, en su temprana edad, descubrió y crió el genio infantil de su pueblo, y Cimón, después de la guerra persa, le había dado un hogar. Esta guerra había establecido la supremacía naval de Atenas; la cual se convirtió en un estado imperial; y los Jonios, atados a ella por la doble cadena del parentesco y la sujeción, fueron importantes en ella por su comercio y su cultura. Las artes y la filosofía de la costa asiática fueron fácilmente llevadas a través del mar, y ahí estuvo Cimón, como he dicho, con su amplia fortuna, listo para recibirla con los debidos honores. No contento con proteger a los profesores, construyó el primero de estos nobles pórticos, de los cuales escuchamos tanto en Atenas, y formó las arboledas, las cuales, con el paso del tiempo, se transformaron en la celebrada Academia. La jardinería es uno de los más elegantes, como en Atenas fue uno de los más beneficiados de los oficios. Cimón se hizo cargo del bosque virgen, lo podó y lo cultivó, y lo pensó con hermosos caminos y agradables fuentes. Ni mientras fue hospitalario con los autores de la civilización de la ciudad, fue ingrato con los instrumentos de su prosperidad. Sus árboles extendieron su frescura, umbrosas ramas sobre los mercaderes, quienes se reunieron en el ágora por muchas generaciones.

Estos mercaderes ciertamente habían merecido este acto de generosidad; por todo el tiempo que sus embarcaciones habían transportado fuera la fama intelectual de Atenas al mundo occidental. Entonces comenzó lo que puede ser llamado la existencia de su Universidad. Pericles, quien sucedió a Cimón tanto en el gobierno como en el mecenazgo del arte, es recordado por Plutarco como el animador de la idea de hacer de Atenas la capital de la Grecia federada: en esto, fracasó, pero el estímulo de hombres tales como Fidias y Anaxágoras marcó el camino a la obtención de una soberanía mucho más duradera sobre un extensísimo imperio. Con poca comprensión de las fuentes de su propia grandeza, Atenas iría a la guerra; la paz es el interés de un centro comercial y artístico, pero la guerra fue; aunque a ella, guerra o paz, no le importó. El poder político de Atenas menguó y desapareció; los reinos se levantaron y cayeron; los siglos transcurrieron sin cesar –pero al hacerlo trajeron frescos triunfos a la ciudad del poeta y del sabio. En tal periodo el aceitunado Moro y el Español fueron vistos acercándose hacia el Galo de ojos azules; y el de Capadocia, antiguo súbdito de Mitrídates, fijó la mirada sin sobresalto en la altanera conquista Romana. Ocurrió revolución tras revolución sobre el rostro de Europa, así como en el de Grecia, pero ella estuvo continuamente allí -Atenas, la ciudad de la mente-, tan radiante, tan espléndida, tan delicada, tan joven, como siempre había sido.

Más de una costa o isla fructífera es bañada por el azul Egeo; más de un punto es allí más bello o sublime para ver; más de un territorio, mucho más amplio; pero hubo un encanto en ática, el cual, con la misma perfección, no existió en ninguna otra parte. Las profundas pasturas de la Arcadia, la llanura de Argos, el valle de Tesalia, ellos no tuvieron ese don; Beocia, la cual yacía a su norte próximo, era notoria por su mucha necesidad de tal don. La pesada atmósfera de aquella Beocia es posible que sea buena para la vegetación, pero fue asociada por la creencia popular con la estupidez de sus habitantes: por el contrario, la especial pureza, elasticidad, claridad y salubridad del aire de ática, su justo concomitante y emblema de su genio, hizo por ella lo que la tierra no hizo -produjo cada brillante color y delicada sombra del paisaje sobre el cual fue diseminado, habría iluminado el rostro de un país más desnudo y tosco.

Un restringido triángulo, tal vez de 93 kilómetros su longitud máxima y 56 kilómetros su anchura máxima; dos elevadas barreras rocosas que se encuentran en un ángulo; tres montañas prominentes, dominando el llano -Parnis, Pendelikón e Imittós; un suelo insatisfactorio; algunos ríos, no siempre abundantes; -tal es más o menos el reporte que el agente de una compañía Londinense habría hecho del ática. Referiría que el clima es ligero; las colinas, calizas; que allí había abundancia de mármol bueno; más tierra de pastura de la que podría haberse esperado después de un primer examen, ciertamente suficiente para ovejas y cabras; zona pesquera productiva; minas de plata antiguamente, pero agotadas hace mucho; bellas higueras; aceite magnífico; olivos en profusión. Pero lo que él no pensaría apuntar es que el árbol de oliva, tan selecto en naturaleza y tan noble en aspecto, que provocó una veneración religiosa, se expande en los bosques sobre llano abierto y asciende y orla las colinas. No pensaría escribir ninguna palabra a sus patrones sobre cómo ese aire claro del cual he hablado, sacó a relucir, empero mezclado y suavizado, los colores del mármol, hasta que tuvieron suavidad y armonía por su riqueza, la cual en una descripción parece exagerada pero, después de todo, está dentro de la verdad. No diría cómo esa misma delicada y brillante atmósfera refrescaba el pálido olivo, hasta que olvidó su monotonía y su mejilla enrojeció semejante al madroño o a la haya de las colinas de Umbría. No diría nada del tomillo y las mil fragantes hierbas que alfombran el Imittós ; no oiría nada del zumbido de sus abejas, ni tomaría en cuenta el raro sabor de su miel, desde entonces Gozo y Menorca fueron suficientes para la demanda inglesa. Vería sobre el Egeo desde la altura a la que había ascendido ; seguiría con sus ojos la cadena de islas, las cuales comenzando por cabo Sunion, parecieron ofrecer a las divinidades míticas del ática, cuando visitaran a sus primos Jónicos, una suerte de viaducto a través del mar ; pero esa afición no le ocurriría, ni una admiración a las oscuras olas violetas con sus bordes blancos hacia abajo, ni de ese gracioso chorro de plata en forma de abanico sobre las rocas, el cual se levanta hacia arriba lentamente semejante a los espíritus acuáticos del mar, luego tiritar, y romper, y extenderse, y refugiarse, y desaparecer en una suave niebla de espuma ; ni del suave, incesante levantar y jadear del llano líquido ; ni de las largas olas, que acatan un tiempo constante, parecidas a una línea soldadesca, como ellos, resuenan ensordecedoras sobre la hueca costa. -No se permitiría aludir a ese inquieto elemento viviente de ningún modo excepto para alabar las estrellas que no percibió. Ni los claros detalles, ni la refinada coloración, ni el gracioso contorno y rosáceo color dorado de los despeñaderos sobresalientes, ni la escarpada sombra lanzada desde el Oto o Laurion por el sol declinante ; -nuestro agente de una firma mercantil no apreciaría estas cosas incluso en una figura baja. Antes de que debamos voltearnos por la compasión, buscamos a aquel estudiante peregrino que viene desde una tierra semibárbara hasta ese pequeño rincón de la tierra como a un santuario donde él podría cautivarse con la abundancia de miradas en estos emblemas y resplandores de divina e invisible perfección. Fue el extranjero de una remota provincia, de Bretaña o de Mauritania, quien en una escena tan diferente de aquella de sus frías, ciénagas arboladas, o de sus ardientes, arenales asfixiantes, aprendió al instante qué debe ser una Universidad real, comprender por advenimiento el tipo de país que era su hogar adecuado.

