¿El amor nos hace a su modo? ¿Lo hacemos de la manera en que lo necesitamos? Si me encuentro a L. por la calle, si hablamos, pienso que su marca en mí se ha relativizado. La marca sigue, yo he cambiado. Antes era casi única: ahora, luego de tanto, el paso de la gente ha hecho que una persona amada se vuelva parte de un sistema: el recuerdo deja de ser único para convertirse en una referencia. Antes, el amor impedía que hubiera un afuera de sí. Ahora, arrojado sobre un yunque, el amor se ha deformado: tiene que aceptar que la vida lo violenta. El corazón, que secretamente quiere tener sólo un nombre grabado, ahora es devorado por lo relativo. Pensamiento absolutista el del corazón: quiere tener a una sola persona en su interior, pero tenerla bien muerta; quiere que el amado sea un cautivo en una cárcel, un esqueleto abandonado sobre el cual depositar todas las palabras. “Sólo tenemos palabras para definir lo que está muerto en nuestros corazones” (Nietzsche). Queremos tener a quien amar, a quien matar, para volcar sobre él todo lo que tenemos que decir.
Es necesario sacar del corazón a su objeto de amor. Poner en él algo vivo, que someta al amor. No soportamos que viva lo que amamos. Que sea así. Pero que sea así para iniciar el camino de la crítica. A mí me dijeron: haga su tesis sobre un autor muerto, para que no ofrezca problemas. ¿Qué hago si no hay autores muertos? ¿Si todos guardan vida, si cambian en la aparente inmovilidad de su obra? Harold Bloom lo resuelve en su crítica: decide que la obra cambia conforme vive el crítico, renuncia a rodearla y a establecer su sentido único. Que sea el amor un asesino frustrado, que el objeto de amor se revele contra el que intenta apresarlo en los límites inamovibles del sentimiento amoroso.
1 comentario:
Oye, Pavo, pero luego me explicas bien, amigo, cómo le hago. Porque mi corazón es un asesino, con la sangre fría y la astucia de Capulína.
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