No fue esto todo lo que una Universidad requirió y encontró en Atenas. Nadie, aún allí, podría vivir de la poesía. Si los estudiantes en ese famoso lugar no tuvieran nada mejor que brillantes colores y sonidos calmantes, no habrían sido capaces o estado dispuestos a cambiar su residencia a ese lugar de tanta consideración. Por supuesto que deben tener los medios de vida, e incluso, en un cierto sentido de disfrute, si Atenas debiera ser un Alma Mater en esa época, o permanecer después como un pensamiento placentero en su memoria. Y así fue : sea recordada Atenas como un puerto, y un centro comercial, tal vez el primero en Grecia; y esto fue muy pertinente, cuando una cantidad de extranjeros fue siempre concurrente a ese lugar; cuya lucha debía ser con dificultades intelectuales, no físicas, y quienes proclamaron tener proporcionados sus deseos corporales, es posible que estén desocupados para comenzar a amueblar sus mentes. Ahora bien, estéril como fue el suelo del ática, y vacío el rostro de la región, todavía tuvo de veras muchos recursos para una elegante, y aún, lujuriosa residencia allí. Tan abundantes fueron las importaciones del lugar, que fue frase común, que las producciones, las cuales eran encontradas individualmente en otras partes, fueron traídas todas juntas a Atenas. Trigo y vino, la materia de subsistencia en tal clima, vinieron de las islas del Egeo; lana fina y alfombras, del Asia Menor ; esclavos, como ahora, del mar Negro, y madera también ; y hierro y cobre, de las costas del mediterráneo. El ateniense no se digna a manufacturar para sí mismo, pero animó a otros ; y una población de extranjeros asumió la ocupación lucrativa tanto para consumo casero como para exportación. Sus paños, y otras texturas para vestido y accesorios, y su quincalla -por ejemplo, armaduras- tuvieron gran demanda. La mano de obra fue barata ; piedra y mármol en abundancia ; y el gusto y el entendimiento, los cuales al principio fueron consagrados a los edificios públicos, como templos y pórticos, fueron con el transcurrir del tiempo aplicados a las mansiones de los hombres públicos. Si la naturaleza hizo mucho por Atenas, es innegable que el arte hizo mucho más.

Aquí, alguien me interrumpirá con la observación : "A propósito, ¿dónde estamos y a dónde estamos yendo ? ¿Qué tiene todo esto qué ver con una Universidad ? ¿Al menos, qué tiene que ver con la educación ? Es instructivo, indudablemente, pero, con todo, qué tiene que ver con su materia ?" Ahora suplico que el lector confíe en que soy el más concienzudamente ocupado en mi materia ; y que yo debiera haber pensado que todos habrían notado esto : sin embargo, ya que la objeción está hecha, puedo hacer una pausa por un rato, y mostrar claramente las cosas arrastradas por la corriente de la que he estado hablando, antes de que vaya más lejos. ¡Qué tiene esto que ver con mi materia ! ¿Por qué el asunto de la situación es, en verdad, la primera que viene a consideración cuando un Studium Generale es contemplado ? Para que esa situación fuera liberal y única. ¿Quién lo negará ? Todas las autoridades se ponen de acuerdo en esto : y verdaderamente, una pequeña reflexión será suficiente para aclararlo. Recuerdo una conversación que alguna vez tuve sobre este preciso asunto con un hombre en verdad eminente. Era yo un joven de dieciocho, dejaba mi Universidad para las Vacaciones Largas, cuando me encontré a mí mismo acompañado en un carruaje público de una persona de edad madura, cuyo rostro era extraño para mí. Sin embargo, era la gran luminaria académica del día a quien después conocí muy bien. Afortunadamente para mí no lo sospeché ; y, afortunadamente también, fue una inclinación de él, como sus amigos lo supieron, hacer relaciones fáciles, especialmente con compañeros de diligencias. Así es cómo, con mi petulancia y su condescendencia, logré escuchar muchas cosas, las cuales eran nuevas para mí en esa época ; y un punto en el cual él era fuertemente superior, y era evidentemente afectuoso como instancia, fue la pompa y circunstancia material con la cual se debería rodear un gran sitio de aprendizaje. Creía que esto era digno de la consideración del gobierno, en caso de que Oxford no se hubiera puesto de pie en posesión de lo suyo. Una amplia cordillera, digamos seis kilómetros y medio de diámetro, habría sido convertida en bosque y pradera, y la Universidad habría sido rodeada por todos lados por un magnífico parque, con árboles finos en grupos y arboledas y avenidas, y con vislumbres y vistas de la bella ciudad, tal como el viajero la describió de cerca. No hay nada, seguramente, absurdo en la idea, aunque realizarlo costaría una suma considerable. ¿Qué mejor derecho para las posesiones más puras y bellas de la naturaleza que el asiento de la sabiduría ? Así pensaba mi compañero de coche ; y sólo expresaba la tradición de siglos y el instinto de la humanidad.

Por ejemplo, tenemos la gran Universidad de París. Esta famosa escuela acaparó como territorio suyo toda la ribera sur del Sena, y ocupó una mitad, la más placentera mitad, de la ciudad. El Rey Luis tuvo la bella isla, con razón, como suya propia, -fue apenas más que una fortificación ; y el norte del río fue donado a los nobles y ciudadanos para hacer lo que pudieran con sus pantanos; pero el idóneo sur, ascendente desde el arroyo que bañaba alrededor de la base, de la bella cumbre del Santa Genoveva, con sus amplias praderas, sus viñas y sus jardines, y con la sagrada elevación del Montmartre enfrentándolos, todo esto fue la herencia de la Universidad. Allí estuvo ese placentero Pratum yacente a lo largo de la rivera del río, en el cual los estudiantes por siglos se recrearon, al cual Alcuino parece mencionar en sus versos de despedida a París, y la cual ha dado nombre a la gran Abadía de Saint Germain-des-Prés. Durante largos años estuvo dedicada a los propósitos del inocente y sano disfrute ; pero tiempos malos llegaron a la Universidad ; el desorden surgió en sus inmediaciones, y la hermosa pradera se tornó la escena de alborotos de partido ; la herejía acechaba por Europa ; y Alemania e Inglaterra ya no enviaban a sus contingentes de estudiantes; una pesada deuda fue la consecuencia para el cuerpo académico. Abandonar su tierra fue el único recurso que les quedó: edificios levantados sobre ella, y extendidos a lo largo del verde césped, y la campiña se volvió en toda su extensión, pueblo. Grande fue el pesar y la indignación de los doctores y maestros cuando ocurrió esta catástrofe. "Una vista miserable" dijo el Proctor de la nación alemana, "una vista miserable para atestiguar la venta de aquel antiguo señorío, donde las Musas estuvieron acostumbradas a vagar en busca de retiro y placer. ¿A dónde se trasladará ahora el joven estudiante, qué ayuda encontrará para sus ojos, cansados con la intensa lectura, ahora que la placentera corriente se le ha quitado?" Dos siglos y más han pasado desde que esta queja fue pronunciada; y el tiempo ha mostrado que la calamidad externa, que recordaba, era sino el emblema de la gran revolución moral que debía seguir, hasta que la institución por sí misma ha continuado sus verdes praderas en la región de cosas que alguna vez fueron y ahora no son.

(Revista "Arquitectura y Humanidades", 1999. www.architecthum.edu.mx)

Dos versiones de Jules Laforgue



Lamentación del rey de Tule

Era un rey de Tule
inmaculado,
que, lejos de las faldas y de las cosas,
lloraba sobre la metempsicosis
de los lirios en rosas,
¡y en qué palacios!

Dormidas sus flores, marchaba
arrastrando las llaves
a bordar en los solos ojos de las estrellas,
sobre una torre, cierto velo
de viva tela,
¡en las noches de leche!

Cuando el velo estuvo bien orlado,
lejos de Tule,
remó mucho sobre los mares grises
hacia el sol que agoniza,
¡Feérica Iglesia!
El rey ululaba:

“Sol muriente, un día más
has tendido tu faro
en los holocaustos vivíparos
del culto que nombran Amor.”

“Y como ante la noche leonada,
te sientes desfallecer,
¡con una última ola de sangre mártir
lavas el umbral de la Alcoba!”

“¡Sol, sol!, yo desciendo
hacia tus desoladores palacios polares,
para mimar en este Santo Sudario
tu corazón lleno de sangre,
¡y para mecerlo!”

Dijo, y el velo desplegado,
todo trastornado,
hacia los corales y los naufragios,
el rey burlado por dulces talles,
bello como un Mago
¡ha descendido!

¡Bravos amantes, en las noches de leche,
tornead vuestras llaves!
Una sombra de amor puro transida,
vendría para gemiros este estribillo:
“Era un rey de Tule
inmaculado…”


Lamentación del olvido de los muertos

Damas y caballeros,
vosotros cuya madre está muerta,
es el buen sepulturero
el que rasca a vuestra puerta.

Los muertos
están bajo la tierra;
casi
de esta suerte.

Fumáis ante vuestros tarros,
saldáis cualquier idilio,
allá lejos canta el gallo,
¡pobres muertos fuera de las ciudades!

Abuelito se inclinaba,
allí, el dedo sobre la sien,
hermanita hacía crochet,
madre subía la lámpara.

Los muertos
son discretos,
duermen
tan al fresco.

Habéis comido bien,
¿cómo van los negocios?
¡Ah, los niños que nacen muertos
casi no son mimados!

Anotad, con un trazo igual,
en el libro de caja,
entre los gastos de baile:
plática, tumba y funeral.

Es alegre
esta vida;
¡Eh, amiga mía!
¡Vaya!

Damas y caballeros,
vosotros cuya hermana está muerta,
abrid al sepulturero
que golpea en vuestra puerta;

si no le tenéis piedad,
él vendrá (sin rencor)
a jalaros por los pies,
¡en una noche de luna!

¡Importuno
viento que rabia!
¿Los difuntos?
De viaje…

(De "Les complaintes", 1885)

miércoles, 27 de diciembre de 2006

La subversión del objeto amado

¿El amor nos hace a su modo? ¿Lo hacemos de la manera en que lo necesitamos? Si me encuentro a L. por la calle, si hablamos, pienso que su marca en mí se ha relativizado. La marca sigue, yo he cambiado. Antes era casi única: ahora, luego de tanto, el paso de la gente ha hecho que una persona amada se vuelva parte de un sistema: el recuerdo deja de ser único para convertirse en una referencia. Antes, el amor impedía que hubiera un afuera de sí. Ahora, arrojado sobre un yunque, el amor se ha deformado: tiene que aceptar que la vida lo violenta. El corazón, que secretamente quiere tener sólo un nombre grabado, ahora es devorado por lo relativo. Pensamiento absolutista el del corazón: quiere tener a una sola persona en su interior, pero tenerla bien muerta; quiere que el amado sea un cautivo en una cárcel, un esqueleto abandonado sobre el cual depositar todas las palabras. “Sólo tenemos palabras para definir lo que está muerto en nuestros corazones” (Nietzsche). Queremos tener a quien amar, a quien matar, para volcar sobre él todo lo que tenemos que decir.
Es necesario sacar del corazón a su objeto de amor. Poner en él algo vivo, que someta al amor. No soportamos que viva lo que amamos. Que sea así. Pero que sea así para iniciar el camino de la crítica. A mí me dijeron: haga su tesis sobre un autor muerto, para que no ofrezca problemas. ¿Qué hago si no hay autores muertos? ¿Si todos guardan vida, si cambian en la aparente inmovilidad de su obra? Harold Bloom lo resuelve en su crítica: decide que la obra cambia conforme vive el crítico, renuncia a rodearla y a establecer su sentido único. Que sea el amor un asesino frustrado, que el objeto de amor se revele contra el que intenta apresarlo en los límites inamovibles del sentimiento amoroso.

Una cucaracha sobre si misma

Cuando una cucaracha se voltea y queda con las patas hacia arriba, su fisiología pierde la eficacia. Deja de ser útil su constitución y se deja de manifiesto su fragilidad. La lógica de su movimiento da paso ahora a la zozobra y sus patas comienzan a realizar movimientos desesperados; en cualquier momento, la anarquía puede ayudarla a recuperar su estado original para seguir caminando.
Me siento esa cucaracha desesperada, tirada sobre su coraza. Cuando uno conoce a la perfección sus recursos literarios y sabe manejarlos, tiene conciencia de su propio estilo. Entonces uno sabe el camino, la seguridad que da recorrerlo sin peligro.
Vale la pena entonces, suicidarse. Voltearse como una cucaracha y sentir el peligro de no volverse a levantar jamás. En la desesperación de terminar aplastado, muerto de inanición, uno mueve las patas sin orden, escribe sin sentido. Las frases salen al azar porque tal vez de una de ellas provenga la salvación requerida: la que le devuelva el balance a ese insecto.
Puede uno entonces volver a andar: ya no de la misma manera porque sabe que puede volver a caer, a desconocerse y sumergirse en la angustia de la desarticulación.

La persecucion de la belleza

Encuentro belleza en mí. Pero no de la manera en que cualquiera podría pensarlo, no se trata de que “mi espíritu” sea “bello”. No es eso. En realidad, sé que puedo encontrar belleza en mí, sé localizarla. No la extraigo de mí mismo, así que no se trata de darle a esto un sentido platónico. Es una especie de desdoblamiento interior gracias al cual encuentro que hay algo en mí que puedo reconocer (una idea que pasa, una sombra) y seguirle los pasos. A veces, lo puedo pescar; generalmente no pasa a la escritura: en ese momento se desvanece.
Así que no se trata de una idea literaria; es más bien la concepción del origen de las ideas internas: la belleza se persigue en uno mismo, en una parte de la psique que, de manera independiente, filtra la percepción y la decanta. Uno, de pronto, se topa con esa intuición (o idea, imagen, metáfora) y la sigue, se abalanza como ave de rapiña, y la atrapa entre sus garras.
El resultado, el pensamiento formulado (o escrito), es el cadáver de aquello que tuvo vida dentro de la mente.

Jean Paul Sartre: Del otro lado del muro


¿Qué debemos ver, exactamente, en la demolición del muro de Berlín? ¿Con cuál de todas sus imágenes debemos quedarnos, como una fotografía familiar de toda la humanidad que podamos enseñar a todo curioso? ¿Un acto de perdón? ¿Es que los Estados Unidos han perdonado? ¿Alguien quiere su perdón? ¿Qué cosa exactamente ha merecido su indulgencia? Parece ser que Alemania ha sido perdonada, ahora los grandes bloques del muro que la atravesó han caído y es posible asomarse al otro lado, al sitio de donde provienen todas esas caras felices, las de los alemanes que buscan con anhelo el rostro de la Libertad, ¿será como en la televisión? ¿tendrá el rostro de una hermosa modelo? ¿cuánto ganará al mes sólo por ser la anhelada Libertad? Si hemos sido perdonados, lo más natural es que no tengamos vergüenza de ser presentados ante todos, si los artistas se reunieron a festejar el fin de una infamia, ahora que la Democracia ha salido a trabajar a los Parlamentos europeos, ahora que Lech Walesa ha ido a firmar los documentos de la nueva Polonia con una pluma que lleva grabada la imagen de Juan Pablo II; ahora, Margaret Tatcher y Ronald Reagan ven a la joven Democracia como una pequeña hija suya que va de viaje a Europa, que puede por fin vacacionar en las playas del Oriente y que puede traer souvenires de atrás del muro. No olvides traernos una postal, pero no una postal de esa infamia, ¡no!, tráenos un recuerdo bello, una piedrita de ese muro tan ignominioso, por ejemplo, para que sirva de lección, pero de una bella lección histórica… Aunque lo más seguro es que no la encuentre, que por más que la busque, esa joven Democracia no encuentre, porque es muy posible no quede ni un mínimo polvito de esa pared. Si todas esas piedras han sido derrumbadas, ¿a dónde han ido? –se preguntará, tal vez, pero sin mucho interés. Lo más importante es que ya no están, que se han dispersado. Para todo hay memoria, pero no para esa infamia; es mejor recordar la tragedia de los buenos amigos judíos, ahora que necesitan de nuestra compasión en su lucha contra los árabes; para esta infamia no hay memoria: es mejor que dejemos al stalinismo, que lo condenemos con todas nuestras fuerzas y que sólo tomemos una foto de la estatua de Lenin derrumbada sobre las ruinas de la URSS, pisoteada por la libertad y por la democracia. ¡Sí, de eso sí queremos una foto, de nuestra querida Democracia pisando la estatua de Lenin! No pensemos más en el muro, no había nada detrás, sólo rostros felices de que el yugo las ha soltado.

Pero resulta que nosotros sí debemos preguntarnos por el paradero de esas piedras, nosotros necesitamos saber si no han venido a depositar ese cascajo en nosotros, si no tenemos ese muro nuevamente construido en nuestras vidas, nosotros que somos sólo un patio trasero, es muy natural que vengan a depositarnos el cascajo; pegados atrás de los ladrillos sólo hay afiches, pintas, propaganda, nombres: Marx, Lenin, Trotzky, Sartre, pero es mejor no acordarse de ellos, nadie en su sano juicio debería desprender esos carteles de la basura histórica, ni los pepenadores, ni los arqueólogos en busca de ruinas, es mejor que se convenzan de que ese cascajo hace mucho que dejó de ser útil para cualquier causa. Nadie ve ese muro ya, porque la Democracia y la Libertad han llegado a la construcción de algo muy sublime, que nadie comprendería, es mejor que no lo digamos mucho ni en voz alta: han desarrollado una arquitectura invisible. Como se oye: una arquitectura muy sofisticada. Véanlo con sus propios ojos: ya no hay Muro, y sin embargo no podemos ver lo que existía del otro lado, ¿hay o no un muro invisible? Detrás de él reposan todas las ideas que nadie quiere ver en esta época tan libertaria, tan democrática. Ni siquiera podemos dialogar con esas ideas, ni seguirlas, así como no es posible hablar con muertos. ¿No les parece que no tiene ningún sentido? Una voz maternal está a punto de decirnos: “Miren, hijos míos, hijos de la Democracia, debajo de todos esos escombros no hay nada. Ahora puedo revelarles que no existe nada en medio de toda esa basura. Y lo más importante, lo que deben recordar es que el marxismo fue una serie de palabras y de ideas que quedaron interrumpidas, gracias a la apertura de este muro”. Y eso no podemos negarlo, entre las ideas de ese pasado y nosotros hay un muro, ese del que hablamos arriba, el muro maravilloso de ladrillos invisibles, el verdadero muro. Tampoco quisiéramos contradecir a la Democracia, una mujer que, a juzgar por todas las conciencias que mueve, por todas las estaciones de televisión que dirige y por todos los políticos que mantiene, sabe con toda seguridad lo que hace. Sólo le diríamos que la interrupción de ese discurso viene de antes, que no estaba al otro lado del muro: ya había sido exiliado por los propios Partidos Comunistas. Si alguien se opuso a este silencio cómplice de la guerra fría, fue Jean Paul Sartre. ¡Ya vamos comprendiendo por qué se le silencia hoy! ¡Por esa causa se le ha quitado su cubierto del banquete de la Democracia!

La democracia puede prohibirnos muchas cosas, puede impedirnos, por ejemplo, ser antidemócratas, ¡para eso es un totalitarismo! Quiere hacernos pensar que la libertad es la otra cara de su moneda y que jugando volados siempre ganaremos, caiga lo que caiga. Puede prohibir tantas cosas, ¡puede invadir y exterminar a los países que no son democráticos! Puede, incluso, amagar con armas nucleares. Mister Bush es el más fiel de mis soldados, puede gritar antes de extender sus dominios. Pero entre todas sus potencialidades no se encuentra la de prohibirnos voltear atrás, que veamos por dónde hemos llegado al presente; hemos tenido que decidir entre todas las encrucijadas posibles para desembocar aquí, en este sitio, en este tribunal que es el presente. No hay otro, aquí juzgamos y somos juzgados, aquí se da la verdadera sentencia. Todos somos culpables, hemos resuelto. Estamos condenados, tenemos que purgar la sentencia, no hay salida, el suicidio es un condena a muerte, pero no la permitimos porque exime de toda responsabilidad. Somos culpables de estar aquí, de llegar a este sitio con felicidad, pero si hemos llegado al presente con culpa, eso no nos impide recibir ningún castigo. Sí hay más delito que el haber nacido, porque la decisión de vivir tiene una consecuencia, la conciencia de vivir.

Sartre, en Las palabras, el recuento de su niñez, acepta con alegría su expulsión del poder. No hay padre, no existe y si no existe, no tengo relación con él. La ausencia de este vínculo lo ha arrojado del orbe del poder. Jamás podrá el autor decirle a nadie: has esto o has aquello. No, porque opina que al mandar estará obedeciendo al poder y Sarte reniega de eso, no quiere ser un peón en el tablero del poder. ¡Ojalá fuera así de sencillo! Pero no lo es, Sartre, involuntariamente, ha colocado en la figura de un padre muerto toda la esencia del poder, todo el dominio. Pienso que en ese ausente, Sartre ha depositado la noción de “esencia” –eso es más o menos lo que concluyo de Las palabras. “Esencia” es igual a “Poder”, porque “lo que algo es” determina su acción. Si el hombre no tiene una esencia previa, es libre, en la operación mental de Sartre. La libertad tampoco tiene una esencia, porque al actuar, en cada disyuntiva, el hombre tiene entre sus manos a la libertad. Incluso, un condenado a muerte tiene la libertad de darle un sentido a su muerte –y esto es irrenunciable. Sartre llevó tan lejos como pudo esta idea, pero no llegó al extremo de aplicar esta idea a los campos de matanza nazis. Borró de la arena esta idea: a una periodista, poco antes de morir, le expresó, “¿sabe? Creo que toda mi filosofía está mal, voy a volver a empezarla otra vez”. Pero el poder está, no el poder del estado, no el poder paterno: me refiero a las formas refinadas del poder. Si Sartre, seducido por Husserl, como lo afirma Cesáreo Morales, concibió al hombre de manera transparente y elaboró un pensamiento en el que la conciencia establece relaciones con los objetos y vence la mera subjetividad, también es cierto que en todo esto hay un punto ciego. Quisiera tomar el discurso de Sartre y volverlo contra el poder. Porque, miren ustedes, el poder no estaba en el padre que Sartre no conoció: era el padre el que estaba atrapado en el poder, como en una telaraña (en una relación de poder establecida socialmente antes de que existieran padre e hijo). Ah, porque el poder, el poder: ese sí que tiene esencia; tal vez no ustedes ni yo la tengamos. Para ver la esencia tendremos que voltear atrás, nos sigue en nuestros actos pasados: es una abstracción mental; si no es posible decir “así es alguien”, si es válido en cambio decir: “así fue”, así actuó. Porque tanto Sartre como Marx privilegiaron el trabajo (la praxis) por sobre las elaboraciones ideológicas. A diferencia de nosotros, el poder tiene esencia: el poder busca poder, se busca a sí mismo, quiere verse en los demás, quiere estar en todas partes. Es tan fácil saber qué va a hacer el poder, se puede explicar su mecanismo. Pero ante él, no resulta darle la espalda ni la evasión teórica: ante todo, el poder se debe sustantivar teóricamente, sólo así puede ser apresado y desarticulado. El poder está debajo de la historia, para sustantivar la historia, debe sustantivarse el poder.

Sartre debe ser invitado de nuevo a la reunión, su pensamiento tiene la semilla de la destrucción ante la idea de la libertad de hoy, la libertad que emana de la supremacía del Imperio y que beneficia sólo a sus amos. Como ya lo ha explicado Ernest Mandel, entre otros, el marxismo da un rodeo para abordar el tema de la libertad individual (y Mandel es una voz que no sucumbió con el Muro): el individualismo de hoy, basado en la competencia de las necesidades de los sujetos, sólo puede ser superado en la reelaboración de las relaciones económicas y sociales, para luego garantizar al individuo. Sólo en este sentido, Marx es individualista y en este punto puede relacionarse con la búsqueda de Sartre. Y a éste se le debe restituir el problema del poder, el punto ciego de estas palabras que olvidan al poder en la tumba del padre.

Si el “yo” es, una construcción de la conciencia –mejor, de manera consciente, el hombre crea su personalidad–, se debe ampliar esta concepción para poder verla desde fuera: el hombre no decide de manera independiente ante los objetos –ni la razón, siquiera. El hombre tiene inoculado el poder, el poder puso ante sí el objeto y la decisión y formó la conciencia que decidirá su actuación. Habrá que ampliar la noción de “intersubjetividad” (o desmistificarla) para que sean vistas las relaciones de producción que están atrás de ella.

No hay duda de que esta discusión hace mucho que estaba interrumpida, los grandes foros intelectuales, transmitidos en todo el mundo por la televisión, han dicho: señores filósofos, esta discusión es muy interesante, pero desgraciadamente tenemos que ir a unos anuncios comerciales… Pero esos anuncios se han prolongado demasiado, los filósofos han sido abandonados en el estudio de televisión y los anuncios comerciales han sustituido el discurso filosófico; ¡no!: son el mensaje filosófico. La libertad ha hecho su hogar en los anuncios de televisión, en la propaganda. No hay oportunidad perdida, en todos lados se nos dice que debemos ser libres, que debemos actuar de acuerdo a nuestra conciencia. ¿No sabe usted cuál es su conciencia? Prenda entonces la televisión, ahí está su conciencia. Vienen tiempos malos, tiempos de oscuridad, pero no es nada que no se pueda solucionar viendo la televisión. Ahí está la realidad del discurso, ahí palabra e imagen se corresponden como debe de ser: a cada imagen le corresponde la palabra que la explica, nunca se ha dado un mejor matrimonio entre significado y significante, todo está explicado en ella, todas las palabras que valen salen de su pantalla, lo que está afuera no existe, allí los locutores dicen que debemos ser libres y no admiten réplica, antes de que uno pueda cuestionar, ya están frente a nosotros unos agradables comerciales, ahora ya puede uno decidir, la libertad de votar por quien uno quiera siempre y cuando el que nos gobierne sea el señor presidente Felipe Calderón, quien a su vez es gobernado por el poder, pero el poder no sale en la televisión, ¡el poder es la televisión! No lo olviden. No, creo que no lo olvidarán, cuando regresen a su casa y vean que en el sitio más privilegiado está el aparato que habla y dice qué son la libertad y la democracia. Sus palabras son un tónico, una droga, ¿qué haríamos sin sus argumentos que nos resuelven la vida? Sí, la televisión está hecha de ondas invisibles, esas ondas nos atraviesan en la calle, en la casa, sin que nos demos cuenta, el poder, como ella, está construido de bloques invisibles, está hecha de li-ber-tad y la libertad está hecha de poder. Y no hay nada que nosotros podamos oponer. La libertad y la democracia se han erigido en los jueces del presente, ofician en el tribunal del que hablé arriba. Han decidido que somos inocentes, no deberíamos volver los ojos, nos dicen, a la filosofía que está arrumbada, entre los despojos del muro de Berlín. Somos inocentes, si no lo fuéramos, el ejército inglés o el noerteamericano nos estaría torturando sin clemencia, y lo que es peor, no podríamos ver las torturas por televisión. Estados Unidos nos ha perdonado, no deberíamos desear nada más.

(Presentación de la revista "Tierra prometida" dedicada a Jean Paul Sartre, Museo Mural Diego Rivera, 7 de diciembre de 2006)

Escritura y solipsismo


Escribir, en mí, equivale a caminar por un bosque oscuro e inhóspito; una mente extraviada, que busca un rumbo, un camino qué seguir, intenta desbrozar las brumas que la rodean. Caminar sin sentido, sin saber si se ha recorrido el mismo camino ya varias veces, si los pasos recorren sólo círculos, sin saber ni desear saber si se desea entrar en lo profundo o salir hacia la nada (porque fuera del escribir no hay nada), y sin saber si fuera del pensamiento hay algo que haga emanar esta realidad que sólo se vive dentro del lenguaje, porque el solipsismo en el que vago no tiene salida, tiene sólo entrada, y lo que concibo como salida es un regreso a la realidad, la realidad que sólo se alcanza a ver desde el lenguaje. ¿Qué intento decir con estas obviedades? Nada, nada que tenga sentido en sí mismo, entonces ¡el solipsismo dejará de ser lo único! Porque el sentido me será otorgado desde fuera, porque la construcción del lenguaje no tiene sentido en sí misma; la palabra, el discurso, devoran todo lo que hay afuera: todo formará parte de este discurso, todo, nada debe quedar fuera. Y yo: en este bosque, el del lenguaje, sin orden, con árboles que están a mitad del camino, inútil ponerles nombre, son árboles tan semejantes entre sí, con tantas ramas y hojas que resulta ilógico nombrarlos: las palabras se quedan colgando de las frondas, no llegan a ningún sitio. Es por eso que tiro migas de pan por el camino, sin el menor propósito de desandar mis pasos, sólo cuando se terminen las palabras, esas migas de pan tan abundantes y tan inútiles, será posible voltear para ver que han sido comidas por los pájaros. Y diré: pájaros. Y la miga de pan (la palabra) que significa pájaro será devorada por ella misma. Qué esperanza tenía de tomar un rumbo gracias a la palabra, volver sobre mis pasos para reconocer los rumbos por los que mi mente vagó, y reconocer los pasos. Pero ya no habrán palabras, con mis bolsillos vacíos, ¿qué migas marcarán el camino? ¿Pero estarán vacíos mis bolsillos? ¿O es que cada bosque con cada hombre extraviado contiene sus propias migajas, inútiles e insuficientes? Esperé que al marcar el camino con migas de pan sería posible encontrar una ruta (en rigor: la que ya he recorrido) pero este pensamiento–bosque cambia de posición y las migas quedan en el mismo lugar; eso supone que mis palabras conducen hasta este preciso sitio: aquí. Pero al mismo tiempo, la realidad se ha movido, la realidad sobre la que descansa este brumoso bosque se ha movido y las palabras –quietas– ya no señalan lo mismo. Y aquí –por más laberíntico que pueda resultar este bosque– carece de arquitecto, sólo refleja la irracionalidad del mundo que es observado desde un solo sitio. ¡No podré esperar a que un Minotauro me mate, asustado por reconocerse parcialmente en mí, ni tampoco tendré el hilo de ninguna Ariadna que me ayude a salir con salidas racionales por las puertas que conducen a los mismos sitios, las puertas falsas de la tautología! Correré tras una bruja, que no me dejará ver su cabaña dulce, la miel prometida, que prepara su caldera si me acerco demasiado, la veré en la tele, en el cine, en los libros, en las casas, en las notas de toda música, en los cuadros, en el teatro, en las noticias, en el museo, en las ideas, en las esculturas, porque sé que en el fondo ella me sigue a mí, prudentemente, a cierta distancia: la suficiente para que yo crea que no soy observado. Esa bruja me da palabras para que la nombre, para que pueda decir quién es: es el poder, pero sólo un aspecto, el aspecto irracional del poder, es decir: la fracción que sólo alcanzo a ver desde aquí, atrás de los árboles, con palabras sólo la alcanzo a vislumbrar, a ver como huye. Yo sólo la supongo, la concibo gracias a que me da palabras, esas pequeñas bolsitas que aparecen de vez en cuando por el suelo, llenas de migajas de pan, incomibles, que sólo sirven para ser regadas en el piso: es el camino que me sigue, el de las palabras, migas de pan que están detrás de mí y que se comen los pájaros, una vez que he pasado en busca de una bruja, que se nutre de la promesa de devorar mi cuerpo, por muy poco promisorio que éste sea.

Salto mortal de Kenzaburo Oe. La eternidad simulada

Más extraña que la tormentosa relación del narrador de Vallejo con el tiempo es la de los personajes de Salto mortal de Kenzaburo Oé. Si la costumbre nos hace narrar anécdotas e hilarlas por medio de capítulos, intrigas, Oé presenta el transcurrir del tiempo: en ese flujo se van presentando los hechos, coagulándose como una hemorragia que tiene que detenerse en algún punto (como las hemorragias del protagonista, que terminan curándose “milagrosamente”). Esos personajes que intentan establecer “las condiciones materiales” para el Apocalipsis (es el cometido de la iglesia de la que habla el libro): el fin del tiempo; pero ahora, el tiempo les pasa por encima, los desgasta, los mata. Pero no lo hace de manera notoria: el tiempo no ocurre de la misma manera; el narrador logra que ocurra en dos cauces: el agua de la superficie (en donde transcurren ciertos hechos cotidianos: la cotidianidad no sorprende, es una situación muy estrecha) y el agua profunda (la que remueve los guijarros del fondo y decide el curso del río). Esa agua profunda de la narración, parte oculta, contiene: el asesinato del líder religioso, la milagrosa curación del cáncer del protagonista, el pasado en el que una escisión de la iglesia intentó tomar una central nuclear.
El tiempo para los personajes de Oé es un “así ha sido”, una reflexión sobre el pasado. El monstruoso metadiscurso del novelista japonés no consiste en el lenguaje que habla del lenguaje, ni de los recursos narrativos que se requieren para hablar del tiempo. Hay, si se puede hablar de eso: una retórica de la vida. La vida que se va escribiendo conforme se vive, ya ha sido escrita antes: a la manera de Bloy, que concebía a la historia como una progresiva revelación de Dios. Así, las motivaciones son puestas en el corazón de los personajes por su Dios y todas confluyen en el logro de la eternidad. Del caos puede entresacarse un orden fundamental, una serie de leyes que, entramadas, entregan la vida al caos; o mejor: el caos se encuentra preso entre las leyes que lo fundamentan y las que lo explican. El hermano de la señora Asa, una de las integrantes de la Iglesia, un novelista que no aparece en la novela (¿el propio Oé?), ha escrito que los hombres repiten las mismas cosas que otros han hecho antes pero con un desvío incluido: “repetición con desvío”. Sí, tal vez es una forma de resumir el gran metadiscurso con que la vida narra sus propios hechos. Uno de esos desvíos conduce al Apocalipsis: pero ese desvío es el que buscan los personajes de Oé. Hay un “desvío” que no conduce a la “repetición”. Y, claro, el Apocalipsis cancela la repetición (o, más bien, la contiene); pero el desvío buscado es El Desvío al que, finalmente, conducen todas las repeticiones. Es el gran Punto de Vista, si uno se colocara en él vería que todos los hechos humanos se dirigen torrencialmente hacia su centro, y entonces todos los hombres darán cuenta de sus pasos, de lo que hicieron para llegar hasta aquí, al fin del camino, ante Dios, ante el tribunal que juzga en función de una profecía: la del fin. Todo aquel que haya hecho lo posible por no propiciar el fin es culpable, el que no se acoja en el Anticristo será juzgado, ya está siendo juzgado: los gases mortales en el metro de Tokio, la tentativa de tomar una planta nuclear (en la novela), los suicidios colectivos propiciados por sectas religiosas.

Acerca de la prosa de Fernando Vallejo


La prosa de Fernando Vallejo representa un conflicto: apenas le abre uno la puerta, entra caudalosamente, inunda todo, pasa por encima de cada pensamiento, arrastra los pensamientos. Darle cabida implica aceptar una serie de posiciones con las que nadie –nadie de confianza– está de acuerdo. Pero no pide permiso, son ideas a las que no les abriría la puerta, pero ahora, dentro de mi casa, tengo que ofrecerles café, conversar con ellas –y conversar de manera pacífica. Si uno las ha recibido, es recomendable tener cortesía. Pero ellas tiran las plantas, ensucian el piso, ponen sus huellas en las paredes. Y Vallejo pide ser juzgado no por sus ideas, sino literariamente. Como si dijera: "No traten a mis ideas por su actuación sino por su apariencia". Se han vestido de etiqueta para entrar a la fiesta y una vez dentro tiran del mantel y vacían los platillos sobre los invitados. Si no quiero ser sometido, tengo que actuar: porque la crítica deja la puerta abierta, deja que pasen todas las ideas. Así, como en el poema de González Martínez, la casa de la crítica tiene dos puertas: una para la entrada de los textos y otra para su salida. Pero en tanto, la casa adquiere la forma de sus visitas. ¿Eso incluye a Vallejo? ¿Hay que ponerse en guardia frente a sus ideas?

Primeramente, definamos: sus ideas son las del sentido común. En sus textos científicos intenta refutar a Darwin, a Newton. En sus novelas ridiculiza a la sociología, al marxismo. Sin embargo, no hay que detenerse en su refutación, porque él no niega la evidencia: hay pobres, hay especies extintas, existe una ley de gravedad. El sentido común no acepta los segundos cuadrados pero acepta la existencia del dinero –otra abstracción. Fernando Vallejo privilegia la existencia de la realidad: es un bloque puesto frente al sujeto que la piensa. A partir de entonces, todo se ha ido a la chingada, todo se jodió, el mundo es ruin. El hombre es un resultado (todos lo sabemos bien: la conciencia es resultado de las relaciones establecidas con anterioridad a la existencia del individuo), pero en la obra de Vallejo se opera esta inversión: el hombre (el colombiano) determina su medio, sin posibilidad de redención. Porque esa esencia (demostrada por el sentido común, por la experiencia) no tiene posibilidad de cambio. No lo dice expresamente: pero concibe a la sociedad como un sistema con leyes inamovibles (porque “el colombiano” así es) frente a las cuales sólo existe la resignación (o la rebelión interior): ¡Son infrahombres que no saben de gramática! ¡Este pueblo no sabe abrir la boca sin decir hijueputa y malparido gonorrea! Maldiciones que brotan del ser profundo.

¿Qué opinión tendrá Vallejo de Spengler? Ese pensamiento que veía con terror a una sociedad sin bases aristocráticas: saber que el pueblo, los proletarios sin educación, sólo venían a destruir la cultura. ¿Y por qué esas ideas están ahora aquí, frente a mí, sentadas con toda comodidad? ¿De qué vinieron disfrazadas? De sí mismas. Porque en la obra de Vallejo el disfraz de uno mismo es necesario: el cinismo cubre los sentimientos más profundos. Ese ser desgarrado que narra, que añora el tiempo original, los pesebres de Navidad, el lejano tiempo del buen español y que abomina del vallenato; ese narrador desprotegido –susceptible de ser silenciado por una bala– tiene que recurrir al cinismo: a ese aparente despojamiento que en realidad lo cubre.

¿Cuál es el procedimiento central de Vallejo? Si bien la obra literaria no puede postularse como una autobiografía (a no ser que se considere como una autobiografía “espiritual”) porque no se utiliza al texto literario para demostrar empíricamente nada, puede decirse en cambio que “la autobiografía” es el asunto del novelista: la relación del narrador consigo mismo. El narrador que, en el acto de narrar, cambia, recuerda, piensa, usa al lenguaje para volver sobre sí mismo y sobre los recuerdos; la exposición anecdótica pasa a otro plano: ahora, el lenguaje se convierte en el contenedor, apresa las secuencias temporales y las deposita de otra manera, de manera distinta a como ocurren. Al enunciar, se abren caminos diversos: cada objeto abre sus puertas para desembocar en otros. Así, la memoria, une y presenta: lo susceptible de ser alcanzado, los despojos del pasado en la vivencia actual. Los despojos del idioma en los colombianismos de hoy. Esa operación crea un sistema que intenta conjurar la intromisión del crítico: Vallejo aleja, pide que el diálogo termine: así es porque así me lo parece, juzgue usted la perfección externa porque mi vivencia es mía.

Esta posesión del recuerdo es la base de la narración, la intersección de Rulfo y Proust: el dominio del habla –y de la mayor cantidad posible de sus recursos, incluidos los de la evocación– garantiza la resurrección del tiempo muerto. Estos son los ejes: pero son los ejes que desgarra Vallejo: no se encuentra a gusto en ellos: a cada instante, la realidad los despoja de sentido: es que ustedes no se acuerdan, qué se van a acordar, lo que ya dije hace muchas cuartillas lo voy a repetir porque nadie se acuerda. Esta operación retórica despierta al lector y le dice: “Lo que es importante para mí pasa de otra manera en ti. No te cuento lo que me pasó sino lo que me pasa ahora a propósito del pasado”.

Individualizacion racional frente a la naturaleza (Impresiones de la obra de Alberto Kalach)



Toda individualización de la realidad supone una abstracción, una separación que aleja al objeto de todo lo otro. Este procedimiento, cuando viene de fuera es, necesariamente, un acto de conocimiento, la exclusión teórica de los nexos del objeto y del fluir de la realidad tiene que culminar con la restitución del objeto a sus relaciones reales; aunque se trate de la restitución de un objeto que ha sido negado y relativizado (¡carcomido!) en un proceso dialéctico de conocimiento. Pero un discurso puede individualizarse por sí mismo: desde dentro; se separa, de hecho, y toma conciencia de su existir, para luego devorar todo a su paso. Esto lo hace casi todo discurso: ni el discurso libertario (ni el democrático) deja de ser, en este sentido, completamente totalitario. Porque cada discurso intenta reformular el mundo desde su epicentro no conformándose con su propia circunstancia: comienza a devorar hacia el pasado y hacia el futuro. Toda la voracidad necesaria para lograr su espacio en el mundo.
Hay formas del discurso que nacen en el poder necesariamente (requieren acumulación previa): el arquitectónico, el cinematográfico; su existencia es por sí sola la demostración de su influencia. No así la poesía, el teatro, que nacen y se dirigen a la marginalidad (pero a una marginalidad relativa: son requeridos por el poder cuando los necesita y los saca de su cloaca para que fulguren bellamente a la luz del día. ¡Y ya! Vuelven a la oscuridad que se les ha impuesto.) En este sentido, me impresiona la obra del arquitecto Alberto Kalach: se trata, sin duda, de un discurso que se autoaniquila; es el pensamiento de una bella durmiente que se despierta para ver que ha sido devorada por la naturaleza, para verse convertida en una racionalidad carcomida por el ser natural, arquitectura geológica si se conviene en que es la continuación racional de las fuerzas naturales. Discurso que requiere del poder para ocultarse: parece que las necesidades del poder por ostentarse de manera aplastante han terminado (González de León, principalmente) y que ahora busca la integración con las fuerzas elementales de la naturaleza. He pasado frente a sus edificios: se necesita tiempo para notar la existencia del bloque, del peso de lo habitable. No es racional ni vernáculo: es una deposición de lo que se aleja de las fuerzas naturales. La contemplación de la naturaleza desolada crea un vacío, así este tipo de arquitectura: es la creación de un vacío (la ocultación del volumen en la perspectiva, la acumulación del espacio arquitectónico en la porción de campo visual oculta detrás del vacío). Tal vez ese vacío que observo en su estructura (los departamentos del Parque México, la casa en Contadero) sea el aspecto político: una omisión puesta en primer plano. Al observar los bocetos de Kalach (realizados en acuarela) noto que la creación privilegia lo ya creado: el creador no es tal –o parece que intenta negarlo– sino un continuador porque, al emerger, el discurso arquitectónico no se mira a sí mismo (o parece no mirarse) y se desarrolla continuando las fuerzas que lo depositaron ahí. La aparente o voluntaria inconsciencia es la dirección del discurso, ¿por qué el poder vive aquí latentemente? ¿Por qué no quiere mostrarse ahora de manera destructiva y represora? Los buenos modales democráticos hacen que el poder se recluya: las imponentes Torres Punta Ixtapa lo son no porque impongan materialmente sino porque ocultan su fuerza, aquella que la hace emerger de la tierra. El poder prefiere ahora esto: emerger conjuntamente de la tierra con la maleza. ¡Qué bueno que eligió meterse él solo a esta trampa! En el arte, el poder está acotado: es sólo una fuerza más en las manos del creador. ¡Así se divertía en las praderas, tocando la ocarina y viendo a sus ovejas antes de ser decapitado en las guillotinas! Es arquitectura de poder (no hay salida: el arquitecto no puede hacer otra cosa), pero con una resolución inteligente: el poder extirpado y mostrado frontalmente, el vacío interno del poder exhibido, atrapado luego de que quiso ocultarse detrás de la naturaleza.